4

Tras la conquista y la confiscación, y tras establecer el Estado, la primera preocupación que éste tuvo fue por el terreno. El Estado asume el derecho de control sobre sus territorios, donde cada propietario se convierte en teoría en un inquilino para el Estado. En su capacidad de amo, el Estado distribuye la tierra entre sus beneficiarios estableciendo él sus propias condiciones. Hay que tener en cuenta que con el sistema estatal de posesión de tierras cada transacción conlleva dos monopolios completamente distintos, pues uno tiene que ver con el derecho a la propiedad como fuente de trabajo, y el otro con la propiedad desde el punto de vista legal. Uno es el monopolio del valor de la tierra; y el otro, un monopolio sobre la renta de la misma. El primero le otorga el derecho a evitar que otras personas usen la tierra, o la crucen sin permiso, y el derecho a la posesión exclusiva de las ganancias que produzca, ganancias que son las que se producen por el uso de dicha propiedad. El monopolio de la renta económica, por otro lado, otorga el derecho exclusivo a ganancias que surgen del deseo de otras personas de poseer dicha propiedad, ganancias que aumentan independientemente de los medios económicos del titular[39].

La renta económica aumentará, si por cualquier motivo, dos o más personas aspiran a poseer una misma parcela de terreno, y ésta aumentará de manera proporcional al número de aspirantes. Manhattan fue comprada por un grupo de holandeses a un grupo de indios por baratijas que costaban unos veinticuatro dólares. El consiguiente «aumento en el valor de la tierra», según lo conocemos, fue provocado por el influjo firme de la población y la consiguiente alta demanda por parcelas de la isla; y estos valores resultantes estaban monopolizados por los propietarios. Crecieron enormemente, y los propietarios se aprovecharon de ello, las propiedades de los Astor, de los Wendel siempre han sido claros ejemplos para el estudio de todo el sistema estatal de posesión de tierra.

Si tenemos en cuenta que el Estado es la organización de los medios políticos —que su intención primaria es permitir la explotación económica de una clase por otra— vemos que siempre ha funcionado basándose en el ejemplo antes citado, que la expropiación precede a la explotación. No hay otro modo de hacerlo efectivo. El primer postulado de economía fundamental es que el hombre es un animal terrestre, cuya existencia depende totalmente de la tierra[40]. Toda su riqueza se produce poniendo en práctica el trabajo y el capital sobre la tierra; no existe otro método conocido de producir riqueza. Por consiguiente, si el libre acceso a la tierra se cancela por prescripción legal, el individuo sólo podrá usar su trabajo y capital con el consentimiento del terrateniente, y bajo sus condiciones; en otras palabras, llegado a este punto, la explotación es un hecho[41]. Por lo tanto, la primera preocupación del Estado se centra, tal y como ya hemos visto, en establecer normas relativas a la posesión de terrenos.

Reflejo estos puntos básicos tan brevemente como puedo; el lector puede encontrar una explicación más desarrollada en otra parte[42]. Lo que me preocupa es demostrar por qué surgió el sistema estatal de posesión de tierras, y por qué preservarlo es necesario para su existencia. Si se rompiera ese sistema, obviamente desaparecería el motivo de la existencia del Estado, y éste desaparecería[43]. Con esto en mente, es interesante observar que aunque nuestras políticas públicas parezcan estar siendo revisadas de forma exhaustiva, nadie tenga nada que decir contra el sistema estatal de posesión de tierras. Esto, sin duda, es la mayor evidencia de su importancia.

Bajo el Estado feudal no había gran cantidad de tráfico interior. Cuando Guillermo, por ejemplo, instauró el Estado normando en Inglaterra tras la conquista y confiscación de 1066-76, su banda de forajidos, entre los que repartió el territorio confiscado, no hizo nada para desarrollar sus nuevos feudos, y no se paró a reflexionar sobre las ganancias al aumentar las rentas. De hecho, la renta económica apenas existía; sus beneficiarios no estaban apenas en el mercado y la población desposeída no representaba ninguna demanda económica. El régimen feudal era un régimen de status, bajo el cual las grandes extensiones apenas dejaban rentas, las cuales sólo poseían un mero valor de uso, si bien aportaban un enorme valor en cuanto al estatus. El terreno se consideraba un rasgo de nobleza más que una posesión; tener tierras era un rasgo de pertenecer a la clase explotadora, y el tamaño de sus propiedades parece haber tenido más importancia que el número de sus subordinados explotados[44]. La violación de la propiedad privada por parte del Estado mercantil, sin embargo, provocó un cambio en estas circunstancias. Se reconoció la importancia de los valores de renta, y el comercio especulativo de la tierra se hizo general.

