LA GUERRA Y LAS PRISIONES HABILITADAS
1. LA GUERRA
Sin paz, sin piedad y sin perdón. Ninguna de las peticiones que el presidente Azaña hiciera para poner fin a la violencia y a la guerra de exterminio se cumplió. Comenzaba una posguerra especialmente larga y dura marcada por un ambiente general de hambre y miseria, en el que, como el propio Franco anunció, «no habría perdón para los malvados, porque la salud de la Patria, como la del cuerpo, necesitaba de cuarentena para quienes procedían del campo apestado[4]». La cárcel de la Nueva España se asentó sobre las cenizas de una guerra librada contra un enemigo interior y serviría como medio principal para separar los buenos de los malos españoles. La represión y los efectos del hambre, la insalubridad y una enorme gama de enfermedades infecciosas favorecidas por el hacinamiento hicieron que la mortalidad alcanzase en estos establecimientos sus cifras más elevadas. Así, el médico de la prisión provincial de Huelva consideraba «nada elocuentes» las 52 muertes que se habían producido entre noviembre de 1940 y mayo de 1941, teniendo en cuenta que durante el mismo periodo habrían perdido la vida en la capital onubense 963 personas «y en la provincia en igual periodo de tiempo 5182». En Córdoba fueron 110 los reclusos fallecidos tan sólo entre diciembre de 1940 y enero de 1941 y más de la mitad murieron por avitaminosis y anemia[5].
Los efectos de las políticas de consolidación de este régimen se dejaron notar sobre la población de una manera extraordinaria entre 1939 y 1941. Con este telón de fondo y, especialmente durante toda la década de 1940, se fue configurando un verdadero sistema penitenciario por toda España cuyo impacto global está aún por desentrañar. Sobre todo porque la función de la cárcel no terminó en esa década sino que se prolongó durante toda la dictadura. Arrancó con mucha fuerza a través de la guerra, pero fue evolucionando hacia una forma de control y de condena social a la que tendría que hacer frente de por vida todo aquél que hubiera pasado por la cárcel.
El Gobierno republicano tenía previsto presentar el mismo 18 de julio de 1936 un proyecto integral para la reforma del sistema penitenciario español. Se había diseñado una profunda reordenación tras la campaña de los presos de la revolución de Asturias de 1934. Pero aquel día todo se detuvo. La remodelación quedó en suspenso y, a medida que la guerra se prolongaba, las cárceles entraban en una terrible situación de la que tardarían mucho tiempo en salir. Ciudades donde la sublevación militar había triunfado, como Burgos, Segovia, Zaragoza, Pamplona, Sevilla o El Puerto de Santa María, concentraban un número importante de presos comunes que muy pronto se vieron desplazados por los primeros detenidos políticos. En núcleos urbanos como Madrid, Barcelona, Valencia y Bilbao no triunfó el golpe, pero las prisiones empezaron a llenarse también de nuevos «presos preventivos y detenidos gubernativos», muchos de los cuales terminarían siendo el blanco predilecto de la «justicia revolucionaria».
La guerra lo iba a engullir todo y la cárcel iba a ser su testigo principal. Nacía una nueva forma de prisión que podría denominarse «habilitada», ya que la situación de absoluto desbordamiento se iba a prolongar mucho más allá de la guerra. Ligada desde el principio al fenómeno de la represión, desde las sacas y los fusilamientos iniciales, la cárcel terminará siendo uno de los elementos decisivos en la configuración de la dictadura. Pero toda la política y legislación criminal del régimen arrancan de la experiencia de la guerra, que definió los cauces de la prisión en la Nueva España. A medida que el ejército sublevado aceleraba su avance, extendía por toda la geografía una improvisada red de centros de detención para la que se utilizaron todo tipo de edificios. Si la desamortización del sigloXIX había convertido conventos y monasterios en presidios, la Guerra Civil iba a traer una nueva necesidad de espacio para albergar enormes contingentes de presos y detenidos acumulados desde 1936. Castillos, cuarteles, ayuntamientos, conventos y monasterios, pero también cines, fábricas, colegios, plazas de toros y campos de fútbol. Toda España era «una inmensa prisión» y pronto, prácticamente, no quedó edificio vacío ni lugar por ocupar[6].
Por otro lado, el sistema penitenciario moderno en España era el sueño de algunos ilustres penalistas, juristas y médicos antes que una realidad consolidada. Aunque recibió sus impulsos más poderosos durante la Restauración, la sustitución de los viejos presidios había dependido siempre de la penuria económica estatal, que ahogaba los avances en materia legal y en los estudios científicos. Se había llegado al primer tercio del sigloXX con un sistema sustentado en cárceles de partido, cárceles provinciales y prisiones centrales a las que había que añadir los depósitos municipales, los centros correccionales y otros de tratamiento especial para menores y mujeres impulsados antes de la guerra de forma pionera, pero francamente minoritarios. Esta estructura anquilosada y siempre pendiente de reforma se vio pronto desbordada. Es cierto que nunca antes se había necesitado espacio para albergar a tantos presos. En las guerras carlistas, por ejemplo, se habían hecho prisioneros, muchos de los cuales murieron en trabajos forzados como la conducción de agua a Madrid desde Lozoya, pero nunca antes se había dado un fenómeno de encarcelamiento tan masivo[7].
Este imponente volumen de presos inauguró una nueva etapa de la historia social de España que no puede entenderse sin volver la vista hacia el conflicto iniciado en 1936 y, sobre todo, sin entender la naturaleza del castigo que consideraron necesario aplicar los vencedores a los vencidos. Ya durante la guerra, Franco se había referido indirectamente al tema a través de sus discursos sobre la justicia y el perdón; pero desde comienzos de 1939 tocó varias veces el asunto de las cárceles, y el Día de la Victoria anunció el papel de éstas en la Nueva España. En realidad se trataba del mismo discurso que venía manteniendo toda la guerra, basado en que la población penal obligaba a una especial atención «en la disciplina de sus componentes, en su humano y justo trato y en su empleo adecuado en la reconstrucción nacional[8]».
