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LA CORONA DE AMATISTAS

Cuando Tinco regresó, un rato después, las dos muchachas y el viejo estaban sentados en el poyo del portal, con los capachos en la falda, y discutiendo si ya era la hora de comer.

—El reloj de sol marca más de mediodía —decía Viana—, pero yo no tengo hambre.

—Si nos comemos ahora lo que llevamos —replicó Saturnina—, luego, cuando las de la fábrica se pongan a cenar, nosotras no tendremos nada que llevarnos a la boca.

—Los demás días comemos antes de salir de casa. Hoy hemos salido más temprano, y llevamos la misma comida que siempre.

—A veces salimos antes para robar…

El viejo Catón miró a Saturnina con gesto de desagrado. Y Viana le echó una mirada que parecía reprocharle lo que acababa de decir.

—Bueno —rectificó Saturnina—, para coger fruta de los árboles que hay cerca del camino… Ciruelas, manzanas, peras, cerezas, moras… huevos…

El maestro y Viana volvieron a mirarla muy serios.

—No sabía que los huevos fueran una fruta que cuelga de los árboles —dijo Catón.

—Bueno… Es que a veces los frutales están cerca del gallinero y cogemos algún huevo de los nidales que tienen muchos, para que no los aplasten las gallinas con las patas.

—Algún día os atraparán y os pegarán una paliza que no podréis levantaros para ir al trabajo —dijo Tinco, que había escuchado las últimas frases de la conversación.

—No pueden pescarnos —se rió Saturnina—. ¡Mientras Viana sube a los árboles a coger la fruta, yo vigilo para ver si viene alguien!

—Calla, Saturnina —la riñó Viana—, que van a creer que somos unas ladronas. Y sólo cogemos la fruta de las ramas que salen de los huertos y las moras y las fresas y las frambuesas y las amargalejas que hay en las márgenes del camino, y esa fruta es de todos, aunque los campesinos creen que es suya. Los payeses piensan que hasta los caminos son suyos, y si de ellos dependiera, no nos dejarían ni pisarlos. Si alguna vez entramos en un huerto a coger fruta es porque los amos nos han insultado y nos han tirado piedras al pasar.

—¿Por qué os insultan? —preguntó Catón.

—Porque vamos a trabajar a la fábrica en vez de hacerlo en el campo o en casa, como querrían ellos.

—Nos odian porque dicen que si trabajamos como los hombres, ellos se quedarán sin trabajo porque a las mujeres nos pagan menos.

—Y los señores dicen que damos mal ejemplo a las chicas que se quedan a hacer el trabajo doméstico. Por eso nos cantan coplas insultantes, como ésta:

¡Chinches, sucias, chapuceras,

a ver si os mata el invierno!

Cuando salís de la fábrica,

es que venís del infierno.

Al oír a Viana, Saturnina se animó y continuó:

Unas vienen de muy cerca,

otras de muy lejos, ¡suerte!

Son las chinches del vapor

que aplastaremos a muerte.

Las dos chicas y el viejo rieron, pero Tinco se quedó serio, como si tuviera la cabeza en otro lado. Catón le preguntó:

—¿Qué te pasa, hijo?

—¿Has descubierto de dónde ha salido el uniforme ensangrentado? —dijo Viana.

Tinco se sentó junto a Viana en un ángulo del poyo y dijo:

—Ya os he dicho que tenemos un prisionero en la mazmorra de la torre. Es un desertor de la columna carlista que se detuvo aquí.

Los tres contemplaron al chico con interés, y Viana comentó:

—Cuando nos lo has contado antes, no lo he entendido bien. Yo creía que el que está en la cárcel era uno de los que entraron en la casa.

—Yo estaba tan nerviosa que no me he enterado de lo que decías.

—Yo no sabía nada —concluyó Catón con voz inquieta.

—El capitán quería fusilarlo, pero don Lobo se lo impidió. Dijo que no se puede castigar a nadie sin juicio previo.

