LOS SECRETOS
Aquella mañana calurosa de finales de agosto en que la guerra se había presentado en «El Roble» y la masía estaba invadida de soldados andrajosos en retirada, Tinco penetró de nuevo, esta vez en compañía de don Lobo, en la sala de los venenos y trató de adivinar el espacio entre dos armarios donde se ocultaba la puerta secreta de la sala de los puñales que mademoiselle Angélica había cruzado tiempo atrás para coger unas tijeras.
—Querido Tinco —empezó don Lobo, mientras abría un armario lleno de botellas y vasijas—, en la vida suele llegar un momento en el cual las personas que se aman han de sufrir una prueba difícil para demostrar que su cariño es fuerte y verdadero. Siéntate, si quieres, y escucha.
Tinco se sentó en el borde del sofá azul, sin adivinar ni de lejos qué pretendía decirle el amo. Don Lobo escogía los recipientes de cristal llenos de líquidos de colores de los anaqueles más altos y los iba depositando sobre las mesas de mármol. Hablaba al chico de espaldas, pero de vez en cuando se volvía para ver qué efecto producían sus palabras.
—Tinco, ¿cuántos años llevas con nosotros?
El chico encogió los hombros y dijo:
—No lo sé… No puedo saberlo.
—Quieres decir que en los primeros años eras demasiado pequeño para darte cuenta del paso del tiempo, ¿no es eso?
—Es que nadie ha sabido decirme nunca qué edad tenía cuando… cuando aparecí en el bosque.
—Eras muy niño, pero ya balbuceabas algunas palabras. Mejor dicho, repetías algunas sílabas.
—No me acuerdo.
—Tinco, por ejemplo. Tin y co y pa o pan eran las que más repetías.
—Eso es lo que me han contado siempre.
—Los aparceros decían que pan significaba que tenías hambre. Pero yo creo que decías pa y no pan, y que llamabas a tu padre.
—¿Y de mi madre?, ¿no decía nada de mi madre?
—No. Y eso nos hizo pensar a mi esposa y a mí que eras huérfano de madre. Y cuando comenzaste a ser capaz de comprender, te fuimos explicando que tu padre sería algún liberalote que huía de los carlistas y que, al atravesar el bosque en dirección a Francia, se encontró con alguna dificultad y se vio obligado a abandonarte en el hueco de un olmo viejo, protegido por hierbajos y envuelto en una manta, mientras iba a resolver el imprevisto, y por alguna razón no pudo volver a recogerte.
—Sí…
—También te contamos que la fortuna quiso que fuera yo quien te hallara en mi camino, en uno de mis paseos por el bosque, en compañía de otro buen aficionado a la botánica y buen amigo, don Mansueto, el párroco del pueblo. El cura quiso bautizarte en seguida y te impuso, pues lo suyo fue una imposición, el nombre de Donato, porque decía que eras un don del cielo.
—No me gusta ese nombre: parece de pedigüeño o de vagabundo.
—A doña Violante tampoco le gustaba. Pero el cura se empeñó en que eras un regalo que el cielo nos ofrecía, un donado, y que sería una gran ofensa no recordar ese don en tu nombre. Doña Violante te llamaba Nato y Natinco, que se parecen más al Tinco que repetías, y poco a poco se quedó en Tinco.
—Me gusta más.
—Ya nadie se acuerda de tu nombre de pila.
—Viana dice que es un nombre especial, que cuadra conmigo. Viana tiene mucha gracia para poner motes a la gente, pero a mí no me ha puesto ninguno porque dice que Tinco es un nombre que ya distingue bastante, no conoce a nadie más que se llame así…
—¡Viana…! ¡Qué traviesa! ¿Y qué mote nos ha puesto a mi mujer y a mí esa sinvergüenza? Tinco bajó la cabeza. No debía haber mencionado a Viana. La moza siempre le creaba problemas.
—Puedes decírmelo sin miedo. No me enfadaré —sonrió el barón—. Hasta es posible que el apodo tenga gracia y me ría un poco.