Sus ideas sobre ésta y otras cuestiones nunca irían más allá de las nociones elementales sobre la autoridad, la religión o la sociedad de las que siempre haría gala. Pero en marzo de 1938 ya había dado el paso definitivo para encauzar la situación «cristianamente». Tras reunirse en Burgos con el cardenal Gomá, encargó a la Iglesia la regeneración moral y religiosa de los presos a consecuencia de la revolución. Según una carta que el cardenal primado envió a monseñor Antoniutti, agregado de negocios de la Santa Sede, el jefe del Estado estaba preocupado por «el problema de la copiosa población penitenciaria» (unos 70 000 según sus cifras) y había solicitado la ayuda de «unos hombres escogidos por sus especiales características para tamaña empresa[9]». De este encargo saldría la que sería la columna vertebral del sistema penitenciario franquista: la Redención de Penas por el Trabajo. Mientras tanto, Burgos, Valladolid y Vitoria despuntaron como sedes centrales del Servicio Nacional de Prisiones creado para «el miramiento de los servicios penitenciarios de la zona nacional». El conde de Rodezno primero y el general Máximo Cuervo después dirigieron un organismo emanado de la Junta de Defensa del Estado que se limitará inicialmente a frenar la reforma republicana, depurar el personal de prisiones y someter a los nuevos presos a la jurisdicción militar.
Mientras, el progresivo hundimiento de los frentes republicanos y la conquista de las grandes ciudades por los nacionales dejaban en manos de las autoridades militares una enorme cantidad de detenidos. Una semana después del golpe, la Junta de Burgos ya había iniciado la reorganización del territorio bajo su poder. La lectura del bando de guerra dejaba en suspenso las garantías, los plazos y las obligaciones de todo el orden jurídico republicano. Comienza entonces, a través de la Secretaría Técnica del Estado, a dictar disposiciones para ordenar este panorama, en el que quería imponer su legalidad desde el principio, esto es, la ley marcial, celebrando como ordinario cualquier consejo de guerra, «dada la necesidad de rapidez de la Justicia sumarísima[10]». Al mismo tiempo, los líderes del Alzamiento, como ellos mismos lo definen, tratan de insistir en que la España Nacional puede funcionar con normalidad frente al caos contra el que se han levantado. Ganar el campo del orden era un objetivo prioritario de su mensaje, por lo que dirigieron sus esfuerzos desde un comienzo a proyectar una imagen de unidad y estabilidad frente a la fragmentación del poder en el campo republicano.
Pero todo el esfuerzo jurídico por ordenar las prisiones de la Nueva España que muestra la propaganda de los sublevados en realidad sólo pasó por derogar las normas de la etapa republicana y restablecer el Reglamento de 1930[11]. Bajo esta apuntalada estructura quedó suspendida la inmensa mayoría de los «presos preventivos» que saturaron las cárceles y prisiones habilitadas desde entonces y hasta su paulatina desaparición, a partir de 1946. La norma fundamental fue el Decreto de Redención de Penas por el Trabajo, de 7 de noviembre de 1938, que tenía su precedente en la Circular de 28 de mayo de 1937 «sobre trabajo remunerado de los prisioneros de guerra y presos por delitos comunes». Su espíritu de «labor regenerativa» en torno al trabajo fue seguido por las colonias penales militarizadas, dependientes directamente de Presidencia de Gobierno (Ley de 8 de septiembre de 1939). Los batallones de soldados trabajadores, batallones disciplinarios, destacamentos penales y campos de trabajo ponían fin a una larga nómina de instituciones disciplinarias de posguerra que utilizaron prisioneros de guerra como mano de obra. La mayoría fueron, como ha descrito Fernando Mendiola, creados al margen del sistema penal para prisioneros que no habían sido condenados por delito alguno[12]. A medida que todos ellos fueron paulatinamente desapareciendo, la prisión se consolidó para la dictadura como destino principal para lo que quedaba de la base social republicana y para los elementos sociales indeseables. Dentro del ideal de Cruzada y de todos los atributos simbólicos de la victoria que diseñan la paz, ya aparece claramente definida la doble función que las cárceles tendrán al terminar la guerra: sede del castigo, por haber hecho daño a España destruyéndola, y del trabajo, para compensar el daño realizado trabajando en su reconstrucción.
2. LAS PRISIONES HABILITADAS
La derrota desilusionada y el claro desengaño de unas masas
excitadas a la rebeldía pretendiendo desterrar toda idea de Dios
y de Patria, empiezan a llenar y colmar la capacidad
de todos los establecimientos penitenciarios.
Reverendo MARTÍN TORRENT,
Qué me dice usted de los presos, 1939, p. 25
Las guerras del sigloXX trajeron consigo la proliferación de lugares para el encierro y el castigo nunca antes utilizados. En España, las prisiones existentes se habían quedado obsoletas prácticamente desde el comienzo de la sublevación. Amancio Tomé, director de la prisión madrileña de Porlier, dio las cifras de aquel impresionante desbordamiento humano. Los penales españoles estaban preparados para acoger a no más de 15 000 o 20 000 presos en 1936, y en poco menos de tres años fue preciso disponer de locales para unos 300 000[13]. El Ministerio de Justicia daría cifras algo más bajas para el número de presos de 1940: en torno a los 270 000. Sus datos hacían referencia únicamente a las penas de reclusión con condenas firmes, pero no mencionaban todas aquellas prisiones irregulares o habilitadas por las que desfilaron miles de personas. Si a ello se añade la confusión entre prisioneros de guerra, detenidos políticos, en traslado y presos comunes, las posibilidades reales de conocer con exactitud el número de encarcelados en los primeros años de gobierno de Franco son ciertamente escasas. Una de las primeras órdenes que recibieron los directores de prisiones habilitadas al hacerse cargo de estos grandes contingentes penales fue poner en marcha el expediente de cada preso, además de llevar un registro de contabilidad y mantener la disciplina. Pero, como repetían una y otra vez los mismos oficiales, aquello era imposible.
Hay varios ejemplos gráficos de estos momentos en los que la improvisación y la crueldad llegaron a competir descarnadamente por el control de las prisiones. Tras la conquista de Talavera de la Reina, que había opuesto una fuerte resistencia al avance del ejército sublevado desde el sur, se habilitó una antigua cuadra que se dedicaba a ganado vacuno para «guardar a los rojos». La ventaja, según el comandante, estaba en que las pesebreras podían utilizarse como locutorios de comunicación con los familiares[14]. La situación en las cárceles cercanas a las fronteras fue especialmente delicada desde un principio. En Irún se habilitó la Casa del Pueblo para 600 presos hasta que fueran trasladados a San Sebastián otros tantos. En Jaca se utilizó como cárcel un edificio del sigloXIII. Tenía cuatro plantas, pero sólo había agua corriente en la primera. En el invierno de 1938 la nieve amenazó con hundir el local atestado de presos, muchos de ellos extranjeros. Desde Vitoria, Cuervo autorizó el alquiler de una casa particular «hasta descongestionar la del partido», pero años más tarde, en 1943, la embajada británica manifestaba que la prisión de Jaca «es insuficiente para el número de detenidos, alimentación baja, suciedad grande, olor nauseabundo y todo género de insectos[15]».
