HERMANAS

Las tres mujeres dejaron de hablar cuando Elaine Garfield entró en la tienda del pueblo.

—¡Buenos días, señora Trewer! —dijo con énfasis—. ¡Qué buen día hace! ¿Verdad?

—Buenos días, señorita Garfield. Sí, buenísimo.

—¡Y qué bien huele en todas partes! —Miró de una en una sus toscas caras, con los ojos muy abiertos y un poco húmedos—. ¡Nada que ver con el olor de abril! ¿A qué no? Supongo que será el heno… De todas formas, ¡por fin huele a verano! —rio, bajando la vista hasta un papel que llevaba en la mano como si de repente reparase en él—. A ver, a ver… ¿Qué quería yo? ¡Ya sabe la mala cabeza que tengo, señora Trewer! Siempre he de llevar una lista… ¡Y lo normal es que la pierda! A ver… Velas, una onza de lana roja y dos de azul, un poco de rafia amarilla, dos sellos de tres peniques…

Su voz aguda y excitable siguió enumerando los objetos de la lista y, mientras la señora Trewer se desplazaba lentamente por la tienda reuniendo lo que le pedía, las otras dos mujeres continuaron mirando a la señorita Garfield con cara de ligero desdén.

Era alta y delgada, y llevaba puesto un vestido azul tejido a mano con un cinturón, además de un collar de metal labrado y unas sandalias sobre sus medias de lana. Su pelo trenzado se le enroscaba alrededor de las orejas, y por la nuca le quedaban sueltos largos mechones, bajo un sombrero de paja algo infantil. Tenía el rostro pequeño, una boca un tanto tristona y unos ojos azul grisáceo enormes, brillantes y un poco saltones, que le conferían una expresión extraordinariamente dulce, como la de un niño sensible pero feliz. Tendría alrededor de cuarenta años.

Mientras ella continuaba leyendo la lista en voz alta y dirigiéndole risitas a la señora Trewer de vez en cuando, las otras dos mujeres siguieron cuchicheando.

—¿Qué ha hecho con él entonces?

—Dejarlo con una mujer en Hatfield.

—¡Figúrate! Abandonar a la pobre criaturita.

—Eso es lo que yo le dije. Se lo dije a Mil, le dije: si fuera mi nieto no se lo dejaría a ninguna mujer de Hatfield, por muy… que fuera, ya me entiendes.

—¿Y qué te dijo ella?

—Me dijo que no tenía sitio en casa y que tampoco quería tenerlo allí. Dice que ya tiene bastante con Stan. Es muy delicado. Hay que darle una leche especial. Mil dice que la primera vez que fue a verlo fue horroroso. Que no paraba de llorar. Que era agotador. No era normal. Ivy baja a verlo todos los sábados.

—¿Y cuánto paga?

—Cinco chelines a la semana.

—¡Figúrate! ¡Qué barbaridad!

—No sé de dónde los saca Ivy. Se ha vuelto a quedar sin trabajo.

—¡Figúrate!

—Sí. Vive con Mil. Estaba sirviendo mesas en una cafetería de Hatfield, pero el trabajo era demasiado duro, me dijo.

¡Demasiado duro! Así que milady se escaqueó unos cuantos días, y la pusieron de patitas en la calle.

—¿Y qué va a hacer ahora?

—Mil dice que no tiene ni idea. Que Ivy no sabe qué hacer con el niño. Que se ha pasado toda la noche gritando por la casa diciendo que iba a reventar. Mil tenía miedo de que la oyeran en los chalés.

—Puf.

—Mil teme que Ivy intente algo. Bueno, tú sabes mejor que nadie que la chica siempre ha sido un puro nervio. Esas chicas gordas y grandotas son así. Mil dice que siempre está chillando. ¡Cómo para vivir con ella! Mil dice…

En ese instante, las dos se percataron de que la señorita Garfield estaba junto a ellas, mirándolas desde su alta estatura con un toque de rubor en sus hundidas mejillas.

—Perdonen que las moleste… No era mi intención escuchar, pero no he podido evitar oír lo que estaban diciendo —se apresuró a decir—. Me refiero a esa pobre chica, Ivy. ¿No estaban diciendo que…? ¿Qué tiene problemas?

Ambas se quedaron mirándola embobadas, hasta que una de ellas asintió.

—Así es. Ivy Bank. Su madre es una buena mujer. Conozco a Ivy desde que era una niña.

—Verá —prosiguió la señorita Garfield, dotando de más ímpetu si cabe a sus palabras, y entrelazando las manos—, no soporto saber que la gente es desdichada. No puedo soportarlo —repitió enardecida, desviando la mirada hacia los árboles y el serpenteante riachuelo azul que se vislumbraban desde la puerta de la tienda—. Me deprime por completo y todo me parece negro y horrible hasta que consigo hacer algo. Me gustaría tanto ayudar a esa chiquilla… —Se interrumpió, sonrió encantada en dirección a sus caras vacías y estupefactas, y continuó con un toque de dignidad—: Les estaría muy agradecida si me facilitaran su dirección. ¿Serían tan amables, por favor?

Se quedó en silencio, temblorosa, y uno de los músculos de la comisura de su boca siguió palpitando sin remedio. Las dos mujeres la observaron fijamente y luego intercambiaron miradas. Pero fue la señora Trewer la que, apoyándose en el mostrador, dijo, rotunda:

—No creo que deba preocuparse usted por Ivy Bank, señorita Garfield. Es muy generosa, no me cabe la menor duda (le habló con gentileza, aunque en tono severo, como si se dirigiera a un niño), pero hágame caso, que soy mucho más vieja que usted, señorita, si me permite el atrevimiento: nadie puede hacer nada por una chica como esa. Esa Ivy es mala, libertina e inmoral y siempre ha sido…

—Puede que no sea mala, señora Trewer —la interrumpió Elaine, con las lágrimas a punto de aflorar—. Tal vez solo sea… muy cariñosa. Y a lo mejor se encontraba sola…

(Las caras de sus interlocutoras adoptaron una expresión indescriptible).

—Y recordarán ustedes —continuó Elaine muy decidida, posando la mirada sobre unos ojos hostiles primero y luego sobre otros— que la mejor Persona y también la más valiente que haya existido jamás sobre la faz de la Tierra dijo: «Quien esté libre de pecado…», ya saben.

(Bochorno general. Hoy era lunes, no domingo).

—Así que, por favor —rogó Elaine—, díganme dónde vive.

Una pausa. Al fin, una de las dos mujeres dijo cortésmente, tratando de no mirar el músculo pulsante de Elaine:

—Vive por las casas de la iglesia. Allí le dirán dónde.

—Gracias. Muchísimas gracias. —Entonces Elaine alargó la mano y dijo—: Por favor. No… De verdad. Me encantaría, si no les importa. No quiero que piensen que soy tonta.