—A doña Violante la llama Violeta Violenta porque dice que cuando se enfada se pone muy furiosa y porque siempre va vestida de morado…
—¿Y a mí, qué apodo me ha puesto?
—Lobo Cerval…
Don Lobo reflexionó un momento, como si paladeara la palabra.
—No está mal —decidió—. El lobo cerval o cervario es en realidad un lince, un mamífero félido al que los antiguos atribuían una extraordinaria agudeza visual. Todavía decimos ojos de lince, vista de lince… Es sinónimo de sagacidad. Pero ella debe de referirse al gato cerval que corre por el bosque. No me llamará Cerbero, como al perro, ¿verdad?
—No, ya le he explicado que Cerbero es el nombre del perro de tres cabezas que guarda la puerta del infierno…
—Del infierno de los antiguos griegos, del que tenemos noticia gracias a los libros.
—Tal como me lo contó usted, se lo conté. No, ella dice que usted va siempre con las orejas de punta, como un lobo cerval.
—¿Y cómo diablos puede saber esa rapaza, que no ha Ido nunca a la escuela, que los linces o lobos cervales tienen las orejas terminadas en dos pinceles de pelos?
—A lo mejor se lo ha contado su abuela, que sabe muchas cosas… En el pueblo dicen que es medio bruja.
—Pero esas cosas sólo se aprenden en los libros. En el bosque, ella sólo puede haber visto gatos cervales, y seguro que no sabe distinguirlos de un gato montés, o de los tejones, o de los verdaderos lobos. No, esas cosas sólo se aprenden en una biblioteca, y ella jamás ha puesto los pies en ninguna.
—Viana ha aprendido a leer y escribir por su cuenta… Quería que yo le enseñara, pero mademoiselle Angélica dice que no, que para trabajar no le hace ninguna falta.
Don Lobo miró al muchacho con curiosidad.
—Cuando pase todo este tráfago… cuando acabe esta guerra, me gustaría conocer a esa chica.
Tinco puso cara de contento.
—¡Es muy divertida! Siempre está inventando cosas graciosas.
—¿Qué edad tiene?
Tinco pensó un rato.
—No lo sé… Nunca hemos hablado de eso.
—Si sois tan amigos, tendrá más o menos los mismos años que tú.
—Pero ¡como tampoco sé cuántos tengo yo!
—¿O sea que no sabes cuánto tiempo has vivido en «El Roble»?
Tinco no contestó. Parecía no haber entendido la pregunta.
—Es igual —sonrió el barón—. Era una manera de preguntarte si te has sentido bien en esta casa, si has sido feliz todo este tiempo.
—Es que del tiempo anterior no guardo ningún recuerdo. A veces, por la noche, trato de recordar, y se me aparece como en un sueño un paisaje de color rojo, como una hoguera. No recuerdo haber vivido en otra casa ni en otro lugar… Pero viendo cómo viven los chavales del pueblo, o Jan y Fermina, pienso que yo he tenido mucha suerte.
Tinco bajó la cabeza como si le costara añadir:
—Y Viana vive en medio del bosque en una choza que parece una cabaña de carboneros.
—Bien… —musitó el amo—. Dejemos eso. No hemos venido aquí para hablar de esas cosas.
Fuera, en la parte umbría de la casa, en el lado del saúco, sonaron gritos e insultos de soldados, como si se tratara de una pelea. Y también los relinchos de un caballo, como si lo maltrataran.
—No hagas caso —dijo don Lobo al ver que Tinco se inquietaba por aquellas voces—. Tenemos tiempo antes de que lleguen los liberales. Un centinela me ha dicho esta mañana que los había visto a la salida de Vic, todavía lejos del pueblo. No llegarán aquí, si es que llegan, hasta mañana al anochecer o pasado mañana. Eso si no tienen problemas que los entretengan. Y suponiendo que pasen por aquí. Si quieren atrapar a Savalls en Ripoll, no es éste su camino. Aunque si persiguen a esos carlistas, quizá den un rodeo.
Don Lobo se sentó en un sillón, al lado del muchacho.