Por consiguiente, en un estudio del Estado mercantil, tal y como éste apareció a gran escala en América, el recordar que desde el primer asentamiento colonial hasta ahora América ha sido considerada como un campo especulativo sin límites en valores de renta representa un punto de vital importancia[45]. Aquí es posible asegurar sin temor a equivocarse que todo empresario o propietario de las colonias tras la época de Raleigh era capaz de comprender la renta económica y las condiciones necesarias para mejorarla. Las compañías comerciales suecas, holandesas y británicas lo comprendieron; Endicott y Winthrop, del estado mercantil autónomo en la Bahía, lo comprendieron; como también lo hicieron, Penn y los Calvert; o los propietarios de Carolina, a los que Carlos II otorgó una franja ilustre de territorio al sur de Virginia, que se extendía desde el Atlántico al Pacífico; o tal y como hemos visto, Roger Williams y Clarke. Además, la especulación de la tierra puede ser presentada como la primera industria principal establecida en la América colonial. El profesor Sakolski llama la atención sobre el hecho de que ésta estuviera floreciendo en el sur antes de que se extendiera la importancia comercial de los negros y del tabaco. Estos dos elementos básicos alcanzaron relevancia en torno a 1670, el tabaco quizá un poco antes, pero no mucho, y antes de eso, Inglaterra y Europa habían recibido intensa propaganda sobre los terratenientes sureños, anunciándoselo a los colonos[46].

Sakolski deja bien claro que muy pocos empresarios originales en valores de renta americanos obtuvieron grandes beneficios de sus negocios. Merece la pena resaltar aquí que lo que hace aumentar la renta económica es la presencia de una población activa inmersa en los medios económicos, o, dicho claramente, «que trabaja para subsistir» o de nuevo, en términos técnicos, que busca trabajo y capital en el medio natural para producir riqueza. No cabe duda de que para Carteret, Berkeley y su nobleza asociada el hecho de que fueran los propietarios de una provincia del tamaño de las Carolinas fue algo de lo más digno, pero si no hay habitantes, no hay modo de producir riqueza por medio de los medios económicos y la oportunidad de los propietarios de ejercer los medios políticos sería por lo tanto nula. Los propietarios que habían hecho un uso beneficioso de los medios políticos fueron aquellos —o mejor, hablando estrictamente, los herederos de aquellos como los Brevoorts, Wendels, Whitneys, Astors, y Goelets— que poseían terreno en un centro urbano real o futuro, y lo conservaban más por inversión que por especulación.

El cebo de los medios políticos en América, sin embargo, dio lugar a un estado de ánimo que merece la pena analizar. Bajo el estado feudal, se permitía vivir de la política por nacimiento, o en algunos casos especiales por un favor personal. La gente que no pertenecía a ninguna de estas dos categorías no tenía modo de vivir que no fuera por los medios económicos. Daba igual que desearan con todas sus fuerzas ejercer la política, o lo que hubieran envidiado a los pocos privilegiados que pudieran hacerlo, la cuestión del asunto es que estos no podían; el régimen feudal estaba basado estrictamente en la posición social. Con el Estado mercantil, por el contrario, la política estaba al alcance de cualquiera, independientemente de su nacimiento o posición, quien tuviera la sagacidad y determinación necesaria podía ejercerla. América apareció como la tierra de las oportunidades ilimitadas. Como consecuencia surgió una raza de gente cuya principal preocupación consistió en beneficiarse de esta oportunidad. Todo lo que les interesaba a estos era abandonar los medios económicos tan pronto como pudieran, aunque fuera a costa de sacrificar el propio carácter o la consciencia, y vivir de la política. Desde el comienzo, esta determinación ha sido universal, rayando en la monomanía[47]. Aquí no debemos preocuparnos por el tipo de ventajas generales que surgieron al cambiar el sistema feudal por el mercantil; aquí sólo podemos apreciar que ciertas virtudes e integridades se cuajaron por el régimen dominante, para el que el régimen de contrato resulta adverso, incluso destructivo. Quedan aún vestigios de ellos entre los pueblos con larga tradición de régimen de clase social, pero en América, que no tiene dicha experiencia, no surgen. El tipo de compensaciones derivados de su ausencia, o si se pueden considerar adecuadas, insisto, es algo que no nos debería de preocupar; simplemente resaltamos el hecho de que no se encuentren arraigadas en la formación del carácter americano a grandes rasgos, y parece ser que no se puede dar el caso.

