5

Todo el mundo sabe que la persistencia de una institución se debe únicamente a la opinión que se tenga de ella, o la forma en el que los hombres habitualmente piensan en ella. Mientras, y digo sólo mientras, dicho modo sea favorable, la institución vive y conserva su fuerza; y cuando por cualquier motivo los hombres dejan de pensar de ese modo, ésta se debilita y queda inerte. Tiempo atrás, fue la concepción sobre el lugar que ocupa el hombre en la naturaleza lo que otorgó a la cristiandad organizada el poder suficiente para controlar la mente del hombre y dirigir su conducta; y este poder se ha reducido hasta casi desaparecer debido a que los hombres en general dejaron de pensar de ese modo. La persistencia de nuestro sistema económico, inestable y perverso como es, no se debe al poder del capital acumulado, a la fuerza de la propaganda o a cualquier fuerza o combinación de ellas a las que normalmente se le achaca la culpa. Ello se debe solamente al modo que tienen los hombres de pensar sobre el derecho al trabajo; que consideran como algo dado. No existe otra idea sobre esto más que ésta: que la oportunidad de aplicar trabajo y capital a las fuentes naturales para la producción de riqueza no es bajo ningún concepto un derecho, sino una concesión[66]. Esto es lo que mantiene vivo a nuestro sistema. Cuando los hombres dejen de pensar de ese modo, el sistema desaparecerá, y no antes.

Parece bastante claro que los cambios de modo de pensar que afectan a una institución no suceden de manera directa. Se producen de formas oscuras y enrevesadas, y con la ayuda de una serie de circunstancias que a simple vista parecerían no tener relación, y su efecto erosivo o disolvente es por lo tanto bastante impredecible. Un impulso directo encaminado a efectuar estos cambios no lleva a ninguna parte, o retrasa la mayor parte de las veces. Estas son más bien consecuencia de aquellos elementos desalmados e impasibles que el Príncipe de Bismarck tenía tan en cuenta —los llamaba imponderabilia—; los que, por mucho esfuerzo que se ponga en evitarlos, al final acaban por dar al traste con todo el fruto obtenido.

Así es que lo que intentamos hacer en este rápido estudio del progreso histórico de ciertas ideas es hallar el origen de la actitud mental, de la forma de pensar, que todo el mundo tiene sobre del Estado; y, a partir de ahí, analizar las conclusiones hacia las que nos lleva este fenómeno psíquico. En vez de reconocer al Estado como «el enemigo común de todo hombre trabajador y de bien», el individuo, con raras excepciones, lo considera no sólo una entidad final e indispensable, sino además, principalmente, beneficiosa. El hombre-masa, sin saber nada de su historia, define su predisposición y carácter como el de un ser social más que antisocial; y en esa creencia desea poner a su disposición un crédito infinito de trucos, mentiras y mal juicio para que sus administradores se sirvan de ello a placer. En vez mostrar repugnancia y resentimiento frente a la progresiva absorción del poder social por parte del Estado, tal y como cabría esperar ante las actividades de una organización criminal, el hombre le apoya y glorifica al creerse de algún modo identificado con el Estado; y así, al estar de acuerdo con su glorificación, éste pasa a formar parte de algo mayor y se engrandece a sí mismo. El profesor Ortega y Gasset analiza este estado mental de manera muy acertada. El hombre de masas, dice, al enfrentarse al fenómeno del Estado, «lo ve, lo admira, sabe que está ahí… Además, el hombre de masas ve en el Estado un poder anónimo, y como él mismo se siente anónimo también, cree que el Estado le pertenece. Supongamos que en la vida pública de un país surja alguna dificultad, conflicto o problema, el hombre de masas pedirá que intervenga el Estado de inmediato y lo solucione de inmediato haciendo uso de sus medios y recursos inagotables… Cuando la masa sufre alguna desgracia o simplemente desea algo con fervor, se agarra a la posibilidad de tener algo seguro y obtenerlo todo sin esfuerzo, lucha, duda o riesgo, simplemente pulsando un botón y poniendo la gran máquina del Estado en marcha».

