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LOS PRIMEROS VISITANTES

Le costó dejarse vencer por el sueño. El más ligero ruido le parecía anunciar la llegada de los liberales o de ladrones.

Pero cuando se durmió, no consiguieron despertarle ni los ladridos de Argos y Cerbero, encerrados en la entrada de la masía.

Cuando abrió los ojos, un sol vivo lo iluminaba todo. Sintió el estómago vacío, y la boca se le abrió en un bostezo de hambre. Se levantó de un salto y, al acercarse al portal con la llave en una mano y la escopeta en la otra, oyó los ladridos de los perros. Abrió el portillo con precaución, y los porros saltaron a su encuentro y empezaron a corretear por el prado, yendo y viniendo como si quisieran avisarle de algo. Los perros se negaban a entrar de nuevo en la casa, y Tinco cerró otra vez el portillo y siguió a los animales hasta el límite del huerto. El muchacho comprendió que los perros venteaban algún peligro.

Cogió a Argos del cuello y fue a esconderse en el pajar, entre el cobertizo y la era, mientras Cerbero le seguía a distancia ladrando y volviendo la cabeza hacia atrás, como si olfateara alguna amenaza invisible. Tinco metió entre la paja, dejando libre la cabeza, y acarició a los dos perros, que quedaron a su lado, para que se calmaran. Estuvo un buen rato vigilando con el cañón de la escopeta hacia fuera y los perros a sus pies, para ver si descubría la causa de los ladridos y de la agitación de los animales.

No vio nada. Luego cogió a Cerbero y lo abrazó con delicadeza mientras le decía, pegado a la oreja, que saliera tranquilo y sin ladrar, que fuera a ver qué ocurría y le indicara por dónde se acercaba el peligro, pero que no alborotara ni descubriera su escondite.

Tuvo que sujetar a Argos cuando Cerbero salió con paso firme y sereno, tal como le habían mandado. El perro se detuvo en el centro del prado; un momento después levantó la cabeza y dirigió insistentemente el hocico hacia el huerto de los frutales. Cerbero movía la cabeza, inquieto, indicando los ciruelos y los manzanos que ocultaban el camino de los cerezos. Después volvía la cabeza hacia el pajar, como señalando aquel punto. Como no parecían hacerle ningún caso, Cerbero se impacientó y comenzó a correr hacia adelante; al llegar a la primera fila de ciruelos y manzanos, retrocedió hacia el pajar, como si pidiera que lo siguieran.

—¡Vete, lárgate, no nos descubras! —le dijo Tinco en voz baja—. ¡Y sobre todo, no ladres!

El perro miraba fijamente al punto del pajar de donde procedía la voz.

—¡Cerbero, no te acerques! Ve a ver qué pasa en los frutales.

Cerbero agachó la cabeza y, moviendo la cola, regresó a las cercanías del huerto. Tinco, con el arma a punto y Argos agarrado por el cuello, siguió al animal con la mirada.

El perro se detuvo en la entrada del huerto. Después, mirando hacia el pajar, se metió entre los frutales y desapareció.

Transcurrieron unos instantes sin novedad. Como si Cerbero se hubiera perdido entre los árboles cargados de frutas. El silencio de la primera hora de la mañana rodeaba la masía, y el sol, cada vez más fuerte, pintaba de vivos colores todo el paisaje. El roble desplegaba sus ramas como un velamen verde anclado en el azul del cielo.

Tinco aguzó el oído e incluso se atrevió a sacar un poco más la cabeza para ver si advertía algún movimiento o algún ruido. Un silencio inusual pareció aturdirle los oídos.

De pronto, se oyeron unos ladridos al fondo del huerto, e inmediatamente apareció Cerbero lanzado como un rayo hacia el pajar, seguido de una lluvia de piedras que le caían a un palmo. Lo perseguían unos gritos lejanos:

—¡Maldito perro!

—¡Bestia inmunda!

Cerbero se detuvo a poca distancia del pajar y, como si olfateara otro peligro, dio media vuelta y se dirigió hacia el portal de la masía. Las piedras ya no lo alcanzaban, pero los gritos seguían.

—¡Chucho de mierda, acércate otra vez si te atreves!

—Tenemos tanta gazuza que te vamos a meter al horno con el vientre relleno de manzanas y ciruelas. ¡Perro con fruta! ¡Qué desayuno!

