Así ha sido nuestra experiencia desde el comienzo, y así son los términos en los que su rigurosa uniformidad nos ha llevado a forjarnos una idea del Estado. Esta uniformidad también llega lejos para dar cuenta del desarrollo de un agotamiento moral peculiar en relación con el Estado, exactamente paralelo al que prevaleció con la Iglesia en la Edad Media[89]. La iglesia controlaba la distribución de ciertos privilegios e inmunidades, y si uno se le acercaba de manera apropiada, se podía obtener beneficio. Era algo a lo que asirse en caso de emergencia, temporal o espiritual, para satisfacer la ambición y la avaricia, al igual que por las garantías menos convincentes que ejercía contra distintas formas de miedo, duda y pena. Mientras esto fue así, las anomalías derivadas de su autoengrandecimiento fueron más o menos consentidas, y así un agotamiento moral crónico, demasiado negativo para llamarlo como de cínico, se desarrolló a partir de sus intervenciones y extorsiones, y por la amplia construcción masiva de su estructura material[90].
Un agotamiento similar se difunde por nuestra sociedad en relación con el Estado, y por motivos semejantes. Éste afecta especialmente a aquellos que se toman las pretensiones del estado al pie de la letra y lo consideran como una institución social cuyas medidas de intervención continua son justas y necesarias, y también afecta a la gran mayoría que no tiene una idea clara del Estado, sino que simplemente lo aceptan como algo que existe, y nunca piensan en él excepto cuando alguna intervención va en contra de sus intereses. No hay apenas necesidad de preocuparse en exceso por la cantidad de impulso que recibió de este modo el Estado en autoexaltación, o de detallar cómo esta apatía promueve la firme política estatal de intervención, exacción y despilfarro[91].
Cada intervención estatal provoca otra, y ésta a su vez a otra, y así sucesivamente; y el Estado se erige siempre listo e ilusionado para realizarlas, a menudo por propia iniciativa, y bajo el velo interesado de personas que las muestran como necesarias. A veces el tema es simple, necesario desde el punto de vista social, y carente de cualquier rasgo de carácter político[92]. Por propia conveniencia, sin embargo, surgen otras complicaciones, que de forma inmediata también se quieren explotar, lo cual se hace, y luego otro, y otro, hasta que las rivalidades y conflictos de intereses desembocan en un desorden más o menos general. Cuando esto sucede, lo lógico, obviamente, es retroceder y dejar que el desorden se asiente de manera más lenta y menos problemática posible, aunque de forma efectiva, dejando que la naturaleza siga su curso. Y, sin embargo, no es el cambio lo que se considera ni por un instante; la más mínima sugerencia sería considerada una simple locura. En su lugar, los intereses desfavorecidos —siendo quizás poco conscientes de que el remedio es peor que la enfermedad, o en todo caso que no les importa— inmediatamente le piden al Estado que intervenga arbitrariamente entre la causa y el efecto, y que solucione el problema[93]. El Estado entonces interviene imponiendo otro tipo de complicaciones sobre las primeras; la cuales, a su vez, resultan fáciles de explotar, con lo que surge otra demanda, y con ello otro tipo de complicaciones si cabe más complejas, que se imponen sobre las dos primeras[94], y así sucesivamente hasta que el desorden recurrente se hace tan agudo que le abre las puertas al oportunista político y estafador que, alegando la «necesidad», que es la defensa del tirano, organiza un golpe de estado[95].