Es el origen de esta actitud, de este estado mental, y las conclusiones a las que se llega de manera de forma inevitable, lo que intentamos aclarar en este estudio. Quizá se puedan adelantar estas conclusiones brevemente, para que el lector que no quiera entretenerse pueda tomar nota aquí, y cerrar el libro.

Es el mantenimiento de esta actitud incuestionable y hostil que describe el Profesor Ortega y Gasset de manera tan admirable, lo que obviamente da vida y la fuerza al Estado; y no cabe duda de que también se trata de algo tan habitual y extendido que uno bien puede darle el nombre de universal con toda libertad; una actitud ésta que nada ni nadie puede cambiar o esperar educar. Esta actitud sólo puede debilitarse o minarse en el curso de una experiencia inagotable, un camino marcado por repetidas calamidades y desastres. Cuando el predominio de esta actitud en cualquier civilización se convierte en la norma, como ha sucedido en América, todo lo que se puede hacer es dejar que la cosa siga su curso y cumpla su objetivo. El filósofo de la historia puede conformarse con señalar y dilucidar sus consecuencias, como ha hecho el Profesor Ortega y Gasset, consciente de que tras esto no queda nada por hacer. «El resultado de esta tendencia», dice, «será fatal. El intervencionismo de Estado hará que se rompa de forma repetida la acción social espontánea; y no podrá fructificar ya más semilla alguna[67]. La sociedad tendrá que vivir para el Estado, el hombre para la máquina gubernamental. Y, como después de todo, no deja de ser más que una máquina, cuya existencia y mantenimiento depende de los apoyos vitales que la rodean[68], el Estado, después de succionar toda la sustancia vital a la sociedad misma, se quedará él mismo sin sangre para acabar como un esqueleto, difunto y cubierto por el óxido de la máquina, que es una muerte más espantosa que la muerte de un organismo vivo. Esta fue la suerte lamentable que corrió la civilización antigua».

II

La revolución de 1776-1781 transformó las trece provincias, prácticamente en el mismo sitio que las vio nacer, en trece unidades políticas autónomas, completamente independientes, y así continuaron hasta 1789, unidas en una especie de liga en conformidad con los Artículos de la Confederación. Para nuestros propósitos, lo que hay que señalar de este período de ocho años, 1781-1789, es que la administración de la política no se centralizó en la federación, sino en bastantes unidades que formaban la federación. La asamblea federal, o congreso, no era más que un cuerpo deliberativo de delegados elegidos por las unidades autónomas. Éste carecía de poder para fijar impuestos ni poseía poder coercitivo alguno. No podía disponer de fondos para realizar actividades favorables a la federación, incluso ni en caso de guerra; todo lo que éste podía hacer era asignar la suma necesaria, con la esperanza de que cada unidad cumpliera con su cuota. No había tampoco ninguna autoridad federal coercitiva en estos temas, o sobre ningún tema; la soberanía de cada una de las trece unidades federadas era completa.

Así, el cuerpo central de esta asociación de soberanías tan imprecisa no tenía mucho que decir sobre la distribución de los medios políticos. Esta autoridad residía en las distintas unidades que la componían. Cada una tenía jurisdicción absoluta sobre su territorio, y podía dividirlo a su gusto, y podía mantener cualquier sistema de posesión de tierra que eligiera[69]. Cada unidad impuso sus propias normas de comercio. Cada una recaudaba sus propias tarifas, una contra otra, en nombre de los beneficiarios elegidos a tal efecto. Cada una tenía su propia divisa, y la manipulaba a su antojo, para beneficiar a esos individuos y grupos económicos con poder para acceder a la legislatura local. Cada una organizaba su propio sistema de recompensas, concesiones, subsidios, franquicias, y lo hacía con la intención de impulsar cualquier interés privado. En pocas palabras, no se trataba de un mecanismo político nacional en su conjunto. La federación no era un Estado ni de lejos; no se trataba de un sólo Estado, sino de trece.

