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Cuando se tiene en cuenta el desarrollo del Estado en América, es importante tener claro que la experiencia de este país con el mismo fue más larga durante el período colonial que durante el período de la Independencia americana; el período entre 1607 y 1776 fue más largo que el de 1776-1935. Además, los colonos llegaron aquí ya maduros teniendo bastante experiencia sobre el Estado en Inglaterra y Europa desde antes de que llegaran; y a modo de comparación, esto extendería el período anterior unos años, digamos por lo menos quince. Sería apropiado decir que los colonos americanos les llevaban una ventaja en experiencia de más de 25 años a los ciudadanos de los Estados Unidos. Su experiencia, no sólo fue más larga, sino también más variopinta. El estado británico, el francés, el holandés, el sueco y el español ya se encontraban establecidos aquí. Los inconformistas separatistas ingleses que llegaron a Plymouth habían vivido tanto bajo el estado holandés como el inglés. Cuando Jacobo I les hizo la vida imposible, se fueron a Holanda, y muchas de las instituciones que montaron en Nueva Inglaterra, y que más adelante se incorporaron a lo que se vino a llamar «instituciones americanas», eran en verdad holandesas, aunque se las vincule con Inglaterra. Estas instituciones eran en su mayoría romano-continentales en su origen, pero llegaron a este país desde Holanda, no desde Inglaterra[30]. En Inglaterra no se dieron instituciones similares en esa época, y por lo tanto los colonos de Plymouth no podían haberlas visto allí; estos sólo podían haberlas visto en Holanda, que es donde realmente existían. Nuestro período colonial coincidió con el de revolución y reajuste en Inglaterra, según mencioné en el capítulo anterior, cuando el Estado mercantil británico estaba sustituyendo al feudal, consolidando su propia posición y cambiando el foco de la explotación económica.

Estas medidas revolucionarias dieron lugar a una revisión exhaustiva de la teoría general sobre la cual había estado funcionando el estado feudal. Los primeros Estuardos gobernaron apoyados por la teoría de la monarquía por derecho divino. Los beneficiarios económicos del Estado sólo respondían ante el rey, que sólo respondía ante Dios; estos no tenía responsabilidades ante la sociedad en toda su amplitud, salvo aquéllos que el rey elegía, y sólo durante el tiempo que él quisiera. En 1607, que fue el año en el que se estableció la colonia de Virginia en Jamestown, John Cowell, profesor regio de derecho civil en la Universidad de Cambridge, expuso la doctrina de que el monarca «está por encima de la ley por su poder absoluto, y aunque por el bien y el progreso a la hora de promulgar leyes éste admite a los tres estamentos sociales al consejo, ello no lo hace por obligación, sino por bondad, o por la promesa hecha en el momento de su coronación».

La doctrina que fue elaborada minuciosamente en la extraordinaria obra llamada Patriarca por Sir Robert Filmer, estaba bien definida siempre que las líneas de demarcación social fueran claras, rectas y bien trazadas. Los beneficiarios económicos del Estado feudal eran prácticamente una corporación cerrada, un organismo compacto formado por una jerarquía eclesiástica y un grupo de terratenientes, herederos de grandes propiedades. En relación a los intereses, este organismo era extremadamente homogéneo, y sus intereses, escasos en número, simples en categoría y fácilmente descriptibles. Con el rey, la jerarquía, una nobleza cerrada por encima de la línea de estratificación, y el populacho por debajo, esta teoría de soberanía era aceptable y respondía a los objetivos del Estado feudal como cualquier otro.

Pero el resultado en la práctica de esta teoría no encajaba con los objetivos de la creciente clase de mercaderes y financieros, ni podía. Estos querían introducir un nuevo sistema económico. Bajo el feudalismo, la producción, en términos generales, quedó en manos del campesinado. El Estado no siempre estuvo al margen del comercio, pero tampoco promulgó la idea de que su razón principal de existencia fuera, como se suele decir, «para estimularlo». Los mercaderes y financieros, sin embargo, tenían precisamente esta idea en la cabeza. Estos vieron las atractivas posibilidades de producción y de beneficios, desviando gradualmente el foco de la explotación hacia el proletariado industrial. Vieron, además, que para poder poner en práctica todas estas posibilidades, la maquinaria del Estado debía ponerse a funcionar del lado de los negocios de la forma sutil y eficaz, tal y como antes lo había hecho al lado de la monarquía, la Iglesia y los grandes terratenientes. Fue esto lo que les llevó a tomar el control de este mecanismo, alterándolo y adaptándolo para darles el mismo acceso libre a los medios políticos que los antiguos beneficiarios desplazados. Esto se logró a través de una trayectoria marcada por la Guerra Civil, el derrocamiento y ejecución de Carlos I, el protectorado Puritano, y la revolución de 1688.