—En la guerra es distinto —señaló el maestro—. En la guerra los juicios son sumarísimos; es decir, son muy rápidos y se rigen por leyes especiales.

—Bueno. El caso es que tenemos a ese desertor encerrado en el sótano de la torre con un caballo herido y enfermo. El prisionero ha oído los ruidos y los gritos de Saturnina y mis disparos y ha creído que llegaban los liberales. Para llamar la atención, ha empapado su uniforme con la sangre del caballo y lo ha sacado por el ventanuco que da a ese rincón, cara a los establos. Así intentaba demostrar que las había pasado moradas y conseguir el perdón y la libertad. Los perros han olido la sangre, se han lanzado sobre la ropa y la han arrastrado con los dientes hasta donde estaba Saturnina…

—Yo me he asustado mucho. He creído que los perros habían mordido a alguien de mala manera.

—A nosotros nos ha venido bien: los soldados se han marchado más de prisa.

—¿Y le ha hecho sangre al caballo, el muy cerdo? —se indignó Viana.

—Le ha arrancado las costras de la herida, que empezaba a cerrarse. No es importante, pero dejaré a ese hijo de mala madre un día o dos sin comer ni beber.

—¡Bien hecho! —aplaudió Viana—. ¡Que aprenda que también los animales sufren!

—¿Queréis verlo? Me refiero al prisionero.

—¿Tiene algo especial?

—No, maestro, no. Lo único especial es que ahora no lleva más que unos calzoncillos largos y una camiseta, y se queja de que va a pasar frío por la noche. Y hambre. Pero tendrá que aguantarse, porque sólo pienso ocuparme del caballo.

—¿Quieres que le cambiemos la paja nosotros? —se ofreció Viana—. Si vamos juntos, le daremos un susto al prisionero, y no volverá a quejarse.

—Dice que el caballo suda mucho y eso no es bueno, ¿Estará en el pueblo el herrador?

—Yo puedo echarle un vistazo —dijo el maestro—. No soy herrador, pero entiendo de animales y sé cómo tratarlos.

—¡Como a los chicos que aprenden a leer y a escribir! —se rió Viana.

—No seas simple —la reprendió Tinco—. Vamos al comedor. Primero comeremos y luego nos ocuparemos del caballo y del prisionero.

Se levantaron los cuatro y, de repente, Viana se puso a bailar con las manos por encima de la cabeza, a riesgo de verter el contenido del capacho, mientras canturreaba:

Cuatro generales fueron

a poner sitio a Morella

y no pudieron sacar

al poderoso Cabrera.

Saturnina se echó a reír, mientras Catón y Tinco la miraban divertidos.

Viana, estás loca. Vamos a llegar tarde a la fábrica.

Pero Viana no dejaba de cantar y dar vueltas.

—Esa copla se refiere a Morella, en el Maestrazgo, la tierra que Ramón Cabrera defendió como un tigre —comentó Catón—. El Tigre del Maestrazgo.

Saturnina observó el efecto que las canciones les producían a los dos que no las habían oído antes, y explicó:

—A veces, Viana se inventa coplas para cantarlas a los amos y campesinos que nos insultan y nos apedrean cuando vamos a trabajar.

Viana se detuvo para añadir:

—Sé muchas, muy feroces, para cuando queremos hacer rabiar a alguien de verdad.

—¿De dónde las sacas? —preguntó el maestro.

—Me las saco de la cabeza para divertirme. Cuando voy sola por el bosque, sobre todo si es de noche y está oscuro, me salen las canciones de la cabeza y me hacen compañía. Yo siempre estoy cantando por dentro. Nunca estoy triste, siempre tengo la cabeza llena de cosas.

Se quedaron todos callados un momento, como si un mago acabara de anunciar algún prodigio. Viana rompió el silencio diciendo:

—A veces, las mujeres de la fábrica me enseñan coplas y canciones que ellas han aprendido de alguien que las ha escuchado en la ciudad. Pero esos cantares no son como los míos. Van contra el gobierno. Escuchad:

¡Muera la aristocracia,

gran daño ha hecho ya,

el pueblo ha de ser amo,

vive Dios, lo será!