Sin embargo, lo más normal es que el tema en cuestión se quiera resolver por medio de una intervención original del Estado, un reparto original de los medios políticos. Cada redistribución, tal y como ya hemos visto, representa una tentativa de robo a mano armada, una licencia para apropiarse de los productos de otro gratis. Por lo tanto, es lógico que en este orden de cosas el Estado apoye este tipo de licencias cuando éstas se presenten a través de una serie infinita de intervenciones para sistematizar y «regular» su uso. Las constantes e innumerables intrusiones del Estado registradas en la historia de las tarifas, su impúdica y desagradable idiosincrasia, y el enorme y prodigioso aparato necesario para llevarlas a cabo, son claramente ilustrativas del punto en cuestión. Otro viene dado por la historia de la regulación de las líneas férreas. Está hoy en día de moda, incluso entre aquellos que deberían estar mejor informados, el culpar al «fuerte individualismo» laissez-faire de la revuelta del suministro del agua, las devoluciones, las bancarrotas fraudulentas y demás cosas similares que abundaron en las actividades ferroviarias tras la Guerra Civil, las cuales no tuvieron más que ver con ello que con el cambio del eje terrestre. El hecho es que nuestra línea férrea, con honrosas excepciones, no creció al ritmo de la demanda económica real. Se trataba de empresas especuladoras habilitadas por el Estado, por asignación de los medios políticos en forma de concesiones de tierras y subsidios, y de todos los males achacados a la realidad ferroviaria, no hay siquiera uno que al tirar del hilo no llegue a este punto intervencionista como su origen[96].
Lo mismo sucede con el transporte. Aquí se carecía de la suficiente demanda como para aventurarse en este negocio; de hecho, toda consideración económica sensata estaba totalmente en contra. Se hizo por intervención estatal, instigado por navieros y sus intereses afines; y el lío que se creó con esta manipulación de los medios políticos representa ahora la excusa que se necesita para demandar una mayor intervención coactiva. Lo mismo pasa con eso que llamamos agricultura, debido a un giro inconsciente de la lengua[97]. Normalmente, se escuchan pocas complicaciones relativas a esta forma de empresa, a no ser que sean las relativas a la intervención primaria del Estado y su sistema de posesión de tierras en base al monopolio sobre los valores de renta y uso; y mientras este sistema esté en vigor, se requiere de incontables acciones coactivas para mantenerlo[98].
Así vemos cómo la ignorancia y el engaño en lo que a la naturaleza del Estado se refiere se mezclan con la debilidad moral extrema y un egoísmo miope —lo que Ernest Renan llama acertadamente la mezquindad de los intereses del hombre— para permitir la conversión acelerada de poder social en poder estatal ya desde los orígenes de nuestra independencia política. Se trata de una anomalía curiosa. El poder estatal tiene un historial imbatido de ser incapaz de hacer las cosas con eficiencia, con ahorro, desinterés y honestidad, sin embargo, cuando surge la más ligera insatisfacción con cualquier ejercicio del poder social, se pide la ayuda del agente menos cualificado. Si el poder social dirige mal la práctica bancaria en este caso —o en otro especial— entonces dejad que el Estado, que nunca se ha mostrado capaz de evitar que sus finanzas se hundan en el lodazal de los actos ilícitos, el despilfarro y la corrupción, intervenga para «supervisar» o «regular» todo el sistema bancario, o incluso dirigirlo. Si el poder social en este u otro caso echa a perder el negocio ferroviario, entonces dejad que el Estado, que ha echado a perder cada negocio que ha tenido en sus manos, intervenga y se disponga a «regularlo». Si el poder social envía un barco no apto para navegar al desastre —entonces dejad que el Estado, que inspeccionó y permitió el castillo Morro, disponga de mayor libertad a la hora de controlarla empresa del transporte y sus rutinas. Si el poder social ejerce un monopolio demoledor sobre la generación y distribución de la energía eléctrica— entonces dejad que el Estado, que permite y mantiene los monopolios, entre e intervenga con un esquema general para fijar los precios que causará más penas que glorias, o de otro modo competirá libremente; o, como apremian los colectivistas, dejad que ejerza el monopolio en persona. «Desde que existe la sociedad», dice Herbert Spencer, «ha reinado la decepción. No confiéis en la legislación, y sin embargo la confianza en la legislación apenas parece haber mermado».
