6

LA MAZMORRA

Así desaparecieron los carlistas, guiados por don Lobo, y el mismo día, a media tarde, salía para «La Nava» el resto de la casa, con doña Violante al frente.

Tinco escondió las escopetas en un rincón del salón, al lado del armario, tras probar si una de las armas pasaba bien por el agujero de la mirilla del piso de la galería.

Después se quedó un rato apoyado en la barandilla para que se calmaran los pensamientos que bullían en su mente.

Se dijo que tenía tiempo para repensarlo todo, y con la calma fueron saliendo a la superficie los problemas que más le preocupaban.

Pero los pensamientos desaparecieron de su cabeza cuando advirtió que la luz del sol de verano era cada vez más débil, y en pocas horas la oscuridad borraría todo y él se encontraría solo como un punto negro perdido en la noche.

Con la ropa de Jan se sentía algo incómodo, pero muy fresco. Le venía tan grande que tenía la impresión de andar desnudo. La suya era más fuerte y más ceñida. Al cambiarse en su cuarto, dejó el traje en el armario y escondió entre los pliegues los dos sobres lacrados, pensando que más tarde elegiría un escondite mejor. De momento estaban seguros, y él tenía que hacer otras cosas antes de que oscureciera del todo.

Comenzó por ir a la cocina y echar aceite a un par de candiles. Dejó uno encima de la mesa, y el otro se lo colgó de la cintura para encenderlo cuando anocheciera. Luego puso un par de troncos en el hogar, por si necesitaba fuego para calentar rápidamente un caldero de agua, por ejemplo, para echarla hirviendo por la mirilla a la cabeza de un visitante inoportuno. «Será mejor arma que una meada», se dijo, y sonrió por dentro. Después comprobó que en el fregadero había dos cántaros con agua fresca y que los fogones y la alacena estaban llenos de comida para cuando avisara el hambre. ¿Y la comida del prisionero?

Decidió que el primer día no necesitaba comer, pero luego cambió de idea y cortó dos rebanadas de pan y media butifarra, lo envolvió todo en una servilleta, lo metió en un cesto con un porrón de vino, como hacían las criadas cuando en junio o julio preparaban a media tarde la merienda para los segadores o los trilladores, y bajó a la mazmorra. Era mejor ir ahora, cuando el sol aún no había muerto. Más tarde, le daría más pereza y más aprensión.

Bajó al zaguán, donde estaba la puerta que comunicaba con la torre de defensa. Al fondo, otra puerta daba a la estancia de los aparceros, a la que mademoiselle Angélica le tenía prohibido entrar, porque su sitio estaba arriba, con los señores. «Suerte que no le hice caso —pensó el chico mientras pasaba por delante—. Si no hubiera entrado nunca, ahora me sería mucho más difícil pasar por hijo del aparcero».

La verdad era que, acompañado por Jan o por Fermina, había entrado en la casa de los aparceros tantas veces como le había apetecido.

Más allá de la torre de defensa estaban los establos: cuadras para los caballos, mulas y asnos, ahora vacías, cochiqueras para los cerdos, y al fondo un gran corral para el rebaño de corderos y cabras, vacío la mayor parte del año porque los pastores preferían los pastos de la montaña, cercanos a «La Nava». Sólo quedaban un par de vacas, con el vientre muy abultado porque estaban a punto de parir. Los mozos habían sacado el resto al prado de detrás de la casa. Allí estaban también los cerdos, con sus gruñidos y su hedor, que no podían salir y de los cuales se ocuparían los hombres que rondaban por el bosque, que entrarían por la puerta de atrás, la que daba a la era, al pajar, al cobertizo, al bosque y a la montaña. De todos modos, los pesebres tenían pienso como para una semana.

Sólo tenía que ocuparse de las gallinas, gallos, patos y ocas encerrados en un gallinero cercano a la era. Las cluecas estaban a sus anchas, en cestos rotos repletos de paja y huevos, empollando en uno de los pisos de la torre de defensa. Y en el piso más alto de la torre, don Lobo tenía instalado un telescopio, varios catalejos y algunos libros de astronomía, aunque últimamente no subía al improvisado observatorio.

Había poca luz, pero todavía era suficiente para no tener que encender el candil. Tras bajar los primeros peldaños de la prisión, se detuvo un momento por si oía algún movimiento del prisionero. Pero sólo le llegó el cloqueo de algunas cluecas, el ruido de roces de patas de aves en el suelo y el del hozar de los cerdos. En la mazmorra, el silencio era total, y la oscuridad cada vez más densa.