Catón se llevó las manos a la cabeza, escandalizado:

—Si cantas esas cosas, te meterán en la cárcel. Tienes que confesarte de esas letras irrespetuosas. Cuanto más se escandalizaba y se tapaba los oídos el viejo maestro, más se reían los jóvenes, y Viana cantó:

¿Qué se gana en disputar,

si vemos que los pelados con

razón han de callar?

Si miráis los resultados

que las guerras suelen dar,

veréis muertos y tarados,

no más pan en el hogar.

Sea quien fuere el que gane,

los pobres han de quedar

con las deudas que tenían y

la vida habrán de dar.

Catón intentó taparle la boca.

—¡Hereje, Viana! Eres una hereje y una bruja.

—Viana, vamos a llegar tarde, y el encargado nos reñirá insistió Saturnina.

—Comed algo antes —dijo el maestro.

Viana anunció:

—Estoy contenta porque hoy no vamos a trabajar. Diremos que nos han cortado el camino unos soldados y que, como querían que fuéramos con ellos, nos hemos escapado y nos hemos perdido en el bosque.

—¡Bien pensado! —se alegró Tinco.

—Viana, nos van a matar —se lamentó Saturnina—. Cuando se enteren en la fábrica, nos despedirán. Y en casa nos molerán a palos.

—¡Es verdad que unos soldados nos han cortado el camino! Y que podemos encontrarnos con otros peligros mayores si seguimos adelante. Es mejor que nos quedemos a comer aquí y luego volvamos a casa. ¿Podremos ver toda la masía, Tinco? Ahora eres tú el que manda y no está muasela Angélica para prohibirnos nada.

Tinco asintió con la cabeza mientras subían al salón.

—Me gustaría saber qué buscaban los dos carlistas —dijo el chico a Catón—. Y qué le han dicho a usted. Desde la entrada he oído que hablaban de cosas raras, de joyas y de una corona de amatistas que yo no he visto nunca.

Catón sólo comentó:

—Yo tampoco. Ya hablaremos de eso.

Al llegar al salón, Viana, que estaba a punto de iniciar otra copla, se calló, impresionada por la magnitud y la elegancia del lugar. Cruzaron la galería en respetuoso silencio y entraron en el comedor. Viana y Saturnina admiraban todo lo que veían como si acabaran de abrirles las puertas del cielo.

El comedor tenía las paredes pintadas de azul marino y decoradas con una colección de platos y bandejas de oro, plata y porcelana fina. El techo estaba lleno de estrellas de plata pintadas, y una araña de cristal, cargada de lágrimas, colgaba en el centro como una fuente congelada e invertida.

Mientras las chicas y el viejo se quedaban admirados, Tinco aprovechó para subir un momento a su cuarto a cambiarse la blusa manchada de sangre por la camisa más vieja que encontró.

—Desde fuera no parece tan hermoso —comentó Saturnina pasando el dedo por la mesa, que era enorme, tenía jarrones de flores y estaba rodeada de sillas forradas de seda amarilla.

Tinco regresó sin que nadie hubiera notado su ausencia, tan embobados estaban con el lugar.

—¿Vamos a comer aquí? —preguntó Viana, como si no pudiera creerlo.

—Mejor en la cocina —dijo Tinco abriendo la puerta que comunicaba con ella—. Así no tendremos que limpiar tanto después.

—¡Yo puedo limpiar los platos y las ollas! —se ofreció Saturnina.

—Si la comida vale la pena —se burló Viana—. Recuerda que nosotras no somos criadas de nadie, y menos de los dueños de esta casa, que hasta ahora nos tenían prohibido incluso aprovechar la fruta podrida que se cae de los árboles.

La cocina era mayor que el comedor: debajo de una campana muy ancha había un hogar grande, con un banco a cada lado; en la pared opuesta, la de la ventana, el fregadero y cuatro fogones de carbón; en el centro, una gran mesa de madera y muchos armarios, además de los cuatro rinconeros.