¿Pero a quién podemos recurrir para librarnos de los abusos del poder social al margen del Estado? ¿Qué otro recurso nos queda? Si admitimos que bajo nuestro modo existente de organización política no tenemos ninguno, debemos señalar que esta pregunta parte del típico malentendido sobre la naturaleza del Estado cuando supone que éste es una institución social, mientras que es una institución antisocial; es decir, la cuestión se basa en el absurdo[99]. Es cierto que la tarea del gobierno al mantener «la libertad y la seguridad para proteger estos derechos» es recurrir a la justicia gratuita, fácil e informal; pero el Estado, por el contrario, se preocupa en primer lugar de la injusticia, y su función es mantener un régimen injusto; por consiguiente, como vemos a diario, su tendencia es apartar la justicia lo máximo posible y hacer que sea costosa e inaccesible. Se puede decir que mientras el gobierno se preocupa, dada su naturaleza, por la administración de la justicia, el Estado se preocupa, dada su naturaleza, por la administración de la ley —ley que el mismo Estado diseña para sus propios fines—. Por lo tanto, no sirve de nada apelar al Estado, basándose en la justicia[100], pues cualquier acción que el Estado haga en respuesta estaría condicionada por sus intereses más primordiales, y el resultado sería, por lo tanto, una gran injusticia, tan grande como la que pretende corregir, o, como es habitual, incluso mayor. La cuestión supone, resumiendo, que el Estado puede de cuando en cuando verse persuadido a actuar de manera distinta a lo que se espera de él, lo que constituye una ligereza.
Pero dejando atrás este punto, y considerándolo desde un punto de vista más general, vemos que esto no deja de ser más que una petición arbitraria de intervenir en el orden de la naturaleza, un atajo para evitar el castigo que la naturaleza impone frente al error, premeditado o no, voluntario o involuntario, y la verdad es que ninguno de los intentos por tomar este camino nos ha resultado barato. Cualquier contravención de la ley natural, cualquier alteración del orden natural de las cosas, debe tener sus consecuencias, y la única vía de escape conlleva aún peores consecuencias. La naturaleza no distingue entre intenciones buenas o malas; lo único que no tolera es el desorden, y lo cierto es que ésta es de armas tomar a la hora de pasar factura. Ésta a veces lo consigue por métodos indirectos, dando a menudo rodeos o por medios imprevisibles, pero siempre lo consigue. «Las cosas y acciones que realizamos son lo que son, y sus consecuencias serán las que tengan que ser; ¿por qué habríamos de querer entonces dejarnos engañar?». Puede parecer que nuestra civilización sea muy dada a esta adicción infantil, dada a convencerse de que se pueden encontrar fórmulas que la naturaleza tolere, un mundo donde podamos salirnos con la nuestra; y se queja enormemente frente al hecho fehaciente de que no haya manera[101].
Queda claro que quien se moleste en reflexionar sobre este tema, que bajo un régimen de orden natural, es decir, bajo el gobierno, que no hace intervenciones positivas de ningún tipo a título individual, sino sólo negativas en nombre de la simple justicia —no ley, sino justicia— los abusos del poder social se podrían corregir; mientras que sabemos por experiencia que las intervenciones positivas del Estado no los corrigen. Bajo un régimen de individualismo real, la libre competencia, un sistema de verdad basado en el laissez-faire —que, tal y como hemos visto, no puede coexistir con el Estado— el abuso serio o continuado del poder social sería prácticamente imposible[102].
No voy a extenderme en estos puntos porque, en primer lugar, esto ya lo hizo Spencer en sus ensayos titulados El Hombre contra el Estado; y, en segundo lugar, porque lo que más deseo es evitar la sugerencia de que un régimen bajo estas condiciones sea factible, o que estoy de manera encubierta instigando a que alguien pueda albergar dicho pensamiento. Quizás en un futuro más o menos lejano, si el planeta sigue siendo habitable, se decrete que los beneficios que se obtiene de la conquista y la confiscación son demasiado costosos; pudiendo sustituir así al Estado por el gobierno, y suprimir los medios políticos, rompiendo con los fetiches que imprimen al nacionalismo y al patriotismo ese carácter execrable. Pero esto parece tan remoto e improbable que nos lleva a pensar que es fatuo, y todo lo que tenga que ver con ello fútil. Una medida aproximada de este futuro se puede estimar partiendo de las fuerzas que operan en su contra. La ignorancia y el error, que es en lo que se apoya el Estado para aumentar su prestigio, están en su contra, la bajeza del hombre egoísta que antepone sus propósitos de la manera más ruin, va en su contra; la depresión moral, que lleva con paso firme a un punto de insensibilidad absoluto, está en su contra. ¿Se puede imaginar una combinación de influencias más poderosa, y qué se puede hacer ante dicha combinación?
