LOS DESERTORES
—Esa estancia es como un pequeño museo y no creo que te sirva de nada —dijo el amo mientras le mostraba al muchacho la sala de los puñales—. Te la enseño para que conozcas los lugares donde hasta hoy, por razón de tu edad, tenías prohibido entrar. Pero es posible que estos días llegue alguien creyendo que aquí oculto el arma que le proporcionará la victoria que su escaso ingenio o su poco coraje le niegan.
Tinco pudo comprobar ahora lo que había entrevisto el día en que mademoiselle Angélica lo llevó a la sala contigua para curarle de la caída en el ortigal: que la sala de los puñales era parecida a la de los venenos, con armarios, mesas y sofás, pero todo tapizado de rojo. Además, en vez de potes y potingues había armas blancas que lucían sobre terciopelos rojos como espejitos puntiagudos. Había dagas, espadas, puñales, espadines, cuchillos, punzones, e incluso una colección de hachas, algunas con la hoja ancha como una media luna.
—Mi abuelo comenzó la colección como entretenimiento a principios de siglo, cuando la invasión napoleónica.
Opinaba que éste era un lugar ideal para asesinar a alguien —se rió—, seguramente porque se podía escoger el arma más apropiada.
Don Lobo había abierto la puerta de salida y esperaba al chico, que se había quedado embobado y con los ojos fijos en las armas de los armarios y las paredes. Pero Tinco no miraba nada. Fingía interesarse por las armas, pero en realidad aprovechaba aquel momento para reflexionar sobre lo que don Lobo le había dicho. Eran tantas cosas, que no sabía a cuál atender primero. Sentía que su corazón ardía como si el barón le hubiera prendido fuego.
—Se trata de armas de mano antiguas —decía el amo—. En el baúl contiguo al sofá guardo las armas de fuego: pistolas, revólveres… Si las necesitas para tu defensa, escoge las que te parezcan mejor. En la mesa de la galería te dejaremos dos escopetas cargadas y munición, por si tienes que asustar a algún inoportuno. Y un revólver que puedes llevar siempre oculto en la cintura. Pero recuerda lo que te dije cuando lo enseñé a usarlas: el mejor tiro es el que no se dispara.
—¿Para qué sirve… esta colección, estas armas, la sala…?
—Entre otras cosas, para ver cómo se defendían los hombres antes de la invención de la pólvora.
Tinco hablaba para alargar la conversación, para encontrar el momento de formular a don Lobo las preguntas que bullían en su interior.
—¿Y quién la inventó, la pólvora?
—Los chinos. Vamos. Si no, el capitán pensará que hemos desaparecido. Dejaremos todas las llaves de la casa en el llavero de la galería.
—Las de fuego son más rápidas que las de hierro, ¿verdad?
—De lejos, seguro. Pero todas son malas.
—Entonces, ¿por qué tanto empeño en descubrir una pólvora aún más potente?
—Porque queremos hallar un arma tan poderosa que haga a los hombres desistir de hacer más guerras.
Pasaron por delante de las habitaciones de los invitados y don Lobo comprobó cómo estaban. Las criadas las habían dejado a punto, como si aquella noche esperaran algún huésped de importancia.
—Pero inventar más armas es seguramente el peor método para acabar con la guerra —reflexionó don Lobo mientras examinaba las habitaciones—. Aunque me temo que hasta el momento no se ha encontrado ninguno mejor…
Tinco llevaba en la mano los dos sobres lacrados. Antes de entrar en el salón, el barón se detuvo y le dijo:
—Los chinos inventaron la pólvora, pero Marco Polo, un viajero veneciano que los visitó hace siglos, les birló los secretos de la pólvora, el papel y el arroz, entre otras cosas. Lo mismo me ocurrirá a mí con mis inventos y mis secretos si no los guardas bien.
Con un movimiento rápido, el chico abrió su camisa y escondió los sobres en el pecho.
—¿Y dónde los vas a guardar después?
—No debe saberlo nadie. Hasta la vuelta.
