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Si miramos bajo la superficie de nuestros asuntos públicos, podemos distinguir un hecho clave, a saber: una gran redistribución del poder entre la sociedad y el estado. Esto es lo que interesa al estudiante de la civilización. El interés secundario por temas tales como fijar precios, fijar salarios, inflación, política bancaria, «ajustes agrícolas» y temas similares de política estatal que llenan las páginas de los periódicos y la boca de periodistas y políticos es un tema derivado. Todo esto se puede agrupar bajo un solo encabezamiento. Estos temas tienen una importancia inmediata y temporal, y por ello captan toda la atención pública, pero llevan al mismo punto, que es un aumento del poder estatal y un descenso equivalente del social. Desafortunadamente, no se comprende demasiado bien que, del mismo modo que el Estado no tiene dinero propio, tampoco tiene poder. Todo el poder que posee es el que le aporta la social, más el que éste confisca de cuando en cuando con un pretexto u otro; no hay otra fuente de donde obtener poder. Por lo tanto, cada toma de poder, bien por un motivo o por el otro, le resta poder a la sociedad, de tal forma que no hay ni puede haber un fortalecimiento del poder estatal sin la correspondiente disminución del social. Además, con el ejercicio del poder estatal, no solo disminuye el poder social en la misma medida, sino la manera de ejercerlo. El alcalde Gaynor sorprendió a toda Nueva York cuando le comentó a un corresponsal que se había quejado de la ineficacia de la policía, que cualquier ciudadano tiene el derecho de arrestar a un malhechor y arrastrarle hasta el magistrado. «La ley de Inglaterra y de este país», escribió, «ha sido muy cuidadosa a la hora de no otorgar más derechos en ese sentido a la policía y a los agentes que a cualquier otro ciudadano». El ejercicio de ese derecho por la policía había sido tan constante que no sólo ningún ciudadano estaba dispuesto a realizarlo, sino que probablemente uno de cada mil ni siquiera sabía que lo tenía.

Hasta ahora en este país repentinas crisis de infortunio han coincidido con una movilización del poder social. De hecho (excepto para ciertas empresas institucionales tales como los asilos, manicomios, hospitales y albergues) la miseria, el desempleo, la depresión y males similares no han sido de la incumbencia del Estado, pero han sido aliviadas por el uso del poder social. Bajo el gobierno de Roosevelt, sin embargo, el Estado asumió esta función, anunciando públicamente la doctrina, inédita en la historia, de que el Estado les debe a sus ciudadanos un trabajo. Los estudiantes de política, por supuesto, vieron en esto una propuesta astuta para aumentar el poder estatal; simplemente, lo que en 1794 James Madison denominó «el viejo truco de convertir cada eventualidad en una fuerza de poder para el gobierno», y el paso del tiempo les ha dado la razón. El efecto que se establece en la balanza entre el poder estatal y el social es clara, y también su efecto de adoctrinamiento general con la idea de que el ejercicio del poder social no se necesita en dichos temas. Así, de este modo, el cambio progresivo del poder social al estatal resulta aceptable[1].

Cuando tuvo lugar la inundación de Johnstown, el poder social se movilizó usándose con inteligencia y vigor. Su abundancia, medida en términos monetarios, fue tan grande que cuando todo volvió a la normalidad, quedaban un millón de dólares. Si esa catástrofe sucediera ahora, no sólo se agotaría el poder social, sino que además la tendencia sería dejar que el Estado se encargara de ello. No sólo se ha atrofiado el poder social en gran medida, sino que también se ha atrofiado la voluntad de ejercerlo en esa dirección. Si el Estado ha convertido esos temas en puro negocio, y ha confiscado el poder social necesario para afrontarlo, pues dejemos que lo haga. Podemos medir esta atrofia general cuando se nos acerca un mendigo. Hace dos años nos habría llegado al corazón y le habríamos dado algo: hoy le enviamos a la agencia de auxilio estatal.