Junto a todo esto, que puede definirse como influencias espirituales, puede añadirse la arrogante fuerza física del Estado, que siempre está dispuesto para entrar en acción contra cualquier afrenta que se realice contra su honra. Pocos se dan cuenta del alcance y velocidad con la que el Estado se ha construido en los últimos años su aparato militar y de fuerzas de seguridad. El Estado se ha aprendido bien la lección dada por Septimius Severus en su lecho de muerte, «permaneced unidos», les dijo a sus sucesores, «pagar a los soldados y no os preocupéis por otra cosa». Ahora cualquier persona inteligente sabe que no puede haber una revolución mientras se siga este consejo; de hecho, no ha habido ninguna revolución en el mundo moderno desde 1848 —cada revolución se ha resuelto simplemente en otro golpe de Estado[103]—. Todo lo que se dice en América sobre la posibilidad de una revolución es en parte ignorancia, pero sobre todo falso, sólo se trata de los «clamores interesados y la sofistería» de gente que guarda cosas en el pecho. Incluso Lenin se dio cuenta de que la revolución no era posible en ninguna parte hasta que el ejército y las fuerzas policiales estuvieran descontentos; lo cual indica que América es probablemente el peor sitio donde buscar. Todos hemos presenciado manifestaciones llevadas a cabo por una población desarmada, o las armas rudimentarias de los disturbios locales, y también hemos visto cómo terminaron, como en Homestead Chicago, y los distritos mineros de Virginia del Oeste, por ejemplo. El ejército de Coxey desfiló en Washington y los mantuvo a raya.
Sumando la fuerza física del Estado con la fuerza de las poderosas influencias espirituales que lo respaldan, uno se pregunta de nuevo, ¿qué se puede hacer contra el crecimiento del Estado? Nada, simplemente. Lejos de aspirar a lo inalcanzable, el estudiante del hombre civilizado no ofrecerá otra conclusión más que la de que nada se puede hacer. Éste sólo puede contemplar el destino de la civilización en la misma medida que el de un hombre atrapado en un bote en la cuenca baja del Niágara —como ejemplo de la intolerancia incuestionable de la Naturaleza por el desorden, y al final, como ejemplo del castigo que inflige a cada intento de interferencia con el orden natural de las cosas—. El hecho de que al principio nuestra civilización haya podido abrazar al estatismo, bien por ignorancia, bien de forma deliberada, da igual. A la Naturaleza todo eso le da igual, pues no entiende ni de motivos ni de intenciones; ésta sólo se interesa por el orden, castigando a todo aquel que haga caso omiso frente a su repugnancia por el desorden, y garantizando que el orden natural de los acontecimientos al final siga su curso. Emerson, en uno de sus grandes momentos de inspiración, personificó causa y efecto como los «ministros de Dios», y la experiencia demuestra que el intento de anular, desviar o irrumpir en su orden tiene sus propias consecuencias.
«Tal», dice el Profesor Ortega y Gasset, «fue el lamentable destino de la civilización antigua». Una docena de imperios ha terminado el curso que empezó el nuestro hace trescientos años. El león y el lagarto mantienen los vestigios de su paso por la tierra, vestigios de ciudades que en su día eran tan orgullosas y poderosas como la nuestra —Tadmor, Persépolis, Luxor, Baalbek— algunas ya olvidadas durante miles de años y que han vuelto a la memoria gracias la excavadora, como la de los mayas, y los enterrados en las arenas del Gobi. Los lugares que ahora ocupan Narbona y Marsella albergaron a cuatro civilizaciones con anterioridad, cada una, como dice el Santo Santiago, como un vapor que aparece de cuando en cuando y luego se desvanece. El curso de todas estas civilizaciones fue el mismo. Conquista, confiscación, la erección del Estado; luego las secuencias que hemos trazado en el curso de nuestra propia civilización; luego, la conmoción derivada de algún suceso que la debilidad de la estructura social no pudo superar y de la que quedó demasiado desmembrada como para recomponerse; y luego el fin. Nuestro orgullo se ofende al pensar que las grandes autovías de Nueva Inglaterra quedarán bajo profundas capas de maleza, como las principales carreteras romanas de Vieja Inglaterra, y que sólo un grupo de lomas espesas quedarán para captar la atención del ojo del arqueólogo entre las ruinas de nuestros rascacielos. Sin embargo, sabemos que nuestra civilización llegará a esto, y lo sabemos porque sabemos que nunca ha habido, no hay y ni podrá haber desorden alguno en la naturaleza —porque sabemos que las cosas y las acciones son lo que son, y sus consecuencias serán lo que sean.