—Y cuando lleguen, encontrarán la casa vacía, sin nadie que los reciba.
Tinco abrió los ojos como un mochuelo.
—Doña Violante, con las mujeres, los viejos, los aparceros y los criados que lo deseen, irá a refugiarse a la casa de verano de «La Nava», con los pastores, hasta que amaine el temporal. Allí es difícil que lleguen soldados. No serían capaces de hallar el camino.
—¿Y usted…?
—Como has oído, yo acompañaré a esos hombres hasta el cruce con el camino del hospital de Besora. Después, según vea las cosas, me llegaré hasta Ripoll con los soldados útiles, para hablar con Savalls, o me volveré y subiré a «La Nava» a ver cómo se ha instalado nuestra gente.
—¿Y no se va a quedar nadie a guardar la masía?
Don Lobo miró al chico y dijo lentamente:
—Ésa es la prueba que quiero pedirte, Tinco. Quiero que te quedes solo y guardes la casa.
Tinco parpadeó un momento, cogido por sorpresa.
—Es muy grande…
—Por eso quería saber antes cuántos años tienes. Para saber si ya eres un hombre.
Tinco arrugó la frente.
—También quiero saber si eres capaz de guardar secretos.
—¿Qué secretos?
—Los que te dejaré si te quedas solo aquí, si aceptas quedarte.
—¿Qué tendré que hacer?
—Vigilar. Tener los ojos muy abiertos y acoger a los que lleguen mientras estemos fuera. Calculo que serán sólo dos o tres días. Una semana, a lo sumo.
—¿Y cuáles son los secretos?
—Espera. Primero quiero saber si te crees capaz de quedarte o no.
Tinco miró al barón a los ojos, como si quisiera descubrir todos sus pensamientos.
—Sí —dijo al cabo de un rato—. Me quedaré. Pero si viene Viana, no le diré que se vaya.
—Quizá pueda ayudarte —sonrió don Lobo—. Ya encontraremos un trabajo para ella.
—Viana ya tiene trabajo en la fábrica. Y Jan y Fermina, ¿dónde estarán?
—Con sus padres, en «La Nava». A ellos no puedo pedirles la prueba que te pido a ti. Tú… ¿cómo decirlo?, no sé si durante estos años que hemos pasado juntos te has dado cuenta, pero doña Violante y yo hemos llegado a considerarte como a un miembro de la familia… casi como un sobrino o un hijo.
Tinco agachó ligeramente la cabeza.
—Pero no es por eso por lo que te pido que te quedes. —Don Lobo cambió la voz suave por una voz más fuerte—. Quiero que sepas que doña Violante y yo te queremos de verdad y estamos muy contentos de tenerte con nosotros. Quiero que lo sepas porque en los últimos coletazos de esta guerra pueden ocurrir muchas cosas y para que, cuando te quedes solo aquí, recuerdes que no te faltará en ningún momento nuestro afecto.
Don Lobo cogió un sobre blanco y lacrado de la mesita que tenía al lado y continuó:
—Basta de preámbulos y vamos al grano.
Tinco leyó de reojo las palabras escritas en el sobre: «Valentín Codeso / Agustín Costa».
—En primer lugar tienes que cambiarte de traje. Te vas a poner la ropa de Jan, y él la tuya. Lo cambiaréis todo, excepto la medalla. Y si viene alguien y te pregunta quién eres, tú dirás que eres Jan, el hijo del aparcero, que guarda la casa hasta la vuelta de los criados y mozos que han ido a «La Nava» a apagar un incendio. Y los dueños y el resto del personal han subido detrás de ellos para curar a los pastores heridos por las llamas. Habrá siempre dos o tres hombres apostados en las cercanías, ocultos en el bosque, por si los necesitas. En caso de peligro extremo, abre la capilla y toca la campana como si tocaras a somatén, y acudiremos todos.
Recuerda que desde que los liberales de Martínez Campos entraron en Vic y Olot, los carlistas agazapados por las cercanías han declarado que tirarán a matar contra los que salgan de las ciudades o contra los que abandonen las casas de los pueblos o del campo huyendo de la guerra, y que no tendrán derecho a reclamarlas cuando regresen.