El Estado le ha dicho a la sociedad: o tú no estás ejerciendo suficientemente el poder para afrontar una emergencia, o lo estás ejerciendo de una manera que considero incompetente, así que te confisco el poder y lo usaré en mi propio beneficio. Así, cuando un mendigo nos pide una moneda, como el Estado ya nos ha restado el capital disponible para hacer frente a tales menesteres, es el instinto el que nos lleva a decir que éste debería ir a reclamárselo más bien al Estado. Cada intervención positiva que ejerce el Estado en industria y comercio tiene un efecto similar. Cuando el Estado interviene para fijar precios o salarios, de algún modo le dice al empresario que no está ejerciendo el poder social de manera correcta, así que se lo confisca y lo ejerce del modo que considera más oportuno. Así pues, el instinto del empresario le lleva a permitir que sea el Estado quien se haga cargo de las consecuencias. Como ejemplo para ilustrar esto, un fabricante de un tipo muy especializado de tejidos me contaba el otro día que había permitido que su molino arrojara pérdidas durante cinco años porque no quería que sus trabajadores se fueran a la calle en estos duros momentos, pero ahora que el estado le había aconsejado cómo dirigir su negocio, también podría hacerse responsable de él. El proceso de convertir el poder social en poder estatal puede verse desde los casos más simples donde la intervención estatal es directamente competitiva. La acumulación de poder estatal en distintos países ha sido tan rápida y diversificada en los últimos veinte años que ahora vemos al Estado funcionando de telegrafista, telefonista, vendedor de cerillas, operador de radio, fundidor, ferroviario, propietario, conductor de trenes, vendedor de tabaco al por mayor y al por menor, constructor y propietario de barcos, farmacéutico, constructor portuario, constructor de viviendas, profesor, vendedor de prensa, suministrador de comida, agente de seguros, etc[2].

Es obvio que los distintos modos privados de estas empresas tienden a menguar en proporción al aumento de la energía de las intrusiones estatales, pues el poder social siempre está en clara desventaja frente al estatal, ya que el Estado puede sentar los términos de competición que le convenga, incluso hasta el punto de ilegalizar cualquier ejercicio de poder social; en otras palabras, ejerciendo un completo monopolio. Hay montones de ejemplos de esto; el que mejor conocemos, probablemente, es el caso del monopolio estatal del transporte de correos. El poder social se ve maniatado por el simple decreto de aplicar esta forma de negocio, a pesar de poder hacerlo más barato y, en este país al menos, mucho mejor. Las ventajas de este monopolio a favor del estado son peculiares. Nadie más, probablemente, puede asegurar una clientela tan enorme y bien distribuida, y bajo la apariencia de un servicio público usado por una cantidad enorme de gente; éste puede poner a los responsables y agentes del Estado hasta en la sopa. No es ni por asomo una coincidencia que un recaudador de la administración de repente sea nombrado director general de correos.

Así, el Estado «convierte cada contingencia en una fuente» para acumular poder, siempre a expensas del poder social, siendo de este modo que la gente desarrolla su hábito de conformidad. Las nuevas generaciones siempre surgen adaptadas, o por usar un término creo ya se incluye en el diccionario americano, «condicionadas» por el crecimiento del poder estatal, lo que lleva a la gente a considerar que el proceso de acumulación continua sigue su curso. Todas las voces institucionales del Estado se unen para confirmar esta tendencia; éstas se unen para exhibir la conversión progresiva del poder social en poder estatal, no sólo como normal, sino incluso como algo honesto y necesario para el bienestar público.

