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Si echamos un vistazo al desarrollo de la civilización, ésta presenta dos tipos distintos de organización política. No se trata de una diferencia de grado, sino de tipo. Aquí no sirve decir que un tipo representa la forma más elevada de civilización y las de otro una forma más baja; pero es así como se las considera, aunque erróneamente. Y menos aún sirve clasificarlas como especies del mismo tipo bajo el nombre genérico de «gobierno», aunque esto, además, hasta hace bien poco, se ha hecho así, y ha llevado a confusiones y malentendidos.

Thomas Paine nos aporta un claro ejemplo de este tipo de error y sus consecuencias. A comienzos de su panfleto que lleva por título Sentido común, Paine establece la distinción entre sociedad y gobierno. Mientras la sociedad es una bendición en cualquier estado, él dice, «el gobierno, incluso en su mejor estado, no es sino un mal necesario; en su peor estado, algo intolerable». En otro lugar, éste habla del gobierno como «un modo que se considera necesario debido a que la virtud moral es incapaz de gobernar el mundo». Paine prosigue mostrando cómo y por qué nace el gobierno. Su origen yace en la comprensión y el acuerdo común de la sociedad, y «el diseño y fin del gobierno», él dice, es «la libertad y la seguridad». Teleológicamente, el gobierno pone en marcha el deseo común de la sociedad, en primer lugar, por la libertad; en segundo lugar, por la seguridad. Pero sin ir más allá; el Estado no contempla una intervención positiva sobre el individuo, sino una negativa. Parece que desde el punto de vista de Paine, el código de gobierno debería basarse en el del legendario rey Pausole, que aprobó dos leyes para sus súbditos, la primera «no herirás a nadie», y la segunda «haz lo que quieras;» siendo la tarea del gobierno una meramente negativa a la hora de garantizar que se cumplan estas normas.

Hasta ahora, Paine se presenta tan sensato como escueto. Y, sin embargo, la crítica que éste hace de la organización política inglesa queda inconclusa desde un punto de vista lógico. Pero sobre esto uno no puede quejarse, pues Paine era un panfletista, un orador muy especial con un argumento ad captandum (atractivo) y, según sabe todo el mundo, éste lo hizo estupendamente. Sin embargo, la cuestión es que cuando él habla del sistema británico, se refiere a un tipo de organización política esencialmente distinta de la que él había descrito; distinta en origen, en intención, en función primaria, en el orden de intereses que refleja. Ésta no se originó en la comprensión y acuerdo común de la sociedad, sino en la conquista y el expolio[10]. Su intención, lejos de contemplar la libertad y la seguridad, no tenía en cuenta nada por el estilo. Ésta contemplaba primariamente la explotación económica constante de una clase por parte de la otra, dando tanta la libertad y seguridad como fuera posible sin perder de vista este objetivo principal. Su función o ejercicio primario no consistía en las intervenciones puramente negativas de Paine sobre el individuo, sino en innumerables intervenciones positivas con el objetivo de estratificar la sociedad en una clase explotadora y en otra dependiente y carente de propiedades. El orden de intereses que ésta reflejaba no era social, sino puramente antisocial; y aquellos que la administraban, llevados por la ética tradicional, o incluso por la ley habitual según se aplicaba a las personas individuales, no se diferenciaban de la clase criminal.

Claramente, debemos tener en cuenta dos tipos distintos de organización política; y, cuando se tienen en cuenta sus orígenes, es imposible distinguir si una es una burda copia de la otra. Por lo tanto, cuando incluimos ambos tipos bajo el nombre común de gobierno nos surgen problemas obvios; dificultades de las que la mayor parte de escritores sobre el tema han sido más o menos conscientes, pero que, hasta la última mitad de siglo, nadie ha intentado solucionar.