—Sentaos —invitó Tinco, mientras abría el cajón de la mesa y sacaba las servilletas y el mantel.

Los tres huéspedes se sentaron a la mesa. El chico puso los cubiertos y comenzó a partir el pan, mientras pedía al maestro que cortara los embutidos que había colocado en el centro: una fuente con chicharrones y butifarras y un jamón. Después sacó el porrón de vino tinto, un plato de fruta y un pote de confitura de membrillo.

Las dos chicas, que al principio parecían desganadas, se fueron animando y tomaron un poco de todo.

—Dejad algo para mañana —se rió Catón.

—Yo estoy intranquila, Viana —se quejó Saturnina—. Creo que deberíamos ir a la fábrica.

—¿Con esos vestidos? Ve tú si quieres. Yo ya he decidido no ir.

—Nos descubrirán cuando vean que no hemos tocado la comida del capacho…

—Nos la comeremos a la noche. Ahora, saborea lo que tienes delante. No te van a invitar muchas veces a una mesa como ésta.

—¿Y las manchas de sangre…? ¿Qué decimos…?

—¡Que la guerra nos ha salpicado, tonta! ¿Ves cómo tenemos mil excusas para quedarnos?

Después de comer, mientras Saturnina fregaba los platos, los otros tres discutieron cómo acercarse a la prisión para escarmentar al prisionero.

—Es mejor que me vea a mí —sugirió el maestro—. Así sabrá que no estás solo.

—Y a mí —añadió Viana—. Así verá que la casa está llena de gente y se le quitarán las ganas de armar barullo.

Discutieron un momento si convenía que también Saturnina los acompañara, pues así serían más y el prisionero quedaría más impresionado. Pero la chica prefirió acabar la limpieza de la cocina y echar de comer a los perros y a los animales del corral.

Mientras se dirigían a la torre por el vestíbulo, Tinco y el viejo maestro hablaron de cómo cerrar el portillo, que tenía la cerradura destrozada. Viana los seguía a cierta distancia, porque se fijaba en todo y de todo se sorprendía.

—¡Oh! —exclamó—. ¡Mirad qué santo más extraño hay en la hornacina del rellano! ¡No tiene corona! ¡Y en la entrada hay unos asientos muy raros!

—No son asientos, son apeaderos y sirven para que bajen con más facilidad los pasajeros de la diligencia y de las tartanas. Y la estatua del rellano no es un santo, es un dios griego que el barón trajo en uno de sus viajes al extranjero.

—Yo me voy a ir en seguida —le dijo en voz baja el maestro a Tinco— porque quiero llegar al pueblo antes que los liberales. Le diré a don Mansueto que estás solo. Aunque seguro que se lo habrá dicho alguno de los vigilantes o confidentes del barón.

—Tendré que cerrar la puerta con la traviesa de madera y la de hierro. Pero no podré cerrarla por fuera…

—Será suficiente. Y recuerda que las chicas tienen que volver a sus casas antes del anochecer.

—Por la noche hay menos peligro. Si viene alguien, no podrá hacer nada porque no conoce los rincones, y yo puedo ir por todas partes con los ojos cerrados.

Ahora, Catón se detuvo como si le diera miedo continuar, y Tinco le miró sorprendido. Habían llegado al arranque de la escalera y de la rampa que llevaban a la mazmorra, Viana se había quedado unos pasos atrás.

—Lo que me has preguntado antes sobre la corona de amatistas… En las filas carlistas corren muchos rumores, y me temo que también entre los liberales. Uno dice que don Lobo esconde un tesoro en esta casa. Y otro, más improbable, que el general Savalls no se encuentra en Ripoll, que huyó a Francia y que ha muerto en Niza, asesinado por un corneta carlista de diecisiete años. Dicen que el corneta se había dedicado a seguir a su antiguo ídolo para conocer sus costumbres, y cuando se enteró de que jugaba todas las noches en el casino de Montecarlo y al salir daba siempre un paseo por la playa, una noche lo apuñaló para vengar su traición a la causa. ¡Propalar estas cosas es una infamia!