II

Actualmente en Estados Unidos, los signos principales que nos indican un aumento del poder estatal son tres. En primer lugar, el punto al que ha llegado la autoridad en relación con la centralización del Estado. Prácticamente todos los derechos y poderes soberanos de las unidades políticas menores que merecía la pena absorber han sido asumidos por la unidad federal, lo que no significa que todo el poder estatal se haya concentrado en Washington, sino que hasta ahora se ha concentrado en manos del Ejecutivo y así el régimen está formado por personal gubernamental. Es republicano de nombre, pero su verdadera naturaleza es centralista; una anomalía curiosa, pero muy típica en gente poco dotada de integridad intelectual. El gobierno personal no se ejerce aquí del mismo modo que en Italia, Rusia o Alemania, pues aquí todavía no se ha dado un interés estatal para que lo hagamos, mientras que en esos países sí que lo hay. Pero el gobierno personal siempre es gobierno personal, el modo de llevarlo a cabo es cuestión de conveniencia política, y éste viene determinado por completo según las circunstancias. Este régimen que tenemos se estableció por un golpe de estado novedoso y atípico, posible solamente en un país adinerado. Éste no se efectuó de forma violenta, como el de Luis Napoleón, ni por medio del terrorismo, como el de Mussolini, sino a modo de transacción. Por lo tanto, presenta lo que se llamaría una variante americana del golpe de Estado[3]. Nuestra legislatura nacional no fue reprimida por medio de las armas, como la Asamblea Francesa de 1851, sino que se anularon sus funciones comprándola con dinero público, y en lo tocante a la forma que ésta adoptó en las elecciones de noviembre de 1934, ello sirvió para consolidar el golpe de estado, quedando las funciones correspondientes de las unidades menores relegadas bajo el control del Ejecutivo. Este es un fenómeno destacable; posiblemente nada semejante había sucedido jamás; y su naturaleza e implicaciones merecen gran atención.

Una segunda señal proviene de la extensión notoria del principio burocrático. Esto se ve a primera vista por el número de consejos, comisiones y oficinas que se han instalado en Washington en los últimos dos años. Parece ser que supone unos 90000 empleados aparte del funcionariado, y el total de la nómina federal de Washington se detalla en más de tres millones de dólares al mes[4]. Esto, sin embargo, es relativamente de menor importancia. La presión de la centralización tiende firmemente a convertir a cada oficial y a cada aspirante político de las unidades menores en un agente sobornable y complaciente de la burocracia federal. Esto presenta un paralelismo interesante con el estado de las cosas en el Imperio Romano en los últimos días de la dinastía Flavia y de ahí en adelante. Los derechos y prácticas del autogobierno local, que fueron con anterioridad de gran importancia en las provincias y aún más en los municipios, se perdieron por la rendición más que por la supresión. La burocracia imperial, que hasta el siglo II era un asunto modesto, creció de manera tremenda y los políticos locales vieron rápidamente la ventaja de estar a su favor. Estos llegaron a Roma con el sombrero en la mano del mismo modo que los gobernadores, aspirantes a congresistas y semejantes hacen hoy día en Washington. Sus ojos y pensamientos estaban fijos en Roma, debido a su fama y preferencia, y en su incorregible servilismo se convirtieron, según Plutarco, en hipocondríacos que no se atrevían ni a comer ni a darse un baño sin consultar a su médico.

Una tercera señal se puede apreciar en que la pobreza y la mendicidad se convierten en una herramienta política permanente. Hace dos años, muchos de los nuestros estaban pasando serios apuros; hasta cierto punto, sin duda, sin ser su culpa, aunque ahora es evidente que, visto desde el punto de vista popular y político, la línea divisoria entre los que no se lo merecen y los que sí era muy difusa. El acervo popular se hizo sentir, y la miseria actual hizo sospechar que los males presentes se debía a algún error cometido por la sociedad en su conjunto, y no por causa de la avaricia, la locura o el error, aunque en cierto modo así lo fue. El Estado siempre, de modo instintivo, «convirtiendo cada problema en un mecanismo» para acelerar la conversión del poder social en estatal, no perdió el tiempo en aprovecharse de este momento. Todo lo que se necesitaba para convertir a estos desafortunados en una inestimable propiedad política era declarar la doctrina de que el Estado les debe a todos sus ciudadanos un empleo, y así se hizo. Inmediatamente esto supuso un enorme aumento en los votos, y el Estado se fortaleció tremendamente a costa de la sociedad[5].