Tinco se acercó cautelosamente a la puerta. Mientras se agachaba para dejar la comida, pensó que era más peligroso meter el cesto con la mano que llamar al prisionero para que sacara la mano por la gatera y lo cogiera. Si él metía la mano por la gatera, el desertor podía agarrarle el brazo y hacerle daño para que le entregara la llave de la celda. Ese pensamiento le produjo un escalofrío. Ahora empezaba a comprender que la misión que le había encargado el amo estaba llena de peligros.

—¿Quién anda por ahí?

Era una voz fuerte y rabiosa, una voz nueva del prisionero que le sobresaltó.

—¿Eres el chaval encargado del rancho?

Tinco había dejado la comida ante la gatera y estaba de pie a un lado de la puerta. No respondió porque temía que el prisionero se envalentonara al oír su voz de muchacho.

—¡Responde, maldita sea! ¿Crees que no te he oído? ¿Eres el chaval que me trae la comida? Te he visto antes, cuando han metido el caballo.

Tinco estuvo a punto de irse sin decir nada, pero una carcajada le detuvo.

—¿Crees que no te veo, milhombres? Tengo el ojo pegado a una rendija de la puerta, y ya he descubierto que eres una sombra pequeña y escuchimizada que tiembla de miedo.

Tinco apenas distinguía la puerta de la pared y no podía ver ninguna rendija ni ningún rayo de luz. Quizá sus ojos no se habían adaptado aún a la oscuridad.

—Cuando bajabas por la escalera con el cesto en la mano, he seguido tus pasos echado en el suelo y con los ojos pegados a la gatera. Tengo ojos de gato. Y garras de zorro. ¡El niño de la casa se caga de miedo…!

Tinco retrocedió instintivamente, apartándose de algo que se movía en el suelo: el brazo negro del preso, que salía del agujero para recoger la comida, mientras murmuraba en voz baja:

—No podré apreciar el manjar que me has preparado porque aquí dentro no hay luz. Y las paredes supuran de humedad. Siento frío, incluso. El lecho de paja y una manta no van a ser suficientes. Tendré que coger la manta del caballo.

Tinco se sorprendió a sí mismo diciendo con furia, y sin preocuparse de si la voz sonaba débil o fuerte:

—¡Si le pasa algo al caballo, no volverás a beber una gota de agua ni a comer una migaja de pan, perdulario!

—Por fin ha abierto la boca el pardillo —se rió el prisionero—. ¿Cómo te llamas, mozuelo? Yo me llamo Vidal y soy de Barcelona.

—Mi nombre no te importa un pimiento, y estoy aquí para cuidar que el caballo no sufra ningún daño. El animal merece más respeto que un cobarde como tú, que lo iba a abandonar.

—¡Huy, huy, huy, se ha enojado el ablandabrevas! —El prisionero levantó la voz—. Lo iba a abandonar, como han hecho todos. ¿O los demás no lo han abandonado aquí, en esta pocilga, para que reviente mientras ellos huyen para salvar su pellejo?

Tinco no dijo nada, y eso dio fuerzas al otro.

—Si tanto interés tienes por ese caballo, entra y llévatelo. ¡Venga, a ver si lo tratas mejor que yo!

El muchacho no dijo nada y el prisionero continuó.

—¿Sabías que los caballos ven de noche, como los gatos? Ahora mismo tiene los ojos abiertos y me está mirando. Es la única luz de que dispongo en esta celda oscura. Me mira con odio porque conoce mi voz y recuerda los zurriagazos que le he dado. Encerrarme aquí con el caballo es peor que un suplicio porque los caballos duermen poco, sólo cuatro o cinco horas, y no hacen otra cosa que comer y cagar. ¿Crees que podré aguantar muchos días aquí, con esta peste? Y las cuatro o cinco horas de sueño no son seguidas. Duermen diez minutos y se despiertan, porque si durmieran toda la noche, en el bosque los devorarían los lobos. Por eso corren tanto los caballos, porque para defenderse de los lobos sólo tienen la velocidad, los dientes y las pezuñas. Ahora, yo soy para él lo mismo que un lobo. Si no lo mato yo, me matará él a mí, a coces, cuando se restablezca del resfriado y de la pata. ¿Me entiendes, muchacho?

Tinco se retiraba lentamente, convencido de que lo que el hombre quería era no quedarse solo, provocarlo con sus palabras para que, enojado, cometiera algún error. Mejor no abrir más la boca.

—¿Sabes qué haré si no me ayudas? —La voz del prisionero era cada vez más amenazadora—. Le cortaré el cuello con un cuchillo que me he guardado, atado a la pantorrilla. ¿Oyes su tintineo contra la pared?