En cada una de estas unidades, por lo tanto, se dio de inmediato un tumulto general para poder acceder a la política tras acabar la guerra. No se debe olvidar que en cada una de estas unidades la sociedad era fluida; este acceso estaba al alcance de cualquiera que tuviera la sagacidad y resolución necesaria para conseguirlo. Por consiguiente, los intereses económicos, uno tras otro, fueron ejerciendo presión e influencia en las legislaturas locales, hasta llegar a un punto donde todo el mundo estaba en contra de todo el mundo. El «proteccionismo», que ya hemos visto y analizado, se llevó a terrenos comparables con el comercio internacional hoy en día, y por los mismos motivos de explotación y robo del consumidor doméstico.

Beard señala que la legislatura de Nueva York, por ejemplo, ejerció tal presión sobre el principio que rige el tema de las tasas y tarifas que llegó incluso a recaudar impuestos por la leña traída de Connecticut y los repollos de Nueva Jersey —un paralelo bastante cercano al octroi tan fácil de encontrar a las puertas de las ciudades francesas—. El monopolio de los monopolios, es decir, el más fundamental con respecto al resto, —que es el monopolio de la renta económica— es el que más se buscaba[70]. La base territorial de cada unidad incluía ahora las amplias propiedades confiscadas a los británicos, y se suprimió la prohibición establecida por el Estado Británico en 1763 contra la apropiación de terrenos en el oeste del país. El Profesor Sakolski comenta con ironía que «el primer ansia por la tierra heredado por los colonos de sus antepasados europeos no disminuyó con el espíritu democrático de los padres de la revolución». Desde luego que no. Las cesiones de tierra por parte de los legisladores locales fue tan asidua como en épocas anteriores bajo la dinastía Estuardo y los gobernadores coloniales, y la manía de trabajar la tierra iba a la par con la de usurparla[71]. Entre los hombres más interesados en estos fines estaban los que ya hemos visto identificados con ellos en la época anterior a la revolución, como los dos Morrises, Knox, Pickering, James Wilson y Patrick Henry; y con sus nombres se sumaron los de Duer, Bingham, Mc Kean, Willing, Greenleaf, Nicholson, Aaron Burr, Low, Macomb, Wadsworth, Remsen, Constable, Pierrepont, y otros ahora no son tan conocidos.

Seguramente, no sea preciso seguir el rastro más bien repulsivo del esfuerzo por lograr otros medios políticos. Lo que hemos dicho de las tarifas anteriores y el monopolio del valor de la renta es sin duda suficiente para mostrar de manera satisfactoria el espíritu y actitud mental hacia el Estado durante los ocho años que siguieron a la revolución. Toda la historia de riñas estúpidas por conseguir ventajas económicas por parte del Estado ni nos motiva lo más mínimo ni nos interesa. Ésta puede leerse tal y como sucedió en otro lugar. Lo que realmente nos interesa es observar que durante los ocho años de federación, los principios de gobierno impuestos por Paine y la Declaración quedaron en el aire. No sólo quedó fuera de todo el tema de la filosofía de los derechos naturales y la soberanía popular[72], como cuando Jefferson lamentó por primera vez su desaparición, sino que la idea de gobierno como institución social basada en esta filosofía fue ignorada del mismo modo. Nadie pensó en la organización política como creada «para asegurar estos derechos» por procesos de intervención negativa —instituida, esto es, con el objetivo de mantener «la libertad y la seguridad»—. La historia del período de la federación, que duró ocho años, no pone más que en evidencia la idea de Estado. Nadie tuvo otra idea distinta sobre esta institución más que como organización de los medios políticos, un motor todopoderoso que siempre estaría listo y disponible para la irresistible promoción de este u otro interés económico, que de forma irremediable será sufrido por otros; los cuales a su vez, por medio de la estrategia que sea, o curso de acción, también pueden llegar a dominar su maquinaria.