Cruzaron el salón y salieron a la galería, donde un par de doncellas y mademoiselle Angélica ayudaban a doña Violante a llenar cestas y cajas. Abajo, delante del portal, el capitán discutía con un par de soldados. Jan, Fermina y su madre, junto con la vieja Oliva, repartían pedazos de pan y trozos de longaniza y pucheros de leche y de vino a los soldados que acudían a una mesa colocada al lado de la torre de defensa.
—¿Podría conocer más cosas del incendio, del salvamento, de la gente que había… de mi familia…? —soltó por fin Tinco.
Don Lobo dirigió al chico una mirada intensa y dijo con voz grave:
—No te preocupes, Tinco. Te he contado todo lo que tenías que saber.
Iba a decir algo más, pero en el portal los soldados y el capitán gritaban como en una pelea.
—Capitán —preguntó don Lobo, asomándose a la galería—, ¿están todos a punto para emprender la marcha?
—Señor barón —dijo el militar—, baje, por favor, que han surgido problemas graves.
Don Lobo puso las manos en los hombros de Tinco y se despidió.
—Adiós, Tinco. Ten confianza.
Le dio un abrazo mientras las mujeres los contemplaban sin dejar el trajín. Don Lobo se dirigió a la escalera sin volver la vista y Tinco le siguió en silencio.
El capitán esperaba en el portal con una mano en la empuñadura del sable, a punto de desenvainarlo. Lo acompañaban dos soldados, y un tercero, que no habían visto desde arriba, los miraba asustado, de rodillas en el suelo.
—Es un traidor —gritaba el capitán—, y no merece perdón de Dios.
—¿Qué ha hecho? —quiso saber el barón.
—Es un desertor. Lo han atrapado cuando se fugaba.
—Iba con un grupo que ha escapado. Eran tres y dos han huido. No hemos podido cogerlos. Se han adentrado en el bosque pretextando que iban a hacer sus necesidades. Y han abandonado a un caballo enfermo, malherido.
—¡Cobardes! —gritó el capitán, que apenas podía contener el sable en su vaina—. ¡Ojalá caigan en manos de los liberales y los fusilen en el acto!
—Lo malo es que Martínez Campos ha decretado una amnistía para todos los desertores y ha ordenado intercambiar prisioneros y neutralizar las vías férreas —comentó don Lobo.
—Lo que quieren es aprovechar los uniformes para hacerse pasar por carlistas y poder acercarse alevosamente a los pueblos que nos son favorables —dijo uno de los ayudantes del capitán.
—Eso del indulto son promesas de gente sin fe ni palabra. Seguro que fusilan a los desertores, y que antes los obligan como sea a contar todo lo que saben sobre los compañeros que han dejado atrás.
—Razón de más para irnos pronto, capitán.
—¡No antes de que este maldito traidor reciba su castigo! —El capitán ya tenía el sable desenvainado y parecía dispuesto a cortar la cabeza del infeliz, que lo contemplaba con ojos aterrados.
Con gesto pausado, don Lobo cogió al militar por el brazo para evitar que utilizara el arma, mientras le decía tranquilamente:
—Capitán, nosotros podemos despreciar a este hombre y vituperar su cobardía, pero sólo la justicia puede castigarle. Ahora no tenemos tiempo para formar un tribunal. Propongo otra solución: dejarlo prisionero aquí hasta que podamos entregarlo a la justicia.
Al desertor se le encendieron los ojos, como si se le hubiera abierto el cielo.
—¡En las presentes circunstancias, la justicia soy yo, barón!
—Capitán, la época en que se confundía el carlismo con la Inquisición, los frailes con trabucos y el despotismo ha pasado ya.
—¡De otra manera marcharía el país si tuviéramos aún el Tribunal de la Inquisición! ¿Sabe quién es este hombre? Está con nosotros desde hace poco. Es un civil voluntario que se nos unió a la salida de una población, y lo aceptamos porque juró fidelidad a la causa de Carlos VII. Ahora pienso que podría ser un espía de los liberales.