Tinco se detuvo al pie de la escalera, asustado. En el fondo de la celda sonaban los golpes de una hoja de metal contra las piedras. Estuvo a punto de acercarse de nuevo y gritarle los insultos más graves, pero se contuvo a tiempo. Era mejor que el prisionero creyera que ya se había ido y que no le escuchaba nadie. Se agachó en el último escalón y se quedó inmóvil, conteniendo la respiración. Más arriba, la luz era escasa, se había ido consumiendo como una candela, y ya no llegaba ni a los primeros peldaños. Era imposible que el prisionero pudiera verle, ni siquiera acechando por la gatera. Y lo de degollar al caballo era una fanfarronada. Si lo hacía, peor para él: tendría que aguantar al lado de un cadáver hasta el regreso del barón.

—Estás ahí, al lado de la puerta. ¿Crees que no lo sé? Yo veo en la oscuridad, no lo olvides, como los gatos y los caballos.

El prisionero rascaba la puerta con algún objeto, quizá con el cuchillo. O tal vez era una herradura del caballo. Pero Tinco siguió sin despegar la boca.

—He oído cómo se marchaban todos los de la casa. Tengo las orejas finas. Y también he escuchado todas las recomendaciones de la dueña, que te gritaba: «¡Tinco, Tinco. Vigila los fogones, haz las camas, barre la salita, ponte la faldita y el delantalito, que ahora eres tú la mujercita de la casa!». ¡Ja, ja! ¿Has sido bueno y has hecho lo que te han encargado? ¿Te has puesto las falditas, Tinquito? ¿Tinquito o Tinquita? Te han dejado solo, abandonado, y cuando lleguen los liberales te harán prisionero y te encerrarán aquí, con el caballo y conmigo.

El desertor se echó a reír y añadió:

—Entonces lamentarás no haberme ayudado.

En ese momento se arrepintió de no haberse ido antes. Así que tuviera la seguridad de no hacer ruido, escaparía escaleras arriba para no oírlo más.

—¿Por qué te han abandonado como a un perro perdido para distraer unas horas a los liberales? ¿Es que no eres nadie? ¿No has pensado en eso? Te abandonan porque no eres de la familia y les importa un carajo que te maten o no.

Tinco sintió que le subía a las mejillas una oleada de sangre.

—El caballo suda mucho… Acércate y podrás tocar la manta empapada de sudor metiendo la mano por la gatera. Habría que hacer algo…

Tinco sentía fuego en el pecho. Se le ocurrió un modo de hacer callar al prisionero: decirle que si no cerraba la boca, prendería fuego a la mazmorra. Pero aquel individuo no se arrugaba con simples amenazas. Para amedrentarle, tendría que quemar un poco de paja delante de la gatera. Pero ¿quién controlaba el fuego una vez encendido? Era mejor alejarse y no escucharlo más. El chico se levantó para salir.

—Dicen que los liberales no tienen sentimientos. Hace tiempo fusilaron a la madre del general Cabrera porque no pudieron prenderlo a él. Claro que también cuentan que el general Cabrera le cortó las orejas a un joven de Calanda. Y un general liberal que se oponía al motín de los sargentos de La Granja fue asesinado y descuartizado por los mismos liberales, que pasearon por Madrid su cabeza, sus orejas y sus manos, y llevaron sus dedos al Café Nuevo para divertirse jugando con ellos a echar suertes. Cuando lleguen aquí los liberales, te matarán a ti si no pueden coger al amo. ¿Y qué se te ha perdido a ti en esta guerra? ¿Qué es el barón del Ter: tu tío, tu padrino, tu protector o qué?

Mientras subía la escalera procurando no hacer ruido, el chico tenía la impresión de que huía del prisionero.

—Te han engañado como a un bobo. Tanto si eres pariente del barón como si no, te han enredado. Este caserón guarda un secreto, lo sabe todo el mundo, y por eso te han pedido que te quedes, para guardar el secreto. Cuando lleguen los liberales, te arrancarán la piel para obligarte a confesarlo. Sería mejor que tú y yo nos hiciéramos amigos y que confiaras en mí. En este momento no tienes a nadie más. Estás solo. Y por la noche salen enemigos de todos los rincones. Necesitas a tu lado a alguien como yo…

Ya estaba arriba. Mientras se alejaba hacia la entrada, siguió oyendo la voz insidiosa.

—¿Te han hablado alguna vez de las sociedades secretas? ¿Conoces El Ángel Exterminador y sus actuaciones nocturnas, ocultas, misteriosas, inesperadas…?