III

Se puede repetir que mientras el poder estatal estaba bien centralizado bajo la federación, no estaba centralizado en la federación, sino en la unidad federada. Por distintos motivos, algunos muy lógicos, muchos ciudadanos importantes, especialmente en las unidades situadas más al norte, consideraban esta distribución del poder insatisfactoria, y un grupo considerable y compacto de intereses económicos que pretendía beneficiarse de la redistribución hecha de modo natural sacó el mayor partido de estas razones. Es bastante seguro que la insatisfacción con el orden existente no fuera general, pues cuando la redistribución tuvo lugar en 1789, se efectuó con gran dificultad y sólo por medio de un golpe de estado, perpetrado con métodos que si se usaran en otro terreno distinto de la política, serían considerados no sólo como una osadía, sino como «carentes de escrúpulos» y «deshonestos». La situación, en una palabra, fue que los intereses económicos americanos se habían dividido en dos, los intereses especiales que cada uno tenía se unieron en causa común con el objetivo de hacerse con el control de los medios políticos. Una división comprendía los intereses especulativos, industriales, comerciales y de crédito, y sus aliados naturales en el sector legal, el púlpito y la prensa. La otra incluía principalmente a granjeros y artesanos y a la clase endeudada en general. Desde un primer momento, estas dos grandes divisiones chocaron bruscamente por todas partes en las distintas unidades, siendo el choque más serio el que tuvo lugar en los términos de la constitución de Massachusetts en 1780[73]. El Estado en cada una de las trece unidades era clasista, como todo estado conocido a lo largo de la historia; y se aseguró de incluir en sus funciones la de posibilitar la explotación económica de una clase por otra.

Las condiciones generales que estipulaban los Artículos de la Confederación eran bastante buenas. La gente se había recuperado de los trastornos y miserias de la guerra, y la gente comenzó a pensar que idea de Jefferson sobre una organización política que fuera nacional en asuntos exteriores y extranjera en asuntos domésticos tenía su plausibilidad. Se consideró que algún retoque habría que darle a los artículos; de hecho, se esperaba —pero nada que modificara o perjudicara seriamente al esquema general—. El problema principal tenía que ver con la debilidad de la federación ante la posibilidad de guerra, y con las deudas frente a los acreedores extranjeros. Los Artículos, sin embargo, ya hacía provisión para su propia mejora, y se vio que el tipo de enmiendas que la circunstancia requería eran en verdad viables. De hecho, cuando aparecieron las primeras tendencias revisionistas, tal y como sucedió de inmediato, parece que no se contempló otra cosa.

Pero el esquema general en sí era del todo cuestionable ante los intereses agrupados en la primera gran división. La base de esta insatisfacción es más que obvia. Cuando uno tiene en mente el gran proyecto continental, se necesita poca imaginación para percibir que el esquema nacional era del todo el más favorable a esos intereses, pues éste permitía una mayor centralización del control sobre los medios políticos. Por ejemplo, dejando de lado la ventaja de tener un solo organismo estipulador de tarifas con el que entenderse, en lugar de doce, cualquier empresario puede ver la gran ventaja que implica el poder extender la explotación en un entorno nacional de libre comercio protegido por un sistema de tarifas; cuanto más accesible sea la centralización, mayor será la zona a explotar. Cualquier especulador de valores sobre la renta no tardaría en ver las ventajas de promover este tipo de oportunidades en un sistema centralizado[74]. Cualquier especulador de terrenos devaluados estaría totalmente a favor de un sistema que le permitiera utilizar los medios políticos para recuperar su valor nominal[75]. Ningún naviero o comerciante tardaría mucho en ver que las ventajas estaban precisamente del lado de un Estado nacional que, dispuesto de la manera correcta, podría cederle el uso de los medios políticos a través de subsidios, o apoyarle en empresas rentables pero de dudosa reputación a través de la representación diplomática o las meras amenazas.