—Razón de más para impedirle que siga con los otros. ¿Por qué lleva uniforme, si no es militar?
—Aprovechó el de un soldado muerto en accidente.
—¿Y usted se lo permitió, capitán?
—Parecía de fiar y es un buen tirador…
—Creo que es mejor para todos que este hombre quede detenido en la mazmorra de la torre de defensa hasta nuestra vuelta. O hasta que podamos ponerlo en manos de un tribunal.
—¿Y si no volvemos?
—Yo pienso volver. Y por poca fe que tengáis en la victoria, sabéis que volveréis de nuevo a «El Roble» con más seguridad… y con más serenidad.
El capitán se atusó el bigote, indeciso.
—La cárcel es más segura que los caminos que nos esperan. Si topamos con una columna liberal, este hombre será un estorbo… si no se convierte en un peligro.
Viendo que no se decidía, don Lobo insistió:
—¡Si lo matáis como a un perro, no os acompañaré!
—Sea —accedió el capitán—. Pero con una condición: que lo encerremos con el caballo herido y enfermo que ha abandonado. Así aprenderá a cuidarlo y procurará que no muera a su lado.
—Bien… —se sorprendió don Lobo—. Como no podemos llamar al herrador para curar a la pobre bestia, quizá sea una buena solución para los dos. —Miró a Tinco y añadió—: Tendrás que ocuparte de la comida y la bebida del caballo y del caballero…
El desertor se levantó para besar la mano del amo, mientras el capitán ordenaba a los dos ayudantes:
—¡Vamos! ¡Reunid a todos los hombres! Que dejen de discutir a cuántos más hay que pasar por las armas por sospechosos de deserción y comprobad si les han puesto protectores de esparto a los caballos que han perdido las herraduras. Ahora no tenemos tiempo ni piezas para herrarlos. Con herraduras o sin ellas, tendrán que hacer un último esfuerzo, como todos nosotros. Cargad los víveres que las damas nos han preparado para el camino. Coged el caballo abandonado y encerradlo junto a ese miserable.
Los gritos del capitán alborotaron a la soldadesca y, al momento, hombres y caballos comenzaron a ponerse en orden, mientras don Lobo le mandaba a Tinco llamar al aparcero para que les mostrara a los ayudantes la entrada a la mazmorra y pedía a todos discreción porque no quería que doña Violante ni ninguna otra mujer supiera que dejaban un prisionero en «El Roble».
La mazmorra, situada en la parte más profunda de la torre de defensa, era una cavidad con un único agujero en la pared, casi al nivel del altísimo techo. Un respiradero que no llegaba a ventanuco y que se abría a ras del suelo por el lado de los establos. A esa cárcel subterránea se podía entrar por el zaguán de la masía y, también, por la puerta de los establos, situada en un extremo del edificio anejo y de cara al bosque. La puerta de los establos no se cerraba nunca con llave ni con tranca, porque mozos y pastores la abrían constantemente y para que los animales rezagados o perdidos pudieran entrar siempre a refugiarse. La antigua puerta de la mazmorra había sido sustituida hacía años por una de tablas de madera clavadas a tres o cuatro tablones transversales que las mantenían unidas a pesar de las anchas rendijas que las separaban. En el techo de la prisión se abría una trampa porque, en otro tiempo, el recinto servía de silo o granero, y era más cómodo echar el grano desde arriba, y cuando se usaba como cuadra tampoco venía mal ahorrarse bajar la escalera o la rampa vecina y echar el forraje por el hueco del almacén de heno, hierbas, paja y leños para la lumbre.
El aparcero bajó el caballo por la rampa. El animal renqueaba de una pata y casi no se tenía. El hombre preparó una cama con paja fresca para el animal y, en el rincón opuesto, otra para el desertor. Luego, mientras Tinco y los dos soldados esperaban y el prisionero se echaba en el suelo sin decir nada ni levantar los ojos, el aparcero llenó las gamellas de agua limpia, le puso al caballo una manta vieja, echó otra a los pies del desertor y, finalmente, dejó un poco de alfalfa en el pesebre y una espuerta con avena al lado del animal.