Pero ellas sí que lo pensaban, y sus caras eran la prueba fehaciente de ello ya que todo el pueblo era muy dado a discutir en su tiempo libre si la señorita Garfield estaría mal de la cabeza o no. Sin embargo, cada una de ellas le tendió con desgana su pecosa mano para que se la estrechara, pues tampoco es que le tuvieran antipatía. Todo Great Warby la encontraba un poco chiflada, pero nada más. Su simpatía y su impulsiva amabilidad habían tardado veinte años en conquistar a sus vecinos, pero al fin lo habían logrado y, aunque se reían de ella, la apreciaban.

Elaine se volvió de nuevo hacia el mostrador y hacia la cara de desaprobación de la señora Trewer.

—¿Es esto lo mío, señora Trewer? Y un chelín y cuatro peniques de cambio… ¿no es así? Muchísimas gracias. Eso es todo, entonces… Las velas, la lana, la rafia, la cera para el suelo… Sí, todo. En fin, buenos días, señora Trewer, y gracias. Buenos días —repitió ante las dos caras impasibles.

Salió a toda prisa con paso ligero y juvenil, y las tres volvieron a lanzarse a cotillear.

Elaine atravesó un prado y subió la colina hasta su casa. Se trataba de una auténtica casa y no de un cottage: un sencillo edificio cuadrado de ladrillo, que treinta años atrás había sido una granja, pero cuyas tierras no había trabajado nadie desde que el viejo granjero muriera sin descendencia, y cuyos campos de trigo y de avena se habían convertido en burdos pastos en unos pocos años. Las pocilgas estaban cubiertas por seis pies de ortigas cuando Elaine las vio por primera vez, y los huertos y jardines se encontraban repletos de vegetación y raíces que hacían gala de su naturaleza salvaje.

Elaine había vuelto a traer Bryant s a la civilización. Había tardado veinte años, pero ahora parecía un cuadro. «Señorita Garfield, su jardín es enteramente un cuadro; tiene usted muy buena mano para la jardinería, señorita, salta a la vista». Tener buena mano para la jardinería era la expresión que utilizaban en el campo para compendiar la suma de tiempo, paciencia y amor. Elaine se encargaba de todo el trabajo del jardín y de la casa, pero la hermana de la señora Trewer, la señora Briggs, venía tres veces a la semana para hacer «lo más gordo»: las lámparas, los ladrillos rojos del hogar de la trascocina y las losas de la cocina. No había ni cuarto de baño ni teléfono ni gas ni luz eléctrica ni retrete en el interior de la vivienda. Elaine cocinaba en una hornilla de petróleo. Salvo por esta y otras pocas concesiones al progreso, la casa mantenía el mismo aspecto que el que tenía cuando fue construida a finales del siglo XVII.

Solo le faltaba vida. Parecía la casa de una vieja solterona. El sonido más alto que se oía en todo el largo día era el de la cuerda del pozo al bajar o los ladridos de Miller, el perro de Elaine. El olor de las clavelinas impregnaba las habitaciones en verano y el de la quema de la madera de manzano en invierno, y los mismos reflejos cuadrados de luz de las ventanas se posaban en el suelo como lo habían hecho doscientos años atrás.

Mientras guardaba la compra, Elaine le hablaba cariñosamente a Miller, que dormitaba en el suelo de la cocina. Se disponía a bajar a las casas de la iglesia a ver a Ivy Bank antes del almuerzo. No sabía muy bien qué iba a hacer una vez llegase allí, pues aún no se había recuperado de ese sentimiento exacerbado de compasión que había experimentado en la tienda hacia la chica. Solo tenía claro que debía ayudar, y rápido.

—¿Un paseíto? —le dijo a Miller desde la puerta. El animal abrió un ojo, resopló y lo volvió a cerrar, así que se fue sola.

«Y ahora, ¿qué hago? —pensó mientras corría colina abajo—. No tendré dinero hasta primeros de mes, pero le diré que pienso darle algo para el bebé en cuanto lo tenga, y también le hablaré de ella a la señora Cuthbertson, la esposa del vicario. Espero que no se disguste, pobre muchacha, aunque es probable que la señora C. ya esté al tanto de todo. Creo que todo el pueblo lo está. Debe de ser horrible para ella… Todo el mundo cuchicheando y hablando con desprecio, y algunos hasta compadeciéndose de ella… Toda su vida privada expuesta a la luz pública…».

Al bajar la colina, uno de los rizos se le soltó, y ella se lo recogió como pudo sobre la marcha, con la vista clavada en el pueblo y en su valle en miniatura, disfrutando de la paz y del placer que aquella vista siempre le proporcionaba. Great Warby no era un lugar pintoresco, pero tenía el encanto de constituir un paisaje inglés prácticamente virgen, en el que había vivido gente desde hacía al menos dos mil años y donde cada paso que se daba sobre aquella tierra podría narrar una historia. A Elaine le encantaba. No podía concebir ningún otro lugar del mundo como su hogar, y esperaba morir y ser enterrada en aquellos lares.

Las casas de la iglesia estaban situadas abajo, en el extremo más alejado del pueblo, que era la parte más descuidada del lugar aunque también la más bonita. A Elaine, que siempre juzgaba las cosas como si fueran personas, le recordaban a un grupo de ancianas desaseadas y ceñudas con un techo de paja plateada por cabello y unas rosas carmesís a modo de cejas. Una chiquilla le señaló dónde vivían los Bank, por lo que subió el sendero del jardín y se detuvo en la puerta principal.

Una mujer de mediana edad se hallaba de pie abriendo una lata de piña junto a una de las mesas de una habitación minúscula que, no obstante, estaba atestada de muebles. Al ver a Elaine allí plantada, levantó la vista con expresión desconfiada y recelosa.

—Oh… Buenos días —comenzó Elaine—. ¿Es usted la señora Bank?

—Sí. —La mujer dejó lo que estaba haciendo, pero mantuvo las manos sobre la lata al tiempo que seguía mirándola con cara de preocupación—. ¿Qué pasa? ¿Buscaba a alguien… señorita?

—No pasa nada. Por favor, no… Imagino que pensará que esto es muy grosero por mi parte, pero no era mi intención… No me lo tome a mal —farfulló Elaine—. Es solo que por casualidad oí que…

—¿Se trata de Iv? ¿De mi hija?

—¡Sí! ¡Eso es! ¿Podría hablar con ella un momento? ¿Está en casa?

—Está arriba. —La señora Bank se puso colorada. Soltó la lata, retiró una silla y limpió el asiento con el delantal—. ¿Por qué no entra y se sienta, señorita?

—Oh… Gracias. —Elaine, violenta, no se movió del umbral—. El… El caso es, señora Bank, que me preguntaba si su hija contaba con algo de experiencia en las labores del hogar porque necesito a alguien que me ayude… Mi casa se llama Bryants y se encuentra en la cima de Shardler Hill. A lo mejor la conoce… Había pensado en su hija.

Dijo las cosas tal como le fueron saliendo, sin haberlas pensado, como si aquellas palabras fueran las más correctas y las únicas que podría pronunciar. Incluso cuando estaba hablando era consciente de que la única manera de ayudar a la pobre muchacha sería acogiéndola en su propia casa para enseñarle al pequeño mundo de Great Warby que la gente «buena», representada por la señorita Garfield de Bryants, no la consideraba una marginada.