Estuvo a punto de detenerse para acabar de oír aquellas palabras, pero decidió que era mejor dejarlo. El prisionero estaba loco. Seguramente seguiría hablando toda la noche para ahuyentar la soledad y la oscuridad. Lo que decía eran invenciones, tonterías.

Al subir la escalera principal, Tinco recordó dos cosas: que tenía que ocultar mejor los sobres lacrados y que ansiaba abrirlos para saber qué secretos contenían. También se acordó de Viana y deseó como nunca que a la mañana siguiente, cuando pasara camino de la fábrica en compañía de Saturnina, se acercara a verle aunque fuera con ganas de pelea o para robar fruta de los huertos cercanos al camino. A veces, cuando no se habían visto desde hacía días, se dejaban signos (una fruta, una estampa, un pañuelo o un carrete de cartón de los que usaban en la fábrica para enrollar el hilo) en una roca del camino que tenía agujeros para colocar una luz y que llamaban «la roca clara». Esa roca servía para indicar el camino a las mujeres y niñas que trabajaban en la fábrica y para combatir el miedo que sentían al atravesar el bosque por la noche. Dejar y coger cosas de la roca era uno de los juegos entre Tinco y Viana, quizás el más divertido porque sólo lo conocían ellos. Era como un secreto compartido, sin el estorbo de los demás compañeros de juego. Ahora, Tinco pensaba que podía acercarse a la roca y dejar una señal que le indicara a Viana que se encontraba solo y necesitaba verla. Le parecía que si ella conocía su situación, los peligros serían menores. Decidió hacerse un pequeño corte en un dedo y manchar un pañuelo de sangre para dejarlo junto a la luz de la roca como signo de peligro. Viana era lo bastante lista para comprender que esta vez el juego iba en serio.

Fuera, la luz ya era sólo ceniza y estaba a punto de desaparecer. Tinco aprovechó para salir un momento a dejar el pañuelo en la roca donde estaba la tea que encendía el primer grupo que pasaba junto a ella. Viana pasaba por allí todos los días, a mediodía y por la noche, acompañada de un grupo de chicas de masías cercanas que también eran fabricantas, como las llamaban los payeses. A mediodía, Viana solía ir sola o con Saturnina para quedarse un rato a jugar con él, y con Jan y Fermina, junto al prado o en los frutales. Se habían hecho amigos porque a los dos les gustaba correr y trepar por los árboles y porque Tinco admiraba las travesuras que Viana, con ayuda de Saturnina, organizaba al ir o al volver del trabajo. Y Viana admiraba la compostura de aquel chico, reflexivo y decidido a la vez, que no era hijo de nadie ni parecía querer ser tampoco el criado de nadie.

Tinco volvió la cabeza para ver cómo aparecía la casa desierta desde los campos de frutales. Los perros le seguían en silencio, sin comprender si el chico quería jugar con ellos o no. La noche caía con rapidez sobre la masía, y como dentro no había ninguna luz, el aspecto era triste, como el de un enorme animal disecado, quieto, vacío, sin vida. Tinco se apresuró a llegar a la roca para dejar la señal. Después corrió hacia la casa, con la llave del portillo en la mano. La oscuridad podía hacerse más densa, y él temió no acertar con la cerradura al entrar.

Al pasar bajo el roble se detuvo. Abrazó el tronco y sus manos no llegaron a juntarse. Parecía buscar refugio bajo sus ramas. Abrazado al árbol creyó sentir los latidos de madera del corazón del roble. Pero era su propio corazón, que retumbaba excitado por la carrera y por la amenaza de la noche.

El roble era el árbol sagrado de los griegos, le había contado don Lobo; el árbol de Zeus, padre de los dioses, y significaba los orígenes de la tierra. Por eso tenía el tronco cuarteado como la tierra seca, troceada por la sed, antes de la llegada del agua. Cuando Ulises regresó a Ítaca después del largo viaje, se detuvo a descansar a la sombra de un roble, y a su amparo recobró los recuerdos y la sabiduría. Don Lobo le había leído casos de héroes antiguos convertidos en árboles.

Pasar la noche solo en el caserón le daba pereza, o un miedo inconfesado, y al final decidió dormir en el cobertizo. Los nervios le habían quitado el hambre. Entró un momento en la masía para coger una escopeta y municiones, encerró a los perros en el zaguán y se fue al cobertizo.

De esa manera, si por la noche o a la mañana siguiente llegaba algún visitante con malas intenciones, podría atraparlo por la espalda.