8

LA ROCA CLARA

Por el camino de los cerezos llegaban Viana y Saturnina. ¿Qué hora podía ser, si las dos chicas ya iban a la fábrica?

Tinco salió del rincón y silbó quedamente para advertir a las chicas que se apresuraran, que alguien podía verlas desde la galería. Por suerte, los tres hombres que acababan de entrar en la casa parecían haberse quedado en el salón y aún no se habían asomado al mirador.

Las dos muchachas, que llevaban el capacho de la comida en la mano, echaron a correr, alarmadas, apenas vieron al chico con una escopeta y vestido como el hijo del aparcero.

En un instante estuvieron los tres en el portal.

Con el dedo en los labios, Tinco les pidió silencio. Les mandó que se sentaran en el poyo mientras él se acercaba al portillo para escuchar. Sólo le llegaba de arriba algún ruido de muebles. Sin duda estaban registrando cajas, armarios y cómodas. Más tranquilo, les dijo a las chicas en voz baja:

—Seguidme.

Las llevó detrás de la masía, donde apenas daban ventanas y ningún balcón, y el saúco estaba tan cerca de la pared que las ramas impedían ver nada a quien se asomara.

—¡Es una suerte que hayáis venido hoy! —exclamó Tinco.

—Uno de los carboneros que va todos los días a casa a trabajar con mi padre —dijo Viana— ha encontrado en la roca clara un pañuelo manchado de sangre, y yo me he alarmado. He corrido a llamar a Saturnina para que viniera conmigo. ¿Por qué llevas los calzones y la blusa de Jan?

Tinco explicó sucintamente a las chicas lo que ocurría, pegados los tres a la pared y protegidos por unas matas de acebo.

—Somos cuatro contra tres —afirmó Viana tras escuchar atentamente—. O mejor, cuatro contra dos, porque uno de los suyos está encerrado en la mazmorra y no puede hacer nada.

—¡Qué dices, Viana! —se alarmó Tinco—. Son dos soldados y saben manejar las armas. Y nosotros sólo somos tres.

Viana se quedó mirándole un momento con sus ojos de ardilla y replicó:

—Somos tres y el maestro Catón, que has dicho que está con ellos. Yo no voy a la escuela, pero sé que tres y uno son cuatro.

—Catón es muy viejo…

—Pero nos ayudará.

—¿Qué estás tramando, Viana? ¿Qué te propones?

—Quieres que los soldados se marchen, ¿no es así?

—Quiero que se vayan, pero no que nos maten.

—Tú déjame a mí…

Saturnina sonreía en silencio, como si la situación la divirtiera.

—Tinco, tú quédate aquí y vigila. Saturnina y yo volveremos en seguida.

—¿Adónde vais?

—Al gallinero. Las gallinas y los conejos no se los han llevado a «La Nava», ¿verdad?

—No…

El chico acompañó de mala gana a las chicas hasta la esquina de la fachada, asomó la cabeza y les indicó que podían pasar, que no había nadie delante de la casa. Los perros observaban en silencio los movimientos del grupo. Viana y Saturnina dejaron los capachos al pie de una mata de acebo y corrieron hasta el gallinero pegadas a la pared. Tinco volvió de nuevo al portal y llegó hasta el pie de la escalera para ver si oía algo de lo que pasaba arriba. Los ruidos del registro continuaban, y se escuchaban los gritos de los soldados:

—¡Si no encontramos la medalla, nos llevaremos los cubiertos de plata y las bandejas y los platos que hay colgados en el comedor!

—Necesitamos dos trajes del barón para cambiarnos de ropa. En Francia no podemos salir a la calle con estos uniformes.

—Trajes normales, para poder pasar por un par de comerciantes de este lado de los Pirineos.

—¿Y las joyas, dónde están las joyas? ¿Es que no hay joyas en esta casa?

—¡Tanto decir que esta casa escondía un tesoro…! ¡Todo está lleno de libros y potingues!

Al salir, estando aún en el portal, Tinco vio a las dos muchachas llegar con un cubo en la mano y las piernas y los vestidos manchados de sangre. Sin decir palabra, Viana esparció por la entrada el cubo lleno de sangre de gallinas y conejos degollados, de manera que pareciera que se había arrastrado por el suelo algún herido. Después hizo un reguero de sangre en dirección al prado e incluso manchó el camino que rodeaba la masía, por la parte umbría del pozo y el saúco, y se perdía en el bosque.

—Viana, ¿qué estás haciendo? —preguntó Tinco, alarmado—. ¿Es que te has vuelto loca?

—Tú déjame hacer y prepara la escopeta para disparar al aire.

—¿Para qué?

Saturnina se reía en silencio con ojos traviesos.