Los granjeros y la clase deudora en general, por otro lado, no estaban interesados en este tipo de consideraciones, pero estaban completamente a favor de dejar las cosas tal y como estaban en su mayoría. La preponderancia en las legislaturas locales les dio un control satisfactorio de los medios políticos, que podían y usaron en perjuicio de la clase acreedora, sin temor a perderla. Estos estaban de acuerdo con la modificación de los Artículos en la medida en que estos no se alejaran mucho de estos objetivos, si bien carecían del interés por crear una réplica suya a nivel nacional[76] del estado mercantil británico, que intuían que era precisamente lo que las clases agrupadas en la otra gran división deseaban. Estas clases pretendían introducir el sistema británico de economía, política y control judicial, a escala nacional; y los intereses agrupados en la segunda división temieron que en este caso la explotación económica se dirigiese contra ellos. El claro ejemplo lo podía obtener del cambio reciente que tuvo lugar en Massachusetts tras la adopción de la constitución local de John Adams en 1780. Naturalmente, a estos no les importó ver cómo esto se llevaba a cabo a escala nacional, y por lo tanto, se pusieron en contra de toda tentativa para hacer que desaparecieran los Artículos. Cuando Hamilton, en 1780, puso objeciones a los Artículos bajo la forma en que fueron dispuestos y propuso convocar una convención constitucional en su lugar, todos le dieron la espalda, al igual que hicieron con la carta de Washington dirigidas a los gobernadores locales tres años después, donde se advertía de la necesidad de una autoridad central fuerte y coactiva.

Finalmente, sin embargo, se convocó una convención constitucional, con el objetivo de revisar los Artículos con el solo objetivo de, tal y como Hamilton dijo astutamente, «adaptarlos a las exigencias de la nación», y, viendo además, que las trece unidades deberían aceptar las enmiendas antes de que entraran en vigor, para validar el método de enmienda establecido en los Artículos. Ninguno de estos objetivos se cumplió. La convención estaba formada en su totalidad por hombres que representaban los intereses económicos del primer grupo. La gran mayoría, posiblemente cuatro quintas partes, eran acreedores públicos; un tercio eran especuladores de terreno; algunos eran prestamistas; un quinto eran empresarios industriales, comerciantes, transportistas; y muchos de ellos eran abogados. Estos tuvieron la audacia de planear y llevar a cabo un golpe de estado, tirando a la papelera los Artículos de la Confederación y escribiendo una constitución nueva, con la intención de que fuera aprobada y ratificada por nueve unidades, no por las trece. Además, con la misma audacia, determinaron que el documento no se presentara ni frente al Congreso ni frente a las legislaturas locales, ¡sino que sería votado directamente por la población![77]

Estos métodos, usados sin escrúpulos para asegurar la ratificación, no deben de ser tratados aquí[78]. Aquí no nos interesa el talante moral de las acciones que dieron lugar a la constitución, sino sólo mostrar su instrumentabilidad por alentar una idea general del Estado y sus funciones, y la correspondiente actitud general frente a él. Por consiguiente, observamos que para asegurar la ratificación por parte de las nueve unidades necesarias, el documento debía cumplir ciertos requisitos precisos y rigurosos. La estructura política que contemplaba tenía que ser republicana, pero capaz de protegerse frente a lo que Gerry llamaba con afecto «el exceso de democracia», y lo que Randolph definió como sus «excesos y locuras». La tarea de los delegados era precisamente análoga a la de los primeros arquitectos que habían diseñado la estructura del Estado mercantil británico, con su sistema de economía, política y control judicial; tenían que planear algo que tuviera un pase y diera una buena imagen de soberanía popular, a pesar de no ser real. Madison definió su tarea explícitamente cuando dijo que el objeto de la convención era «asegurar el bienestar público y los derechos privados contra el peligro que representaba dicha facción (por ejemplo, una facción democrática), y a la vez preservar el espíritu y la forma de gobierno popular». En esta situación, esto era una tarea inmensa; y se creó la constitución, como tenía que ser, como un documento de compromiso, o como Beard lo define con precisión, «un mosaico de segundas oportunidades», que no satisfizo a ninguna de las partes. No era ni lo suficientemente fuerte ni lo suficientemente definido en ninguna dirección como para agradar a nadie. En concreto, los intereses de la primera división, con Alexander Hamilton a la cabeza, vieron que no era autosuficiente para fijarlos en una posición permanente de poder que les permitiera explotar a los grupos de la segunda división de forma continua. Para hacerlo —establecer el grado de centralización acorde a sus intereses— debían fijarse ciertas líneas administrativas de dirección que, una vez establecidas, habrían de ser permanentes. La otra tarea, por consiguiente, según lo dijo Madison, «era administrar» la Constitución de un modo tan absoluto que se asegurara la supremacía económica, por medio del uso libre de los medios políticos en manos de los grupos que formaban la primera división.