—Entonces, ¿por qué se van todos? ¿No sería suficiente que se marcharan las mujeres y los viejos?
—Es más seguro que te quedes tú solo, créeme.
Don Lobo jugó un momento con la carta que tenía en las manos. Sólo los ojos reflejaban la emoción que sentía el muchacho.
—No abrirás esta carta más que en caso excepcional. Por ejemplo, si nos ocurriera alguna desgracia a doña Violante o a mí, o si te encontraras en grave peligro, como sucedería en el caso improbable de que te secuestrara uno de los dos bandos.
—¿No puedo saber…?
—Es mejor que no conozcas su contenido. No te dejes llevar por la curiosidad: no entenderías nada de lo que dice. Y cuando llegue la hora, lo entenderás todo. Justo ahora estás llegando a la edad en que se empiezan a comprender las complicaciones de la política y de los sentimientos. Nunca te hemos ocultado que eres un chico abandonado, pero la verdad es que no te encontramos en el bosque. Lo único cierto de lo que sabes es que, cuando te trajimos aquí, don Mansueto quiso bautizarte por encima de todo y ponerte el nombre que recordaba el don recibido.
—Un don… ¿de quién?
—De los que te salvaron. Mi esposa y yo nos encontrábamos en Barcelona, y unos amigos nos hablaron de un gran incendio ocurrido a consecuencia de una revuelta contra el gobierno. Los revoltosos quemaron una fábrica y todo un barrio. Se salvaron dos bebés que dormían juntos. Los cuidaba la misma nodriza, pero no eran hermanos. Los padres, como muchos vecinos, murieron en el incendio. Nos pareció que la historia del bosque podía bastar hasta que fueras mayor, porque era parecida a la que todos los padres cuentan a sus hijos: que los han encontrado debajo de una col o que los ha traído la cigüeña. Después, los hijos descubren por su cuenta que la vida es otra cosa y que los niños llegan de otra manera.
—¿Dos niños, ha dicho?
—Sí. Por eso no es seguro que esta carta sea para ti, lo mismo que el medallón con el retrato de la dama que te confiamos hace tiempo.
—Entonces, ¿pueden ser para el otro chico? ¿Dónde está el otro…?
—He dicho que se salvaron dos niños. Hubiera sido mejor decir que te salvaste tú y que el otro desapareció. Dicen que se lo llevaron unos amigos de la familia que más tarde se fueron a vivir al extranjero huyendo de la justicia, y como querían adoptarlo no guardaron ni la ropa que llevaba puesta ni quisieron nada que pudiera recordarle el pasado y descubrirle la verdad. Y mi esposa y yo nos quedamos contigo.
Tinco estaba aturdido.
—Por eso no sabemos exactamente a cuál de los dos niños pertenecen los pocos objetos que se salvaron con ellos. Y por eso creímos que era mejor no contarte nada. Hasta este momento.
Don Lobo le puso la carta sobre las rodillas.
—Uno de los objetos que encontramos es la medalla que llevas siempre en el cuello o atada a la camisa, la medalla de la Pepa…
—¿La Pepa…? —preguntó sorprendido el chico mientras se llevaba una mano al pecho como para proteger la medalla de un peligro—. Me habíais dicho que era la imagen de santa Josefina…
—Te dijimos eso para protegerte. Pero la verdad es que se trata de una medalla conmemorativa de la Constitución de 1812, la primera que ha tenido el país. Es conocida como la Pepa porque fue aprobada el 19 de marzo de 1812, día de San José. Pero nada más verla, don Mansueto y yo comprendimos su significado. La habíamos visto en casas de personajes liberales de Barcelona. No quiero ni pensar qué habría sucedido si alguien de por aquí hubiera descubierto de qué se trataba. Por eso te recomendaba doña Violante que no la llevaras nunca por fuera de la camisa, para que no la viera ningún carlista.
—Decía que era pecado llevarla por fuera…
—Ahora sabes por qué lo hacía. Y también entenderás que el trozo que falta es un signo especial de la medalla.