En esto consiste el carácter reservado de lo que se conoce como el movimiento puritano de Inglaterra. Éste tenía una base cuasireligiosa —hablando estrictamente, una motivación eclesiástica— pero la finalidad primordial desde el punto de vista práctico hacia la que tendía consistía en el reparto de acceso a los medios políticos. Es un hecho significativo, a pesar de que pase desapercibido, que el único dogma con el que el Puritanismo pretendía evangelizar tanto al mundo inglés cristiano como al no cristiano venía dado por su dogma frente al trabajo, su doctrina de que éste es, por deseo expreso y mandato divino, un deber, y si no el primero, el más importante de los derechos seculares. La erección del trabajo como una virtud cristiana per se, la dotación del trabajo con una sanción religiosa especial, fue invención del Puritanismo; lo cual era algo novedoso en Inglaterra antes del Estado puritano. La doctrina anterior que la precede sólo presentaba el trabajo como el medio para alcanzar un objetivo secular; en palabras de Cranmer, «aprender y trabajar para conseguir mi sustento». No hay indicios de que Dios se equivoque si uno prefiere trabajar poco y llevar una vida humilde, a cambio de emplear su tiempo en otra cosa. Quizá el mejor testigo para poder observar el carácter esencial del movimiento puritano en Inglaterra y América sea la profundidad con la que se ha tratado la doctrina sobre el trabajo en ambas literaturas, desde las cartas de Cromwell al panegírico de Carlyle o los versos de Longfellow.

Pero el Estado mercantil de los puritanos era como cualquier otro; éste seguía el modelo estándar. Surgió de la conquista y de la confiscación, tal y como el Estado feudal al que sustituyó; la única diferencia era que su conquista fue por una guerra civil y no una extranjera. Su objetivo era la explotación económica de una clase por parte de otra; con el fin de que la nobleza pudiera explotar a los siervos feudales, ésta sólo propuso la explotación del proletariado por parte de los empresarios como sustituto. Como su predecesor, el Estado mercantil era simplemente una organización de medios políticos, una máquina para la distribución de ventajas económicas, pero adaptado a los requisitos de un tipo más numeroso y distinto de beneficiarios; una clase social que, además, no se vería limitada en número por temas de herencia o por capricho del rey.

El proceso de establecimiento de un Estado mercantil, sin embargo, necesariamente provocó cambios en la teoría general de la soberanía. La doctrina escueta de Cowell y Filmer ya no servía; sin embargo, cualquier otra nueva teoría tenía que conseguir aprobación divina, pues la mente de los hombres no cambia de la noche a la mañana, y la alianza del Puritanismo entre los intereses religiosos y seculares era bastante firme. Uno no se plantea que los empresarios mercantiles usaran el fanatismo religioso para sacarles las castañas del fuego; los religiosos ya tenían sus propias y buenas castañas que cuidar. Estos tenían demasiados absurdos frente a los que responder, demasiada hipocresía amarga, demasiado fanatismo vicioso; cuando pensamos en el Puritanismo Británico del siglo XVII, pensamos en Hugh Peters, en Praise-God Barebones, en los iconoclastas de Cromwell «destrozando los ángeles poderosos contra el cristal». Sin embargo, tras todas estas vicisitudes, entre ellos hubo grupos que lucían un mayor sentido común, que se hallaban profunda y justamente indignados; y sin duda, aunque mezclado con una buena cantidad de avaricia descontrolada, había en el sector de empresarios mercantiles un sincero convencimiento de que un buen negocio era bueno para la sociedad. Tomando la consciencia de Hampden como modelo, uno diría que éste funcionaba bajo ciertas limitaciones, impuestas por la naturaleza sobre el típico caballero fortachón de Buckinghamshire; la consciencia mercantil estuvo del mismo modo mal informada, y del mismo modo fijó sus premisas con una tozudez provinciana, dura y obstinada. Sin embargo, la alianza entre ambos grupos no carecía de respetabilidad. No cabe duda de que Hampden, por ejemplo, definía al episcopado controlado por el Estado hasta cierto punto como antibíblico en teoría; y tampoco cabe duda de que la conciencia mercantil, con la visión alarmante de William Laud, podría haber cuestionado al episcopado controlado por el Estado en otros aspectos fuera de los que realmente interesan. La lógica política del Estado mercantil tenía que responder a la presión de un creciente individualismo. El espíritu del individualismo apareció en la última mitad del siglo XVI; probablemente tales oscuros orígenes sean consecuencia del resurgimiento continental que ponía el acento en el aprendizaje, o puede que sea específicamente consecuencia de la Reforma en Alemania. Éste tardó, sin embargo, en ganar fuerza para tener peso político. El Estado feudal no podía tener en cuenta este espíritu; su régimen austero de estatus funcionaba solo donde no había distintos intereses económicos, y donde la suma del poder social permanecía estable. Bajo el Estado feudal Británico, los intereses de los grandes terratenientes eran similares, y los de un obispo o un clérigo también lo eran. Los intereses de la monarquía y los de la corte no diferían demasiado, y la suma del poder social no variaba apenas. Por consiguiente, una solidaridad económica entre las distintas clases era fácil de mantener; subir de clase social era prácticamente imposible, tanto que fueron necesarias pocas intervenciones estatales para mantener a la gente en su lugar, o, como Cranmer vaticina, para que cumplan con su deber en el lugar donde Dios les puso. Así, el Estado podría cumplir su propósito primario, y además seguir relativamente débil. Éste podría llevar a cabo una explotación económica profunda con poca legislación o personal[31].