III

Existe la impresión de que el aumento del poder estatal que ha tenido lugar desde 1932 es provisional y temporal, que la correspondiente disminución del poder social es de algún modo una especie de préstamo de emergencia, y por lo tanto no debe ser analizado profusamente. Existe la posibilidad, incluso, de que esta creencia carezca de fundamento. Sin duda, nuestro régimen actual será modificado de un modo u otro; de hecho, así debe ser, pues lo precisa el proceso de consolidación. Pero cualquier cambio esencial no tendrá precedente y es, por lo tanto, improbable, y me refiero a un cambio esencial que tiende a redistribuir el poder actual entre el Estado y la sociedad[6]. De acuerdo con la naturaleza de las cosas, no hay motivo por el cual semejante cambio deba suceder, y muchas para que no suceda. Veremos varias recesiones y compromisos evidentes, pero podemos estar seguros de una cosa: nada de esto reducirá el poder estatal actual.

Por ejemplo, sin duda veremos en breve que el enorme grupo de presión formado por los más desfavorecidos y por los subsidiarios, políticamente organizados, recibirán subsidios de manera indirecta, en vez de directa, porque el interés del Estado no puede seguir el ritmo de las masas reivindicativas y saquear sus propios fondos públicos. El método de subsidio directo, o mera compra de efectivo, dejará paso al método indirecto que se conoce como «legislación social», esto es, un sistema múltiple de pensiones, seguros e indemnizaciones estatales de distinto tipo. Esto representa una retrocesión aparente, y cuando suceda sin duda será considerada algo real, y aceptada como tal, pero ¿lo es realmente?, ¿tiene ésta como consecuencia una disminución del poder estatal y favorecer el social? Está claro que no, sino todo lo contrario. Ésta tiende a consolidar firmemente esta parte específica del poder estatal, y le da vía libre para aumentarlo sin límite por medio de la invención de nuevos cursos y desarrollos de la legislación social, administrada por el estado, lo que es una tarea de lo más simple. Uno puede añadir que cualquier cosa que tenga valor merece la pena, que si el efecto de la legislación social progresiva sobre el total de la estatal fuera desfavorable o nulo, apenas habríamos encontrado al Príncipe de Bismarck y a los políticos liberales británicos de hace cuarenta años embarcados en una empresa ni remotamente parecida.

Así pues, cuando el estudiante de la civilización, en su curiosidad, tiene la ocasión de observar ésta u otra retrocesión aparente en cualquier punto de nuestro régimen actual[7], puede conformarse con hacer la única pregunta: ¿cuál ha sido el efecto de tal política en el poder estatal en su conjunto? La respuesta que se dé mostrará si la retrocesión es real o aparente, que es lo único que nos interesa saber.

Existe también la impresión de que si las retrocesiones reales no ocurren por sí mismas, éstas pueden provocarse votando convenientemente a un partido político u otro no. Esta idea surge de forma totalmente contraria a lo constatado en la realidad; la primera de ellas es que el poder de la votación acabará siendo lo que la teoría política republicana haga de él, y por lo tanto, el electorado tiene poder para elegir con efectividad. Que nada de esto es cierto es algo que resalta a la vista por su notoriedad. Nuestro sistema republicano nominal está realmente basado en un modelo imperial, con nuestros políticos profesionales ocupando el lugar de los guardias pretorianos, que de cuando en cuando, se reúnen para decidir «sobre qué hacer la vista gorda» y «cómo, y quién puede salirse con la suya», y el electorado vota de acuerdo a estos designios. Bajo estas condiciones es fácil dotar de apariencia al deseo de hacer concesiones reales, pero en verdad no los son; nuestra historia muestra ejemplos innumerables de cómo hacer frente a problemas de la praxis política más complicados que éste. En esta conexión se puede también señalar la hipótesis infundada de que los nombramientos de partido conllevan una serie de principios, y que hacer promesas implica su cumplimiento. Además, bajo estas hipótesis y otras que contempla la fe en la «acción política», subyace el supuesto de que los intereses estatales y los de la sociedad son, al menos teóricamente, idénticos; mientras que en teoría son completamente opuestos, y esta oposición se ve de forma invariable en la práctica hasta cuando las circunstancias lo permiten.