En el verano de 1937 la situación general era ya caótica. Tras la caída de Bilbao en junio, más de 5000 presos esperaban pasar a disposición judicial, encerrados en el colegio de escolapios. Muy lejos de allí, en Málaga, el gobernador civil en persona había calificado el trato de la prisión de «severo e inhumano», pues en un local con capacidad para 800 hombres se hacinaban más de 3000[16]. Cifras escalofriantes que se repiten en muchos centros provinciales, como Albacete, que tenía capacidad para 200 personas y apiñó a 2000, por lo que forzosamente muchos tenían que dormir en el patio. Los meses que siguieron al fin de la guerra no fueron precisamente tranquilos y estuvieron acompañados de un crecimiento desmesurado del número de presos y detenidos de toda clase y condición. Significativamente, los últimos movimientos de tropas fueron seguidos por los primeros traslados importantes de reclusos, inaugurando una inquietante etapa en la que el destino final de éstos era una incógnita. Eran llevados de una prisión a otra, de norte a sur y de este a oeste de la geografía española, amontonados en trenes, sin comer, sin beber y sin saber qué sería de ellos.
Desde comienzos de 1939, las prisiones, muchas de ellas habilitadas ya durante la guerra por los republicanos, vivían en un caos delirante. Y lo peor estaba aún por llegar. Ciudades enteras seguían pendientes de pasar por las «habilitadas». El 4 de junio de 1939, en la prisión provincial de Jaén había encerrados 2038 hombres y mujeres. La Comandancia Militar solicitó habilitar una prisión «porque aquello podía estallar de un momento a otro». La Falange local se llevó a 500 presos a la Casa del Pueblo para que fueran pasando a disposición judicial, pero pronto el local también se quedó pequeño. Entonces se habilitó el convento de Santa Clara, más conocido como prisión de Santa Úrsula, que ya había sido utilizada por el Frente Popular. Desalojadas durante la guerra, las religiosas tuvieron que esperar para volver al convento hasta 1946, ya que hasta esa fecha el edificio siguió siendo utilizado como prisión. La superiora escribió al ministro de Justicia para quejarse de lo deteriorado que habían encontrado el convento a su regreso, «ya que cuando los presos fueron rojos como nada podían hacer en la calle, procuraron hacer todo el daño posible en el edificio[17]».
La Iglesia fue la principal suministradora de edificios habilitados en prisiones, seguida del ejército. Cuarteles pequeños como el de la Guardia Civil de Iznalloz, en Granada, soportaron una media diaria de más de 1000 presos entre marzo de 1939 y noviembre de 1940, cuando los internos fueron trasladados a Ceuta. La situación en Andalucía oriental pronto se asemejó a la de una olla a presión. En la provincia de Jaén, tan sólo para aliviar los centros de detención de Andújar se habilitaron dos prisiones, además del ayuntamiento y la prisión de partido de Úbeda.
Los puertos levantinos asistieron a la apoteosis final de este fenómeno. Sólo los presos que había desperdigados entre Valencia y Alicante triplicaban con creces la capacidad de todo el sistema penitenciario anterior a la guerra. Los primeros clasificados del campo de concentración de Albatera se distribuyeron entre las prisiones de San Miguel de los Reyes, Liria y El Puig en Valencia, Porta-Coeli y el Reformatorio de Adultos en Alicante. El seminario de Orihuela se habilitó para descongestionar el campo de Elche, saturado con más de 7000 presos a la intemperie. Los libros de la cárcel celular de Valencia muestran por esas fechas una espectacular subida del número de ingresos. El 27 de octubre de 1939 señalan la existencia de 7208 reclusos y a comienzos de diciembre ya han superado los 8000, todos ellos hacinados en una antigua cárcel que no tenía más de 500 celdas[18]. La situación llegó a tal extremo que la Dirección de Prisiones estudió la posibilidad de llevar presos a la isla de Tabarca, pero finalmente dio marcha atrás, sobre todo porque la consideraba mal comunicada (a dos horas en barco desde Alicante), y no quería correr el riesgo de convertir la isla en «un poblado de familiares[19]».
Barcelona y Madrid fueron las ciudades con mayor número de prisiones habilitadas. En Madrid funcionaron al menos 17 centros habilitados con más de 30 000 presos[20]. Inicialmente se coordinaron en torno a Porlier, convertida en provincial, lugares como Cisne, Santa Rita, Comendadoras, Santa Engracia, Torrijos, Claudio Coello y San Isidro, todas ellas prisiones habilitadas de primera hora a donde llegaban los detenidos, algunos agonizantes y «todavía pendientes de declarar». Posteriormente se añadieron campos de detención como el Miguel de Unamuno o el Chamartín, así como multitud de destacamentos penales que trabajaban en la zona de la sierra, sobre todo en torno al valle de los Caídos, y las obras del ferrocarril Madrid-Burgos. Las únicas prisiones en la capital que funcionaron como tales desde antes de la guerra fueron Yeserías y Ventas, prisión de mujeres inaugurada por Victoria Kent. Muchas de ellas fueron trasladadas a un convento de Aranjuez. Allí se juntaron, hacia diciembre de 1939, más de 600 presas que tenían que hacer sus necesidades en cuatro retretes. La directora pidió que las trasladaran como fuera a un lugar con patio «porque se van a volver locas[21]». Del panorama penitenciario del Madrid de posguerra también sobresaldría Alcalá de Henares, con un penal de hombres y otro de mujeres. Contó con una población penitenciaria superior a 5000 personas, albergadas dentro de la población, frente a un cuartel y en unos conventos utilizados como cárcel desde 1852.
En Barcelona, la prisión celular o Modelo fue la que más presos albergó en todo momento, sobre todo los considerados peligrosos. Se habilitaron varias prisiones más, entre ellas la de Les Corts, para mujeres, un antiguo colegio de oblatas para 300 niñas que albergaba a 5000 presas. Todo estaba saturado. Se dormía en el patio, en las escaleras, en los retretes… Para descongestionar la capital catalana se habilitó una prisión nueva en Manresa y se utilizaron las viejas cárceles de partido de Vich, Vilanova, Sabadell, Tarrasa y Mataró. Las escenas de Barcelona, como recordaba el cónsul británico, fueron realmente dantescas: «Las prisiones de la ciudad están abarrotadas, se están llevando a cabo numerosos arrestos, pero no hay noticias de juicios, de las sentencias o ejecuciones[22]». Sobre las cárceles de la ciudad condal añadía «que por lo general eran cárceles improvisadas, abarrotadas, con pocos servicios higiénicos, poca luz, con raciones mínimas» y donde se maltrataba a los prisioneros frecuentemente. Describe el Preventorio de la calle de Urgel como un antiguo garaje que ya fue usado para barracones para los guardias de asalto republicanos. «Consiste en una planta de 40 por 70. Ventilación, luz y estado sanitario malo, pero tiene una ducha. Tenía 230 prisioneros el 6 de agosto, aunque ahora tiene 400[23]».