Esto se hizo de manera acorde. Durante los primeros diez años de su existencia la Constitución permaneció en manos de sus creadores para su administración en conformidad con la dirección más favorable a sus intereses. Para una mejor comprensión de las tendencias económicas del nuevo sistema económico, no se puede insistir demasiado en el hecho de que durante estos diez críticos años «la maquinaria del poder económico y político fuera dirigida principalmente por los hombre que lo concibieron y lo establecieron»[79]. Washington, que había sido moderador de la convención, fue elegido Presidente. Casi la mitad del Senado se compuso de hombres que habían sido delegados, y la Casa de Representantes se formó a parir de hombres que tuvieron que ver con la redacción y ratificación de la constitución. Hamilton, Randolph y Knox, que se encontraban bastante implicados en la divulgación del documento, ocuparon tres de los cuatro puestos en el Gabinete; y todos los juzgados federales, sin excepción, fueron ocupados por hombres que tenían algo que ver con su redacción o ratificación, o con ambas.

De todas las medidas legislativas promulgadas para poner en marcha la nueva constitución, la mejor calculada para asegurar un progreso rápido y firme en la centralización del poder político fue la Ley Judicial de 1789[80]. Esta medida creó un tribunal supremo federal de seis hombres (ampliado a nueve con posterioridad), y un tribunal de distrito federal en cada estado, con su propio personal, y un completo aparato para reforzar sus decretos. La Ley estableció el control federal sobre la legislación estatal por medio del ya familiar mecanismo de «interpretación», donde el Tribunal Supremo podría invalidar cualquier acción estatal legislativa o judicial que considerara inconstitucional por un motivo u otro. Una característica de la Ley que merece la pena mencionar en relación con nuestro presente propósito es que ésta permitía que estos juzgados federales se eligieran a dedo, no por elección, y a cargo vitalicio; lo que la alejaba ostensiblemente de la doctrina de soberanía popular.

El primer juez supremo fue John Jay, «el culto y gentil Jay», como le llama Beveridge en su excelente biografía de Marshall. Hombre de integridad extrema, siempre estuvo lejos de hacer algo a favor del principio aceptado de que ampliar la jurisdicción es cosa de buenos jueces. Ellsworth, que le siguió, tampoco hizo nada en este sentido. La sucesión, sin embargo, después de que Jay rechazara ser reelegido, recayó en John Marshall, que, aparte del control fijado por el Acta Judicial sobre la autoridad estatal legislativa y judicial, amplió de manera arbitraria el control judicial sobre las ramas legislativa y judicial de la autoridad federal[81], centralizando así de forma efectiva el poder y en conformidad con los distintos intereses implicados en dar forma a la constitución[82].