El Estado mercantil, por otro lado, con su consiguiente régimen de contrato, tenía que afrontar el problema planteado por un rápido desarrollo del poder social, y una gran cantidad de intereses económicos. Ambos tendían a fortalecer y estimular el espíritu del individualismo. La organización del poder social hizo que el empresario mercantil se sintiera tan importante como el que más, y valorar el orden de intereses que representaba, y en particular su propio interés particular, como algo de lo más respetable, cosa que hasta ahora no había sido. En pocas palabras, como individuo éste poseía una gran estima frente a sí mismo que podía justificar sin vacilar. La denigración aristocrática de sus objetivos y el respectivo estigma de inferioridad que se había fijado durante tanto tiempo a todo «lo mecánico», contribuyó positivamente a aumentar ese sentimiento y exacerbar su sentido de asertividad, en sus mejores y peores momentos, y a exagerar las virtudes y defectos de su clase, que éste mezcló para crear una nueva categoría de virtudes sociales-emparejando su dureza, crueldad, ignorancia y vulgaridad con su integridad comercial, astucia, diligencia y espíritu de ahorro. Así, podría decirse que el tipo de financiero-empresario-mercader plenamente desarrollado recorrería todas las gradaciones psicológicas entre los hermanos Cheeryble a un extremo de la balanza, y Gradgrind, Sir Gorgius Midas y Bottles en el otro.

Este individualismo promovió la formulación de ciertas doctrinas que de una forma u otra se abrieron camino hacia la filosofía política oficial del Estado mercantil. Entre las principales se encuentran las dos que la que la Declaración de la Independencia considera fundamentales, la doctrina de los derechos naturales y la doctrina de la soberanía popular. En una generación que había intercambiado la autoridad de un papa por la de un libro, o al menos la autoridad para interpretar de forma privada y sin restricción un libro, no se presentaron grandes dificultades a la hora de encontrar una justificación bíblica de alcance para ambas doctrinas. La interpretación de la Biblia, como la interpretación judicial de una constitución, es simplemente un proceso por medio del cual, como dijo un coetáneo del Obispo Butler, cualquier cosa puede significar cualquier cosa; y en ausencia de una autoridad coercitiva, papal, conciliar o judicial, cualquier interpretación es aceptada si se llega a un acuerdo. Así, el episodio del Edén, la parábola de los talentos, la orden apostólica contra «la pereza en el trabajo», llegaron a constituir al garantía que se necesitaba para fundamentar la doctrina puritana del trabajo; haciendo que escrituras e interés económico se pusieran en pleno acuerdo, uniendo al religioso y al empresario-mercader por medio de un objetivo común. Así, de nuevo, la visión del hombre hecho a imagen y semejanza de Dios, situado en una categoría ligeramente inferior a la de los ángeles, el tema de una transacción tan prestigiosa como la de la Expiación, corroboró la doctrina política de su dotación con ciertos derechos inalienables por su Creador o por parte de la Iglesia o del Estado. Mientras el empresario-mercader sostuviera al igual que Jefferson que la verdad de su doctrina política es evidente, su apoyo bíblico era sin embargo de gran valor pues implicaba la dignidad de la naturaleza humana, que reforzaba su individualismo más o menos reservado y cohibido; y la doctrina que le dignificaba tanto podría concebirse como la dignificación de sus objetivos. Además, la corroboración de la Biblia de la doctrina del trabajo y la doctrina de los derechos naturales fue su impulso para rehabilitar el «comercio» contra la denigración que el régimen del estado había impuesto, y para investirlo con un lustre más brillante de respetabilidad.