Jefferson, por ejemplo, señaló que las tribus indias de cazadores, con las cuales tuvo que tratar bastante al principio, tenían un sistema social perfectamente bien organizado, pero «no tenían gobierno». Al hilo de esto, éste le escribió a Madison que «no tenía claro que no fuera el mejor sistema» pero que sospechaba que era «incompatible con grandes masas de población». Schoolcraft señala que los Chippewas, a pesar de que tenían un sistema social muy bien estructurado, no tenían un gobierno «estable». Herbert Spencer, hablando de los Bechuanas, Araucanos y los Hotentotes Koranna, dice que no tienen una forma de gobierno definida, mientras que Parkman, en su introducción a La Conspiración de Pontiac, nos habla del mismo fenómeno, y está francamente sorprendido de sus anomalías evidentes. La teoría de gobierno de Paine coincide exactamente con la teoría establecida por Jefferson en la Declaración de Independencia. La doctrina de los derechos naturales, que es explícita en la Declaración, se vuelve implícita en el Sentido Común[11]; y el punto de vista de Paine de que «el designio y el fin del gobierno» es precisamente el de la Declaración, es que, «para asegurar estos derechos, los gobiernos deben ser establecidos por los hombres», y más aún, el punto de vista de Paine del origen del gobierno es que éste obtiene sus poderes del consentimiento de los gobernados. Ahora, si recurrimos a las fórmulas de Paine o a las de la Declaración, queda muy claro que los Indios de Virginia si tenían gobierno. Los comentarios del mismo Jefferson así lo indican. Su organización política, aunque simple, servía a este propósito. Su código preservaba la libertad y seguridad del individuo, y al tratar con infracciones en este tipo de sociedad se podrían dar casos de fraude, robo, asalto, adulterio, asesinato. Lo mismo sucede con los pueblos mencionados por Parkman, Schoolcraft y Spencer. Decididamente, si el lenguaje de la Declaración equivale a algo, estos pueblos tenían gobierno; y estos informadores nos lo describen como un gobierno competente para lograr tales propósitos.

Por lo tanto, cuando Jefferson dice que sus Indios «no tenían gobierno», probablemente se refería a que no tenían el tipo de gobierno que él conocía, y cuando Schoolcraft y Spencer hablan de gobierno «estable» y «definido», hay que tomarse sus palabras del mismo modo. Este tipo de gobierno, sin embargo, siempre ha existido y aún existe, respondiendo a la perfección a las fórmulas de Paine y a las de la Declaración; aunque es un tipo que, incluso muchos de nosotros, raras veces hemos visto. Esto no debe achacarse a que sean una raza inferior, pues la simplicidad institucional no es en sí misma una marca de retraso o inferioridad; y ya se ha demostrado en que algunos aspectos esenciales los pueblos que tienen este tipo de gobierno son, en comparación, muy civilizados. Hay que resaltar el testimonio de Jefferson y el de Parkman. Este tipo, sin embargo, incluso a pesar de que se documenta en la Declaración, es fundamentalmente distinto del tipo que ha prevalecido a lo largo de la historia, y que prevalece actualmente, así que ambos tipos, para mantener un punto de vista claro, deben separarse por nombre, aunque no en esencia. Son tan distintos en teoría que debemos marcar una separación tajante entre ambos por su propia seguridad. Así pues, no es ni de manera arbitraria ni académica que a uno se le llame gobierno y al otro simplemente Estado.

II

Aristóteles, confundiendo la idea de Estado con la de gobierno, pensaba que el Estado surgía del agrupamiento natural de la familia. Otros filósofos griegos, trabajando bajo la misma confusión, de algún modo se anticiparon a Rousseau al descubrir su origen en la esencia y disposición social del individuo; por otro lado, una escuela opuesta, que sostenía que el individuo es antisocial por naturaleza, más o menos se anticipó a Hobbes al descubrirlo en un compromiso obligatorio entre las tendencias antisociales de los individuos. Otro punto de vista, implícito en la doctrina de Adam Smith, es que el Estado surge de la asociación de ciertos individuos que mostraban una marcada superioridad en diligencia, prudencia y ahorro. Los filósofos idealistas, apelando al transcendentalismo de Kant, llegaron a distintas conclusiones; y se avanzaron uno o dos puntos de vista bastante menos plausibles, quizás, que cualquiera de los anteriores.

El verdadero problema con estos puntos de vista surge, no porque sean meras conjeturas, sino porque se basan en un análisis incompetente. Estos pasan por alto las señales características que el tema presenta, como por ejemplo, hasta hace bien poco, todas las teorías del origen de la malaria obviaban la actividad del mosquito propagador, o las opiniones sobre la plaga bubónica pasaban por alto el parásito de la rata. Sólo en los últimos cincuenta años el método histórico se ha aplicado al problema del Estado[12]. Este método nos lleva a la primera vez que se documenta el Estado como tal, analizando sus rasgos más característicos, y llega a las conclusiones indicadas.

Hay tantos indicios claros de este método en escritores anteriores —se pueden encontrar incluso en Strabo— que uno se pregunta por qué se ha dilatado tanto en el tiempo su aplicación sistemática; pero en dichos casos, como el de la malaria o el tifus, cuando se determina la prueba característica, es tan obvio que uno siempre se pregunta por qué pasó desapercibida durante tanto tiempo. Quizá en el caso del Estado, lo mejor que se puede decir es que era necesaria la cooperación del Zeitgeist (filosofía de la época) y no se pudo tener antes.