Pero tampoco hace falta ponerse mustios con las circunstancias probables de un futuro tan lejano. Lo que nosotros y nuestros descendientes más inmediatos veremos es un firme progreso en el colectivismo abocado a un despotismo militar severo. Una mayor centralización, una creciente burocracia, el aumento del poder del Estado y la fe en su creciente poder, la pérdida de fe en el poder social y su decaimiento, veremos al Estado absorber constantemente una mayor proporción del ingreso nacional, y a la producción languidecer, lo que hará que el Estado pase a ocuparse de industria tras industria, dirigiéndolas con su creciente corrupción, ineficiencia y prodigalidad, y finalmente recurrir a un sistema de trabajos forzados. Y entonces, en algún punto de este progreso, surgirá algún conflicto de intereses estatales, al menos tan intenso y general como el de 1914, que dará lugar a un trastorno industrial y financiero tan grande como para que lo pueda soportar la debilitada estructura social, y de ahí el Estado quedará a manos de «la muerte oxidada de la maquina» y las fuerzas anónimas que obligarán a su disolución serán insalvables.
Pero se puede plantear, si nosotros, al igual que el resto del mundo occidental, nos hemos visto arrastrados al estatismo tanto como para que esto fuera inevitable, ¿qué sentido tiene un libro que sólo muestra lo inevitable? Según esta hipótesis, el libro no valdría para nada. Lo más probable es que éste no logre alterar la opinión política de nadie, o cambiar nuestra actitud práctica hacia el Estado; y, en caso de que lo hiciera, si tenemos en cuenta las mismas premisas del libro, ¿qué es lo que puede aportar?
Desde luego, no espero que este libro cambie las opiniones políticas de nadie, pues no es esa su intención. A uno o dos, aquí y allá, quizás les atormente la duda y decidan investigar algo más sobre el tema por su cuenta, y así quizá sus opiniones pierdan en parte su rigidez, pero es todo lo que puede llegar a suceder. En general, yo también sería el primero en reconocer la inutilidad práctica de un libro este calibre, y ello aunque se escribiera otro mucho más convincente que el mío, a la hora de frenar el avance del Estado en tamaño, y por tanto, modificar las consecuencias negativas que se han de derivar de su curso. Hay dos razones, sin embargo, una general y otra particular, que nos hablan a favor de publicar un libro de este tipo.
La razón general es que cuando en cualquier departamento de pensamiento una persona tiene, o cree tener, una idea clara sobre el orden inteligible de las cosas, ésta debe hacerla pública, sin pensar en las consecuencias prácticas, o falta de consecuencias, que pudiera tener el hacerlo. Uno puede sentirse obligado a realizar esta tarea como una especie de deber abstracto, no en tanto que cruzada, no para preocuparse por su aceptación o rechazo, o convencer a nadie, sino simplemente por exponer la idea. Esto, que puede considerarse como un deber ante la verdad de las cosas, y que sobre todo es un derecho, es del todo admisible.
La razón particular tiene que ver con el hecho de que en cada civilización, por más prosaica o cortoplacista que sea en la valoración de los asuntos humanos, siempre hay espíritus extraños que, aunque aparentemente aceptan los requisitos sociales que les rodean, mantienen una preocupación desinteresada por la ley inteligible de las cosas, independientemente del fin práctico. Se trata de gente con una curiosidad intelectual, a veces impregnada de emoción, hacia el orden augusto de la naturaleza; se impresionan con su contemplación, y les gusta saber todo sobre ella, incluso en circunstancias desfavorables a sus mejores esperanzas y deseos. Para estos, una obra como ésta, aunque en general sea poco práctica, no es tan inútil, y los que la lean se darán cuenta de que fue escrita única y exclusivamente para ellos.