Sin embargo, sin ir más allá por el momento, probablemente sea suficiente con observar aquí que el ejercicio del gobierno personal, el control de una enorme y creciente burocracia y la organización de una enorme masa de votantes subsidiarios, les viene bien tanto a un tipo de políticos como al otro. Presuntamente, estas cosas interesan a un republicano o a un progresista tanto como a un demócrata, a un comunista, a un laborista agrícola, a un socialista o a cualquier tendencia política, pues a todos les sirven desde un punto de vista electoral. Esto se demostró en la campaña local de 1934 por medio de la actitud práctica de políticos que representaban a partidos de ideología opuesta. Esto se muestra hoy de una manera mucho más clara por la prisa ya cómica que muestran los líderes de la oposición oficial por empezar con eso que denominan la «reorganización» de su partido. Aunque se pase por alto el significado de sus palabras; sin embargo, sus actos muestran claramente cómo el reciente aumento del poder estatal se vuelve permanente, que ellos son conscientes de esto; y que, dado el caso, se preparan para controlarlo y dirigirlo. Esto es lo que significa la «reorganización» del partido republicano, y todo lo que en verdad se persigue; y esto es bastante para mostrar la ilusión de creer que se puedan establecer cambios esenciales de régimen por medio de efectuar cambios en la administración del partido. Por el contrario, está claro que cualquier competición entre partidos que veamos de aquí en adelante se seguirá dando en los mismos términos que hasta ahora. Todo ello se resolverá en una competición para conseguir el control y la dirección, y lógicamente infundirá una mayor centralización, una ampliación del principio burocrático y más concesiones a los votantes subsidiarios. Esta trayectoria sería estrictamente histórica, y se espera que esté basada en la realidad de las cosas, como así es.

Además, es de este modo que los colectivistas pretenden conseguir su objetivo en este país, siendo esta meta la extinción completa del poder social por la absorción del Estado. Su doctrina fundamental fue formulada y dotada a través de una sanción cuasireligiosa por los filósofos idealistas del último siglo, y entre la gente que la han aceptado con todas sus consecuencias, se expresa en fórmulas casi idénticas a las suyas. Así, por ejemplo, cuando Hitler dice que «el Estado domina la nación porque la representa», éste sólo está traduciendo al lenguaje popular la fórmula de Hegel que reza que «el Estado es la sustancia general, mientras que los individuos son meros accidentes». O, de nuevo, cuando Mussolini dice: «todo por el Estado; nada aparte del Estado; nada en contra del Estado», éste está vulgarizando la doctrina de Fichte, que dice que «el Estado es la fuerza superior, última y sobre todo absolutamente independiente».

Aquí no estaría de más resaltar la identidad esencial de las distintas formas de colectivismo. Los periodistas y publicistas se encargan de distinciones superficiales tales como el fascismo, el bolchevismo, el hitlerismo; pero el estudiante serio[8] sólo debe fijarse en la base constante sobre la que ocurre la conversión completa del poder social en el estatal. Cuando Hitler y Mussolini invocaron el misticismo inmoral y embaucador para acelerar el proceso, el estudiante reconoce de forma inmediata a su viejo amigo, la fórmula de Hegel, que «el Estado encarna la Idea Divina sobre la tierra» sin temor a equivocarse. El periodista y el viajero impresionable podrán entender lo que quieran con «la nueva religión del Bolchevismo», mientras que el estudiante atento se conforma con resaltar la naturaleza exacta del proceso que esta inculcación pretende sancionar.