Eran voces recias, cargadas de ira, y cada vez se oían más cerca. El perro estaba inquieto ante el portal: movía la cola y volvía la cabeza alternativamente hacia el huerto y hacia el pajar, mientras gruñía con rabia. Tinco tuvo que esforzarse para contener a Argos, al tiempo que apuntaba con la escopeta al ciruelo gigante de la primera fila de frutales.

Pasó un buen rato de quietud y silencio, como si los gritos anteriores no se hubieran oído nunca.

De repente, Tinco observó que unas hojas se movían y, después, que dos hombres avanzaban poco a poco, apartando con cuidado las ramas de los frutales, hasta llegar al lindero que separaba el huerto del prado, frente a la casa. Todavía medio tapados por los árboles, los dos hombres pasearon su mirada por el círculo que se abría ante ellos, con la masía en el centro.

Tinco sintió un sobresalto porque adivinó en seguida quiénes eran aquellos intrusos. Lo supo en cuanto distinguió los uniformes. Eran igual que el del prisionero. No cabía la menor duda: eran los dos desertores que los carlistas no habían podido atrapar, y que se habrían escondido en los alrededores para observar los movimientos que se producían en «El Roble».

En un instante pasó por la mente de Tinco un mar de pensamientos contradictorios. Si los intrusos hubieran sabido que estaba solo en la casa, habrían aprovechado la noche para sorprenderle. Si se presentaban ahora y a escondidas era porque no sabían con quién podían toparse. Aunque también cabía que se hubieran acercado de noche y que fuera por eso por lo que los perros habían estado tan agitados…

Cerbero empezó a ladrar con rabia, y uno de los soldados, el que parecía más joven, se dirigió hacia él levantando amenazadoramente la culata del fusil.

—¡Cállate de una vez, chucho, o te pondré un bozal!

Cerbero corrió hacia el pajar gritando más que nunca.

—¡Ven aquí, nido de pulgas y piojos, que te voy a partir el esqueleto!

Persiguiendo al perro, el soldado se acercaba al pajar, y Tinco no pudo contener más la impaciencia de Argos. El perro salió disparado en defensa de su compañero, aullando como loco. El soldado se detuvo, sorprendido por la aparición de Argos. Tinco apuntaba con el arma a la pierna izquierda del soldado. Pero mientras el muchacho dudaba entre disparar o salir del escondite para defender a palos a Cerbero, se oyó un silbido ensordecedor, seguido de nuevos gritos, que distrajeron la atención de los perros y del soldado.

—¡Vuelve, Quico! —gritó el segundo soldado, que parecía más veterano, desde cerca de la masía—. Deja a los perros y ven en seguida, que llega alguien.

El soldado joven escupió a los perros, súbitamente callados, y fue a reunirse con su compañero. Intercambiaron algunas palabras en voz baja mientras observaban el camino de los cerezos, y corrieron a esconderse detrás de los primeros frutales del huerto. Con las armas preparadas, sacaban la cabeza de vez en cuando para ver quién se acercaba.

Los perros salieron hasta la sombra del roble, con la lengua fuera y los ojos puestos en el camino de los cerezos. Ya no les importaban los dos carlistas: sólo miraban al camino para ver quién llegaba. Como no parecían muy inquietos, Tinco pensó que debía de tratarse de alguna persona que los perros conocían. No podía ser Viana: era demasiado pronto para ir a la fábrica.

Tinco se puso nervioso porque no sabía qué hacer. Podía entrar sigilosamente en el huerto, coger a los desertores por la espalda y ahuyentarlos como a conejos. Pero decidió quedarse en el escondite y ver qué ocurría.

Por la curva del camino de los cerezos apareció una figura andando lentamente. Vestía de oscuro y llevaba un corbatín blanco mal anudado al cuello, un sombrero blando de ala ancha y, en las manos, un bastón en la derecha y un cesto en la izquierda, como si fuera a una excursión campestre. Parecía ligeramente jorobado o muy cansado. Tinco notó que el pecho se le hinchaba de satisfacción. Lo había olvidado. Lo habían olvidado todos.

Era martes. Y como todos los martes por la mañana, llegaba a la masía el maestro Catón para enseñarle doctrina. Catón recorría las principales masías, una cada día de la semana, para dar lecciones a los hijos de los señores que no podían o no querían ir a la escuela del pueblo, con don Mansueto. En el caso de Tinco era porque el pueblo quedaba muy lejos, a más de una hora de camino. A los chicos, cuando sabían leer, escribir y las cuatro reglas, los llevaban a estudiar a Vic o a Barcelona. Y a las chicas les bastaba saber bordar, colocar flores en la mesa y dirigir la casa si conseguían un marido.