En Valencia la situación fue ilustrada por María Tortajada, falangista de la Sección Femenina que no dudó en escribir a su camarada Pilar Primo de Rivera la siguiente carta, fechada el 5 de marzo de 1940.
Querida Pilar,
Me dirijo a ti para rogarte interpongas tu valiosa personalidad y tus buenos sentimientos en favor de las presas ya que eres Delegada Nacional de las Mujeres Españolas. Las mujeres que están en las cárceles de Valencia se están muriendo de hambre y llenas de sarna, durmiendo en el suelo, pues donde hay sitio para 100 son 800. Como hay un decreto de Redención de Penas por el Trabajo podía ser aplicado para estas infelices que la mayoría no tiene delito alguno, son denuncias falsas y venganzas particulares, estas mujeres podían pasar la condena en sus casas y trabajar en algo práctico para el Estado, con esto se revolvería el problema que tiene el CAUDILLO de mantener tantas mujeres en las cárceles y se mejoraría el ambiente que hay que es muy desfavorable para las que como tú y yo hemos luchado tanto por el resurgir de nuestra querida ESPAÑA, nuestros enemigos que no son pocos tienen con esto una poderosa arma para desacreditarnos.
También te ruego intercedas para que en la Dirección General de Seguridad no se peguen esas palizas, pues muchas de ellas las tienen que sacar con camillas a las cárceles, el otro día le dieron una paliza a una mujer que abortó en la Dirección y fue llevada a la cárcel. Dios nos manda toda esta situación y nosotras no podemos, no debemos tolerarlo, con esta forma de hacer las cosas vamos al CAOS, nuestro Régimen, por el que tanto hemos luchado y tanta sangre ha costado se mancha. Lo están haciendo tan mal. Yo sé que tú eres buena y puedes poner de tu parte bastante, puedes hablar con el CAUDILLO y si consigues mejorar la situación de las presas te harás dueña de todas, pues no falta quien se encarga de decirles lo buena que tú eres, pero hay que ganarlas haciendo algo bueno por ellas. Mira Pilar que hay mucho malestar con esto de TANTOS PRESOS pues da horror ver los que matan diariamente y eso no puede ser, nosotras que somos madres no debemos consentir eso y si con nuestra pasividad e indiferencia lo callamos llegará el día que tengamos el pago y entonces será tarde ya. No dejes de fijarte en lo que te digo y no dejes de hacer cuanto puedas. Con un abrazo de corazón se despide esta amiga y camarada de la FALANGE ESPAÑOLA[24].
La lista de prisiones habilitadas por todo el país es interminable. En 1942, en respuesta a un oficio del Ministerio de Trabajo sobre la necesidad de acometer obras en cárceles y edificios habilitados, la Dirección de Prisiones señaló que necesitaba brazos para 256 de ellas[25]. Probablemente, nunca será posible conocer el número de personas que llegaron a albergar. Desde comienzos de 1941 comenzó a subir notablemente la cantidad de presos comunes, coincidiendo con una nueva oleada de detenidos políticos. El hambre y la desesperación económica juntaron a nuevos presos comunes con presos de la guerra y multitud de nuevos detenidos a raíz de la legislación de seguridad de 1941, año determinante en el colapso del sistema penitenciario. El reforzamiento de la legislación represiva de ese año (Ley de Seguridad del Estado y Ley de Represión para la Masonería y el Comunismo) propició la entrada de una nueva hornada de «presos preventivos» por delitos posteriores al 18 de julio. A ellos se unían muchos otros procedentes de la guerra que aún no habían sido juzgados y todos aquellos cuyos expedientes judiciales seguían bloqueados o pendientes de avales e informes.
El aval se convirtió en el verdadero salvoconducto para salir de aquella locura o al menos mantener la esperanza. En abril de 1942, Luis Huertas, preso en Manresa, contaba por carta a su mujer que el sacerdote de Vergel (Alicante) le había mandado un «aval estupendo que se ha unido al expediente y es fácil que en la vista rebajen la pena». Su mujer le contestaba que ya debía 200 pesetas al abogado y no podía pagarle porque la niña estaba enferma y había que costear las medicinas. Su hija, «la criatura más dulce de este mundo», recibió finalmente el tratamiento, ya que, como terminó por confesarle en su última carta el mismo Huertas, «el abogado no iba a valer de nada». Dos meses más tarde era ejecutado a las siete menos diez de la mañana. El hambre y la insalubridad hicieron el resto. Las condiciones higiénicas en aquellos espacios improvisados, sobresaturados y sin ventilación llegaron a empeorar de tal manera que el riesgo de epidemias terminó por alertar a las autoridades civiles. En junio se daba la voz de alarma sobre un foco de infección en la prisión de mujeres de Almería a consecuencia de que el pozo negro «está completamente lleno, saliendo los excrementos al exterior». El techo de la prisión de mujeres de Alicante se lo llevó una tormenta y las presas pasaron varios días a la intemperie. La Compañía de Jesús, propietaria del edificio, solicitó que los presos de la cárcel contigua arreglasen el tejado, pero la Dirección de Prisiones se negó alegando «posibles inmoralidades». En julio, un funcionario declaraba «normal» la fuga de un recluso de la celular de Barcelona, ya que sólo se encontraban él y otro compañero para vigilar toda la cuarta galería, en la que vivían 1670 presos[26].
Esta situación, el aumento del gasto, la conflictividad y la incertidumbre del panorama internacional motivaron un cambio de rumbo en la política penitenciaria. Si atendemos exclusivamente a las memorias oficiales, el Estado se dedicó en cuerpo y alma a excarcelar presos. Según el Ministerio de Justicia, el 10 de abril de 1943, la «población reclusa oficial de España» era de 114 958 personas, 22 481 delincuentes comunes y 92 477 «reclusos como consecuencia de la revolución». Dos años más tarde, estas cifras se habían reducido casi a la mitad[27]. La salida de presos se hizo inicialmente de una manera muy lenta y desordenada. Durante 1940 se decretaron cuatro indultos para penas leves. Al año siguiente, otro indulto alcanzó a algunos condenados a 12 años, ampliado posteriormente a las penas de 14 años. A partir de entonces y motivados sobre todo por el desenlace inminente de la Guerra Mundial, se decretaron dos más amplios. Finalmente, el 9 de octubre de 1945, se anunció a bombo y platillo un indulto total con el que oficialmente se daba por terminado el problema de los presos de la guerra[28].