—¿No lo entiendes, pedazo de alcornoque? —exclamó Viana al terminar la tarea—. Fingiremos que los liberales han llegado ya y han disparado contra un carlista que corría a refugiarse en la casa. Tú, Saturnina, quédate aquí y haz todo el ruido que puedas con piedras, palos o cualquier otra cosa. Golpea esos carretones abandonados como si pasara un ejército.

Mientras Saturnina cumplía su cometido lo mejor que podía, Viana y Tinco volvieron al portal. El chico disparó dos tiros al aire, y Viana tuvo que sujetarlo para que no se cayera de culo.

Al instante escondieron el arma en una sarria que había colgada en el zaguán y gritaron como posesos:

—¡Auxilio…!

—¡Por favor, no disparéis! ¡Nosotros no hemos hecho nada!

—¡El soldado ha huido por el bosque, por el camino de Francia!

—¡De prisa, de prisa! ¡Si corréis mucho, podéis atraparlo!

Mientras gritaban, subían los escalones mirando hacia atrás como si hablaran con alguien que estuviera en el zaguán, dispuesto a seguirlos.

—No hay nadie. Aquí no hay nadie. Se han ido todos.

—Nosotros estábamos en el bosque y no sabemos nada… No nos hagáis daño.

—La casa está vacía. Pero podemos buscar algo de comida para todos.

—Los que persiguen al soldado tendrán la comida preparada cuando vuelvan. Pero ¡antes tengo que lavarme las manchas de sangre del vestido!

Al llegar al salón, no vieron a nadie. Viana y Tinco se miraron sorprendidos, pero Viana le hizo una seña al muchacho para que no hablara y la siguiera hacia la galería.

Se inclinaron sobre la barandilla y volvieron a gritar.

—¡Está muy herido! ¡No llegará lejos!

—No tienen más que seguir el rastro de sangre…

—Saturnina, ¿has visto hacia dónde corría el carlista?

—Saturnina, ¿van por buen camino?

—Saturnina, si ya se han ido todos, sube. Así nos ayudarás a buscar comida para cuando vuelvan con el fugado.

Regresaron al salón, hablando ficticiamente por si los intrusos los oían.

—¡Qué carrera! Estoy muerta.

—¿Has visto cómo iban cargados de armas de todas clases?

—Han dicho que vienen más con cañones y otras armas pesadas.

—Ése debe de ser el grupo que va delante limpiando el camino…

De repente, al chico se le ocurrió una idea y, guiñando un ojo a Viana, dijo:

—Viana, ¿has logrado ver la cara del carlista herido?

La chica le miró para adivinar su intención.

—Muy poco… con la sangre y la carrera…

—Aseguraría que es el mismo que iban a fusilar por desertor…

Viana iba a decir algo cuando se dio cuenta de que en el lado opuesto del salón, en la puerta de una de las habitaciones de huéspedes, estaban los dos soldados con los revólveres preparados y, entre ambos, el viejo maestro con cara de pánico.

—¿Ya no queda nadie abajo? —preguntó el veterano.

—¡Ay… qué susto! —fingió Viana.

—¿También a vosotros os perseguían los liberales? —preguntó Tinco simulando sorpresa.

—¿Qué liberales? —respondió el soldado joven.

—Los que… había en la puerta hace un momento y han herido a un soldado que llevaba el mismo uniforme que vosotros.

—Esa sangre… —observó el veterano acercándose a la pareja—. ¿De dónde ha salido esa sangre, niña?

—Hay un charco en la entrada… —dijo Tinco.

—Han herido a un soldado carlista cuando se metía en el portal, y en el instante en que huía chorreando sangre hemos llegado nosotros y nos ha echado encima estas manchas… —explicó Viana.

—¿Cómo era ese soldado?

Tinco describió la cara del desertor tal como la recordaba. Mientras lo hacía, los dos carlistas se miraron significativamente.

—¿Hacia dónde ha huido?

—Hacia el bosque, por la parte de atrás.

—¿Eran muchos los perseguidores?

—Más de una docena… todos armados.

—Y por el camino del pueblo vienen cien más —añadió Viana—. Los hemos visto Saturnina y yo cuando íbamos a la fábrica. Como eran tantos, nos hemos asustado. Hemos venido a refugiarnos aquí y nos hemos topado con la refriega.

—¿Quién es Saturnina?

—Es mi compañera. Íbamos a la fábrica del pueblo a trabajar. Pero tal como están las cosas, no sé si podremos llegar. Saturnina está en el portal. No entra porque lleva mucha sangre encima. Podría ensuciarlo todo.

Los dos soldados volvieron a mirarse, ahora alarmados.

—Y tú, ¿quién eres? —dijo el veterano a Tinco.

El maestro iba a contestar, pero el chico se le adelantó y, mirándole significativamente, al tiempo que se palpaba la ropa, dijo:

—Soy Jan, el hijo de los aparceros.