Tinco les había dicho muchas veces a los amos que Viana vivía más lejos del pueblo que él e iba todos los días de su casa al pueblo, y además pasaba diez horas en la fábrica, y nunca se quejaba ni le había ocurrido nada. Y lo mismo Saturnina y las demás trabajadoras. Pero los amos no le dejaban asistir a la escuela del pueblo, que sólo servía para desasnar a futuros aldeanos, y menos ahora que sabían que podía encontrarse en el camino con Viana. Para eso estaba el maestro Catón, que iba todos los martes a la masía. Y los demás días tenía a mademoiselle Angélica, que en las horas que le dejaba el trabajo de secretaria del barón le enseñaba francés, cálculo, geografía y caligrafía, como en las prestigiosas escuelas o liceos de más allá de los Pirineos.

Catón vivía en el pueblo, donde sólo pasaba los domingos ayudando a don Mansueto como sacristán. Los otros tilas de la semana comía y dormía en alguna de las masías más alejadas, y siempre llevaba consigo una cesta en la que guardaba los huevos, quesos y pollos con que los señores pagaban su trabajo de maestro ambulante.

Seguramente, el maestro no sabía que los carlistas se retiraban y los liberales avanzaban. O quizás estaba tan acostumbrado, como toda la población, a los constantes avances y retrocesos de unos y otros, que ya no hacía caso de esos movimientos. En el pueblo, mucha gente no era de ningún bando y sólo quería poder trabajar en paz. Tras cuatro años de guerra, había incluso ladrones que robaban a los recaudadores de Hacienda. La población había visto ya de todo: ¡los carlistas habían llegado a prohibir la circulación de los trenes!

El viejo Catón se detuvo ante el portal, sorprendido de que estuviera cerrado y toda la casa en silencio. Se quitó el sombrero y, mirando a la galería, gritó:

—¡Ave María…! ¿Dónde se han metido esta mañana?

Al ver que nadie respondía, el viejo dio unos pasos atrás, sin dejar de mirar hacia arriba, y volvió a llamar:

—¡Eh… señoras! ¿No me oís?

Los dos soldados salieron lentamente del huerto y se acercaron al recién llegado hasta situarse a su espalda. Entonces le saludaron.

—Parece que nos han abandonado —dijo el joven.

—Se acercan los liberales, y han huido todos —dijo el otro.

—¿Y vosotros…? —preguntó el maestro examinándolos de arriba abajo, pasada la sorpresa—. ¿Qué hacéis aquí? ¿Pertenecéis a alguna partida perdida o vais hacia La Seo de Urgel a romper el cerco a que la tiene sometida el general Martínez Campos?

Los soldados se habían colocado uno a cada lado del maestro, como para escoltarlo. El viejo, más bajo que los militares, tenía que mirar hacia arriba cuando les hablaba.

—Nosotros somos el resto de una compañía derrotada en la batalla de Prats y perseguida por el general Weyler.

—¿Sólo quedáis vosotros dos?

—Éramos tres, pero al otro lo cogieron cuando escapábamos. A lo mejor el capitán ya lo ha mandado fusilar. No lo hemos vuelto a ver.

—¿Qué decís, que escapaba? ¿No seréis desertores, por Dios santo?

—Nos tememos que sí. Pero no se asuste, que no hacemos mal a nadie.

—Esta guerra está perdida. Y de lo perdido hay que sacar lo que se pueda. Nosotros queremos hacernos con alguna cosa de valor antes de pasar a Francia.

—Piense que llevamos varios meses sin cobrar ni un real…

—Y no será ahora, que vienen mal dadas, cuando nos paguen las deudas.

El viejo maestro se apartaba de los soldados a medida que oía sus palabras. Los soldados no se movían y contemplaban al viejo con aire de perdonavidas.

—El amo, un par de mozos y unos guías han acompañado a los enfermos hasta el hospital de Besora, y a los soldados útiles hasta Ripoll, donde está el general Savalls. Pero nosotros somos soldados, no suicidas.

—Por eso levantamos el vuelo. Nos ocultamos en la montaña para observar qué ocurría aquí, y vimos que las mujeres y los viejos, seguidos de una recua de criadas y mozos, iban a refugiarse a una casa de la montaña.

—De madrugada hemos venido a ver quién se había quedado. Pero parece que no hay nadie.