II

Se dijo entonces, creo, que nunca se conocerían las causas reales de la revolución colonial de 1776. Las causas que se le atribuyeron en los libros de texto se desechan por triviales; los puntos de vista distintos, parciales y propagandísticos, de dicha lucha y sus orígenes se pueden tildar de incompetentes. Sí se considera de gran importancia la larga tradición de legislación comercial adversa ejercida por el estado británico desde 1651 en adelante, especialmente esa parte que se promulgó tras el establecimiento firme del estado mercantil en Inglaterra como consecuencia de los sucesos acaecidos en 1688. Esta legislación incluía las Cartas de Navegación, las Cartas de Comercio, leyes que regulaban la divisa colonial, la ley de 1752 que regulaba el proceso de recaudación postal y de emergencia, y los procedimientos que llevaron a la creación de la Cámara de Comercio en 1696[48]. Todo esto tuvo una repercusión directa sobre los intereses industriales y comerciales de las colonias, aunque no se sabe hasta qué punto, aunque si lo suficiente profundo de todas formas como para que provocara grandes resentimientos.

Por encima de todo esto, sin embargo, si el lector se pone en su lugar y siente la pasión vigente de la época, apreciará inmediatamente el valor de estos dos aspectos que han pasado desapercibidos ante los ojos de los historiadores. El primero es el intento del Estado Británico de limitar el ejercicio de los medios políticos en relación a los valores de renta[49]. En 1763 se prohibió a los colonos ocupar tierras hacia el oeste de cualquier río navegable del Altántico. La fecha límite fijada se estableció para aislar el derecho preferencial de compra a la mitad de Pennsylvania y de Virginia y todo lo que se extendiera hacia el oeste. Esto era serio. Con la manía de la especulación tan de moda, con la conciencia de la oportunidad, real o imaginaria, habiéndose hecho tan específica y tan general, esta normativa afectó a todos. Uno se puede hacer una idea de su efecto si imagina el estado mental de nuestro pueblo en toda su extensión si se hubiera prohibido jugar a la bolsa a comienzos del último gran boom en Wall Street hace unos años.

Pues en esta época los colonos habían empezado ligeramente a darse cuenta de los recursos infinitos del país hacia el oeste; habían aprendido lo justo para poner al rojo vivo su imaginación y su avaricia. La costa ya estaba ocupada casi por completo, poco a poco el propietario granjero había ido perdiendo terreno, la población seguía creciendo, las ciudades costeras seguían creciendo. Con estas condiciones, «las tierras occidentales» eran el punto de mira. Los valores de renta dependían de la población, la población estaba abocada a expandirse, y sólo podía expandirse por el oeste, donde había un rico territorio esperando ser explotado. Era, pues, de lo más normal que los colonos quisieran arañar una porción de este territorio y explotarlo solos, bajo sus propias condiciones, sin riesgo de intervención por parte del gobierno británico. Y esta necesidad conllevaba la independencia política. No hace falta mucha imaginación para ver que cualquiera en estas circunstancias se habría sentido así, y el resentimiento colonial contra la limitación arbitraria impuesta por el edicto de 1763 sobre el ejercicio de los medios políticos era enorme.

El estado real de especulación del terreno durante el período colonial puede dar una ligera idea de las probabilidades del caso. La mayor parte se hizo bajo el sistema de compañía; un grupo de aventureros se unían, aseguraban la concesión de terreno, lo medían, y lo vendían inmediatamente. Su objetivo era realizar una operación rápida; no contemplaban, por norma general, quedarse con el terreno, ni establecerse en él a corto plazo, sino que pretendían especular con los valores de la renta[50]. Entre estas empresas prerrevolucionarias estaba la Compañía Ohio, creada en 1748 con una concesión de medio millón de acres; la Compañía Loyal, que, al igual que la Ohio, estaba formada por virginianos; la Transylvania, la Vandalia, Scioto, Indiana, Wabash, Illinois, Susquehannah, y otras cuyas propiedades eran menores[51]. Es interesante tener en cuenta el nombre de las personas implicadas en estos negocios; no se puede ignorar el significado de esta conexión a la vista de su actitud hacia la revolución, y su carrera posterior como hombres de estado y patriotas. Por ejemplo, aparte de sus riesgos individuales, el General Washington era miembro de la Compañía Ohio, y una pieza principal en la organización de la Compañía Mississippi. También diseñó la Compañía Potomac con el objetivo de subir los valores de renta de las propiedades del oeste dándole salida a su producción por canal y transporte por el río Potomac, y desde ahí por la costa. Esta empresa determinó el establecimiento de un capital nacional en su situación más precaria actual, pues el final del recorrido del canal era justo ahí. Washington cogió algunos lotes en la ciudad que lleva su nombre, pero, al igual que les había sucedido a otros especuladores antes, no ganó mucho dinero; se valoraron en 20.000 dólares cuando falleció.