La señora Bank la miraba con poco convencimiento.

—No creo que a Iveen, como la llamamos nosotros, le haga mucha gracia la idea, señorita. No le gusta estropearse las manos, ya sabe, cosas de su antiguo trabajo de camarera. Aunque ahora mismo no tiene trabajo —enrojeció de nuevo y una mirada amarga y furiosa cruzó su cara—, y si no es demasiado duro…

—Oh, no, en absoluto. Mi vida es muy sencilla. Solo la cocina y un par de camas…

—¿Se refiere a que vaya de interna, señorita?

—Sí. Eso es lo que había pensado. Quiero decir que creo que sería lo mejor, ¿no le parece?

—A Iveen le vendría de maravilla tratar con gente buena —dijo de pronto la señora Bank en voz baja, mientras contemplaba las escaleras—. Verá, señorita, el caso es que ha tenido varios problemas… Bueno, la verdad es que se resume en uno, se lo digo francamente. —Se limpió los ojos con el delantal—. No siempre he sabido ser estricta con ella. Es la única niña entre cuatro hermanos y se lo consentíamos todo. Y, para colmo, empezó a juntarse con una mujer de Hatfield a la que más le valiera estar muerta, más le valiera, pues es mala como ella sola… Pero si no le importa que haya sido una mala chica, señorita…

—No me importa, señora Bank. Además, tampoco… Tampoco creo que sea una mala chica —le aseguró Elaine con su habitual y encantadora sonrisa—. Si le permite que se venga conmigo, y si ella quiere, por mí estupendo.

Mientras conversaban, se había percatado del sonido de unos pesados movimientos procedentes del piso de arriba, y de repente una voz se puso a cantar, en una burda imitación del estilo de las cantantes melódicas de la radio:

Tu corazón y el mío

son el uno para el otro,

como la lluvia de abril.

—¡Ahí la tiene! —exclamó la señora Bank—. Ya baja. —Volvió a concentrarse en la lata, como si no hubiera oído lo que Elaine le había dicho, y se oyeron unos pasos contundentes por las escaleras.

—¡Tenemos visita! —prorrumpió Iveen, deteniéndose en la entrada como si no diera crédito a lo que veía—. ¡Toma! ¡Yo la conozco! ¿A qué sí? ¿A qué es la señorita Garfield de Bryant s? La he visto por ahí.

Era una chica grandota. Llevaba el pelo teñido de rubio, muy despeinado, por encima de los hombros en una melenita a lo Greta Garbo, y tenía una cara pálida de rasgos marcados. Sus ojos celestes no dejaban de observar sus propios movimientos, mientras hablaba, reflejados en el espejo de la pared de enfrente. Llevaba las uñas y la cara muy mal pintadas, y no parecía demasiado limpia. Su aspecto era desafiante a la par que «risueño», como si se hubiera llevado un susto espantoso. Era muy joven. Elaine no le echaba más de veinte años.

—Sí. La señorita Garfield ha venido a preguntarte si querrías trabajar para ella, Iveen —le dijo su madre hecha un manojo de nervios—. Como interna en Bryants, en lo alto de la colina.

—Qué bien que la señorita Garfield haya pensado en mí —respondió Iveen emocionada, contemplándose en el espejo—. Tiene usted un bonito jardín allí arriba, ¿verdad, señorita Garfield? Siempre me han gustado tanto las flores… Son un consuelo buenísimo cuando estás triste.

—Podrías empezar mañana, ¿verdad que sí, Iveen? —su madre la interrumpió con rudeza—. ¿De cuánto estaríamos hablando, señorita?

—Oh… —tartamudeó Elaine, desconcertada. No había pensado en el salario. Su vida era tan frugal y tranquila que con las quince libras que le mandaba todos los meses el abogado que velaba por los asuntos de sus difuntos padres le alcanzaba para vivir con holgura. La casa era de su propiedad. La había comprado con parte del dinero de su padre. Su dieta consistía básicamente en leche y verduras del huerto, pero Iveen, que parecía que hubiera vivido siempre a base de salmón enlatado y patatas fritas, querría un menú más caro y civilizado, además del salario. Elaine vislumbró un sinfín de dificultades, pero no cambió de opinión.

—No entiendo mucho de salarios —dijo, mirándolas por turnos—. La señora Briggs cobra media corona a la semana por tres días de trabajo. ¿Lo… lo dejamos en cinco chelines…? Con la comida incluida, por supuesto.

—Me temo que Iveen no podrá aceptar por menos de siete chelines y seis peniques —espetó la señora Bank, cortando a Iveen, que había empezado a farfullar: «Oh, señorita Garfield, si yo iría por nada»—. En el Horseshoe Café, el último sitio donde estuvo, ganaba doce chelines y seis peniques a la semana, más propinas.

—Creo que podemos arreglarlo —resolvió Elaine, sonriendo a la chica, cuyo generoso gesto le había llegado al corazón—. La casa te encantará. Es tranquila, pero…

—¡Tranquila! Entonces a Iveen no le gustará —interrumpió la señora Bank estallando en una carcajada—. Según ella, los sitios tranquilos la vuelven majareta. Esta casa le resultaba «tranquila» comparada con Hatfield, así que ya veremos qué le parece vivir en lo alto de la colina.

—¡Ay, mamá, cállate! ¿Qué va a pensar la señorita Garfield? Yo no soy de esas chicas que andan siempre buscando emociones y excitación. Creo que me vendrá bien un cambio. Muchísimas gracias, señorita Garfield. No se arrepentirá, se lo aseguro. ¿Cuándo quiere que me incorpore, señorita Garfield?

—¿Mañana por la mañana? —sugirió Elaine, y se preguntó, con una pizca de consternación, si se acostumbraría a la voz de Iveen cuando la escuchara todos los días o si le seguiría pareciendo igual de desagradable—. ¿A las nueve?

—Trato hecho, entonces, señorita Garfield. Allí estaré. Mañana por la mañana a las nueve en punto. Y muchísimas gracias. ¿Sabe salir? —Elaine ya estaba cruzando la puerta—. Ea, estupendo. Trato hecho. Y muchísimas gracias.

Elaine se fue a casa caminando despacio. De todas partes le llegaban ráfagas de rico olor a rosas y, acto seguido, el dulce aroma seco del heno. Había sido un año sin precedentes para el heno. Las altas pilas empezaban a blanquearse con los intensos rayos de sol. «¡Qué bello es el mundo! ¡Pero qué triste! Si logro quitarle a esta chiquilla la horrible expresión de su cara —pensó Elaine—, entonces habrá merecido la pena sacrificar un poco de mi propia paz».