—Lo que no nos llevemos nosotros, se lo llevarán otros o, peor aún, será para los cuatreros y ladrones.

—O sea que —el viejo se había apartado bastante, pero los soldados seguían en el mismo sitio— habéis venido a robar. ¿Sabéis que a los ladrones se les aplica la pena de muerte sin formación de causa?

—¿Quién ha hablado de robar? —se rió el veterano—. Sólo queremos evitar que los objetos de valor caigan en manos del enemigo.

—¡Me dais asco! —escupió Catón—. ¡Desertores y ladrones! Con gentuza como vosotros, ¿cómo va a ganar nuestra causa?

—¡Eh, pare el carro, venerable! ¡Cuidado con lo que dice!

—¿No tiene miedo a perder la lengua, por deslenguado?

—No me dais miedo, me dais asco —repitió el viejo mientras daba la vuelta con la intención de marcharse—. ¡Dios, patria, fueros y rey!

Los dos soldados lo alcanzaron en dos zancadas. Le quitaron la cesta y lo inmovilizaron poniéndose uno delante y otro detrás.

—Tenemos prisa, buen hombre, y no estamos para historias. Si nos ayuda, podrá volverse a casa con la cesta llena de regalos mejores que esa media docena de huevos hueros.

—Y si se niega, quizá no vuelva jamás.

—Y en lo referente a nuestra causa, todo el mundo sabe que el general Savalls y el general Martínez Campos se entrevistaron el Viernes Santo en el Hostal de la Corda para ponerse de acuerdo.

—El general Savalls ha sido el primero en abandonarnos y reírse de Carlos VII Su misma prima le pidió que abandonara la causa. Y ahora hace comedia antes de huir al extranjero, donde ya vivió y llegó a luchar con el ejército del Papa. Cuando le convenga, se largará con los bolsillos llenos de los reales que le ha entregado Martínez Campos en pago de la traición.

Se hizo un silencio. Luego, el maestro dijo con voz serena:

—Todo lo que habéis dicho son infamias. Los liberales saben hacer muy bien la guerra de las mentiras.

—¿Ah, sí? Ya verá como no acude a socorrer al general Lizárraga y a los pobres soldados sitiados en La Seo de Urgel. Se ha detenido en Ripoll, el muy astuto, con la excusa de que espera refuerzos.

—¡Con militares como vosotros, ya puede esperar!

—¡Basta de cuentos y al grano! Usted conoce la casa, ¿no?

—Yo no conozco nada de esta casa. Sólo vengo una vez por semana a enseñarle el catecismo al ahijado de los barones.

—Nos viene usted como anillo al dedo. Una de las cosas que tenemos en la cabeza es precisamente ese muchacho…

—¿Tinco? ¿Qué os ha hecho Tinco?

—Entremos en la casa y hablaremos de eso. Usted conoce la mansión y nos ayudará a escoger las cosas que nos pueden interesar. Sobre todo una, que si diéramos con ella sería como si hubiéramos ganado la guerra.

—¿A qué os referís?

—Se lo contaremos a cambio de su ayuda. Entremos.

—Yo conozco muy poco la casa. ¿Cómo vais a entrar, estando todo cerrado a cal y canto?

El soldado joven se dirigió al portal y, con un par de disparos, destrozó la cerradura del portillo. Abrió la puerta pequeña de un puntapié y dijo:

—La casa es nuestra. Adelante.

Los perros, callados hasta aquel momento por respeto a Catón, se pusieron a ladrar cuando vieron que los desconocidos entraban en la masía. El veterano les tiró una piedra y cerró la portezuela delante de sus narices.

Tinco había salido del pajar con la escopeta a punto en cuanto los desertores abandonaron los frutales para sorprender al viejo. Se había acercado lentamente al portal, pegado a la pared de los establos y protegido por la curvatura de la torre de defensa. Al oír que los soldados destrozaban el portillo y entraban en la masía, temió que descubrieran al tercer carlista, compañero suyo y preso en la mazmorra. Aunque el respiradero de la cárcel daba al lado de los establos, el prisionero podía haber oído los disparos.

Argos y Cerbero callaron al ver que Tinco se acercaba. Sin dejar el arma, el chico se agachó para acoger a los perros, que acudían a saludarlo. Pero antes de que pudiera hacerlo, los animales se pararon en seco y, expectantes, miraron hacia atrás, hacia el camino de los cerezos. Tinco dio un salto para ocultarse en el rincón de la pared de la torre de defensa.

Nuevos visitantes se acercaban a «El Roble».