Ésta sería, en efecto, la versión oficial durante toda la dictadura. Pero lo cierto es que desde comienzos de la guerra existía un plan; un plan que dependía directamente del Cuartel del Generalísimo para normalizar la situación de los presos y detenidos. Al término de la guerra todos debían estar en las prisiones centrales, pero antes había que disolver las habilitadas, algo que no empieza a suceder hasta 1946. Tan sólo habían transcurrido 11 días desde el fin de la guerra cuando aparecieron las instrucciones generales para clasificar a la población detenida en campos y prisiones habilitadas. Entre estas cuatro letras quedaba decidido el destino de miles de personas.
Este tipo de clasificaciones tendrían una utilidad trascendental, ya que se emplearían más tarde con los presos políticos. A comienzos de 1940, los grupos quedaron reducidos a tres: afectos, indiferentes y desafectos. En caso de pertenecer a esta última categoría «se expresará públicamente y en las tarjetas de depuración con una D[30]». Todo ello fue sistemáticamente incorporado a los informes policiales, de Falange y a todo certificado o aval de conducta que fuera expedido sobre la legión de evacuados y detenidos que, siguiendo la propaganda sobre la Justicia de Franco, se presentaban a las nuevas autoridades o se dirigían a los lugares en los que habían residido hasta el 18 de julio de 1936. Un lenguaje gráfico y clasificatorio que formó parte de la cultura represiva del Nuevo Estado, que volverá una y otra vez a la guerra (y a la amenaza de una nueva) como fuente de legitimación y primera y última razón de ser.
El campo de concentración de Castuera, en Badajoz, se formó con esa enorme masa heterogénea de presos que pasaron de los campos a las prisiones habilitadas y después a las cárceles provinciales y centrales: preventivos, también llamados detenidos gubernativos, prisioneros de guerra y otros que desconocían bajo qué autoridad se encontraban. Castuera ilustra la absoluta mezcla de situaciones, de jurisdicciones y de condiciones de casi 5000 presos. Su historia resulta bastante útil para entender cómo se dieron los primeros pasos de este sistema que se creó traspasando presos de unas regiones a otras. Entre el 3 y el 6 de diciembre de 1939 partieron 1563 presos a la prisión de Orduña, en Vizcaya, y lo hicieron, según declaración del oficial encargado, sin que pudieran completarse sus expedientes, pues oficialmente no existían más detalles y sólo por referencias de los mismos reclusos o por los que los conducían se conocía la petición fiscal. Era imposible conocer, como dijo el oficial, las condenas de aquellos infelices, ya que «no existían libros oficiales ni documentación de ninguna clase[31]».
El desplazamiento de grandes contingentes de presos resultaba mortal para muchos de ellos, ya que al acabar con la cercanía familiar se acababa también con su única fuente de alimentación y cuidados. Como se demuestra también en el caso de Valencia y en el proyecto de habilitar la isla de Tabarca como penal, el régimen temía que se instalasen campamentos de familiares cercanos a los presos, por seguridad, pero también por imagen. El tema de los presos siempre fue una cuestión espinosa para la «normalización» de las relaciones exteriores de España. Los traslados masivos retardaron el inicio de los procedimientos judiciales, muchos de ellos sin instruir hasta que llegaba la primera respuesta del lugar donde estaban empadronados. El agotamiento físico y mental, y, sobre todo, la muerte fueron el verdadero desenlace de estos grandes traslados iniciales de presos, aunque muchos otros no gozaron ni siquiera de esa «oportunidad».
3. LA PRIMERA REPRESIÓN
En octubre de 1940 un informe de los directores de prisiones cifraba en 8169 los reclusos para los que el fiscal había pedido la pena de muerte[32]. A estas alturas de la posguerra, el impacto directo de la represión sobre una población desmoralizada y desnutrida es ya imposible de medir. Las cárceles, especialmente los lugares habilitados y centros de detención gubernativa, fueron focos constantes de muerte y violencia, una situación prolongada varios años por la brutalidad y el hacinamiento total, ante la indiferencia y la lentitud en la política de excarcelación. El grado de intensidad de esta violencia no responde a ningún patrón claro, pero hay factores que parecen desatarla por igual en varias zonas; la resistencia al golpe y la represión contra personalidades de derechas fueron especialmente determinantes, así como algunos aspectos ideológicos, religiosos y hasta «etnográficos» de las operaciones que vendrían después[33]. En Málaga, que inicialmente se mantuvo en poder de los republicanos, el cónsul británico J. G. Clissold estimaba en febrero de 1938 que «más de 8000 personas han sido fusiladas en menos de un año, desde la caída de la población en manos del ejército nacional[34]». A comienzos de mayo de 1939, la misma diplomacia británica describía del siguiente modo la situación que se había alcanzado en Cataluña: «Las ejecuciones están teniendo lugar en un sitio de la costa cerca de Barcelona, a un ritmo estimado de 10 personas por día. Es posible que estén teniendo lugar más ejecuciones en el resto de la provincia[35]». Pero ¿qué ocurrió con los prisioneros de guerra, todos aquéllos que quedaron atrapados en los frentes? Castuera representaba para los nacionales un centro del terror rojo; había sido sede del Tribunal Popular de Extremadura, algo que no olvidarían ni la nueva Gestora Municipal ni el ejército del sur, que se vio imposibilitado para conquistar esta amplia zona de frente, que incluía áreas de Ciudad Real, Córdoba y Badajoz, hasta la ofensiva final de la guerra. Al producirse el avance militar se cerró una enorme bolsa plagada de miles de soldados. Sobre ellos recayó una primera descarga, fruto de la selección de la inteligencia militar, el SIM y de la bandera de Falange que acompañaba a la División. Ejecutaron a los mandos militares, a los responsables republicanos y a cualquiera que fuera considerado elemento destacado del Frente Popular en la zona. Al resto, que sobrevivía en espera de avales, se empezó a aplicar una segunda fase, la más prolongada y definitiva de la represión: la legal[36].