IV

Este proceso de conversión de poder social al estatal no se ha llevado aquí a cabo del mismo modo que en otro lugar, como Rusia, Italia o Alemania, por ejemplo. Aquí hay que resaltar dos aspectos, sin embargo. En primer lugar, que éste ha ido muy lejos, a una velocidad de vértigo. La mayor diferencia de este progreso en relación con el resto de los países reside en su carácter ordinario. Jefferson escribió en 1823 que no había nada que temer por «la consolidación, esto es, centralización, de nuestro gobierno a través de la manera sutil y discreta de actuar del Tribunal Supremo». Estas palabras describen cada avance en la exaltación del Estado. Cada cambio ha sido sutil y, por tanto, sin grandes disonancias, especialmente para gente claramente angustiada, descuidada y sin interés. Incluso el golpe de estado de 1932 fue sutil y discreto. En Rusia, Italia, Alemania, el golpe de estado fue violento y espectacular; tenía que serlo; pero aquí no fue ni lo uno ni lo otro. Bajo la máscara de una movilización de bufones de escasa conmoción, pero a nivel nacional y dirigida por el Estado, éste tuvo lugar de un modo tan ordinario que su objetivo real pasó desapercibido, y todavía se sigue sin comprender. El método de consolidación del régimen resultante, además, fue también sutil y discreto; ello se redujo meramente al «hacer del mercado» al que se nos tiene acostumbrados. Un visitante de un país pobre y ahorrador podría haber considerado las actividades de Farley en las campañas locales de 1934 como sorprendentes o incluso espectaculares, pero a nosotros no nos causaron dicha impresión. Éstas parecían tan familiares, tan más de lo mismo, que apenas se comentó nada. Además, la costumbre política nos lleva a pensar que cualquier comentario desfavorable que nos llegue puede interesar al partido, tener un interés económico, o ambos. Lo etiquetamos como el juicio premeditado de gente con hachas para moler; y naturalmente, el régimen apoyó este punto de vista con todas sus fuerzas.

El segundo aspecto a resaltar es que hay ciertas fórmulas, ciertas combinaciones de palabras, que suponen un obstáculo en nuestra percepción de hasta qué punto se ha llevado a cabo la conversión del poder social en estatal. El significado latente que posen los nombres y frases con los que nos referimos a estos acontecimientos distorsionan la identificación de lo que realmente aceptamos o consentimos. Estamos acostumbrados a ensayar letanías poéticas, y si la cadencia «mantiene el ritmo», nos da igual si éstas son ciertas. Cuando la doctrina hegeliana del Estado, por ejemplo, es reutilizada por Hitler y Mussolini, nos resulta ofensiva, y nos felicitamos por nuestra libertad del «yugo de la tiranía del dictador». Ningún político americano se atrevería a romper nuestra letanía rutinaria con nada por el estilo. Podemos imaginar, por ejemplo, el shock del sentimiento popular que provocaría la declaración pública de Roosevelt de que «el Estado lo abarca todo, y nada tiene valor fuera del Estado. El Estado crea la razón». Sin embargo, un político americano, mientras no formule la teoría en términos precisos, puede ir más allá que Mussolini de manera práctica sin problema alguno. Supongamos que Roosevelt defendiera su régimen afirmando públicamente la frase de Hegel de que «el Estado sólo posee derechos, porque es el más fuerte». Se hace aquí difícil ver cómo podría tragarse esto la gente sin hacer al mismo tiempo un gran esfuerzo por no vomitar. Y, sin embargo, ¿cómo de extraña nos resulta esta teoría en relación con lo que hoy día se consiente? Seguramente no mucho.

La cuestión reside en la relación entre teoría y la práctica real de asuntos públicos, y los americanos son los más antifilosóficos. La racionalización de la conducta en general resulta repugnante para el americano medio que prefiere las emociones. Éste se muestra indiferente frente a la teoría de las cosas mientras pueda poner a prueba sus fórmulas, y mientras pueda escuchar los cantos celestiales, toda inconsistencia práctica pasa desapercibida o no se reconoce como tal.

Los observadores más perspicaces y agudos de entre los que vinieron de Europa para inspeccionarnos a principios del siglo pasado fueron también los que por alguna razón resultaron ser los más rechazados, a pesar de que en nuestras circunstancias actuales, especialmente, estos merecen más atención que todos los Tocquevilles, Bryces, Trollopes y Chateaubriands juntos. Se trata del economista político Michel Chevalier. El profesor Chinard, en su estudio biográfico de John Adams, ha llamado la atención sobre la observación de Chevalier de que los americanos tienen «la moral de un ejército desfilando». Cuanto más lo piensa uno, más claro se ve lo poco que hay en eso que los publicistas americanos se complacen en llamar «la psicología americana», que queda sin explicar, y explica exactamente lo que estamos analizando.