El testimonio positivo de la historia es que el Estado tiene su origen indiscutible en la conquista y la confiscación. Ningún Estado primitivo conocido se originó de otro modo[13]. Desde un punto de vista negativo, se ha demostrado que más allá de toda duda ningún Estado pudo surgir de otro modo[14]. Además, la característica invariable del Estado es la explotación económica de una clase por parte de otra. En este sentido, cada Estado conocido es un Estado de clase. Oppenheimer define el Estado, en relación a su origen, como una institución «donde un grupo dominante ejerce presión sobre otro reprimido, con el único objetivo de sistematizar la dominación del reprimido por el dominante, y protegerse al mismo tiempo de la insurrección interna y externa. Este control no tiene más objetivo que la explotación económica del grupo reprimido por parte del victorioso».

El estadista Americano John Jay acometió la respetable hazaña de resumir toda la doctrina de conquista en una sola frase. «Las naciones en general», dijo, «irán a la guerra cuando consideren que hay algo que obtener». Cualquier botín económico, o cualquier fuente de recursos naturales, es un incentivo para la conquista. La técnica primitiva era la de saquear las posesiones deseadas, apropiándoselas por completo, bien aniquilando a sus dueños, bien dispersándolos a una distancia conveniente. Sin embargo, pronto fue considerado más provechoso someter a los dueños y utilizarlos como mano de obra; y la técnica primitiva fue modificada. Bajo circunstancias especiales, en las que esta explotación no podía o no merecía la pena llevarse a cabo, se aplicaba la técnica primitiva, como «hicieron los españoles en Sudamérica», o nosotros mismos con los indios. Pero son situaciones excepcionales; la técnica modificada se ha utilizado casi desde el principio, y en todas partes marca el origen del Estado. Citando a Ranke acerca de la técnica de saquear a los pastores, los Hyksos, que establecieron su Estado en Egipto sobre el 2000 antes de Cristo, Gumplowicz señala que las palabras de Ranke resumen muy bien la historia política de la humanidad.

En efecto, la técnica modificada siempre prevalece. «En todas partes observamos un grupo militante de hombres fieros asaltando la frontera de algún pueblo pacífico, sometiéndolo y estableciendo el Estado, ocupando ellos el puesto de la aristocracia. En Mesopotamia, esto sucede de forma sucesiva. Un Estado sustituye a otro: babilonios, amoritanos, asirios, árabes, medos, persas, macedonios, partianos, mongoles, seldshuks, tártaros, turcos; en el valle del Nilo, Hyksos, nubios, persas, griegos, romanos, árabes, turcos; en Grecia, los estados dóricos son ejemplos específicos; en Italia, romanos, ostrogodos, lombardos, francos, germanos; en España, cartaginenses, visigodos, árabes; en la Galia, romanos, francos, burgundios, normandos; en Bretaña, sajones, normandos». Por todas partes encontramos el mismo sistema de organización política con el mismo origen, y con la misma finalidad, a saber: la dominación económica de un grupo derrotado por parte de otro conquistador. En todas partes, sí, pero con una excepción. Donde la explotación económica no ha podido llevarse a cabo, sea por la razón que fuere, el Estado nunca ha llegado a existir; el gobierno sí, pero no el Estado. Las tribus americanas de cazadores, por ejemplo. Su organización sorprendió enormemente a nuestros observadores, pues nunca formaron un Estado, ya que es difícil someter a un cazador a la dependencia económica y hacerle cazar para ti[15]. La conquista y la confiscación eran sin duda factibles, pero no repercute en un beneficio económico, pues ésta aporta al agresor poco más de lo que ya tiene; lo que realmente proporciona algún tipo de satisfacción es el tener una u otra forma de feudo. Por razones similares los campesinos primitivos nunca formaron un Estado. Las ganancias económicas de sus vecinos eran tan inapreciables y perecederas como para resultar interesantes[16]; y especialmente con la abundancia de tierra libre, la esclavitud de sus vecinos era imposible, aunque sólo fuera por el problema policial que ello implicaría[17].