Esta primera limpieza se llevó a cabo con intensidad en las prisiones habilitadas. Al amparo de las funciones judiciales o de investigación, los presos vivieron su particular vía crucis durante los meses posteriores a la guerra. La violencia con los detenidos podía desatarse desde cualquier punto y lo realmente difícil era que alguien se decidiera a ponerle freno. Las denuncias de vecinos e incluso familiares promovieron un especial ajuste de cuentas a nivel local. Donato Gago Curienses murió, como muchos otros presos, en la cárcel de Málaga acusado de rebelión. Pero Donato estaba a disposición de uno de los juzgados militares de la ciudad, acusado por su suegra de no haber salvado a su marido y a su hijo durante la época roja[37]. El rencor, las posibilidades de aprovechamiento económico y el hostigamiento de los nuevos poderes municipales para que se produjeran delaciones y se presentaran denuncias favorecieron un clímax de ajusticiamiento que en las cárceles alcanzó la categoría de auténtico castigo colectivo. En Cuenca, por ejemplo, una denuncia señaló que en la cercana población de Huete los rojos habían escondido gran cantidad de armas. Acto seguido, en septiembre de 1939, se presentó una bandera de Falange en el monasterio de Uclés, que funcionaba como cárcel habilitada de la zona. Justo al lado ocuparon también un local como juzgado por el que debían pasar a diario todos los presos a declarar, hasta que, en palabras del director del centro, «se les fue la mano[38]».
Todos los días entraba el capitán y mandaba que salieran los presos, que eran apaleados por las gentes del pueblo hasta que conseguían llegar al local contiguo que hacía las veces de juzgado. Allí debían esperar de pie oyendo los gritos de los que los precedían incluso varias veces al día. Ésta era la tortura principal, pero en los interrogatorios en ocasiones las palizas se alternaban con corrientes eléctricas. Un día, uno de los detenidos perdió la vida. Era conocido como El andaluz y se trataba de uno de los presos de confianza del establecimiento, ya que hacía las veces de chófer. Ese trato de favor en la prisión y el que fuera «andaluz» lo hacían «más sospechoso» para los encargados de tomar declaración. Por la mañana fue llevado al juzgado y reingresó en la prisión por la tarde «en tal estado que aquella misma noche falleció». El responsable principal de los interrogatorios era el auxiliar del juzgado militar, el sargento Gutiérrez. En una ocasión, ante los gritos de una detenida belga que habían llevado a declarar, el director de la prisión se encaró con él y le exigió que pusieran fin al interrogatorio. El sargento contestó que no estaba autorizado para ello y «que en todo caso sería el capitán de bandera el que arreglaría el asunto».
Meses antes, el 10 de mayo de 1939, Luis Martín Pinillos, jefe de la Inspección Central de Campos, había prohibido que el Servicio de Información de Falange entrara en las prisiones y recintos habilitados para tomar declaración a los presos. El vicepresidente de la Delegación Nacional de Información e Investigación de FET y de las JONS, Juan Fanjul, le remitió una airada contestación desde Burgos en la que aportaba los datos prestados por su servicio hasta finales de 1938. Eran 33 088 informes dirigidos a las comisiones clasificadoras, 52 377 declaraciones y 11 600 avales[39]. Y aún quedaba por contabilizar su obra en lugares como Madrid, Barcelona y Valencia. Se inició así una larga relación entre los servicios de información y las prisiones, ya que durante mucho tiempo los primeros seguirían viendo en las segundas a sus víctimas predilectas. Era un mundo que conocían muy bien. No en vano el jefe del Servicio de Investigación Provincial de Madrid, Patrocinio Martín Gonzalo, había dejado su puesto de guardia de la cárcel de Burgos en noviembre de 1936 para dirigir una bandera de Falange reclutada en prisiones[40].
Se calcula que entre 1939 y 1944 unas 140 000 personas fueron ejecutadas o murieron en cárceles españolas[41]. La causa fundamental, como muestran Castuera o Uclés, fue la combinación de las ejecuciones legales, tras un consejo de guerra rápido, y las extralegales, fundamentalmente en las sacas y paseos. Pero resulta muy difícil separar las ejecuciones de las muertes de presos por «causas naturales», ya que el hambre, las enfermedades y las condiciones de trabajo hicieron verdaderos estragos entre la población penitenciaria. El propio jefe de la prisión de partido de Almadén, en Ciudad Real, se quejó a los mandos de la dureza de los trabajos, ya que los penados-trabajadores eran conducidos a la mina a las cinco de la mañana y no regresaban hasta las nueve de la noche, por lo que «existen momentos que humanamente no les es posible seguir de pie[42]».
La prisión de la Nueva España quedó marcada por una sed de venganza cuyo radio de acción se fue ampliando mucho más allá de los responsables políticos o de aquéllos con las manos manchadas de sangre que había mencionado Franco. El verano de 1939 fue la mejor prueba de dicha sed de venganza. La víspera de la celebración del Alzamiento, el director de prisiones Máximo Cuervo dirigía esta nota a los encargados de la asistencia religiosa a los que iban a ser ejecutados.
Siendo una de las principales obligaciones de los capellanes la asistencia a los reclusos que están en capilla y concurriendo en este servicio las circunstancias de grandísimo mérito delante de Dios pero también de grande dificultad y trabajo por el número de penados y frecuencia de las ejecuciones, es forzoso establecer un turno riguroso para que no quede desatendido[43].
Como señala esta nota, el turno de capellanes para las ejecuciones en prisión debió de arrancar con un ritmo verdaderamente intensivo. Lo más significativo es que la responsabilidad política o ideológica de muchos de los sentenciados no había sido ciertamente de primer orden, ya que la mayoría o ya estaban muertos o se habían ido al exilio. Un grado de responsabilidad diluida que contrasta con el volumen alcanzado por el grueso de la represión. Algunos autores han contabilizado unas 50 000 ejecuciones hasta 1950, mientras para otros estudios resulta ya imposible recoger el incesante goteo de asesinatos fuera de cualquier control[44]. El capuchino Gumersindo de Estella, que asistía a los condenados a muerte en la prisión de Torrero, en Zaragoza, dejó un desolador diario sobre cómo aquellos presos, muchos de ellos católicos convencidos, pasaban sus últimas horas: «Y todos gritaban ayes; y algunos pedían el tiro de gracia. Fui dando a todos la absolución uno por uno. Y un jefe iba dándoles el tiro de gracia que tuvo que repetir disparando hasta tres veces en diversos sitios en la cabeza de los infelices moribundos[45]».