Del mismo modo, la doctrina de la soberanía popular se puede apoyar en unos cimientos bíblicos impenetrables. La sociedad civil era una asociación de creyentes que perseguían objetivos seculares; y su derecho al autogobierno con respecto a estos propósitos era otorgado por Dios. Si por el lado religioso todos los creyentes fueran curas, entonces en el lado secular serían todos soberanos; la noción de la intervención de un monarca con poder divino era algo tan ajeno a las Escrituras como la de un papa por mandato divino —testigo de ello es la comunidad israelita donde la monarquía fue castigada por pecadora—. Se suponía que la legislación civil interpretaba y ejemplificaba las leyes de Dios según eran reveladas en la Biblia, y sus administradores estaban a cargo de reunir las actitudes religiosas y seculares. Donde la ley revelada permanecía en silencio, la legislación debía guiarse por su espíritu general, según conviniera mejor. Estos principios obviamente dejaron un amplio espectro para elegir; pero hipotéticamente el abanico de libertad civil y religiosa tenía un límite común.

Esta aprobación religiosa de la soberanía popular fue del gusto del empresario mercantil; ésta se adaptaba a su individualismo, elevando su sentido de dignidad personal. El empresario ahora podía considerarse por derecho de nacimiento no solo como un ciudadano libre de una comunidad celestial, sino también un elector libre en una comunidad terrenal, tan cercana como fuera posible al modelo celestial. El margen de libertad que éste recibía en ambos aspectos era satisfactorio, pues podía justificar sus proyectos de aquí en adelante con las Escrituras en la mano. En los aspectos terrenales, su doctrina del trabajo era bíblica, su doctrina de amo y esclavo era bíblica, incluso el vasallaje, o la esclavitud, eran bíblicas; su doctrina de una economía de salario, de préstamo de dinero —contra la parábola de los talentos— ambas eran bíblicas. Sin embargo, lo que le ponía en relieve la doctrina de la soberanía popular en su aspecto secular eran las grandes ventajas derivadas de sustituir al régimen del Estado por el régimen del contrato; en pocas palabras, sustituir el estado feudal e introducir el estado mercantil.

Y, sin embargo, a pesar de lo interesante de estas doctrinas, llevarlas a la práctica conllevaba una tremenda dificultad. Desde el punto de vista religioso, la doctrina de los derechos naturales tenía que prestar atención a los no ortodoxos. En teoría era fácil deshacerse de ellos. Los separatistas, por ejemplo, como los que se dirigían el Mayflower, habían perdido sus derechos naturales con la caída de Adán, y nunca hicieron uso de los medios que se les dio para reclamarlos. Todo esto estaba muy bien, pero la extensión lógica de este principio a la práctica resultó ser más bien problemática. Había muchos inconformistas, con amplios conocimientos de los derechos naturales, que causaron problemas; así que cuando todo se dijo todo lo que se tenía que decir, la doctrina quedó bastante comprometida. Entonces, en relación con la soberanía popular, estaban los presbiterianos. El calvinismo era monocrático hasta la médula; de hecho, el presbiterianismo coexistía con el episcopado de la Iglesia de Inglaterra en el siglo XVI, y solo pudo ser expulsada gradualmente[32]. Ellos eran un grupo numeroso, y según las Escrituras y la historia tenían mucho que decir sobre su posición. Así, la tarea práctica de organizar una comunidad espiritual chocó tanto con la lógica de la soberanía popular como con la de los derechos naturales.

La tarea de la organización secular fue incluso más conflictiva. Se puede concebir fácilmente una sociedad organizada de acuerdo con estos dos principios, una organización como la que contemplaban Paine y la Declaración, por ejemplo, que surgía del acuerdo social y que se limitaba a mantener la libertad y la seguridad del individuo —pero la tarea de llevarlo a la práctica era ya otro tema—. En términos generales, sin duda, los puritanos lo habrían considerado imposible; si, además, hubiera una época propicia para esto, la suya no lo era. La mayor dificultad, sin embargo, fue que el empresario mercader no quería esa forma de organización social; de hecho, no podemos asegurar que los puritanos religiosos lo quisieran tampoco. La raíz del problema residía, en resumen, en el hecho de que no se dispusiera de modo alguno para evitar la colisión devastadora entre la lógica de los derechos naturales y la soberanía popular, y la ley económica que reza que el hombre tiende siempre a satisfacer sus necesidades empleando el mínimo esfuerzo.

Esta ley caracterizaba al empresario mercantil y al resto de la humanidad. No defendía una organización que se dedicara única y exclusivamente a mantener la libertad y la seguridad, sino una que redistribuyera el acceso a los medios políticos, y se preocupara de la libertad y la seguridad para mantener ese acceso abierto. Es decir, estaba profundamente en contra de la idea de gobierno, y bastante a favor de la de Estado al igual que la jerarquía y la nobleza. No estaba a favor de ningún cambio esencial en el carácter del Estado, sino simplemente a favor de un reparto de las ventajas económicas que aporta el Estado.