Patrick Henry fue un acumulador de tierras inveterado que fue más allá del límite impuesto por el estado británico; más tarde, se metió en los asuntos de las famosas compañías Yazoo, en Georgia. Parece que éste no tenía escrúpulos. Sus propiedades en la compañía en Georgia, de más de diez millones de acres, tenían que pagarse en pagarés de la misma compañía que se habían devaluado. Henry compró todos los certificados que pudo a diez centavos el dólar, y tuvo grandes ganancias por su subida de valor cuando Hamilton impuso la norma de que el gobierno central asumiera la deuda que estos representaban. Sin duda, fue su avaricia descontrolada la que le llevó a enemistarse con Jefferson, que dijo de él, bastante despectivamente, que era «insaciable con el dinero»[52].

La mente ahorrativa de Benjamin Franklin abrazó el proyecto de la Compañía Vandalia, y triunfó al ejercer de promotor —en Inglaterra en 1766—. Timothy Pickering, secretario de Estado bajo los mandatos de Washington y John Adams, afirmó en 1796 que «todo lo que valgo hoy se debe a las especulaciones del terreno». Silas Deane, emisario del Congreso Continental en Francia, se interesó en las Compañías Illinois y Wabash, al igual que Robert Morris, que se hizo cargo de las finanzas de la revolución; del mismo modo, también James Wilson, que se convirtió en Presidente del Tribunal Supremo y en un hombre poderoso en el control de terrenos tras la revolución.

Wolcott de Connecticut, y Stiles, presidente de la Universidad de Yale, tenían acciones en la compañía Susquehannah, al igual que Peletiah Webster, Ethan Allen, y Jonathan Trumbull, «el hermano Jonathan», cuyo nombre fue durante mucho tiempo un apodo para el típico americano, y aún se usa. James Duane, el primer alcalde de la ciudad de Nueva York, hizo también algunas gestiones de carácter especulativo; y aunque uno se sienta poco proclive a contemplar la idea, también el «Padre de la Revolución» mismo, Samuel Adams.

Es el sentido común el que nos dice que una interferencia del Estado Británico con un libre ejercicio de la política representaba una forma de incitar a la revolución tan grande como su intervención en la esfera económica por medio de las Actas de Navegación y de las Actas Comerciales. Según estaban las cosas lo último sería una provocación incluso mayor, tanto porque afectaba a una mayor variedad de gente, como porque la especulación del terreno representaba un dinero fácil. Junto a esto está el segundo tema que para mí tiene toda la importancia y que nunca ha sido tratado, allí hasta donde sé, en los estudios de la época.

Podría parecer de lo más natural del mundo que los colonos percibieran que la independencia no solo les daría vía libre a este modo de política, sino que también les abriría camino a otros modos que el status colonial les vetaba. El Estado mercantil existía en las provincias reales como estructura, pero no en cuanto a las funciones, pues éste no les daba acceso a todos los modos de explotación económica. Las ventajas de un Estado que sería completamente autónomo en este aspecto tenían que estar claras para los colonos, y deberían haberles impulsado hacia el proyecto de establecer uno.

De nuevo, es también de sentido común el tipo de circunstancias que nos lleva a esta conclusión. El Estado mercantil en Inglaterra había salido victorioso del conflicto, y los colonos tuvieron miles de oportunidades de ver lo que podría hacer a la hora de distribuir los distintos medios de explotación económica y sus métodos para aplicarlos. Por ejemplo, ciertas empresas inglesas se ocupaban del comercio entre Inglaterra y América, para las que otras compañías les construían barcos. Los americanos podían competir en ambas líneas comerciales. Si lo hacían, las tasas de transporte se regularían según los términos de esta competencia; si no, sería regulado por el monopolio, o, usando nuestra frase histórica, serían tan elevadas como el tráfico pudiera soportar. Los transportistas y constructores de barcos ingleses hicieron causa común, se dirigieron al Estado y le pidieron que interviniera, cosa que hizo al prohibirles a los colonos que enviaran productos en cualquier barco que no fuera construido u operara en Inglaterra. Puesto que las tasas de transporte repercuten en los precios, la consecuencia de esta intervención fue la de permitir a los navieros británicos retener la diferencia entre las tasas del monopolio y las de mercado; es decir, les permitió explotar al consumidor por medio de la política[53]. Intervenciones similares también fueron realizadas a petición de fabricantes de clavos, sombrereros, fabricantes siderúrgicos, etc.