—Si es cierto, ha tenido que ocurrir hace muy poco, porque en Semana Santa, Savalls estuvo aquí hablando con don Lobo.

—Son habladurías que indican hasta qué punto está podrida la guerra. Pero esas habladurías pueden llegar a ser ciertas cualquier día si Savalls continúa enojando a todo el mundo con su endemoniado carácter. La corte de Carlos VII en Tolosa está irritada con él. ¡Tiene el diablo en el cuerpo ese Savalls! Con el hermano de Carlos VII, el príncipe Alfonso, está a matar. ¡Y eso que el príncipe Alfonso es general en jefe de las tropas reales de Cataluña, Valencia y Murcia!

—¿Qué relación puede haber entre Savalls y el tesoro que dicen que guardamos aquí?

—Savalls fue acusado de ladrón porque desaparecía misteriosamente el dinero de las contribuciones y el de las cajas de las columnas vencidas. Una criada que servía en el Hostal de la Corda ha revelado que el general Martínez Campos sobornó al general Savalls con dos millones de reales para que abandonara las tropas y huyera. Todo ese dinero…

—¿O sea que las visitas de Savalls a «El Roble»…?

—Don Lobo es uno de los socios de la Banca Mas de Vic, el banco que guardaba el dinero con que los propietarios rurales de estas comarcas contribuían a la causa. La gente es mal pensada y supone que guardará aquí alguna parte para su provecho. Pero…

—¿Más cosas todavía?

—Se habla de un tesoro, de un tesoro de verdad. ¿Recuerdas que en una de las salas donde el barón trabaja con sus experimentos hay en la puerta un retrato del canciller alemán Bismarck?

—Sí, claro.

—Hay un misterio que los dos carlistas no han acabado de desentrañar. Al parecer, habían oído hablar de una corona de amatistas y de una colección de medallas preciosas que formaban parte del tesoro de un príncipe llamado Leopoldo, pero no han hallado nada.

—Es la primera vez que oigo hablar de eso. Y no sabía que existiera un príncipe Leopoldo ni nada parecido.

—Esas fantasías han calentado la imaginación de los soldados de los dos bandos. Y la de la población civil. Don Lobo te ha tenido que dejar aquí por alguna razón importante, según decían los dos desertores. Y el hecho de que debas ocultar tu identidad significa que tú, Tinco, tienes alguna relación con esos misterios. Significa que tu presencia es a la vez una protección y una amenaza.

Tinco acarició disimuladamente la medalla que llevaba oculta en el pecho, con una mezcla de excitación y de angustia.

—Me temo que en estos días de desconcierto acudirán a esta casa más aventureros que moscas a un tarro de miel.

—¿Por qué va a venir tanta gente? —preguntó Viana, que había oído las últimas palabras.

—Porque esta casa es muy grande, y el guardián muy pequeño —rió Catón para despistar.

—A su edad, muchos chicos ya están en la guerra —rió a su vez Viana.

—En lugar de muy pequeño, debería haber dicho muy solo.

—¡Pues para eso estamos nosotros aquí, para ayudarle!

—En la guerra hay centinelas y vigilantes, y cocineros y herradores… —resumió Catón—, y a Tinco le ha tocado guardar esta casa, que tiene muchos siglos. Debe de ser tan antigua como el roble, que, según dicen, puede tener quinientos o seiscientos años.

Tinco señaló un rincón con cestos de diferentes tamaños, un montón de paja limpia y diversos aperos para trabajar en los establos, desde un carretón hasta palas y espuertas.

—Abriendo la trampilla podemos cambiar la paja y echarle forraje al caballo desde aquí arriba. Llenamos los cestos y los bajamos con una cuerda; el prisionero los vacía y los llena con los excrementos. Así no tenemos que abrir la puerta.

El maestro cogió un cesto, lo llenó de paja y dijo:

—Voy a hacer una prueba.

Tinco y Viana guardaron silencio. Y Catón empezó a bajar lentamente los peldaños de la mazmorra.