—¿Y dónde están tus padres?

—Los estoy esperando, no pueden tardar. Ayer acompañaron a los amos a «La Nava». Tienen que estar aquí a la hora de comer.

El veterano observaba al chico con atención. El soldado joven movía nervioso el saco con la ropa y los objetos requisados y miraba hacia la puerta de cristal de la galería.

—¿Conoces bien la casa? —preguntó el veterano al chico.

—Es la primera vez que piso este salón —contestó Tinco recordando las normas impuestas a los hijos de los aparceros—. Nosotros vivimos abajo, junto a los establos. Mademoiselle Angélica nos castiga sólo por poner los pies en el último peldaño de la escalera.

—¿Has oído hablar alguna vez de una medalla rota, o has visto que la llevara el muchacho que vive con el barón como ahijado?

—Y de la corona de amatistas, ¿has oído algo?

Tinco trató de poner cara de bobo mientras negaba con la cabeza.

—¿Y sabes dónde está el chico que el barón tiene acogido?

En aquel momento llegó de abajo un chillido, y los dos soldados corrieron a la galería a ver qué pasaba. El maestro, Tinco y Viana se quedaron en el salón, mirándose asustados.

—¡Vamos, de prisa! —ordenó el veterano, retirándose de la galería y pasando por delante del grupo sin dirigirle una mirada.

—¿No deberíamos cambiarnos de ropa antes? —dijo el joven, cargándose el saco a la espalda y siguiendo a su compañero—. Si nos cazan vestidos así, podemos acabar… como él.

—¡Si no nos damos prisa, nos cambiarán dé ropa, pero para enterrarnos! —El veterano bajó los peldaños de cuatro en cuatro.

—Entonces nos cambiaremos en el bosque. —Antes de correr escaleras abajo, el joven se detuvo un momento para mirar a los que quedaban y hacerles una advertencia que era también una despedida—: ¡Y vosotros, quietos, mudos y sordos! Como si no nos hubierais visto nunca.

Y desapareció por la escalera como si se hubiera lanzado a un pozo.

Viana, Tinco y Catón corrieron a asomarse a la galería para ver qué había provocado la huida de los dos carlistas. Sentada en el prado, cerca del roble, Saturnina lloraba como una Magdalena, con la cara y el vestido manchados de sangre, y las manos ocupadas con un uniforme parecido al de los carlistas que acababan de escapar y completamente destrozado. Los perros rondaban a la chica, oliendo la ropa ensangrentada.

—¿Qué habrá ocurrido? —dijo Viana, alarmada.

—Vamos a ver qué tiene —añadió Tinco.

—¿De dónde habrá sacado esos pantalones y esa chaqueta? Parece un uniforme empapado en sangre…

Catón los siguió sin decir nada.

Al ver a sus amigos, Saturnina se levantó y dejó la ropa sucia para abrazar a Viana, llorando. Viana la consoló y le pidió que les contara de dónde había sacado aquel uniforme y por qué lloraba.

—¿Has sido tú la que ha chillado de esa manera? —quiso saber Tinco.

—Es que… es que… me he asustado mucho… —lloriqueó Saturnina—. Yo estaba haciendo lo que me habéis dicho: movía los carretones, lanzaba piedras contra la puerta, hacía ruidos… Y de pronto han salido los perros del lado de la torre de defensa con esa ropa… de soldado… llena de sangre… ¡De sangre de verdad!

—No te asustes —dijo Viana para calmarla—. En el gallinero han quedado muchas aves sin degollar. Puede que no sea de hombre…

—Pero por aquí no se ve ningún soldado muerto o herido —sollozó Saturnina—. Eso es lo que me da más miedo.

Tinco cogió el uniforme y lo olió en silencio. Comprobó que era el mismo que llevaban los dos carlistas fugitivos. Luego dijo:

—Ya imagino qué ha ocurrido. Subid a la cocina y tomad algo. En seguida estaré con vosotros. Usted, maestro, que conoce la casa, ocúpese de que estas chicas coman algo.

—¿Qué hacemos con el uniforme? —preguntó Viana—. ¿Lo tiramos al pozo o al estercolero?

—Da lo mismo —dijo el chico—, pero entrad a comer algo.

Luego llamó a Cerbero y a Argos y entró con ellos en la torre de defensa. Mientras, Viana gritaba desde el prado:

—No queremos nada. Saturnina y yo no necesitamos nada. Llevamos la comida en los capachos que hemos dejado en las matas de acebo. Vamos a cogerlos, Saturnina.

Las dos chicas, abrazadas, fueron a tirar el uniforme y a buscar los capachos. Y el viejo Catón se quedó solo en medio del prado con cara de no entender nada.