El corolario de esta fase patibularia ,como la ha definido Pedro Oliver, fue el restablecimiento de la pena de muerte en el Código Penal, apenas para complementar algún resquicio de la omnipresente jurisdicción militar. Los fusilamientos, pero también los agarrotamientos, recuerda Oliver, se trasladaron al interior de las prisiones[46]. Interrumpían la vida cotidiana unos días, pero después se volvía a la normalidad. Desde la dirección se hizo especial énfasis en abortar cualquier tipo de protesta posterior a las ejecuciones, que a veces eran seguidas por motines o plantes de silencio que desconcertaban a los funcionarios. En la prisión de Huesca, el capellán lo consideraba algo normal, dado el estado psicológico de los reclusos, y pedía que no se tomaran represalias[47]. Hasta Amancio Tomé, director de Porlier, reconoció que uno de los problemas que tuvo que atender en aquel centro de aluvión fue «la atención de los funcionarios en aquellos momentos duros en que tenían que intervenir para que la Justicia se cumpliera con las penas de más rigor». Lo mencionó, eso sí, como la cuarta de sus prioridades al encargarse del centro, detrás del alojamiento, la sanidad y la alimentación de aquella marea humana[48]. Las preocupaciones del oficial que se había hecho cargo de la cárcel habilitada de Talavera eran de otra índole. Si los presos se intentaban fugar, como ocurrió en varias ocasiones que se lanzaron al Tajo, tenía que matarlos allí. Pero lo que más le desagradaba al joven oficial era que, al citar los nombres de los que iban a ser ejecutados, éstos no respondieran o que montaran escenas arrastrándose y llorando. Había que sacarlos a golpes hasta el momento de ser conducidos al camión que los trasladaría al patíbulo[49].
Este mismo silencio que se quería evitar en la prisión era el que se impuso a toda costa en la sociedad acerca de lo que ocurría en las prisiones. A las 7.30 del 21 de abril de 1942 la Guardia Civil se presentó en la prisión de Almería para hacerse cargo de la ejecución de Joaquín García Serbas. Cuando ya se disponían a arrancar se oyó un fuerte grito de una mujer. El preso sacó la cabeza del furgón y, mirando hacia un balcón, hizo una señal de despedida. El camión emprendió la marcha y, una vez llevada a cabo la ejecución, el sargento volvió a la cárcel para averiguar quién vivía en aquella casa. El guardia de la prisión le confirmó que se trataba de Josefa Serbas, hija del fallecido, que a la semana siguiente abandonó para siempre aquella ciudad[50]. Tampoco pudieron hacer otra cosa los familiares de José Pérez García, maestro fusilado «por error» el 7 de marzo de 1942 en la prisión de Torrelavega. Murió junto a Luis Fernández, un celador de arbitrios de Logroño. Según los funcionarios, ellos cumplieron la orden que recibieron de la autoridad, «no figurando en la prisión ninguna otra persona con identidad origen de posible confusión[51]».
A partir de 1942 empezó a decaer el número de veces que Franco estampó su «enterado» en las condenas de muerte, algo que hacía, al parecer, mientras desayunaba. También a partir de ese año la población penal comienza a descender notablemente. El cambio de rumbo en la II Guerra Mundial, los casos de corrupción y el colapso general del año anterior agilizaron la ampliación de las salidas de presos, que coincidieron con el cese de Máximo Cuervo en la Dirección General de Prisiones. Sin embargo, la vida de miles de personas seguía sepultada en la maraña burocrática de leyes y disposiciones, ante la inercia de muchos responsables que simplemente no las entendían o se negaban a cumplirlas. Así, muchas personas condenadas por delitos leves cumplieron íntegramente sus penas, mientras que muchas otras sentenciadas a muerte quedaron en libertad con cierta rapidez. La calidad del imputado, su posición y la de su familia en los anclajes del Nuevo Estado fueron la única garantía en aquel sistema penal. La libertad podía comprarse dentro de la cárcel como otro producto más. Con dinero se expedían avales, certificados, informes y recomendaciones. Nada difícil, por otra parte, en una sociedad forzada de nuevo a acreditar su limpieza de sangre. En marzo de 1940 fueron expedientados dos funcionarios de la prisión habilitada de Santa Rita, en Madrid, «que a cambio de dinero a las mujeres de los presos les ofrecían buenos destinos». Dos años después, en noviembre de 1942 uno de ellos fue expulsado «por cobrar propuestas de libertad condicional en metálico[52]». A pesar de la corrupción generalizada, los presos y sus familias no pudieron comprar con dinero u otro tipo de favores una libertad duradera. Todo el que había pasado por la cárcel quedaba marcado de por vida. Muchas veces las órdenes de libertad eran ignoradas por la policía o los servicios de información que los volvían a detener. A finales de 1940, el capitán general de la Primera Región escribió al ministro del Ejército para trasladarle «el caso frecuentísimo de personas que fueron puestas en libertad sean nuevamente detenidas por agentes de FET y de las JONS que actúan movidos por denuncias que en la mayoría de los casos comprenden los mismos hechos por los que fueron ya juzgadas[53]».
La comisión de examen de penas, la libertad condicional y la redención de condenas por el trabajo nacieron con la intención de atajar «la magnitud de la criminal revolución roja». De ser instrumentos excepcionales del periodo bélico se fueron «normalizando» y terminaron instalándose en el ordenamiento legal franquista junto a leyes ordinarias. De este modo, el discurso de la guerra siguió vivo en el mundo de la justicia durante mucho tiempo y no sólo por la naturaleza del delito. Era tal el caos burocrático que a veces se computaba la redención de penas o se concedía la libertad condicional a presos que ya habían sido ejecutados. Éste, como recuerda Hernández Holgado, fue el caso de las conocidas «trece rosas», en cuyo expediente se anotó la libertad atenuada bajo la orden de ejecución[54].
Mientras los expedientes se demoraban eternamente, los reclusos morían sobre todo de enfermedades crónicas, pulmonares, intestinales, nefritis o avitaminosis, agravadas por el hacinamiento, el hambre y la indiferencia absoluta. Los casos de Julián Besteiro o Miguel Hernández son los ejemplos más conocidos de dejar morir en prisión a personalidades incómodas para el régimen, que quería evitar así la condena y la posible repercusión internacional. Pero la mayor parte de los casos no salieron nunca a relucir. El día de Año Nuevo de 1941 moría de inanición en la prisión habilitada de Liria (Valencia) el recluso Silverio Giménez Belinchón. El certificado de defunción señalaba una «gastritis ulcerosa» como la causa de la muerte. El 7 de enero, el juez de instrucción de Liria pidió «que por humanidad, por la justicia de Franco y por Dios, se ponga claro el motivo que ocasionó la muerte de dicho desgraciado y por qué lo trasladaron al cementerio en el carro de las caballerías cuando hay una ambulancia para ello[55]».