Aquella noche fue a dar un paseo por el laberinto de solitarios senderos que se extendía por detrás de Bryant’s, pues tenía la mente demasiado agitada como para poder entregarse a cualquiera de los tres o cuatro pasatiempos que llenaban su vida, y en los que ponía el mismo empeño que la mayoría de la gente suele poner en una profesión que le va a reportar un dinero. Sus trabajos de rafia, sus cuadros de flores silvestres, el bordado y la música de repente le parecieron absurdos. Al día siguiente, después de veinte años de soledad, habría otro ser humano en su vida y la perspectiva le asustaba. Pues no podía tratar a Iveen con esa cordialidad distante que emplean las damas con sus criadas. Debía darle cariño. «“El mayor de ellos es el amor”.[11] Si no se lo doy, lo tengo todo perdido. ¡Qué egoísta soy! No va a pasarme nada por aguantar su pobre vocecilla afectada y esas espantosas uñas rojas si así puedo ayudarla».

«¡Y a lo mejor —interrumpió sus pasos de golpe y contempló embobada la luna naciente— más adelante puedo traerme también al bebé! Me encantaría tener aquí a la criaturita. Ivy estaría más contenta si el bebé estuviera aquí, claro está. Supongo que lo echa mucho de menos. Tenía que haberle dicho que podía traerse también al bebé. No importa. Mañana se lo diré».

Más tranquila y contenta por este pensamiento, emprendió el camino de regreso a casa.

—¿Qué es eso? —preguntó con apatía Iveen, que se hallaba tumbada detrás de un seto, en los brazos de un joven.

—Será alguna vieja… —El muchacho apartó a la reina de los prados para echar un vistazo—. ¡Anda! ¡Si es tu nueva patrona! Está un poco chiflada, ¿no?

Iveen se echó a reír, y los dos se tumbaron de nuevo.

Elaine se percató del murmullo de voces. «Amantes», pensó, volviendo delicadamente la cabeza para que no pensaran que estaba espiándolos. Cuando abrió la verja de Bryant’s, sus labios dibujaron una leve sonrisa, como si fueran el vivo reflejo de la felicidad, aunque después dejaron escapar un suspiro.

A la mañana siguiente, mientras estaba sentada en el comedor, dando sorbitos a su té y contemplando el jardín, tuvo la extraña sensación de que aquella escena nunca volvería a repetirse. «Es como un día de mudanza —meditó—, como si no fuera a volver a ver ninguna de mis cosas. ¡Qué tonta! Es solo que estoy nerviosa».

A las nueve en punto, Iveen abrió la verja del jardín y saludó efusivamente a Elaine, que se acercó a recibirla. Parecía más aseada que el día anterior, pues se había ondulado el pelo e iba enfundada en un vestido de algodón de vivos colores, aunque llevaba las gruesas piernas desnudas, las sandalias rotas y las uñas de los pies pintadas de rojo escarlata. En verdad era una chica voluminosa. Elaine, que nunca pensaba en su propio cuerpo y apenas era consciente del de los demás, pensó que no a todo el mundo le quedaba bien la ropa moderna. «Más adelante podría confeccionarle un vestido de campesina, con un canesú ceñido y una falda larga y amplia… Eso es, con un canesú ceñido».

—¡Buenos días, señorita Garfield! —saludó Iveen, dejando en el suelo su maleta barata—. Espero no llegar tarde. Si le digo la verdad, he discutido con mi madre antes de salir. —Desplegó la falda y se miró las piernas—. No quería que viniera sin medias. Y yo le dije: «¡Ay! A la señorita Garfield no le importará, es un encanto». —Se echó a reír a mandíbula batiente, al tiempo que sus ojos celestes miraban por encima del hombro de Elaine, buscando el comedor—. ¡Oh, no me diga que ya ha desayunado! ¡Qué pena! Podría habérselo preparado yo. Supongo que algunas veces le apetecerá tomárselo en la cama, ¿a que sí? Bueno, no importa, puedo empezar lavando los platos. ¡Oh, oh! ¡Eh! ¡Largo! ¡Fuera! —gritó de repente cuando Miller se puso a dar vueltas con las patas muy tiesas alrededor de la tina, olisqueando inquisitivamente—. Perdóneme por ser tan tonta, señorita Garfield, pero les tengo manía. A los perros, quiero decir. Nunca los he soportado, ni siquiera de niña. Aunque este parece muy viejo… Y muy bueno —se apresuró a añadir—. No se te ocurrirá morderle a nadie, ¿verdad que no?

Miller, que se había quedado muy quieto observándola, movió la cola una pizca y se fue. No era ni viejo ni bueno, pero a Elaine le conmovió que Iveen hubiera utilizado aquellas palabras. La chica estaba haciendo un verdadero esfuerzo por mostrarse amable y agradecida. Trataba de llegar a un compromiso con Elaine.

—Oh, no muerde, no tengas miedo —la tranquilizó—. Te enseñaré tu habitación, Ivy, acompáñame… Es muy suyo, pero no es agresivo.

La chica contempló con recelo el cabello desordenado de Elaine cuando la siguió escaleras arriba. ¡Vaya chaladura decir eso de un perro! ¿Estaría tratando de hacerse la graciosa, la señorita Garfield? ¿Se creería que ella, Iveen, era tan ignorante como para no saber que esas cosas solo se les decían a las personas? Y tampoco le gustaba que la llamaran Ivy, sonaba demasiado ordinario, como si fuera una criada. Aquello no iba a ser horrible, no, iba a ser muchísimo peor. Sus ánimos se desinflaron al instante.

Sin embargo, en cuanto vio su bonito dormitorio, volvieron a inflarse. Se giró hacia Elaine, gritando:

—¡Oooh! ¡Qué preciosidad! ¡Es precioso! ¡Ya lo creo! —exclamó en el primer tono natural y juvenil que Elaine le había oído pronunciar hasta el momento.

—Me alegro de que te guste, querida.

—Oh, me encanta. Estoy segura de que voy a ser maravillosamente, maravillosísimamente feliz aquí, señorita Garfield. Es usted tan dulce por haber pensado en mí… Y las rosas también. Son mis flores favoritas…

—He pensado —dijo Elaine con timidez, mirando por la ventana— que quizá más adelante te podrías sentir más feliz aún si… Si trajéramos aquí al… A tu pequeño, querida. —No había planeado decírselo tan pronto, pero la alegría y la gratitud de la muchacha la habían conmovido. Incluso se le habían saltado las lágrimas.

Oyó detrás de ella una especie de grito ahogado, y luego se produjo un silencio espantoso. No se atrevió a darse la vuelta. Era dolorosamente consciente de que había metido la pata. Entonces Iveen respondió con una vocecilla artificial:

—Oh, sí, eso también sería maravilloso. Ya lo discutiremos más adelante. Sí. ¡Qué cara más dulce tiene esa dama de la foto, señorita Garfield! ¿Es su madre?

Elaine, que en ese momento deseaba que se la tragara la tierra, le explicó que se trataba de la señora Gaskell, una escritora que había muerto hacía muchos años, y a continuación corrió escaleras abajo para dejar que Iveen deshiciera el equipaje.

Salió directa al jardín, que no se veía desde el dormitorio de Iveen, y se sentó bajo el peral. Estaba tan cansada como si llevara una semana haciendo limpieza general. Y aún no le había dicho a la señora Briggs que ya no requería de sus servicios. No le hacía ninguna gracia tener que darle aquella noticia. Se echó hacia atrás con un suspiro, y cerró los ojos.