—Yo creía que aquí… todo el mundo era carlista.
Don Lobo soltó una carcajada.
—Yo lo fui hace años, cuando era joven. Pero quizás estos días hayas comprendido que lo que yo quiero es que se acaben de una vez las guerras y que vuelva el tiempo tranquilo para poder estudiar y hacer negocios. El estudio y los negocios requieren calma y tranquilidad. Para leer se necesitan mucho silencio y mucha salud. A veces, las personas tenemos el corazón en un sitio y la cabeza en otro, ya lo irás aprendiendo. Un poco como Corazón de Roble.
—¿La casa o el guerrillero?
—El antepasado guerrillero carlista, cuyo corazón dicen que está enterrado a la sombra del roble. El que veinticinco o treinta años atrás escogió el nombre de esta masía para luchar por el conde de Montemolín, al que los carlistas querían hacer rey con el nombre de Carlos VI. Creo habértelo contado alguna vez. Por su causa, esta casa es conocida también como «Corazón de Roble».
Tinco asintió con la cabeza, pero la verdad es que se hacía un lío con los nombres, sobre todo con los antiguos. Y más en aquel momento, cuando hablaba como en un sueño, como un autómata, porque las revelaciones que don Lobo acababa de hacerle sobre su salvamento habían despertado en el fondo de su corazón una inquietud nueva. Se sentía desdoblado: un Tinco externo que seguía la conversación y aparentaba interés y normalidad, y otro Tinco interno y secreto que comenzaba a escarbar en busca de los recuerdos lejanos de la infancia.
—Mi antepasado pertenecía a las partidas montemolinistas: era uno de los carlistas que hace treinta años estaban a favor del conde de Montemolín, que era primo de Isabel II y pretendía casarse con ella.
El detalle del noviazgo entre Carlos VI e Isabel II le recordó a Tinco algunas opiniones de don Lobo parecidas a las que defendía el guerrillero montemolinista, porque también Corazón de Roble quería poner fin a las querellas entre carlistas y liberales. Los montemolinistas veían la solución en el matrimonio de los dos primos. Así, Carlos e Isabel se convertirían en el rey y la reina. Esta solución era propugnada también por el filósofo Jaime Balmes y por otros moderados carlistas y liberales.
Pero los consejeros de Isabel escogieron a Francisco de Asís, también primo de la reina, y los partidarios del conde de Montemolín se sublevaron, sobre todo en Cataluña. Y Corazón de Roble fue de los que, a las órdenes del general Cabrera, entraron en Cervera gritando: «¡Viva la Constitución! ¡Viva Carlos VI! ¡Unión y olvidar el pasado!». En otras ciudades ocurrió lo mismo. Los republicanos aprovecharon la ocasión para sublevarse, pero fueron derrotados, al igual que los carlistas.
Años más tarde, siguió recordando Tinco, Corazón de Roble y los carlistas volvieron a conspirar, y los montemolinistas llegaron a desembarcar en San Carlos de la Rápita. Pero Carlos VI fue hecho prisionero y tuvo que renunciar a sus derechos a cambio de la libertad. Pocos años más tarde, él y su familia morían en Trieste, víctimas de unas misteriosas fiebres, tal vez provocadas por un veneno.
—Como mi pariente montemolinista, yo busco una solución para acabar la guerra —dijo don Lobo, que ya le había contado la historia del guerrillero familiar al muchacho en otras ocasiones—. Las grandes mansiones, como las grandes causas, sólo crecen y se conservan con la concordia y los pactos. El general Cabrera, tan feroz al principio y que al final de la segunda guerra tuvo que exiliarse en Francia como tantos otros, ahora vive en Londres muy bien casado y pide también paz y concordia.
Los gritos de la umbría volvieron a oírse, ahora con más fuerza. Era claro que los soldados se estaban peleando. Y los relinchos del caballo entraron de nuevo en la sala de los venenos, más inquietantes que antes. Como si el caballo fuera el motivo de la disputa.