Un ejército desfilando no tiene filosofía, se considera una criatura del momento. No racionaliza la conducta excepto a corto plazo. Como observó Tennyson, el saber popular sobre el porqué no hacerlo se da de forma tajante; «lo propio es no razonar sobre el porqué». Someter la conducta a la emoción ya es otro tema, y cuanto más se someta, mejor; esto se promociona por medio de parafernalias de bombo y platillo, banderas, música, uniformes, adornos, y el cultivo cuidadoso de todo tipo de camaradería. En toda relación «con la razón de cada cosa», sin embargo —en la habilidad y el entusiasmo, como Platón señala, «por ver las cosas tal y como son»—, la mentalidad de un ejército desfilando sólo representa una adolescencia tardía; continúa siendo incorregible y declaradamente infantil.

Las generaciones anteriores de americanos, como Martin Chuzzle, convirtieron este infantilismo en una virtud distinguida, y se enorgullecían de ser los elegidos, destinados a vivir para siempre en la gloria de sus logros sin igual «como Dios en Francia». Jefferson Brick, el General Choke y el Honorable Elijah Pogram realizaron un trabajo impresionante de adoctrinamiento de sus gentes al inculcarles la idea de que la filosofía es totalmente innecesaria, y que una preocupación por la teoría de las cosas es algo afeminado e impropio. Un francés envidioso y disoluto podrá decir lo que quiera sobre la moral de un ejército desfilando, pero lo que importa es que éste nos ha traído hasta aquí y dado lo que tenemos. Mirad cómo hemos dominado al continente entero, ved la ampliación de nuestra industria y comercio, nuestras vías férreas, periódicos, compañías financieras, colegios, universidades, o lo que deseéis. Pues bien, si todo esto se ha hecho sin una filosofía, si hemos creado esta grandeza sin rival sin prestar atención a la naturaleza de las cosas, ¿no demuestra esto acaso que la filosofía y la teoría de las cosas son tonterías y no merece la atención de la gente? La moral de un ejército desfilando está bien para nosotros, y nos enorgullecemos de ello.

La generación actual no habla con esta firmeza. Ésta parece desdeñar menos la filosofía; aquí uno es incluso capaz de ver cierto atisbo de que en nuestras circunstancias actuales lo que interesa es investigar la teoría de las cosas, que se dirige hacia la teoría de la soberanía y el gobierno. El estado de los asuntos públicos en todos los países, sobre todo el nuestro, ha hecho algo más que someter al escrutinio la práctica actual de la política, el carácter y la calidad de los representantes políticos. Éste ha sido útil a la hora de dirigir la atención hacia una institución donde todos los modos son, desde un punto de vista teórico, manifestaciones indiferentes. Ello sugiere que la finalidad no reside en la consideración de la especie, sino del género; que no reside en las señas características que diferencian un estado republicano, un estado monocrático, constitucional, colectivista, totalitario, hitleriano, bolchevique, lo que desees. Todo ello queda confinado en el concepto de Estado mismo.