Ahora se puede apreciar bien la gran diferencia entre la institución del gobierno, según Paine y la Declaración de la Independencia, y la institución del Estado. El Gobierno puede haber sido concebido según la teoría de Paine, o la de Aristóteles, o la de Hobbes, o la de Rousseau; mientras que la del Estado no sólo no se originó nunca de ninguno de esos modos, sino que no lo habría hecho así jamás. La esencia y el objetivo del gobierno según lo establecen Parkman, Schoolcraft y Spencer, tiene una raíz social. Basándose en la idea de los derechos naturales, el gobierno le asegura al individuo esos derechos por una intervención estrictamente negativa, haciendo justicia de manera gratuita y de fácil acceso; éste no va más allá. El Estado, por otro lado, tanto en su origen como en su objetivo primario, es puramente antisocial. No se basa en la idea de los derechos naturales, sino en la idea de que el individuo carece de derechos excepto los que le dé provisionalmente el Estado. Éste siempre ejerce la justicia a un alto precio y es difícil acceder a ella, y siempre se ha puesto por encima de la justicia y de la moralidad común cuando ha podido sacar algún tipo de beneficio[18]. Hasta ahora, de promocionar un desarrollo completo del poder social, según Madison, el Estado ha convertido cada eventualidad en una fuente de reducción del poder social y aumento del estatal[19]. Como ya observó el Dr Sigmund Freud, no se puede decir que el Estado haya mostrado alguna disposición para suprimir el crimen, pero sí para salvaguardar su propio monopolio del crimen. En Rusia y Alemania, por ejemplo, hemos visto recientemente al Estado ejerciendo con un cierto entusiasmo contra la violación de su monopolio por personas privadas, mientras que al mismo tiempo éste ejerce ese monopolio con una crueldad desmedida. Elige un Estado, un momento de su historia, y no se aprecian diferencias entre las actividades de sus fundadores, administradores y beneficiarios y las de los criminales profesionales.

III

Tales son los antecedentes de esa institución que está tan ocupada en convertir el poder social en estatal por todas partes[20]. Su aceptación queda lejos de resolver la mayoría, si no todas, las anomalías aparentes que exhibe el comportamiento del Estado moderno. Es de gran ayuda, por ejemplo, al tener en cuenta el hecho evidente de que el Estado siempre se dirige lentamente y a regañadientes hacia cualquier objetivo que beneficie a la sociedad, pero avanza rápidamente y con entusiasmo hacia lo que le beneficia a él mismo; y no se mueve de motu proprio cuando se trata de objetivos sociales si no se le presiona, mientras que si se trata de motivos antisociales toma la iniciativa.

Los ingleses del último siglo hicieron énfasis en esto, pues contemplaron con angustia la reducción masiva del poder social por parte del gobierno Británico. Uno de ellos fuer Herbert Spencer, que publicó una serie de ensayos recopilados en un volumen titulado El Hombre contra el Estado. En el estado en que están nuestros asuntos públicos, es muy llamativo que ningún publicista americano haya aprovechado la oportunidad de reproducir estos ensayos textualmente, sustituyendo simplemente las ilustraciones tomadas de la historia americana por las de Spencer de historia británica. Si esto se hiciera en condiciones, sería una de las obras más útiles y relevantes que podría realizarse en este momento[21].

Estos ensayos se dedican a examinar los distintos aspectos del crecimiento contemporáneo del poder estatal en Inglaterra. En el ensayo titulado Sobre La Legislación, Spencer señala un aspecto llamativo y habitual en nuestra experiencia[22], que cuando el poder estatal se utiliza para fines sociales, su conducta es invariablemente «lenta, estúpida, extravagante, inadaptable, corrupta y obstructiva». Spencer dedica bastantes párrafos para cada punto, reuniendo un montón de pruebas. Cuando éste termina, se acaba la discusión y ya no queda nada por decir. Y además demuestra que el Estado no cumple con efectividad lo que él denomina «sus deberes incuestionables» hacia la sociedad, no decreta con efectividad ni defiende los derechos elementales del individuo. Estando así las cosas —y para nosotros también es una cosa de todos los días— Spencer no ve motivos para esperar que el poder estatal sea aplicado de manera más eficiente a los objetivos sociales de orden secundario. «Si, para decirlo en dos palabras, hubiéramos demostrado su eficiencia como juez y defensor, en lugar de haberlo tachado de desleal, cruel y con ganas de mantenerlo lejos, habría algún atisbo de esperar otros beneficios en sus manos».