«¡Vieja vaca! —pensaba Iveen, furiosa, mientras se ponía el abrigo delante del espejo, y contemplaba su cara pálida y redonda—. Ya ha tenido que sacar el tema. Como si fuera a criarlo aquí, pobre diablo, para que todo el mundo pueda meter sus malditas narices donde no le importa… Y antes de que me dé cuenta, empezará a darme la vara con la maldita religión, ya lo creo que lo hará. Conozco a las de su clase. Muy bien. Si lo hace, me voy por donde he venido, y que se aguante».

Eran solo las nueve y media, aunque a ambas se les estaba haciendo eterno lo que llevaban de día.

Elaine se pasó la mañana trabajando en el jardín, yendo hasta su casa cada media hora para decirle a Iveen lo que debía hacer, y para preguntarle: «No te sientes sola, ¿verdad, Ivy?», con su habitual sonrisa aniñada. A Iveen le había dado por cantar con aquel tono suyo, tan grave y nasal, y Elaine se veía forzada a fingir una sonrisa cada vez que entraba en la cocina, aunque estaba convencida de que también ella se sentía incómoda. De hecho, la casa había cambiado bastante desde que contaba con su presencia: por la mesa estaban desperdigados los papeles manchados de sangre en que habían estado envueltas las costillas, y el aire parecía vibrar con su bronco canturreo. Elaine la oía desde el jardín, mientras acodaba de rodillas los tallos de los claveles, de un azul plateado, por el sendero marcado con banderitas. Miller se había ido por ahí, a su aire, sin querer saber nada de nadie, como hacía siempre que se rompía la rutina en Bryants. Era un perro egoísta, y odiaba que sus hábitos se vieran alterados. A su dueña, su marcha le pareció la gota que colmaba el vaso, pero prefirió no darle demasiada importancia.

El almuerzo fue un absoluto desastre. Según lo previsto, Elaine hizo que la chica pusiera la mesa para dos en el comedor, y ambas se comieron juntas las costillas medio crudas, intercambiando comentarios sobre el tiempo, la salud de la madre de Ivy, Miller y lo bonito que tenía Elaine el jardín. Conversar con la chica resultó una ardua tarea, pues esta no hacía más que fingir: respondía a los sencillos comentarios de su patrona con un entusiasmo exagerado y se esforzaba por ser «refinada». Elaine estaba segura de que en realidad no le apasionaban las flores ni las puestas de sol, pero estaba tan poco acostumbrada a hablar con extraños en el transcurso de su solitaria vida que ni siquiera podía hacerse una idea de cuáles serían los verdaderos intereses de Iveen a fin de darle conversación. Por otro lado, a los vecinos del pueblo solía darles vergüenza hablar con ella, ya que Elaine era demasiado extrovertida por naturaleza. A ella, por su parte, le preocupaba que los demás se sintieran intimidados, y ahora empezaba a preocuparse también por Iveen. Después del almuerzo, se sentó muy triste bajo el peral, y se preguntó si todas sus comidas serían como aquella. «De ser así —reflexionó—, no creo que pueda soportarlo. Aunque, bueno, si todo esto le hace aunque sea un poquito de bien, lo soportaré. Creo que ella se siente tan violenta como yo».

Se levantó desesperada y se dirigió a la cocina, donde Iveen estaba trasteando por los cajones de la mesa y malgastando los polvos para la vajilla en los tenedores.

—¡Mire qué buena chica soy! —dijo alegremente, sosteniendo en alto un tenedor doblado y roto, aunque reluciente—. No tenía nada que hacer. —Y añadió en un tono menos afectado—: ¡Caramba! ¡Qué tranquilo es esto, señorita Garfield!

—Me estaba preguntando si no querrías bajar a pasar el resto del día con tu madre, Ivy, para decirle cómo te encuentras.

A la chica se le iluminó la cara.

—Oh, muchas gracias, señorita Garfield. Supongo que se estarán preguntando cómo nos va todo por aquí arriba, tan solas. Pero ¿qué hay de su té, señorita Garfield? ¡Casi me olvido! ¿Quiere que ponga a hervir la tetera en un pispás antes de irme? ¿Dónde la tiene? ¿En el comedor? ¿Y si se lo preparo todo y se lo sirvo en ese coqueto cenador que hay abajo, en el jardín?

—Oh, gracias Ivy, eres muy amable, pero ya me las arreglo yo. Estoy acostumbrada. No te molestes. Y… Y te dejo que te quedes hasta después de la cena, por ser hoy el primer día. Sobre las ocho y media… O las nueve, si te parece.

—Ay, muchísimas gracias, señorita Garfield. Oh… Pero ¿y su cena? ¿Tiene algo preparado?

—Bueno, me haré unos huevos… O cualquier cosa. —Elaine le dedicó una sonrisa y se apresuró a salir de la cocina, tan aliviada ante la perspectiva de poder contar con unas horas de soledad para sí misma que esperaba que el enorme placer no se le notase en la cara. Poco después, despidió a Iveen con la mano mientras la chica bajaba por el sendero, y volvió a su jardín para disfrutar del silencio.

Media hora más tarde, la verja del jardín se abrió y Miller entró muy tieso, con aspecto aún ofendido, pero dispuesto a compartir con Elaine la taza de té y el pastel que se había llevado bajo el peral. Comieron y bebieron juntos en un silencio roto tan solo por el canto de un zorzal, que, acto seguido, fue a posarse sobre la hierba y se comió sus migajas. «¡Ay, madre, ojalá no estuviese temiendo tanto su regreso! —pensó Elaine, inhalando el delicioso aire de la tarde ya bien avanzada, y disfrutando de la paz y del silencio que habían retornado a la casa—. Es incluso peor de lo que me esperaba. Supongo que estoy tan acostumbrada a vivir en la única compañía de Miller (le rascó cariñosamente bajo su erguida barbilla) que esas pequeñas cosas que para cualquiera no han de significar nada a mí me ponen los nervios de punta. En cualquier caso, debo tener paciencia. La situación debe de ser tan mala para Iveen como para mí. Estoy convencida de que a ella todo esto le tiene que parecer muy aburrido, pobrecita. Y, después de todo, es solo el primer día».

Iveen regresó justo antes de las diez, con los ojos chispeantes, riendo tontamente y con ganas de provocar a Miller, que no le hizo ningún caso. Luego subieron todos a acostarse.

El día siguiente fue casi tan malo como el anterior, o incluso peor, pues Elaine recibió una visita muy digna de la señora Briggs que la mantuvo ocupada cerca de una hora. La víspera, en un acto de cobardía, ella le había escrito una carta para informarla de que ya no volvería a necesitar sus servicios, al menos de momento, en lugar de bajar a verla y explicárselo personalmente, y la señora Briggs se había presentado en su casa para tratar el asunto cara a cara. Solo quería saber una cosa: por qué le había tenido que dar el trabajo a una golfa. Después de veinte años, ¿no estaba satisfecha con ella la señorita Garfield? ¿Era por aquella vez en que rompió aquella tacita con hojas que pertenecía a la madre de la señorita Garfield? Ya se había disculpado con creces en su día. ¿Por qué le hacía eso? ¿Por qué quería sustituirla la señorita Garfield por aquella golfa?