Así, El sistema de gobierno mercantil equivalía a un intento, más o menos taimado, de reconciliar temas imposibles de reconciliar. Las ideas de los derechos naturales y la soberanía popular eran, como hemos visto, bastante aceptables y los unía en contra de la idea feudal; pero mientras estas ideas se pudieran conciliar con un sistema de gobierno simple, ese sistema no serviría a tales propósitos. Sólo el sistema de Estado valdría. El problema, por lo tanto, era, cómo mantener estas ideas al frente de la teoría política, y a la vez evitar que al llevarlas a la práctica se debilitara la organización de los medios políticos. Se trataba de un problema harto complicado. Lo mejor que se podía hacer con ello era efectuar ciertos cambios estructurales en el Estado para dar la sensación de que estas ideas estaban siendo puestas en práctica, aunque en verdad no lo fuera. Lo más importante de estos cambios estructurales era introducir el llamado sistema representativo o parlamentario, que había sido introducido en el mundo moderno por el Puritanismo, y que ha recibido muchas alabanzas al considerarse un avance hacia la democracia. Estas alabanzas, sin embargo, son exageradas. El cambio fue sólo de forma, pero sin considerarse orientarlo hacia la democracia[33].

II

Lo único que hizo la emigración de ingleses a América fue trasladar el problema a otro sitio. El debate sobre teoría política continuó con fuerza, pero la filosofía de los derechos naturales y la soberanía popular surgieron sobre la práctica en los mismos lugares que en Inglaterra. De nuevo aquí se ha hecho mucho en relación con espíritu democrático y temperamento de los emigrantes, especialmente en el caso de los separatistas que arribaron a las costas de Plymouth, pero los hechos no lo confirman, excepto en relación con el principio congregacionista descentralizador impuesto por el orden religioso. Este principio de alojar la autoridad final en la unidad más pequeña en vez de en la mayor —en la congregación local en vez de en un sínodo o consejo general— era democrático y su aplicación minuciosa en un esquema eclesiástico representaría un avance real hacia la democracia, y daría reconocimiento a la filosofía general de los derechos naturales y la soberanía popular. Los colonos de Plymouth lograron algo al aplicar este principio sobre temas eclesiásticos, y por ello tienen mucho mérito[34]. Pero aplicarlo sobre cuestiones civiles, sin embargo, es otro tema. La verdad es que lo más probable es que los colonos de Plymouth contemplasen algo por el estilo, y también es cierto que estos pusieron en práctica una forma de comunismo primitivo durante algún tiempo. El acuerdo al que estos llegaron a bordo se puede considerar como evidencia de su predisposición democrática, aunque de ningún modo se tratara de «un marco de gobierno», como el de Penn, o un tipo de documento constitucional. Los que se refieren a dicho documento como nuestra primera constitución escrita se anticipan demasiado, pues era simplemente un acuerdo para hacer una constitución o «marco de gobierno» cuando los colonos hubieran arribado a tierra y analizado la situación. Aquí se hace difícil de ver cómo esto objetivos pudieran haber ido más allá —de hecho, que la constitución propuesta fuera más allá de su carácter provisional— cuando se tiene en cuenta que estos emigrantes no navegaban motu propio. Estos no navegaban solos, ni eran guiados hacia un territorio por descubrir donde habrían de establecer una soberanía provisional y un orden civil adecuado a esas circunstancias. Lo cierto es que los colonos se dirigían a Virginia con el objeto de establecerse en la jurisdicción de una compañía de empresarios mercantiles ingleses, que cada vez se tambaleaban más, y pronto serían sustituidos por la autoridad real, y su territorio convertido en una provincia real. Es sólo por una cuestión de fallos de cálculo y accidentes de navegación que, desafortunadamente para los propósitos de la colonia, los colonos arribaron en su lugar a las costas adustas y rocosas de Plymouth.

Lo más probable es que, en muchos aspectos, estos colonos no fueran ni mejores ni peores que el resto de colonos que llegaron a encontrar su camino hacia a América. Estos fueron criados por lo que en Inglaterra se conoce como «las clases bajas», gente sobria, trabajadora y capaz, cuya vida bajo las instituciones continentales en Holanda les otorgó la base de ideas político-religiosas y hábitos de pensamiento que les diferenció tanto del resto. No hay, sin embargo, más que un interés anecdótico por saber hasta qué punto estas ideas pudieron calar bien ellos. Puede que estos contemplaran un sistema de total democracia religiosa y civil, o puede que no. Puede que pensaran que sus prácticas comunistas eran acordes con su idea de orden social sano y justo, o puede que no. El hecho es que mientras en apariencia estos eran libres de fundar una iglesia de manera democrática, no eran libres de fundar una democracia civil, ni de la manera más remota, al depender de la voluntad de una compañía comercial. El que estos tuvieran o no libertad religiosa era algo que carecía de interés para la compañía comercial. Lo mismo sucedía con sus prácticas comunistas; tanto si estas prácticas eran acordes con sus ideas como si no, el incentivo fue por adoptarlas. Su acuerdo con los empresarios mercantiles de Londres les obligaba, a cambio del transporte y atuendo, a siete años de servicio, durante los cuales tendrían que trabajar en un sistema de cultivo de tierras comunales, almacenar la producción en un almacén comunitario, y mantenerse a sí mismos. Así, tanto si eran comunistas en ideas como si no, la práctica real del comunismo les vino impuesta.