Sin embargo, éste señala, es sólo esa esperanza del todo ilusoria de que la sociedad se deja llevar, y se deja llevar por evidencias cotidianas que son ilusorias. Éste señala el tipo de anomalías a la que nos ha acostumbrado la prensa de todos los días. Coge un periódico, dice Spencer, y probablemente encontrarás un artículo destacado «donde se expone la corrupción, negligencia y mala organización del algún departamento estatal. Échale una ojeada a la siguiente columna, y es más que probable que leas propuestas a favor de una extensión de la supervisión del estado»[23].

Así, mientras todos los días se informa de un fallo, igualmente todos los días surge la creencia de que se necesita una Ley Parlamentaria y un grupo de oficiales que la lleve a cabo[24]. «En ninguna parte se observa mejor la fe perenne de la humanidad». No es necesario mencionar que los motivos que aporta Spencer por el comportamiento antisocial del Estado son válidos, pero ahora podremos ver lo que se refuerzan con los hallazgos del método histórico; un método que no se había utilizado cuando Spencer lo escribió. Estos hallazgos manifiestan que la conducta de la que se queja Spencer es puramente histórica. Cuando los mercaderes de la ciudad en el siglo XVIII sustituyeron a la nobleza terrateniente que controlaba el mecanismo del Estado, no cambiaron el carácter del Estado; simplemente adaptaron su mecanismo a sus propios intereses, y lo reforzaron tremendamente[25].

El Estado mercantil siguió siendo una institución antisocial, un Estado puramente clasista, como el Estado de la nobleza; su objetivo y función siguieron intactos, salvo por las cambios necesarios para adaptarlo al nuevo orden de intereses que debía servir. Por lo tanto, en su flagrante perjuicio a los objetivos sociales, que es de lo que Spencer le acusa, el Estado actuaba con firmeza.

Spencer no discute lo que él denomina «la fe perenne de la humanidad» en la actividad del Estado, sino que se contenta con desarrollar el comentario sentencioso de Guizot de que «una creencia en el poder soberano de la maquinaria política» no es más que una «tremenda desilusión». Esta fe es principalmente una consecuencia del inmenso prestigio del que se ha rodeado el Estado en el siglo o algo más desde que surgió la doctrina del gobierno por mandato divino. Aquí no hace falta considerar los distintos instrumentos que utiliza el Estado para dotarse de prestigio; la mayoría se conocen de sobra, y se comprende perfectamente cómo se usan. Hay, sin embargo, uno que es de algún modo peculiar para el Estado republicano. El Republicanismo permite que el individuo se convenza de que el Estado es su creación, que la acción estatal es su acción, que cuando se expresa habla por su boca, y que cuando se le glorifica, él mismo se glorifica también. El Estado republicano apoya todo esto con todas sus fuerzas, consciente de que es el instrumento más eficiente para aumentar su propio prestigio. La frase de Lincoln, «del pueblo, por el pueblo, para el pueblo», fue probablemente el golpe de propaganda más efectivo que se llegó a hacer a favor del prestigio del Estado republicano.

Así, el tipo de ideas previas que posee el individuo le inclinan con bastante fuerza a ofenderse ante la sugerencia de que el Estado sea antisocial por naturaleza. Éste observa sus fallos y actos ilícitos con el ojo de un padre, dándole el beneficio de un código ético especial. Lo que es más, siempre tiene la esperanza de que el Estado aprenderá de sus errores y mejorará. Teniendo en cuenta que su técnica con objetivos sociales es torpe, derrochadora y cruel, incluso confesando, —con el oficial público que cita Spencer, que donde quiera que esté el Estado, siempre se da villanía— no hay motivo para que, con más experiencia y responsabilidad, el Estado no mejore.

Algo semejante parece ser la premisa básica del colectivismo. Dejemos que el Estado confisque todo el poder social, y sus intereses se igualarán a los de la sociedad. Teniendo en cuenta que el Estado tiene un origen antisocial, y que ha mantenido un carácter antisocial a lo largo de toda su historia, dejemos que se extinga el poder social por completo, y éste cambiará su carácter; se mezclará con la sociedad, y por lo tanto se convertirá en un órgano eficiente y altruista de la misma. El Estado histórico, en resumen, desaparecerá, y quedará solo el gobierno. Es una idea atrayente; la esperanza de llevarlo a la práctica es lo que, sólo hace unos pocos años, convirtió «al experimento ruso» en algo tan irresistiblemente fascinante ante los espíritus generosos que se sintieron agobiados por el Estado. Un examen más detallado de las actividades del Estado, sin embargo, demostrará que esta idea, por muy atractiva que parezca, se hace añicos contra la ley de hierro de la economía fundamental, que dice que el hombre siempre tiende a satisfacer sus necesidades y deseos siguiendo la ley del mínimo esfuerzo. Veamos de qué manera.