Por fortuna, la conversación tuvo lugar después de que Iveen se hubiera marchado a ver a su madre, y Elaine pudo explicarle con total libertad que lo único que quería era darle una oportunidad a la muchacha.

—Verá, señora Briggs —casi le suplicó—, si la gente ve que está aquí conmigo y que se gana el pan como todo el mundo, no la despreciará tanto y eso le devolverá la autoestima.

Sin embargo, la señora Briggs se sorbió la nariz y, mientras se colocaba su floreado sombrero de los domingos y se levantaba para marcharse, declaró que Ivy Bank nunca había tenido autoestima y que solo esperaba que la señorita Garfield, que tenía un corazón enorme, como todo el mundo sabía, no tuviera que arrepentirse de su decisión. Ella estaría dispuesta a volver en cuanto la necesitara (en cuanto recuperara el juicio, parecía querer decir). Elaine tendría que conformarse con eso.

A medida que iba transcurriendo la semana, la situación fue siendo cada vez más llevadera. Elaine sospechaba que la madre le había leído la cartilla a Iveen, ya que la joven se esforzaba al máximo en su trabajo por complacerla, y sus modales eran ahora más tranquilos y respetuosos. En consecuencia, Elaine no se sentía todo el día con los nervios de punta. Hasta se divertía con ella y disfrutaba de las anécdotas que la chica le contaba sobre el café de Hatfield en el que había estado trabajando, pues gozaba de una gracia y una vivacidad naturales que nada tenían que ver con esa pose de «chica dulce y refinada». La idea de que aquella debía de ser la manera en que la joven se dirigía a los hombres, y que a estos sin duda les encantaba, revoloteó por la inocente mente de Elaine. A menudo se había preguntado qué verían en Iveen, en una muchacha, ¡pobrecita!, tan robusta y tan poco atractiva. Incluso la señora Briggs había insinuado, de manera enigmática, que tenía legiones de admiradores. Estaba claro que a los hombres les gustaban las chicas alegres.

Un buen día, en el pueblo, cuando pasaba por detrás de un seto en el que habían tendido unas ropas a secar al sol, oyó sin querer un cotilleo que la reconfortó bastante.

—Así que Ivy Bank está ahora en Bryant’s —dijo la primera voz.

—Sí, tal vez le haga mucho bien estar en un buen sitio con una dama como la señorita Garfield. Su madre está encantada. Claro, como ella…

Elaine se dio prisa, como siempre delicadamente ansiosa por no escuchar a hurtadillas, y fue así cómo se perdió lo que supuso que sería un comentario de mal gusto sobre Iveen y que resultó ser en realidad una observación nada halagüeña sobre su propia memez. Saltaba a la vista que el pueblo, por mucho que coincidiera en que a Iveen podía venirle bien trabajar para una dama como la señorita Garfield, no había cambiado de opinión sobre su forma de ser. En lo esencial, Great Warby no iba a experimentar ninguna transformación importante de la noche a la mañana. Era cuestión de esperar a ver qué ocurría.

No obstante, Elaine estaba convencida de que todo el pueblo la apoyaba en su decisión, y le agradecía que le hubiera medio devuelto a Iveen su buen carácter. Sentía que había merecido la pena sacrificar su paz y su soledad.

Por desgracia, cuando Iveen llevaba allí dos semanas, todo se torció.

A veces llovía desde el amanecer. Las nubes descargaban pequeños chaparrones que no enfriaban la atmósfera sofocante, pero que cubrían los campos con una espesa niebla que se extendía por todos lados a modo de manto. Elaine pretendía continuar con sus ocupaciones, pero aquel tiempo la inquietaba, le hacía perder la calma y solo le quedaban fuerzas para sentarse en el oscuro salón durante la mayor parte del día con un libro en las rodillas, y para contemplar el jardín triste y goteante. Una tarde, después de almorzar, Iveen le preguntó en un tono gruñón si podía salir como de costumbre, y trotó por el sendero bajo un paraguas raído meneando sus enormes rizos, que parecían más amarillos y artificiales que nunca, y salpicándose las piernas de barro. A Elaine esta vez no le hizo tanta gracia verla partir, pues el día era tan lúgubre que se alegraba, aunque fuera inconscientemente, de la presencia juvenil y exuberante de la chica. Ella hacía que todo pareciese menos apagado. Mientras contemplaba la robusta figura que corría sendero abajo, de pronto pensó que si Iveen se marchaba, la echaría de menos. «A todo se acostumbra uno —meditó, medio en broma, pero también un poco contenta—. Me pregunto si ella sentirá lo mismo, pobrecilla». Cogió su libro y pasó el rato leyendo y dormitando, hasta que dieron las cinco.

A las cinco y cuarto, justo cuando Elaine se estaba levantando para prepararse un té, Iveen irrumpió en la casa con un aspecto huraño y lamentable, y cerró la puerta de la cocina sin mediar palabra. «Ay, madre, ¿qué habrá pasado?». Elaine se quedó mirando la puerta, consternada, pero resolvió que lo mejor sería dejar sola a la joven. Se acordó del día en que las mujeres de la tienda mencionaron que Iveen iba a Hatfield todos los sábados a ver al bebé. Tal vez hubiera ocurrido algo allí que la había disgustado… «Ha estado llorando, de eso no cabe duda —pensó Elaine muy agitada, mientras desmigaba unas galletas para Miller, y se ponía un poco en la mano ahuecada para que el perro acercara hasta ella su hocico caliente y aburrido—. Espero que el niño no esté enfermo».

Las nubes se estaban deshaciendo, y una neblinosa puesta de sol dorada caía sobre el jardín. Las gotas de lluvia centelleaban sobre los verdes árboles y los pájaros cantaban en su tono más alto.

—El té está listo —anunció Iveen por sorpresa. Había asomado la cabeza por la puerta del salón y luego se había escabullido rápidamente de nuevo hacia la cocina. Elaine fue al comedor y una vez allí se tomó el té, pero se encontraba demasiado disgustada para poder comer. La puerta de la cocina estaba cerrada.

Mientras esperaba, mirando por la ventana, a que se enfriara su segunda taza de té, entró Iveen, ceñuda y callada, y empezó a recoger la mesa.

—Qué buena tarde se ha quedado, ¿verdad? —Elaine rompió el hielo con timidez—. ¿Vas a volver a salir, Ivy?

La chica negó con la cabeza. Le temblaba el labio inferior.

—Oh… Qué pena. Se te ha echado a perder la tarde, pobre.

Iveen empezó a sollozar ruidosamente.

—¡Mi niña! ¿Qué te pasa? Anda ven… —Elaine cogió el grueso brazo de la chica, y la condujo con delicadeza hasta el pequeño sofá, a su lado—. Siéntate aquí. Y ahora dime qué te pasa. No te gusta estar aquí, ¿es eso?