Estas intervenciones tomaron la forma de simple prohibición. Otro modo de intervención apareció en las tarifas arancelarias impuestas por el Estado Británico sobre el azúcar y la melaza[54]. Todos sabemos perfectamente, con toda probabilidad, que el motivo principal a la hora de fijar una tarifa fue que permitía la explotación del consumidor doméstico por medio de un inconfundible proceso de robo manifiesto[55]. Los demás puntos pueden ser discutibles, pero éste no, pues los comentaristas y demás grupos de presión nunca lo mencionaron. Los colonos eran conscientes de esto, y la mayor evidencia la tenemos ya antes de que se estableciera la Unión, cuando los empresarios mercantiles y los industrialistas se aliaron para abalanzarse sobre la nueva administración con la petición organizada de una tarifa.

No cabe duda de que, si se tiene en cuenta la circunstancias, si bien por un lado las intervenciones del Estado británico en la economía tenían que provocar gran resentimiento entre los intereses afectados directamente, por el otro éstas tendrían otro efecto igualmente significativo, si no más, al provocar que esos intereses se orientaran hacia la idea de independencia política. Es muy difícil que estos no vieran tanto las ventajas positivas como las negativas que resultarían de instaurar un Estado propio que les favoreciera. No hace falta mucha imaginación para reconstruir la visión que tuvieron del Estado mercantil provisto de poderes totales de intervención y discriminación, un Estado que tuviera como principio y fin «promover el comercio», y que fuera administrado por simples agentes o por personas fácilmente manejables, o en su caso por personas con intereses similares a los suyos. No se puede pensar que los colonos, en general, no fueran lo suficientemente inteligentes para ver esto mismo, o que no fueran lo suficientemente decididos para correr el riesgo de darse cuenta cuando la ocasión fuera propicia[56]; y sucedió que estos agarraron la oportunidad incluso antes de que estuviera madura. Podemos distinguir una línea clara común que unía los intereses del empresario mercantil con los del especulador activo o potencial de valores de renta —que unió a los Hancocks, Gores, Otises con los Henrys, Lees, Wolcotts, Trumbulls— y los llevó directamente hacia el objetivo de la independencia política. La principal conclusión, sin embargo, a la que llevan estas observaciones es que los colonos tenían una idea preconcebida en relación a la naturaleza y función primaria del Estado. Esta idea no era suya exclusivamente, sino que la compartían con los beneficiarios del Estado mercantil de Inglaterra, y con los del Estado feudal tanto como se pueda remontar la historia del Estado.

Voltaire, analizando los restos del Estado feudal, dijo que en esencia el Estado es «un mecanismo para sacar dinero de unos bolsillos y meterlo en otros». Los beneficiarios del Estado feudal compartían esta opinión, y lo legaron así, sin modificar un ápice, a los beneficiarios potenciales del Estado mercantil. Los colonos consideraban al Estado principalmente como un instrumento con el cual uno se puede ayudar y herir a otros, esto es, antes que nada lo consideraban como la organización política. No se tuvo otra opinión del Estado en la América colonial. Se usaron el romance y la poesía para darle peso al tema del modo tradicional, se difundieron mitos glamorosos con la intención habitual, pero cuando se extendió por todas partes, no hubo lugar alguno en la América colonial donde se determinaran las relaciones con el Estado por medios distintos a los descritos[57].

III

El acta constitutiva de la revolución americana fue la Declaración de Independencia, que se basó en la doble tesis de los derechos naturales «inalienables» y en la soberanía popular. Hemos visto que estas doctrinas eran teóricas, y que, como dicen los políticos, en teoría gozarían de las simpatías del espíritu del empresario mercantil inglés, y podemos ver que según las circunstancias estas gozarían aún más de las simpatías del espíritu de todas las clases de la sociedad americana. Una población escasa y desperdigada por un mundo que se muestra tan amplio ante sus ojos, con territorios tan grandes y llenos de recursos al alcance, anticiparse y explotarlo apoyaría firmemente los derechos naturales, como lo hicieron los colonos desde el principio; y la independencia política abriría las puertas a tal consideración. Estas circunstancias consolidaron al empresario mercantil, agrario, mayorista e industrial en un individualismo económico celoso, intransigente y firme, al igual que en la doctrina pareja de soberanía popular.

Así también sucedió con la doctrina hermana de la soberanía popular. Los colonos habían sufrido largas y vejatorias intervenciones estatales que limitaron el uso de sus medios tanto políticos como económicos. Además, estos tuvieron la oportunidad de ver como se habían llevado a cabo estas intervenciones, y cómo los grupos económicos ingleses afectados que lo hicieron se habían beneficiado a su costa. Por consiguiente, no cabía en su mente una teoría política que les vetara el derecho a la libre expresión política. En la medida en que la situación tendía a convertirles en individualistas económicos natos, también los convirtió en republicanos natos.