De este resumen general, que cualquiera puede ampliar y particularizar a su antojo, ha de quedar claro qué tipo de circunstancias fueron las que hicieron arraigar la idea concreta de estado en la conciencia general. Esta idea se presento de forma invariable tanto en el período constitucional como en el de los dos períodos examinados con anterioridad —el colonial y los ocho años tras la revolución—. En ningún momento de la historia del período constitucional encontramos la más leve sugerencia de la doctrina de los derechos naturales de la Declaración; y hallamos su doctrina de soberanía popular no sólo en suspenso, sino anulada de forma constitucional. En ningún lugar encontramos huella alguna sobre la teoría de gobierno presente en la Declaración; por el contrario, éste aparece repudiado. El nuevo mecanismo político era una réplica fiel del antiguo modelo británico separado del estado, pero mejorado y reforzado en aras de la eficiencia, presentando así mayores tentaciones a la hora de apoderarse de él y ejercer el control. En consecuencia, es en este contexto donde encontramos la idea que hemos heredado del Estado implantada con más fuerza que nunca —la idea de la organización de los medios políticos, una agencia irresponsable y todopoderosa siempre lista para funcionar al servicio de los intereses económicos de unos contra otros.

IV

De esta idea surgió lo que ahora conocemos como «sistema de partidos» de organización política, que ha estado en vigor desde entonces. Nuestros objetivos no requieren que examinemos su historia detalladamente en busca de evidencias que nos hablen de su origen bipartito, pues esto es algo que ahora ya se sabe. En su segundo mandato Jefferson descubrió la tendencia hacia el bipartidismo[83], y quedó consternado y perplejo al mismo tiempo. Ya he señalado[84] su curiosa incapacidad de entender la razón de que el poder cohesivo del saqueo público se dirija hacia el bipartidismo político. En 1823, al encontrar a los que se autoproclamaban republicanos a favor de la política federalista de planificación central, se refirió a ellos en un tono bastante desconcertante como «pseudorepublicanos», pero federalistas. Pero más natural aún, cualquier republicano que viera cualquier oportunidad de beneficiarse de los medios políticos conservaría el nombre, y a la vez opondría resistencia a cualquier tendencia dentro del partido que perjudicara al sistema general que tuviera por meta dicho objetivo[85]. De este modo surge el bipartidismo. Las designaciones de partido son puramente nominales, y los asuntos entre partidos se hacen cada vez más triviales; y ambos se mantienen abiertamente con el objetivo de no someter a escrutinio la identidad de intereses de ambos partidos.

Fue de esta manera que el sistema de partidos se convirtió de inmediato en un sistema elaborado de fetiches que, para ser lo suficientemente creíbles, se modelaron en torno a la Constitución y presentaron como «los principios constitucionales». La historia de todo el período posconstitucional, desde 1789 hasta ahora, es una demostración instructiva y cínica del destino de estos fetiches cuando se enfrentan al único principio real de acción de partido —el principio de mantener acceso libre a los medios políticos—. Cuando el fetiche de la «interpretación estricta», por ejemplo, ha chocado con este principio, siempre se ha preferido cambiar de bando y tirar el principio por la borda. El partido antifederalista se proclamó en 1800 como el partido de la interpretación estricta; sin embargo, una vez en funcionamiento, estos hicieron lo que quisieron en nombre de los intereses económicos que representaban[86]. Los federalistas estaban nominalmente a favor de una interpretación débil, y sin embargo se opusieron a todas las medidas que no se apoyaban en una interpretación fuerte por parte de la oposición —«el embargo», la tarifa protectora y el banco nacional—. Eran nacionalistas constitucionales hasta la médula, como hemos visto; sin embargo, en su centro y bastión, Nueva Inglaterra, siempre mantuvieron la amenaza de secesión durante el periodo que duró lo que ellos llamaron con hostilidad «la guerra de Madison», la guerra de 1812, que fue de hecho una mera aventura imperialista tras la anexión del territorio de Florida y Canadá, en nombre del rígido control agrícola de los medios políticos; pero cuando los intereses del sur amenazaron se hicieron patentes en 1861, se hicieron nacionalistas fervientes de nuevo.

Tales muestras de puro fetichismo, siempre cínicas en su candor transparente, forman la historia del sistema de partidos. Su reducción al absurdo se ve ahora quizás como completa —no se puede ver cómo pudo llegar más lejos— con la actitud del partido democrático por alcanzar sus principios históricos de soberanía estatal e interpretación estricta. Algo parecido, sin embargo, se hizo patente en un discurso dado el otro día a distintos grupos de interés dentro de la rama de exportación e importación por el alcalde de Nueva York —siempre conocido como republicano en política— ¡que recurría a la vieja doctrina democrática de la tarifa baja!