El hecho fundamental a tener en cuenta en cualquier análisis del desarrollo inicial del Estado americano fue señalado por primera vez, creo, por Beard, que dijo que la compañía comercial —la Corporación comercial para la colonización— era en verdad un Estado autónomo. «Como el Estado», dice Beard, «ésta poseía una constitución, un acta constitutiva emitida por la Corona… como el Estado, tenía una base territorial, una concesión de tierras a menudo mayor que veinte principados europeos. Ésta podía hacer tasaciones, acuñar moneda, regular el comercio, deshacerse de propiedades corporativas, recaudar impuestos, organizar la tesorería, y aportar medios de defensa». «Así» (y aquí reside el dato fundamental, tan importante que yo me aventuro a resaltar), «todos los elementos esenciales que se encuentran en el gobierno de los Estados Unidos se encuentran ya en la corporación aprobada que dio lugar a la civilización inglesa en América». En términos generales, el sistema civil establecido en América era el sistema estatal de los «países maternos» al otro lado del mar, lo único que los distinguía era que la clase explotada y dependiente estaba a una gran distancia de la clase adinerada y explotadora. La dirección del Estado autónomo se encontraba a un lado del Atlántico mientras que sus súbditos en el otro.

Esta separación dio lugar a dificultades administrativas de varios tipos, y para obviarlos, quizá por otros motivos también —una compañía inglesa, la Compañía de la Bahía de Massachusetts, se trasladó en 1630, trayendo con ellos su carta de derechos y la mayor parte de sus accionistas, y crearon un Estado autónomo real en América—. Hay que fijarse en que el Estado mercantil se instauró en Nueva Inglaterra mucho antes que en la Vieja Inglaterra. La mayor parte de los inmigrantes ingleses que regresaron a Massachusetts llegaron entre 1630 y 1640; y durante este período el Estado mercantil inglés estaba abriéndose camino. Jacobo I murió en 1625, y su sucesor, Carlos I, siguió su línea absolutista. Desde 1629, el año en que la Compañía Bay fue creada, hasta 1640, éste gobernó sin parlamento suprimiendo los pocos vestigios de libertad que quedaban de las tiranías Tudor y Jacobina; y durante estos once años las esperanzas de lograr un Estado mercantil inglés se volvieron de lo más remoto[35]. Las distracciones de la Guerra Civil estaban ahí, las anomalías que retrasaron la formación de la Commonwealth, la Restauración y la vuelta al absolutismo tiránico con Jacobo II, y ello contribuyó al retraso de su establecimiento con la Revolución de 1688.

Por otro lado, los líderes de la Colonia Bay eran libres desde el principio de establecer una normativa estatal diseñada por ellos, y de establecer una estructura estatal que cumpliera dicha normativa sin compromiso. No había normativa que eliminar, ni una estructura rival que remodelar. Así, el Estado mercantil se creó en un campo claro cincuenta años antes de que triunfara en Inglaterra. Nunca hubo competitividad, ni por asomo. Un punto de enorme importancia a tener en cuenta es que el Estado mercantil es la única forma de Estado que ha existido en América. Tanto bajo el poder de una compañía mercantil como de un gobernador provincial o una legislatura republicana, los americanos nunca han conocido otra forma de Estado. En este aspecto la colonia de la Bahía de Massachusetts se diferencia solo por ser el primer Estado autónomo establecido en América, y por suponer el ejemplo más completo y práctico para ser estudiado. No se dieron diferencias de principios. El Estado en Nueva Inglaterra, Virginia, Maryland, los estados Jersey, Nueva York, Connecticut, por todas partes, todos eran Estados clasistas, con control de los medios políticos en manos de lo que se denomina de forma general como «hombre de negocios».