Así, el preámbulo de la Declaración supuso una unanimidad cordial. Se podían interpretar sus dos principales doctrinas como un pseudoindividualismo económico razonado e ilimitado por parte de los beneficiarios del Estado, y un ejercicio juiciosamente organizado de libre expresión política por parte del electorado. Tanto si ésta era más una libre interpretación que una construcción estricta de las doctrinas o no, sin duda fue en efecto la interpretación que se les dio. En la historia americana abundan los ejemplos donde los grandes principios se han ajustado al servicio de fines insignificantes, tanto en su comprensión común como al llevarlo a la práctica. El preámbulo, sin embargo, reflejó un estado mental general. No importa lo incompetentes o comprensibles que fueran sus doctrinas, y lo interesados que fueran los motivos que motivaran este razonamiento, el espíritu general de la gente estaba a su favor.

También se dio una unanimidad completa sobre la naturaleza de la nueva institución política independiente que la Declaración establecía como función «del pueblo», que en última instancia eran los encargados de establecerla. Había gran disensión sobre su forma, pero no sobre su naturaleza. Ésta debería ser en esencia la sucesora del Estado mercantil existente. No se contemplaba la idea de establecer gobierno, que es una institución puramente social sin más objetivo que el de asegurar los derechos individuales del individuo, tal y como se recoge en la Constitución; o, según Paine, que no debería tener en cuenta nada al margen de la preservación de la libertad y la seguridad-una institución que no realizaría ninguna intervención positiva de ningún tipo sobre el individuo, pero que se dedicaría exclusivamente a las intervenciones negativas para preservar el mantenimiento de la libertad y la seguridad. La idea era perpetuar una institución de otro tipo distinto por completo, el Estado, la organización de la política; y así se hizo.

En esta observación no hay nada denigrante; motivos aparte, no se podía esperar otra cosa. Nadie conocía otra forma de organización política. Se entendía que las razones del descontento americano era debido a una mala administración, culpable e interesada, pero no a la naturaleza esencialmente antisocial de la institución administrada. Las quejas se dirigieron contra los administradores, no contra la institución en sí. Surgió un violento desagrado hacia la forma de institución —la monárquica— pero ninguna desconfianza o sospecha hacia su naturaleza. El carácter de Estado nunca había sido sometido a un escrutinio, se precisaba la cooperación del espíritu de la época para tal fin, y aún no se había alcanzado[58]. Se puede apreciar un paralelismo aquí con los movimientos revolucionarios contra la Iglesia del siglo XVI y, de hecho, con los movimientos revolucionarios en general. Estos son instigados por abusos y actos ilícitos, más o menos específicos y siempre secundarios, y su intención no deja de ser rectificarlos o vengarlos, normalmente por medio del sacrificio de cabezas de turco visibles. Nunca se examina la filosofía de la institución que da juego a estos actos ilícitos, cosa esta que los hacer recurrir bajo otras formas y auspicios[59], o si no lo hacen, su lugar es ocupado por otros que son de carácter similar. Así, el fallo evidente de la reforma y los movimientos revolucionarios a largo plazo se puede deber a su superficialidad incorregible.

Ha habido una mente que, de hecho, fue capaz de aproximarse lo bastante a los puntos básicos del tema, no por medio del método histórico, sino por un tipo de razonamiento casero, apoyado por un instinto sólido y saludable. La opinión común que se tiene de Jefferson como defensor del principio riguroso de «los derechos de los estados» es de lo más incompetente y engañosa. No cabe duda de que éste creía en los derechos del Estado, pero fue mucho más allá, pues para él los derechos de los estados eran un mero incidente en su sistema general de organización política. Éste creía que la última unidad política, el almacén y fuente de autoridad política e iniciativa, debería ser la unidad más pequeña; no la unidad federal, la estatal o condal, sino el municipio, o, como lo llamó, «el distrito electoral». El municipio, y solamente el municipio, debería delegar el poder a las unidades condales, estatales o federales. Su sistema de descentralización extrema es interesante y quizá merezca un minuto de atención, porque si la idea del Estado se sustituye alguna vez por la idea de gobierno parece probable que la expresión práctica de esta idea sería muy similar[60]. No hace falta decir que dicha sustitución tiene muchas implicaciones en un terreno que está abarrotado por los restos de un gran número, no de naciones solamente, sino de civilizaciones enteras. Sin embargo, debemos recordarnos que hace más de ciento cincuenta años, un americano consiguió rascar bajo la superficie de las cosas, y que probablemente previó el juicio que se haría en un futuro lejano impredecible.