Durante todo el período posconstitucional no hay datos, hasta donde yo sé, de un solo ejemplo de adherencia de un partido a un principio fijo, en tanto que principio, o a una teoría política, en tanto que teoría. Además, las propias caricaturas sobre el tema muestran cómo se ha aceptado ya que las plataformas de partido, con su «jerga», no son más que simples charlatanes, y que las promesas de campaña son mera palabrería. La práctica cotidiana de la política es invariablemente oportunista, o, en otras palabras, siempre adaptable a la función primaria del Estado, y es por esta razón sobre todo que el servicio estatal ejerce su atracción más poderosa en las capas más bajas y ávidas de la sociedad[87].

El mantenimiento de este sistema de fetiches, sin embargo, mejora la visión actual del estado en general. Desde este punto de vista, el Estado se presenta como preocupado, profunda y desinteresadamente, por los grandes principios de acción; por consiguiente, además de su prestigio como institución pseudosocial, éste adquiere el prestigio de una autoridad moral, deshaciéndose de este modo del último vestigio de la doctrina de los derechos naturales al extenderlo con la cal viva del legalismo; todo lo que sancione el Estado es correcto. Este doble prestigio aparece normalmente exagerado por muchas agencias, por un sistema estatal de educación, por un púlpito deslumbrado por el Estado, por una prensa ostentosa, por un alarde caleidoscópico constante de pompa y platillo, y por todos los innumerables mecanismos para hacer campaña electoral. Estos últimos toman posición de forma invariable sobre las bases de algún principio de aspecto imponente, como testigos del llanto agónico que se escucha por aquí y por allá, a favor de «volver a la constitución». Todo esto no es más que «clamores interesados y sofistería», que no significa otra cosa que cuando la Constitución no tenía ni cinco años, y Fisher Ames observaba con desdén todas las medidas y propuestas legislativas que estaban en candelero en ese momento, apenas conocía a nadie que no se hubiera quejado de lo mismo, «sin esperar mociones de aplazamiento».

De hecho, estos modos populares de atracción en plena campaña son lo que Jeremy Bentham denominó modos impostores, y su uso pone en evidencia una única cosa; éste señala un estado de aprensión, tanto de temor como de expectativa, como podría ser el caso, en relación con el acceso a los medios políticos. Como vemos en estos momentos, una vez que se amenaza con limitar o frenar este acceso, los intereses bajo amenaza inmediatamente sacan a relucir la deteriorada «afición infecciosa» de «los derechos de estado» o «un retorno a la constitución», y lo someten a sus movimientos galvánicos. Dejad que la incidencia de explotación muestre la más mínima señal de cambio que oiremos de inmediato por parte de «los clamores interesados y la sofistería de turno» que «la democracia» está en peligro, y que los logros de la civilización sólo se deben gracias a una política basada en el «fuerte individualismo» llevado a cabo bajo condiciones de «libre competición», mientras que de otra fuente nos enteramos de que las inmensidades del laissez-faire han machacado al pobre y dificultado el acceso a una Vida más Abundante[88]. El resultado general de todo esto es que vemos políticos de todas las escuelas y tipos comportándose con la depravación obscena de niños degenerados; como bandas escurridizas que infectan los patios ferroviarios y los alrededores de plantas de gas, cada grupo intenta culpar al otro de sus travesuras públicas.

En otras palabras, les vemos comportarse de un modo estrictamente histórico. La distinción moral compleja entre el Estado y la burocracia del profesor Laski carece de fundamento. El Estado no es, como él diría, una institución social administrada de un modo antisocial. Es una institución antisocial, administrada como sólo puede ser administrada una institución de este tipo, y por la persona que, dada la situación, se adapte mejor a ese servicio.