INTRODUCCIÓN

Hace medio siglo, cuando andaba yo esforzándome para poder articular una filosofía política y social con la que mi voz interior estuviera de acuerdo, adquirí mi primera experiencia con eso que se ha venido a llamar pensamiento libertario. Yo había leído —y disfrutado— con la lectura de filósofos clásicos como John Locke, John Stuart Mill, los estoicos y otros que se tomaron en serio las penas sufridas por el individuo a manos de los sistemas políticos. El hecho de descubrir los escritos de H. L. Mencken, durante los primeros días de estudio, me puso en contacto por primera vez con toda la serie de críticos contemporáneos de los patrones de comportamiento estatal. Fue en esa época que leí el libro titulado Nuestro Enemigo el Estado, escrito por Albert Jay Nock, cuando comenzó mi verdadera transformación intelectual. No poco después, comencé a interesarme cada vez menos por el estudio del razonamiento filosófico abstracto para pasar a interesarme cada vez en la forma de actuar de los sistemas políticos.

Uno de los problemas principales de la filosofía política descansa en el hecho de que ésta exige la tarea de descifrar el pensamiento abstracto del autor que la escribe. ¿Se encuentran estos enfoques sobre el «estado de naturaleza», tal y como éste fue entendido por Hobbes, Rousseau o Locke, avalados por estudios empíricos realizados sobre sociedades históricas sin Estado, o se trata más bien de las experiencias de vida, la especulación intuitiva, el adoctrinamiento, el inconsciente colectivo y otras influencias del interior humano lo que en verdad tiene el autor en mente? Como el conocimiento que tenemos sobre el mundo está impregnado de subjetividad, también cabe plantearse la misma cuestión sobre cualquiera que se dedique a la filosofía especulativa: ¿Resulta posible salirnos de nosotros mismos para poder comentar sobre el mundo libre de las cargas que ejerce nuestro propio pensamiento sobre ello? ¿Tenía razón Heisenberg al contarnos que el observador constituye un ingrediente central en eso que se observa? El tipo de expectativas que tenemos sobre los sistemas políticos ejercen un alto poder de seducción sobre nosotros en relación a cómo estos deberían funcionar.

¿Quién es este observador que acabo de descubrir? Abert J. Nock comenzó su carrera como sacerdote episcopal para luego pasarse al periodismo. En varias ocasiones éste escribió para las revistas The Nation and Freeman, publicaciones éstas que mantenían una perspectiva diferente que la mantenida por las corrientes de pensamiento contemporáneo. Jefersionano y Georgiano declarado, Nock fue un hábil orador sobre el liberalismo clásico; defensor del libre mercado, la propiedad privada y receloso frente al poder. Éste escribió en una época en la que el concepto de «liberalismo» estaba siendo política e intelectualmente corrompido para transformarlo en su antítesis de una sociedad dirigida por el Estado; y a Nock le preocupó en especial el efecto negativo que tal transformación habría de tener tanto en el individuo como en la cultura en general cuando la corrupción del nuevo carácter humano se hiciera la norma social.

Nock tuvo un interés permanente en la pregunta epistemológica que se pregunta cómo y por qué sabemos lo que sabemos, y como los cambios en nuestra manera de pensar genera el tipo de modificaciones externas que surgen en el mundo a partir de nuestro interior. En su ya clásica Memoirs of a Superfluous Man, éste observó que «la cosa más significativa sobre [el hombre] reside en lo que éste piense; y significativo es también el ver cómo éste llegó a pensarlo, determinar el por qué continúa pensándolo, o si fue que éste abandonó la tal forma de pensar, qué tipo de influencias se ejercieron que le hicieron cambiar su enfoque».

Albert Jay Nock fue lo que en mi juventud hubiera sido descrito como un exponente de la educación de las «artes liberales». Éste comprendió bien, no sólo que «las ideas tienen consecuencias» —una cuestión que desarrolló Richard Weaver— sino que la organización se rige por una cierta dinámica que, cuando se moviliza, puede generar consecuencias inesperadas. Si bien Nock reconoció la consecución del interés personal como un factor motivacional fundamental, éste pudo constatar cómo los intereses de tipo político y corporativo pueden combinarse para promover tales intereses, de forma coercitiva, a expensas de otros.

El desarrollo intelectual de Nock se vio fuertemente influenciado por los trabajos del economista y sociólogo alemán Franz Oppenheimer. Nock centró una parte importante de su esfuerzo sobre el análisis de los dos medios principales de Oppenheimer —expuesto éste en su Der Staat— en función de los cuales los seres humanos pueden satisfacer sus necesidades. El satisfacer estas necesidades a través del ejercicio laboral propio y su intercambio equivalente por la fuerza de trabajo de otras personas, era lo que Oppenheimer entendía como «medios económicos». Por contra, el perseguir tales intereses a través de «la apropiación indebida del trabajo de otros» fue definido por él como «medios políticos». Nock se expande a partir de la tesis de Oppenheimer al objeto de describir la verdadera forma de operar del Estado. Debido a que la gente tiende a perseguir sus fines «ahorrando la mayor cantidad de trabajo» posible, ésta siempre tenderá a preferir el camino político al económico, una característica esta que ha visto nacer al moderno Estado corporativo —o eso que Nock conocía como «Estado Mercader».