Fueron miles los que murieron literalmente de asco, llevados a los límites de la supervivencia humana. Así, la memoria médica de 1940 de la prisión de Orduña, a la que habían sido trasladados parte de los presos de Castuera, llamaba la atención sobre el elevado número de defunciones. Consideraba viejos prematuros a más del 50% de los reclusos que procedían de zona roja, por su estado de desnutrición y fatiga extrema. Al menos 150 habían fallecido durante el traslado y casi un 70% tenía sarna y otras infecciones que «fueron creando un campo abonado para el desarrollo de las enfermedades[56]». La dependencia de un sistema judicial tan sobresaturado e imprevisible fue otro de los aspectos que más prolongaron aquella situación de agonía. El 8 de mayo de 1940, Máximo Cuervo escribió una nota a Franco informándole del «excesivo número de presos» que había en las prisiones. Según sus cifras habría 103 000 reclusos condenados después de haberse fallado unos 4000 casos de condena y sin tener en cuenta la absolución. Ante ese volumen, calculaba que se necesitarían unos tres años para dictar sentencias de todos los detenidos, siempre y cuando no hubiese más denuncias[57].
El 25 de julio de 1940 el general Varela había firmado la orden para que las penas de seis años se conmutasen por libertad condicional. En teoría se decidía así la excarcelación de los presos menos peligrosos, pero llevar la orden a cabo resultó mucho más complejo[58]. En parte porque muchos seguían sin sentencia, pero sobre todo porque las instituciones que gestionaban la orden no dependían de los juzgados militares y exigían nuevos informes o abrían otros procedimientos nuevos, hasta el punto de que llegó a ordenarse que las comisiones se limitasen estrictamente al estudio de los hechos que ya se consideraban probados «y nunca a valorar pruebas o avales» que seguían llegando sin cesar[59]. Desde el principio los problemas de descoordinación fueron evidentes. El 19 de julio de 1940, la Auditoría de Guerra de Bilbao comunicaba a la prisión de Larrinaga que había propuesto la conmutación de la pena al recluso Pedro San Martín. El director del centro preguntó si podía salir en prisión atenuada a su domicilio, ya que tenía además 276 días por redención de penas por el trabajo. Nunca recibió respuesta. Meses más tarde, cuando ya había fallecido por tuberculosis, llegó la conformación del Patronato[60]. En el caso de Miguel Reyes, la misma nota tardó cuatro años en llegar. Médico de profesión recluido en el Reformatorio de Adultos de Ocaña, llevaba prestando sus servicios en la enfermería desde el final de la guerra, pero no le fueron abonados los beneficios de redención hasta finales de 1944 «por estar en situación de preventivo o de condenado a muerte», ya que desconocían su situación al haber perdido la copia de su sentencia[61].
La prisión y su entorno judicial, policial y burocrático se convirtieron así en una variedad de la represión que duplicaba el laberinto de la administración de Justicia, civil y militar. En poco tiempo se creó una red de instituciones, patronatos y centros asistenciales que reproducían la estructura del Movimiento, pero que la completaban en algunos aspectos. Las élites locales adquirían un enorme poder al decidir sobre el destino del preso, desde la manutención de su familia a la fijación de su residencia. El 25 de enero de 1940 Franco dio la orden de que en cada provincia se organizase una Comisión de Examen de Penas militar. Si ésta decidía rebajar la pena inicial se lo comunicaba a la prisión. Entonces la Junta de Disciplina del centro emitía un informe sobre si debía acceder a la libertad condicional o no. Si se iniciaba por fin el expediente era necesario el visto bueno de la Junta Local de su pueblo natal, que podía denegarlo «para no avivar rencores». La denegación se repitió tantas veces que la Dirección de Prisiones tuvo que proponer que las negativas se permutaran por destierros a 250 kilómetros de la localidad natal[62].
El Patronato de Redención de Penas por el Trabajo emergió como la gran institución de los presos de posguerra. Con Carmen Polo como presidenta honorífica, mantuvo siempre una fachada de institución benéfica, pero sus funciones fueron mucho más allá. No en vano gestionaba los dos grandes atributos del perdón después de la guerra: la libertad condicional y la redención de penas. Su órgano de dirección estaba compuesto por vocales eclesiásticos, militares y técnicos de todas las familias del régimen. Como una muestra del enorme poder y autonomía que llegó a acumular puede citarse el acta de su sesión del 15 de julio de 1944, en la que llegó a aprobar 2002 libertades condicionales en un solo día[63]. Además decidía sobre los traslados, la asignación de presos para obras, los destinos y también sobre los castigos, normalmente autorizando los propuestos por la prisión misma, aunque no fuera siempre así. Por ejemplo, amplió a seis meses de sanción y traslado a la prisión de Burgos la condena de Paulino Pérez «por hacer propaganda revolucionaria y cantar himnos subversivos» cuando la prisión de Guadalajara había previsto sólo un mes de sanción. También hubo ocasiones en que suavizaba las penas, como en el caso de Isidoro Rodríguez y Gundemaro Salcedo, que se quedaron en «un mes de reclusión en celda» y se les suprimió el régimen alterno de pan y agua durante 15 días que tenía previsto la dirección de Carabanchel. Era el castigo dictado «por haber protestado por el rancho[64]».
Los efectos de este sistema se sintieron día a día en las cárceles, pero se prolongaron años para los presos sometidos a los beneficios de la redención de penas, prisión atenuada y libertad condicional. Una realidad que marcó toda la evolución posterior e influyó decisivamente en la política de excarcelación y de indultos. La avalancha inicial de presos marcó una vida cotidiana lastrada por todo tipo de penurias y humillaciones. El trato inhumano a los presos existía ya en la guerra, pero creció de forma desmedida al instalarse entre unos espacios habilitados como cuadras para animales más que para personas. Esa prolongación de la represión y de las circunstancias que rodearon la guerra llamó poderosamente la atención a los observadores extranjeros y marcó sin duda la evolución de las décadas siguientes. Un tiempo en el que se impusieron la miseria y la desolación, incluso por encima de los altos ideales que debían presidir la regeneración de los pecados. La idea del castigo predominante en la posguerra, que trato a continuación, contribuyó en gran medida a deshumanizar y a estigmatizar el mundo de los condenados. Todas las voces que solicitaron el fin de aquella situación fueron desatendidas y hasta llegaron a considerarse sospechosas.