IV

Sólo hay dos métodos o medios, y solo dos, para satisfacer los deseos y necesidades del hombre. Uno es la producción e intercambio de riqueza, es decir, la vía económica[26]. El otro es el reparto de la riqueza ajena sin dar nada a cambio, es decir, la vía política. El ejercicio primitivo de los medios políticos, era, como hemos visto, por medio de la conquista, la confiscación, expropiación e introducción de la economía esclavista. El conquistador dividía en parcelas el territorio entre beneficiarios, que a su vez satisfacen sus necesidades y deseos explotando a los esclavos[27]. El Estado feudal y el mercantil, allí donde se encuentren, simplemente adoptaron y desarrollaron sucesivamente el sistema heredado de explotación que el Estado primitivo les había legado; se trata en esencia de simples síntesis aglutinadoras del Estado primitivo.

El Estado, entonces, tanto primitivo, como feudal, como mercantil, es la organización de los medios políticos. Ahora, ya que el hombre tiende a satisfacer sus necesidades y deseos empleando el mínimo esfuerzo, éste utilizará los medios políticos cuando pueda, no de manera exclusiva si se puede evitar; sino asociando estos con los medios económicos. El político de hoy día dispone de acceso al sistema moderno estatal de explotación; al sistema de tarifas, concesiones, el monopolio de la renta, y demás. El determinar que este es su instinto más básico es algo que se pone en evidencia por la observación. Pero este instinto sólo se podrá patentizar cuando sea posible la organización del medio económico —es decir, sólo mientras sea tarea del Estado burocrático la de ser distribuidor de ventajas o excepciones económicas y ser arbitro de la explotación—. Un estado proletario, al igual que el mercantil, sólo cambiaría el foco de la explotación, y no hay fundamento histórico que nos haga presumir que un estado colectivista se diferenciaría en lo esencial de sus predecesores[28]; tal y como estamos empezando ya a apreciar, «el experimento ruso» se ha resuelto en el surgimiento de un estado burocrático altamente centralizado sobre las ruinas de otro, dejando el sistema de explotación intacto y listo para ser utilizado de nuevo. Por lo tanto, basándonos en la ley de la economía fundamental mencionada antes, la expectativa de que el colectivismo altere el carácter esencial del Estado parece una mera ilusión.

Así, los resultados a los que se llegan por medio del método histórico, refuerzan todas las consideraciones hechas por Spencer contra las intrusiones estatales en el poder social. Cuando Spencer concluye que «en las organizaciones estatales, la corrupción es inevitable», el método histórico muestra por qué ello es así partiendo de la naturaleza del mundo —vilescit origine tali—. Cuando Freud comenta la chocante disparidad entre la ética del Estado y la ética privada —y sus comentarios en este aspecto son de lo más profundo e inquisitivo— el método histórico inmediatamente aporta la mejor razón sobre el por qué se debe buscar esa disparidad[29]. Cuando Ortega y Gasset dice que «el estatismo representa la forma más elevada de violencia y acción directa cuando estas actividades se normalizan», el método histórico nos hace ver en el instante que su definición sería precisamente la que cualquiera podría sacar a priori frente a estos hechos.

El método histórico, además, establece el dato importante de que, en el caso de las enfermedades tabéticas o parasitarias, la reducción del poder social por parte del estado no se puede comprobar hasta que no se ha llegado a cierto punto en el proceso. La historia no muestra un ejemplo donde, una vez sobrepasado este punto, esta reducción no haya terminado en un completo y permanente colapso. En algunos casos, la desintegración es lenta y dolorosa. La muerte dejó su marca en Roma a finales del siglo II, pero la ciudad logró mantenerse, si bien de forma penosa, durante un tiempo tras los Antoninos. Atenas, por otro lado, cayó rápidamente. Algunas autoridades creen que Europa se acerca peligrosamente a ese punto, si no lo ha pasado ya; pero hacer conjeturas carece de valor. Ese punto puede haberse alcanzado en América, o puede que no, la certeza es que se pueden dar argumentos veraces para cada caso. Ahora bien, podemos estar seguros de dos cosas: la primera, que la velocidad a la que se aproxima América a ese punto ha aumentado mucho; y la segunda es que no hay evidencia de que se haya hecho algo para retrasarlo, o muestras de algún tipo de apreciación intuitiva que presagie ese peligro.