En febrero, 1816, Jefferson le escribió una carta a Joseph C. Cabell, en la que le exponía la filosofía que subyacía a su sistema de organización política. Él pregunta, «¿Qué es lo que ha destruido la libertad y los derechos humanos en cada gobierno que ha existido bajo el sol? La generalización y concentración de todos los cuidados y poderes en un solo organismo, sin preocuparse tanto de los autócratas de Rusia o Francia, como de los aristócratas del senado veneciano». El secreto de la libertad se encuentra «en el individuo que se vuelve depositario de sus propios poderes, mientras los aplique bien, y que delega sólo en eso que traspase sus competencias, por medio de un proceso de síntesis, a categorías superiores de funcionarios, al objeto de restarles poder según los consejeros se vayan haciendo cada vez más oligárquicos». Esta idea está basada en un análisis detallado, pues somos todos conscientes que no sólo la sabiduría de un hombre cualquiera, sino también su interés y sentimiento, tienen un radio muy corto de operación; no pueden ampliarse a un área mayor que la de un municipio, y es de lo más absurdo suponer que cualquier hombre o grupo de hombres pueda ejercer arbitrariamente su sabiduría, interés y sentimiento sobre un área estatal o nacional con éxito. Por lo tanto, cuanto mayor es el área de ejercicio, menores y más definidas han de ser las funciones que se realizan. Además, «al delegar lo que él mismo fuera a supervisar», se protege de la usurpación de funciones. «Donde cada uno comparte la dirección de su república de distrito, o de cualquier unidad mayor, y siente que participa en los asuntos de gobierno, no sólo en unas elecciones un día al año, sino a diario… dejará que le saquen el corazón antes de que le usurpe el poder un César o un Bonaparte».

Sin embargo, ninguna idea semejante de soberanía popular apareció en la organización política que se estableció en 1789. Al diseñar su estructura, los arquitectos americanos siguieron unas pautas fijadas por Harington, Locke y Adam Smith, que podría considerarse como un compendio de política bajo el estado mercantil; además, si uno quería ser quizá un poco descortés al describirlos, aunque no de manera injusta, se podría decir que eran los mecanismos de defensa del estado mercantil[61]. Harington expuso el importante principio de que la base de la política es económica, que el poder sigue a la propiedad. Como éste debatía contra el concepto feudal, puso un énfasis especial en la propiedad de terrenos. Por supuesto, era pronto para que se diera cuenta del comportamiento del sistema estatal en relación a la posesión de tierras con la explotación industrial, y ni él ni Locke notaron la diferencia que había entre la propiedad que surge por ley y la propiedad que se crea por medio trabajo, ni siquiera se dio cuenta Smith, aunque parece haber tenido atisbos. De acuerdo a la teoría de determinación económica de Harington, aplicar la soberanía popular es algo sencillo. Ya que el poder político procede de la posesión de tierras, una simple difusión de dicha posesión de tierras es todo lo que se necesita para asegurar una distribución del poder satisfactoria[62]. Si todos poseen tierras, todos mandan. «Si la gente tiene las tres cuartas partes del territorio» —dice Harington—, «está claro que no puede haber una sola persona o nobleza que pretenda quitarles el gobierno. En este caso, por consiguiente, a no ser que medie la violencia, estos se gobiernan a sí mismos».

Locke, escribiendo medio siglo después, cuando terminó la revolución de 1688, se preocupó más específicamente por las expropiaciones estatales de otras formas de propiedad sobre la tierra. Éstas habían sido frecuentes y vejatorias, y bajo los Estuardo fueron un robo a mano armada. La idea de Locke, por lo tanto, era remachar semejante doctrina que consideraba la tierra sagrada y parar esto para siempre. Por consiguiente, expuso que la primera tarea del Estado era mantener la inviolabilidad de los derechos generales de propiedad, porque si los transgrediera iría en contra de su función primaria. Así, en opinión de Locke, los derechos de la propiedad tuvieron preferencia incluso sobre los de la vida y la libertad, y si se llegaba a ese aprieto, el Estado debía elegir en consonancia[63].