—No le deis pienso ni cebada hasta que se ponga bien —aconsejó—. Sólo zanahorias y hierba, comidas suaves. Cuidad que no sude. Hay que cambiar la paja todos los días. Y el agua, siempre limpia. Si mueve las orejas es que mejora. Ahora las tiene calientes. No os asustéis si pierde veinte o treinta quilos. Habría que curarle la pata en seguida porque, si se cae, con tres patas no podrá levantarse. Y sabéis que los caballos cagan siete u ocho veces al día. Tiene un resfriado leve y un mal tropiezo en la pata. Necesita descanso.
El desertor lo escuchaba con los ojos quietos y la cara pálida. Era un hombre de unos treinta y cinco o cuarenta años, de ojos grandes y negros, rostro agradable de nariz prominente, labios pequeños y pómulos marcados. Llevaba barba y bigote muy cortos; más que una barba, era un descuido de ocho o diez días sin afeitar. No era muy alto, pero parecía fuerte sin ser robusto. Echado sobre la paja, con el uniforme sucio y arrugado, sin armas, parecía un soldado herido o cansado.
Los hombres y el chico salieron de la cárcel sin decir nada. Cuando cerraba la puerta, el aparcero se dirigió a Tinco.
—Me ha dicho el amo que tú te quedas. Por esa gatera puedes pasar comida y agua sin abrir la puerta. Y lo que necesita el caballo puedes echarlo desde arriba.
Así que el aparcero hubo cerrado la puerta, se oyó la voz del prisionero, una voz agria, dolida, pero que no se atrevía a ser un grito.
—Y si muere el caballo, ¿qué hago yo?
—Si cumples con tu obligación y lo cuidas bien —replicó uno de los ayudantes del capitán—, no tiene por qué morir.
—Pero… ¿y si muere? —insistió el desertor.
—¡Lo cortas en trocitos y te los comes! —gritó el otro soldado—. Así, el muchacho se ahorrará el trabajo de traerte la comida todos los días.
Al llegar a la entrada, Tinco repitió:
—¿Qué hago si se muere el caballo?
El aparcero le puso la mano en la espalda.
—El caballo se curará con un poco de reposo. No tiene más que fiebre del cansancio y un ligero resfriado. Y el golpe de la pata, claro. Ahora no podemos llamar al herrador. No te preocupes, que no morirá.
Delante de la masía, el capitán había formado la columna de soldados y voluntarios, y estaban a punto de iniciar la marcha. Los dos soldados malheridos seguían en el zaguán, echados en dos camillas, esperando que las mujeres se los llevaran a «La Nava». Doña Violante, con el resto de la casa, andaba atareada con los preparativos de su viaje, y no salieron a la galería a ver la marcha de los soldados. Desde el portal, Jan y Fermina los contemplaron, un poco asustados, hasta que su padre, el aparcero, los obligó a entrar en la casa. Don Lobo se había puesto otro traje, como para ir de caza.
A punto de montar en su caballo Etón, con la escopeta al hombro y un revólver y un sable en la cintura, se dio cuenta de la presencia de Tinco y le ordenó en voz alta:
—¡Tinco, cámbiate de ropa en seguida! Ya he hablado con los aparceros y con Jan.
Se acercó al muchacho y le puso la mano en el pecho, encima de la medalla y de los sobres, sin decir nada; luego le dio dos golpes de complicidad como si llamara a una puerta. Después, de un salto, montó en el caballo y, acompañado de los mozos y los guías, corrió para alcanzar a la columna que se alejaba. Tinco se quedó un momento inmóvil, sin decir nada. Luego gritó:
—¿Cuándo será el regreso…?
Pero don Lobo ya se había mezclado con el grueso de los soldados y no le oyó.
El muchacho regresó a la masía. Los perros, que se habían entretenido con los soldados, ahora le seguían tristes. Llegó un golpe de viento y el roble se estremeció. En un momento, el bosque se había tragado la columna de hombres.