—Ahora sí debemos darnos prisa —urgió don Lobo mirando un reloj situado en la mesita. Y entregando al chico otro sobre lacrado con cera roja, como el primero, añadió—: Contiene el resumen y las fórmulas de los estudios y experimentos que he hecho en mi laboratorio durante los últimos tiempos. No lo pierdas. Escóndelo en un lugar que sólo tú conozcas. Y si me pasa algo y no puedo regresar, espera hasta que el país recobre la paz. Entonces vas a Barcelona y se lo entregas al presidente de la Academia de Ciencias, buen amigo mío.
—¿Tenéis miedo de que vengan a robar?
—Pueden venir con la excusa de que buscan fórmulas de armas o de nuevos explosivos, como la pólvora blanca o ese cañón rayado que se carga por la culata del que hablaba el capitán, y en el que yo no he participado. Pueden venir en busca de tesoros imaginarios, atraídos por las habladurías sobre mis negocios en la banca y los préstamos que mis socios y yo hemos hecho a los dos bandos para pagar a los ejércitos o para comprar armas…
—Pero ¿quién puede venir? ¿Quién…?
—Muchos. Los liberales, para comprometerme y obligarme a trabajar para su nuevo hombre fuerte, Cánovas del Castillo, del nuevo partido alfonsino. O fugitivos carlistas con ganas de llenar el zurrón antes de huir a Francia. O algún desconocido, el más impensado, enviado por mis enemigos. No puedo esconder en «La Nava», en pocas horas, todos los instrumentos científicos, libros únicos, documentos importantes y materiales de primera mano con que trabajo.
—¿Cómo podré reconocer a los desconocidos?
—Tendrás que estar ojo avizor. No te fíes de nadie. Utiliza la astucia y no te dejes enredar. Recuerda que te quedas para guardar la masía, pero sobre todo para salvar el alma de la casa, todo lo que contiene y todo lo que representa.
Los gritos y los relinchos del exterior volvieron a interrumpir la conversación. Tinco se levantó para seguir a don Lobo, que también se había levantado.
—Las botellas y los vasos que he dejado encima de la mesa contienen mezclas de azufre y carbón en polvo, y otras sustancias como salitre, que forman diversas pólvoras explosivas. Si te obligan a descubrir los materiales con que trabajo, puedes mostrarles estos recipientes, que no contienen nada especial. Pero ellos, si no son expertos, no lo advertirán, y así podrás salvar la situación.
—¿Y tengo que decir que soy el hijo del aparcero?
—No tienes que decirlo. Tienes que actuar como si lo fueras.
Tras una breve pausa, don Lobo añadió:
—Muchos creen que eres mi ahijado, o incluso mi hijo adoptivo. Y eso te hace más valioso y más vulnerable que si fueras un simple mozo o criado, o el hijo del aparcero.
El barón se calló otro momento. Luego dijo:
—Sabes que tengo muchos contactos, muchos amigos y muchos enemigos, en todas partes. Por eso estoy bien informado. Pues bien, Tinco, si te pido este favor es porque he recibido informaciones confidenciales de que alguien quiere aprovechar el desorden de estos días, sin duda los últimos de una guerra que agoniza, para llevar a cabo una venganza.
—¿Contra quién?
—Contra «El Roble». Contra Corazón de Roble.
—¿Por qué? Entonces, ¿vendrán a robar o a vengarse? Pueden venir a hacer las dos cosas. No me preguntes más. Confía en mí.
—¿Y la medalla? Jan no lleva ninguna medalla. Si yo llevo la mía, pueden sospechar que no soy yo… que no soy el que soy otro…
—Es importante que lleves siempre la medalla.
—¿Y si vuelven los carlistas?
—Les dices que es san José o santa Josefina o María Santísima… qué más da. No te preocupes. La medalla te protegerá y protegerá la casa.
—¿Aunque no sea de una santa?
—¡Tinco, maldita sea! ¡No te quites la medalla de encima!
Don Lobo abrió por fin la puerta disimulada entre los armarios e invitó a Tinco a entrar en la sala de los puñales.