Así, mientras los arquitectos americanos asentían «en principio» a la filosofía de los derechos naturales y a la soberanía popular, lo cual venía a representar para ellos una especie de incentivo para su autoestima, su interpretación práctica la dejó bastante paralizada. La preocupación inicial no fue la de establecer un principio consistente; su interés práctico por esta filosofía se detuvo justo donde «hemos señalado, en su justificación hipotética de un pseudoindividualismo económico inflexible, y un ejercicio de autoexpresión política por parte del electorado general» que debería organizarse de tal modo para ser, en todos los aspectos esenciales, inútil. En esto siguieron el modelo de los exponentes Whig ingleses y los practicantes de esta filosofía. Locke mismo, al que hemos visto ensalzar los derechos naturales de propiedad por encima de la vida y la libertad, estaba igualmente discriminando en su idea de soberanía popular. Él no creía en lo que llamaba «una democracia de masas», y no contemplaba una organización política que permitiera nada por el estilo[64]. El tipo de organización que tenía en mente aparece reflejada en la extraordinaria constitución que diseñó para la provincia real de Carolina, que estableció un orden básico de servidumbre políticamente inarticulado. Una organización como ésta representaba lo mejor que el Estado mercantil británico podía lograr, en un sentido práctico, a favor de la soberanía popular.

También era lo mejor que podía hacer el homólogo americano del estado mercantil británico. El tema del asunto es que mientras la filosofía de los derechos naturales y la soberanía popular ofrecían una serie de principios que aunaban todos los intereses, y que prácticamente los unieron, con el objetivo de asegurar la independencia política, no ofrecía una serie de principios satisfactorios sobre los que fundar el nuevo Estado americano. Cuando se aseguró la independencia política, la rigurosa doctrina de la Declaración quedó en suspenso, sobreviviendo sólo un simulacro distorsionado de sus principios. Se reconocía el derecho a la vida y a la libertad a través de un formalismo puramente constitucional abierto a interpretaciones sangrantes, o, donde por cualquier motivo éstas se consideraron superfluas, a una simple indiferencia ejecutiva; y toda consideración de los derechos que se ocupaban de «la búsqueda de la felicidad» se redujo a una plena aceptación de la doctrina de Locke de los derechos preeminentes sobre la propiedad, y donde la propiedad por ley se situaba en el mismo nivel que la propiedad que surge como fruto del trabajo. En lo que respecta a la soberanía popular, el nuevo Estado tenía que ser republicano en forma, pues ningún otro se adaptaría al carácter general de la gente; y por consiguiente su peculiar tarea consistió en preservar al republicanismo real pero sólo en apariencia. Para hacer esto, éste conquistó el aparato que hemos visto que adoptó el Estado mercantil inglés cuando se enfrentó a una situación similar —el sistema representativo o parlamentario—. Además, mejoró el modelo británico al añadir tres mecanismos auxiliares que se han demostrado efectivos con el tiempo. Se trata, en primer lugar, del mecanismo del plazo fijo, que regula la administración de nuestro sistema por medio de consideraciones astronómicas más que políticas —por el movimiento de la tierra alrededor del sol más que por exigencia política—; en segundo lugar, el mecanismo de revisión e interpretación judicial, que ya hemos visto, consiste en un proceso donde cualquier cosa puede significar cualquier cosa; en tercer lugar, el mecanismo de exigir a los legisladores que vivieran en el distrito que representaban, lo que sube el valor de sumisión y venalidad, y es por tanto el mejor mecanismo para construir rápidamente un organismo inmenso de clientela. Se puede percibir de inmediato que todos estos mecanismos tienden a funcionar suave y armoniosamente hacia una gran centralización del poder estatal, y que su funcionamiento en esta dirección puede acelerarse de forma indefinida con el mínimo esfuerzo.

Del mismo modo que uno puede datar tal suceso, la rendición en Yorktown marca la desaparición repentina y completa de la doctrina de la Declaración de la conciencia política de América. Jefferson residió en Paría como representante ministerial en Francia desde 1784 a 1789. Según se acercaba la fecha de su regreso a América, escribió al Coronel Humphreys que esperaba pronto «empaparme de nuevo, al hablar con mis compatriotas, de su espíritu e ideas. Sólo conozco a los americanos del año 1784. Me dicen que son muy distintos a los de 1789». Y así era. Al llegar a Nueva York y recuperar su lugar en la vida social del país, se deprimió mucho al descubrir que habían tirado por la borda los principios de la Declaración. Nadie hablaba de derechos naturales y soberanía popular, parecía como si nunca los hubieran oído mencionar. Por el contrario, todos hablaban de la tremenda necesidad de una autoridad central fuerte capaz de revisar las incursiones que podría incitar «el espíritu democrático» sobre «los hombres de principio y propiedad»[65]. Jefferson escribió desalentado sobre el contraste entre todo esto y lo que había oído en la Francia que acababa de dejar «en el primer año de la revolución, con el fervor de los derechos naturales y el ansia de cambio». En el proceso de impregnarse del espíritu y las ideas de sus compatriotas, dijo, «no puedo describir la sorpresa y mortificación que me inundaron en las tertulias». Claramente, aunque la Declaración podría haber sido la carta de la independencia americana, no lo fue del nuevo Estado americano.