Iveen, que ahora berreaba, volvió a negar con la cabeza y se tapó el rostro con las manos como un niño, sin dejar de lloriquear.

—Entonces, ¿qué? Dímelo, Ivy. Yo solo quiero ayudarte.

Iveen lloraba ahora como una histérica, como si quisiera dar rienda suelta a sus sentimientos, y lo único que Elaine pudo sacar en claro fue: «Una mujer a la que conocía… Una mujer…». Ella, que era de lágrima fácil, también rompió a llorar cuando trató de consolar a la joven.

—No, Ivy, no… Mira. Me estás haciendo llorar a mí también. Venga, no te pongas así, que te va a dar un síncope. Algo te ha ocurrido esta tarde para que estés tan disgustada, ¿verdad?

Iveen asintió, sonándose la nariz con un trapo raído.

—¿Se trata… del bebé? —preguntó Elaine, tragando saliva.

Iveen levantó entonces la cara, bastante espantosa por el llanto, y expuso todos sus rasgos a la deslumbrante luz que arrojaban los últimos rayos de sol de la tarde.

—Una mujer a la que conocía —dijo entrecortadamente—, la señorita Morris, de la escuela dominical a la que solía asistir, me ha visto por la calle principal esta tarde con el niño y me ha regañado muchísimo. Me ha tratado como si yo hubiera hecho no sé qué cosa. Me ha dicho que era mala y que iba a ir al infierno y que Jesús no me querría y todo eso y que acabaría debajo de un puente y mi pobre niño también. Eso me ha llegado al alma, señorita Garfield —dijo echándose a llorar de nuevo—. Mira que decir eso del crío…

Elaine asintió. Las lágrimas le corrían por las mejillas. ¡Qué crueles eran a veces las buenas personas!

—¡No tenía derecho a meterse donde no la llaman! —bramó Iveen—. ¿Qué le importa a ella, una vieja solterona que no tiene ni idea de nada? Bastante tengo ya con mi madre… No necesito que ninguna metomentodo me dé la tabarra. Ya me ocupo yo de mis propios asuntos, y no estaría mal que los demás hicieran lo mismo.

Su cara se torció de pronto y rompió a sollozar otra vez. Toda su dureza se había desvanecido por completo. Elaine la observaba, temblando, llorando en silencio y secándose sus propios ojos con un sencillo pañuelito perfumado. Quería consolarla, pero no le salían las palabras. No estaba acostumbrada a tener que consolar a nadie. Hacía muchos años que no se encontraba en una situación como aquella. «¡Ay, ojalá pudiese decirle algo para que se sintiera mejor!».

Iveen dijo entre dientes, clavando la mirada en el paño mugriento que retorcía entre sus manos:

—Me ha hecho sentir tan repugnante… Como si estuviera sucia. Como si yo fuera la única chica en el mundo que se ha comportado mal.

—¡Oh, Ivy, pero es que no lo has hecho! —Elaine no pudo contenerse, se echó hacia delante y le cogió la mano—. Claro que no lo has hecho. Cientos de chicas hacen lo mismo que tú hiciste… por amor. —Vaciló, pero solo un instante, y luego continuó, mirándola fijamente—: Yo lo hice, Ivy.

¿Usted? —la chica la miró con cara de tonta.

—Sí, yo. Te lo contaré todo… si logra que te sientas mejor saber que otra persona… Fue durante la guerra. Yo tenía tu edad. No más de veinte años. Estudiaba en la escuela de arte de Londres, y vivía con mi prima. Mis padres vivían en el norte. Yo era muy joven, y también muy guapa. Ahora ya no importa que lo diga porque fue hace mucho tiempo. A pesar del horror de la guerra, éramos todos bastante alocados, bobos y felices. A él lo conocí en una fiesta que se celebraba en el estudio de un amigo.

Solo tenía una semana de permiso, y creo que sabía que no volvería jamás porque nunca me dejaba hablar de la guerra ni de su regreso al frente. Solo decía que quería que fuésemos felices mientras pudiéramos. Así que nos… Nos amamos sin más. Parecía como si —soltó un profundo hipido— nos conociéramos de toda la vida, como si hubiésemos estado separados durante mucho tiempo y en ese momento volviéramos a encontrarnos. Fuimos tan felices… Nos marchamos a una encantadora casita situada en un lugar muy apacible que él conocía, y nos quedamos allí lo que restaba de permiso. Nos olvidamos de la guerra y de que él tenía que regresar con esa terrible inmediatez.

Elaine apretó sus finas manos y desvió la vista hacia al jardín. El músculo de la comisura de su boca palpitaba convulsivamente. La luz dorada se estaba extinguiendo.

—Éramos tan felices… Nunca hubiera imaginado que se podía ser tan feliz. Era como vivir en el cielo. Cada día era maravilloso. Incluso las cosas más comunes. Fue él quien me enseñó a descubrir que las cosas comunes pueden ser maravillosas… Cocinábamos en un hornillo muy viejo y pintoresco que apenas calentaba, y un perrito blanco extraviado se vino a vivir con nosotros y todos los días nos acompañaba hasta el pueblo al que íbamos a comprar. Incluso el tiempo era perfecto. Y entonces —volvió a soltar un horrible hipido— llegó el momento de partir.

Se produjo un largo silencio.

—Íbamos a casarnos —confesó al fin, más tranquila—, pero, obviamente, él nunca regresó.

Iveen volvía a llorar, aunque ahora muy bajito. La luz que reinaba en la habitación era ya la del crepúsculo.

—Así que, como verás —Elaine retomó la palabra, girándose despacio para contemplar esa cara joven y triste que ahora apenas acertaba a distinguir—, nunca, nunca debes creer que eres una mala chica ni que te has comportado mal. El amor… el amor verdadero… es lo único que importa. Y, además, tú tienes un hijo. ¡Cómo me habría gustado a mí tener un hijo! Pero no pude… No pude. Sin embargo, sé cómo te sientes —esbozó una débil sonrisa—. En cierto modo, puede decirse que somos hermanas.

Apretó la mano de Iveen, pero la chica no dijo nada. Fue Elaine la que volvió a hablar con dulzura:

—¿Te sientes un poco mejor ahora?

La muchacha alzó los ojos.

—Sí, muchísimas gracias, señorita Garfield. Lo siento mucho. Lo que acaba de contarme es tan triste… Un romance de película. Y él era muy joven, ¿no?

—Veintitrés años.

—Vaya… Qué tristeza. Pero no hay que dejar que las cosas nos depriman, ¿verdad? ¡Faltaría más! —se interrumpió un poco confusa, y luego dijo en un tono más alto—: Será mejor que retire las cosas del té. Ya es casi de noche.