Los esfuerzos anteriores de la filosofía política al objeto de explicar los orígenes del Estado, bien como una expresión de la «voluntad divina», bien como producto de un supuesto «contrato social», comienzan a desaparecer cuando se los enfrenta con el realismo de Nock. Éste nos cuenta que el Estado tiene su génesis, no en elevados principios que tratan de perseguir el «bien común» y evitar algún tipo de mal imaginario presente en la naturaleza humana, sino en la «expropiación y la conquista». Éste se hace eco de la observación de Voltaire de que el «arte de gobierno consiste en hacer tanto dinero como sea posible a partir de la desposesión de una clase social en favor de otra». El mantra de la era Watergate que dice «sigue los rastros del dinero» reverbera más bien esta temática más prosaica.

Aquellos que amonestan a los críticos del Estado por ser estos «idealistas» o «utópicos» tienen que poder responder ellos mismos por su creencia de que se puede obligar al Estado a refrenarse a sí mismo. Tal y como Nock supo ver, y tal y como la historia más reciente viene confirmando, son esos que creen que las constituciones escritas pueden proteger a los individuos del ejercicio del poder estatal lo que se agarran más bien a un vacuo idealismo, de forma más particular, cuando es el poder judicial del Estado el que define la interpretación de tal autoridad. Las palabras constituyen abstracciones que nunca se relacionan con eso que se supone que describen y deben, por lo tanto, ser interpretadas. Las decisiones de la Corte Suprema siguen corroborando la afirmación realista de Nock de que «se puede hacer que cualquier cosa signifique lo que sea». El siglo XX por si sólo vio nacer a pensadores tales como Nock, que tuvo una perspectiva que permitió a otros ver cómo las primeras conjeturas sobre la naturaleza del Estado en verdad se desarrollaron. Los años posteriores al 9 de Septiembre han sido testigos de un gran retroceso por parte del gobierno americano en relación con la idea de gobierno limitado, viendo como se ignoraban sus prescripciones constitucionales a favor y en contra del Estado. Anthony de Jasay ha añadido su crítica sobre la naturaleza imaginaria de la idea de gobierno limitado por medio de señalar el hecho de que las «elecciones colectivas nunca son independientes de lo que quieren que éstas sean una cantidad importante de individuos». ¿Ha mostrado la historia que los sistemas políticos y la ciudadanía retienen un sentido de mutualidad que se encuentra implícita en la teoría del «contrato» que se supone apuntala al Estado moderno? ¿Permanece aquí intacto ese objetivo declarado de proteger las vidas, libertad, propiedad e intereses de los individuos?

El Estado moderno se manifiesta a si mismo cada vez más como ese mal que la filosofía ha tratado de identificar a lo largo de los siglos y que los sistemas constitucionales han tratado de evitar. Esto hace que surja la cuestión sobre si la misma existencia del Estado, con su interés propio en el ejercicio del monopolio basado en el uso de la fuerza, podría predecir otra cosa más que la continuación de los ciclos de guerra, represión, el desencajamiento de la economía y otras formas de conflicto o desorden social. ¿Podrán las mentes más jóvenes de hoy día, en su afán por entender la realidad en lugar de una teoría con su fe puesta en la esperanza, resistirse al cambio de mentalidad propuesto por Nock y otros que también ofrecen explicaciones sobre el estatismo basado en principios pragmáticos?

Tales cuestiones nos llevan a considerar los propósitos de Nock a la hora de escribir. Éste no tenía interés en reformas de tipo político al ver tales esfuerzos como de naturaleza superficial. Como tampoco se motivó éste por el deseo de educar el pensamiento de rebaño en hombres y mujeres, pues tales individuos carecían de la capacidad de comprender los principios que apuntalan la «naturaleza humana». Éste entendió más bien que su tarea consistía en educar a esos que él denominaba «los Remanentes», esos hombres y mujeres emancipados cuyas inquietudes emocionales e intelectuales les otorgaba el bagaje necesario para comprender en toda su extensión tales principios. De forma contraria al individuo que posee un pensamiento de masas y al que se puede fácilmente movilizar y manipular al servicio de varias causas institucionales, los Remanentes se mantendrán escépticos frente a esos proselitistas que tratan de convertir al individuo a esta u otra ideología, o que desean salvar al hombre en su conjunto.

Tratar de encontrar miembros de los Remanentes será del todo fútil, dice Nock, pues serán más bien ellos lo que tratarán de buscar a gente que tenga su mismo tipo de pensamiento. Nock entiende su papel como de alimentación y apoyo a esos individuos que, una vez la civilización haya colapsado, serán los responsables de «construir la nueva sociedad» sobre la base de su saber sobre el «augusto orden natural» de las cosas. Es para esta gente, cuenta Nock, que este libro ha sido escrito.

Nuestro Enemigo el Estado fue publicado por primera vez en 1935, cuando las consecuencias económicas del New Deal estaban comenzando a sentirse. En su prefacio a la edición de 1946 de su trabajo, el amigo de Nock, Frank Chodorov, nos cuenta que en 1943 Nock habló de realizar una segunda edición al objeto de elaborar este tipo de efectos económicos. En el verano de 1945, sin embargo, Nock murió sin poder completar esta tarea. Pero incluso sin tales modificaciones, Chodorov señala que «Nuestro Enemigo el Estado no necesita de apoyo alguno», y se mantiene por sí mismo como una poderosa crítica de los sistemas políticos.

BUTLER SHAFFER

Julio de 2009