Durante los once años del absolutismo tiránico de Carlos, los emigrantes ingleses fueron integrándose en la colonia Bay a un ritmo de unos dos mil al año. Sin duda, al principio algunos de los colonos llegaron con la idea de convertirse en especialistas agrícolas, como en Virginia, y mantener ciertos vestigios, o simplemente imitaciones, de una práctica social semifeudal, como las que eran posibles bajo esa forma de industria cuando funcionaba una economía esclavista o arrendataria. Esto, sin embargo, no resultó; el clima y el suelo de Nueva Inglaterra iban en contra. Una economía arrendataria era inestable, pues más que trabajar para un amo, el agricultor inmigrante prefería tierra libre, y ser autónomo; en otras palabras, Turgot, Marx, Hertzka, y muchos otros han demostrado como éste no podía ser explotado hasta que no se le expropiaran sus tierras. Los largos y duros inviernos restaron productividad al trabajo de los esclavos en el campo. Los colonos de Bay probaron con el mismo, sin embargo, y trataron incluso de esclavizar a los indios, lo cual no consiguieron por los motivos que ya he mostrado. En su defecto, los colonos decidieron más bien aplicar la ya vieja técnica del exterminio y el expolio, siendo su despiadada crudeza sólo equiparable a la de los colonos de Virginia[36]. Los colonos lograron esclavizar a muchos, y también se dedicaron al comercio de esclavos; pero en lo principal, las primeras tareas fueron las del granjero, constructor naval, navegante, empresario marítimo de pescado, ballenero, exportador de melaza, ron y cargamentos diversos; y luego en prestamistas. El marcado éxito que tuvieron en estos negocios es bastante conocido; merece la pena mencionarlo aquí para resaltar todas las complicaciones y choques de interés que resultaron de la doctrina fundamental del Estado mercantil, principalmente, que la función primaria de gobierno no es mantener la libertad y la seguridad, sino «promover el comercio».

III

Buscar cualquier sugerencia a favor de la filosofía de los derechos naturales y la soberanía popular en el Estado mercantil es buscar en vano. El sistema comercial y de provincias no le hicieron hueco, y el una vez fuera el estado autónomo estaba firmemente en contra. La compañía Bay trajo su acta constitutiva para que actuara como constitución de la nueva colonia, y bajo sus estipulaciones el Estado se convirtió en una pequeña y cerrada oligarquía. Se otorgó el derecho al voto sólo a los miembros accionistas, u «hombres libres» de la empresa, sobre el riguroso principio de Estado que John Jay habría de establecer años después de que «esos que poseían el país debían también gobernarlo». Un año después, la compañía Bay estaba compuesta por unas dos mil personas; y de éstas, seguramente no llegaban a veinte, probablemente no más de doce, las que tenían algo que decir sobre su gobierno. Este pequeño grupo se constituyó en un tipo de junta directiva o consejo —nombrando su propio cuerpo ejecutivo, que consistía en un gobernador, un lugarteniente, y media docena o más de magistrados—. Estos oficiales no tenían responsabilidad frente a la comunidad en general, sólo frente a la junta directiva. Según las condiciones de sus estatutos, la junta directiva era a perpetuidad. Se podían cubrir vacantes y añadir personal si lo consideraba oportuno, y al hacerlo seguía una línea similar a la que recomendaba Alexander Hamilton, la de admitir sólo a gente adinerada y con contactos para confiarles la tarea de establecer un frente sólido ante todo lo que tuviera un cariz de soberanía popular.

Los historiadores han escrito mucho sobre la influencia de la teología calvinista al abrazar la actitud tan antidemocrática de la compañía Bay. La historia es amena e interesante —a menudo divertida— sin embargo su punto esencial es tan simple que se puede percibir de inmediato. El principio de acción de la compañía era en este aspecto el que en circunstancias similares ha motivado al Estado durante doce siglos. La frase marxista de que «la religión es el opio del pueblo» es o ignorante o una confusión descuidada de los términos, así que no pueden ser reprendidos duramente. La religión nunca fue eso, ni lo será; pero el cristianismo organizado, que no es lo mismo que la religión, ha sido el opio de la gente desde el comienzo del siglo IV, y este opio nunca ha sido usado por motivos políticos con tanta habilidad como durante la oligarquía de la Massachusetts Bay.

En el año 311 el emperador romano Constantino emitió un edicto de tolerancia a favor del cristianismo organizado. Él apoyó el nuevo culto, haciéndoles ricos regalos, e incluso adoptó el Labarum como su estandarte, lo que fue un gesto distinguido sin cargo alguno; la historia del signo celestial apareciendo antes de su batalla crucial contra Maxentius puede anotarse junto a la de las apariciones antes de la batalla de Marne. Éste nunca se unió a la Iglesia, sin embargo, y la creencia de que se convirtió al cristianismo es dudosa. El tema es que dadas las circunstancias en esa época, el cristianismo creció; había sobrevivido al desprecio y la persecución, y se había convertido en una influencia social que el mismo Constantino vio que estaba destinada a llegar lejos. La Iglesia podía convertirse en una herramienta muy útil para el Estado, y sólo se necesitaba una cantidad moderada de hombres de estado para cumplir este objetivo. La comprensión, sin duda táctica, se basaba en un simple quid pro quo; a cambio del reconocimiento imperial y el patronazgo, y las suficientes donaciones para mantener una respetabilidad alta, la Iglesia debía dejar el desagradable hábito de criticar la política; y en particular, debería abstenerse de hacer ningún comentario desfavorable a la administración de los medios políticos por parte del Estado.