Elaine, que curiosamente se sentía débil y muy afectada, fue arriba a cambiarse de ropa antes de la cena. Al contemplar en el espejo su cara demacrada y surcada de lágrimas trató de convencerse de que no había profanado la memoria de Guy al revelarle su secreto, después de veinte años, a otro ser humano. Apartó aquel pensamiento de su mente a toda prisa. Él había sido la persona más amable, cálida y bondadosa que había conocido en su vida y, de haber sabido que su historia iba a consolar a una criatura desdichada, no habría dudado en permitir que saliera a la luz. Hacerlo era poner de manifiesto que aquella vivencia no había sido del todo egoísta ni había pretendido quedarse encerrada a media luz en la memoria de una mujer.

Iveen no bajó a ver a su madre aquella noche, sino que se sentó en la cocina a leer una revista de cine (o, más bien, a mirar las ilustraciones), y Elaine se fue a la cama temprano con un libro.

El día siguiente, fresco y tranquilo, era domingo. A Elaine le pareció que un nuevo sentimiento de calmada felicidad había surgido entre Iveen y ella. A veces se sonreían mutuamente cuando se tropezaban por la casa. Iveen parecía haber superado la tormenta del día anterior, y se mostraba más contenta y sosegada. «¡Qué poder tan maravilloso tienen la compasión y el calor humano! —pensó Elaine, que pasaba la tarde ocupándose del jardín tras haber acudido a la iglesia por la mañana—. Me alegro de habérselo contado».

Después del té, se sentó a escribirle una carta a una prima anciana de Londres, su única pariente viva.

—Por favor, señorita Garfield, ¿puedo bajar un ratito a ver a mi madre? —le preguntó Iveen desde la puerta del comedor.

—Sí, por supuesto, Ivy. Creí que te habías ido ya —respondió Elaine, alzando los ojos y esbozando una amable sonrisa.

—Oh, no, señorita Garfield. He estado poniendo un poco de orden. Con la lluvia de ayer y sus salidas y entradas al jardín, la cocina estaba hecha un desastre —replicó Iveen, sin ánimo de ofenderla y con tanta naturalidad que Elaine no pudo evitar que su corazón se conmoviera.

Se echó a reír.

—Te acostumbrarás, Ivy —añadió impulsivamente—. Te gusta estar aquí, ¿no es cierto? Me refiero a si eres feliz aquí y si querrías quedarte.

—¡Oh, señorita Garfield! —gritó Iveen entusiasmada. Toda su afectación había desaparecido, y su cara pálida y tosca ostentaba ahora una expresión de verdadero afecto—. Me gustaría muchísimo, y así se lo dije a mi madre la otra noche.

—Bueno, me alegro mucho, querida. Anda, vete, o tu madre empezará a preguntarse dónde te has metido.

La carta, como todas las que le enviaba a su prima, fue larguísima. Una vez concluida, Elaine se concentró en bordar un poco. Cuando al fin levantó la vista, muy cansada, ya que le dolían los ojos de los vivos colores del bastidor, se sorprendió de que fueran las diez y media.

En la casa reinaba el silencio. Miller dormía en su cesta y el tictac del reloj sonaba con toda claridad. Elaine se descubrió ligeramente sorprendida. ¡Ivy nunca llegaba tan tarde! No obstante, supuso que algo especial debía de haber ocurrido en el cottage, y que Ivy habría tenido que quedarse hasta tan tarde para resolverlo. Sin embargo, cuando se fue a la cama a las once, empezó a alarmarse realmente y se quedó despierta durante un buen rato a la espera de oír sus pasos en la puerta. Para cuando al fin se durmió, Iveen no había regresado.

A la mañana siguiente, a eso de las ocho y media, mientras Elaine estaba sentada frente a la mesa del desayuno con la cara blanca y hecha un manojo de nervios, oyó abrirse la verja del jardín y, al levantar la vista, vio a la señora Bank corriendo sendero arriba, ataviada con un abrigo y un sombrero, y con los labios apretados. Elaine se levantó y corrió a su encuentro.

—¡Ay, señora Bank! ¿Qué ocurre? ¿Ivy se ha puesto enferma?

La señora Bank estiró la cabeza por encima de los hombros.

—No, no se ha puesto enferma. Está en casa. Anoche la obligué a quedarse conmigo, eso es todo. He venido a decirle que no va a volver.

—¿Que no va a volver? —Elaine se dejó caer en el banquillo que había junto a la puerta, mientras clavaba la mirada en la otra mujer—. ¿Por qué no?

—Bueno… —La señora Bank parecía muy avergonzada y, mientras hablaba, se retorcía las manos nerviosamente dentro del abrigo—. Creo que es mejor que se quede conmigo en casa. Nadie va a cuidar de ella mejor que su madre, sabiendo lo que ha hecho. Y esa es la verdad, señorita Garfield.

—Pero ¿ella no quiere volver? ¿Cuál es el problema, señora Bank? Ayer todo iba sobre ruedas… Y anoche me dijo que quería quedarse.

—Lo que ella quiera importa bien poco —espetó la señora Bank—. He estado hablando con ella y la he hecho entrar en razón. Ivy se ha enfadado, claro está, porque dice que usted se ha portado muy bien con ella… Cosa que es cierta, he de reconocerlo. Pero está mejor conmigo. Y no hay más que hablar.

—Pero, señora Bank —suplicó Elaine, desesperada—, creo que merezco saber por qué se lleva a su hija de un sitio en el que es feliz.

—Verá, señorita, ya que insiste tanto, le diré que es por lo que usted le contó la otra noche. Concretamente, no creo que sea usted la clase de señorita… señora… que deba cuidar de una chica como Ivy. No parece saber la diferencia entre lo que está bien y lo que está mal. Mire que decirle que no había ningún mal en lo que ha hecho… ¡Y que usted hizo lo mismo! No podía creérmelo cuando me lo contó… Por nada del mundo. «La señorita Garfield es una dama —le dije— y las damas no hacen esas cosas, no son como las de nuestra clase». Pero ella me explicó que usted se lo había dicho sin rodeos, señorita. —Se detuvo, muy angustiada, con un tono de interrogación en la voz.

—Sí, lo hice —confesó Elaine débilmente, bajando la mirada al suelo—. Se lo dije.

—Entonces, ¿es cierto?

Elaine asintió.

—Pues si es así, creo que debería avergonzarse de sí misma. Eso es lo que creo —profirió la señora Bank, poniéndose muy colorada y levantando la cara para mirar a Elaine—. Y más conociendo a Ivy… Mire que decirle que usted quería tener un hijo y todo eso… ¡Qué barbaridad! ¡Y qué tontería! Lo siento mucho por usted, señorita… señora… si a su compañero lo mataron en la guerra, pero no puedo permitir que mi hija se quede con una persona que alberga tales ideas. No estaría bien. Así que buenos días.

Se dio la vuelta y se marchó muy digna, sin tiempo que perder. Elaine se levantó, entró a ciegas en la casa y se sentó en la mesa de la cocina. En el silencio, Miller soltó un hondo suspiro y posó el hocico en su rodilla.

Al final, no fue el desdén del pueblo lo que mermó los ánimos de Elaine, sino su condescendencia incrédula y medio burlona. Un mes después de su encuentro con la señora Bank, había un cartel de Se alquila en el jardín de Bryant s, y la casa estaba vacía.