V

Parece haber una ligera dificultad a la hora de reflexionar sobre la naturaleza real de una institución en la que uno nace junto a sus antepasados. La gente la acepta del mismo modo en que se acepta el entorno; la adaptación a los cambios se hacen de manera mecánica. Rara vez se piensa en el aire hasta que se aprecia algún tipo de cambio, a favor o en contra, y entonces dicho pensamiento se vuelve especial; uno piensa en un aire más puro, más ligero, más pesado, pero no en el aire en sí. Lo mismo sucede con las instituciones humanas. Sabemos que existen, que nos afectan de diferente manera, pero no nos planteamos cómo surgieron, o cuál fue su intención primigenia, o qué función primaria es la que cumplen; y cuando nos afectan de modo desfavorable nos rebelamos, pero no contemplamos sustituirla, sino modificarla. De este modo, tenemos ejemplos, como la América colonial, oprimida por la monarquía de Estado; Alemania cede el poder republicano a Hitler; Rusia intercambia el estado monocrático por el estado colectivista; Italia sustituyó el estado constitucional por el totalitario. Es interesante observar que en el año 1935 la actitud desinteresada del ciudadano medio hacia el fenómeno estatal es precisamente la misma que tuvo hacia la iglesia en el año, digamos, 1500. El estado era entonces una institución débil, pero la Iglesia era muy fuerte. Cada persona nacía dentro de la Iglesia, al igual que sus antepasados habían hecho durante generaciones, al estilo formal y documentado que se nace hoy dentro del Estado. Se pagaban impuestos para el mantenimiento de la Iglesia, del mismo modo que se hace hoy para mantener al Estado. Uno debía aceptar la teoría y doctrina oficial de la Iglesia por obedecer y mantener tal disciplina; la misma que el Estado nos impone ahora. Si uno se resistía a aceptarla, la Iglesia le causaba los suficientes problemas, al igual que hace el Estado hoy día. A pesar de todo esto, al ciudadano de aquella época no se le ocurrió nunca, al igual que al actual, preguntar qué tipo de institución le pedía tal lealtad. Tal era el mundo, que el hombre aceptaba las cosas tal y como se presentaban, según lo imponían. Incluso cuando el hombre se rebeló, cincuenta años más tarde, éste simplemente sustituyó un modo de Iglesia por otro, la Romana por la Calvinista, Luterana, Zuingliana, o la que fuera; de nuevo, al igual que un ciudadano moderno cambia un modo de Estado por otro. Lo que entonces no se puso en cuestión fue la naturaleza de la institución misma, y el ciudadano actual tampoco lo hace.

Mi objetivo al escribir consiste en suscitar la pregunta de si la reducción del poder social que estamos presenciando no nos ha de llevar a resaltar la importancia de saber más sobre la naturaleza esencial de la institución que tan rápidamente está absorbiendo esta gran cantidad de poder[9]. Uno de mis amigos me comentó recientemente que si las corporaciones de servicios públicos no cambiaban su modo de operar, el Estado lo haría por ellos. Mi amigo habló con rotundidad y un aire que infundía respeto. De este modo, pensé yo, podría un ciudadano de la Iglesia, a finales del siglo XV, haber hablado de una intervención inminente de la Iglesia; y yo me pregunté en ese momento si éste tendría en verdad alguna teoría más consistente y razonable sobre el Estado que el hombre anterior tuvo de la Iglesia. Francamente, estoy seguro de que no. Su pseudoconcepto residía en la sola aceptación, sin reflexión alguna, del Estado bajo las condiciones y valoraciones que este mismo impone; y al aceptarlo como tal no se mostró ni más ni menos inteligente que el resto de la ciudadanía.

Me parece que con la reducción del poder social al ritmo presente, la ciudadanía debería analizar la naturaleza esencial de la institución que la produce. Uno debería preguntarse si dispone o no de una teoría del Estado y, si procede, si se puede asegurar que ésta esté respaldada por la historia. La gente debería preguntarse si tiene una idea parcial e inadecuada de lo que en realidad es el Estado. Esto no se puede hacer así de repente; conlleva una amplia investigación, y un profundo ejercicio de pensamiento reflexivo. Aquí hay que preguntarse, en primer lugar, cómo se originó el Estado y por qué; éste tuvo que surgir de algún modo y con algún objetivo concreto. Esto parece sencillo de responder, pero no es así. Luego ha de preguntarse cuál es la función primaria del Estado que se nos muestra a lo largo de la historia. Después, si se toma «estado» y «gobierno» por sinónimos absolutos; y a menudo sí lo son, pero ¿lo son realmente? ¿Existen características permanentes que permitan diferenciar la institución gubernamental de la estatal? Finalmente, se debería decidir si, basado en el testimonio de la historia, ¿el Estado debe ser considerado, en esencia, una institución social o antisocial? Queda ahora claro que si nuestro anterior ciudadano de la Iglesia del 1500 se hubiera planteado cuestiones de este tipo, su civilización habría seguido otro curso más sencillo y agradable; y el ciudadano estatal de hoy en día se habría beneficiado de su experiencia.