Estos son los términos invariables —de nuevo digo, sin duda, tácitos, pues rara vez es necesario estipular contra la mano que te da de comer— de todo acuerdo fraguado desde los tiempos de Constantino entre el cristianismo organizado y el Estado. Estos también eran los términos de los acuerdos establecidos en las Alemanias y en la Inglaterra de la Reforma. El insignificante principado alemán tenía su Iglesia estatal del mismo modo que tenía su teatro estatal; y en Inglaterra, Enrique VIII instauró la Iglesia tal y como la conocemos hoy día como una sección del servicio civil, tal y como el de correos. El acuerdo fundamental en todos los casos fue que la Iglesia no interferiría o menospreciaría la organización de los medios políticos; y en la práctica, como es natural, la Iglesia fue más allá, y fue cómplice de esta organización muy hábilmente.

El estado mercantil en América llegó a este acuerdo con el cristianismo organizado. En la colonia Bay la Iglesia se convirtió en 1638 en una sucursal establecida del Estado[37], apoyada por los impuestos; Ésta mantenía un credo estatal, promulgado en 1647. En otras colonias, además, como por ejemplo, en Virginia, la Iglesia era una rama del servicio estatal, y donde no estaba realmente establecida como tal, se llegó al mismo acuerdo por otros medios, igualmente satisfactorios. Además, el Estado mercantil, tanto en Inglaterra como en América, se mostró pronto indiferente frente a la idea de institución, con la percepción de que el mismo modus vivendi se podía conseguir bajo el voluntariado, y que este último tenía la ventaja de satisfacer prácticamente todos los tipos de credos y ceremonias, liberando al Estado de la tarea problemática y poco rentable de tener que mediar en disputas sobre temas de doctrina y credo.

El puro y simple voluntariado se instauró en Rhode Island de la mano de Roger Williams, John Clarke y sus asociados que fueron apartados de la Colonia Bay casi 300 años antes, en 1636. Este grupo de exiliados es considerado el fundador de una sociedad basada en la filosofía de los derechos naturales y la soberanía popular en relación tanto al orden eclesiástico como al civil, y de lanzar el experimento de la democracia. Esto, sin embargo, es una exageración. No cabe duda de que los líderes políticos estaban al tanto de esta filosofía, y que, en lo que concierne a la Iglesia, sus prácticas eran similares a la misma. Por el lado civil, todo lo que se puede decir es que la práctica era similar siempre que se supiera cómo hacerlo, y digo esto haciendo grandes concesiones. Lo menos que se puede decir, por otro lado, es que su práctica fue durante un tiempo más avanzada con respecto a otras colonias —tanto que Rhode Island llegó a tener mala fama con sus vecinos de Massachusetts y Connecticut, que con eficacia la propagaron por todo el territorio, con las consiguientes exageraciones y añadiduras—. Sin embargo, al aceptar el sistema estatal de posesión de territorios, la estructura política de Rhode Island vino a ser una estructura estatal desde el principio, contemplando la estratificación de la sociedad en la clase explotadora y propietaria y la dependiente y sin propiedades. La teoría de William del Estado era la del convenio social alcanzado entre iguales, pero la igualdad no existía en Rhode Island; el resultado real se resolvió en un Estado clasista puro.

En la primavera de 1638, dos jefes indios le regalaron a Williams unas veinte millas cuadradas de terreno, sumadas a otras que les había comprado dos años antes. En octubre formó una patente de compradores que compraron doce décimo-terceras partes del legado indio. Bicknell, en su historia de Rhode Island, cita una carta escrita por Williams al gobernador adjunto de la colonia Bay, que expresa francamente que el plan de esta patente contempla la creación de dos clases de ciudadanos, una la de las cabezas de familias terratenientes, y por otro lado, la de «los jóvenes solteros» desposeídos de tierras, y, como dice Bicknell, «sin voz ni voto ante los oficiales de la comunidad, o las leyes que debían acatar». Así, el orden civil en Rhode Island era esencialmente un orden estatal puro, tanto como el de la colonia Bay, o cualquier otro en América; y de hecho la franquicia de propiedad de tierras extrañamente duró mucho más en Rhode Island que en cualquier otro punto de América[38]. Resumiendo, basta decir que en ninguna parte de la América colonial no hubo ni el menor rastro de democracia. La estructura política siempre fue la del Estado mercantil; los americanos nunca han conocido otro sistema. Además, la filosofía de los derechos naturales y la soberanía popular nunca se llevó a la práctica política en la América colonial, desde el primer asentamiento en 1607 hasta la revolución en 1776.