LA SALA DE LOS PUÑALES Y LA DE LOS VENENOS
Don Lobo condujo a Tinco al fondo del salón y, después de atravesar la habitación de los juegos y la amplia biblioteca, abrió la puerta del corredor que daba a la parte trasera de la casa, el lado más umbrío, y le hizo entrar en la sala de los puñales.
La sala de los puñales y la de los venenos eran los lugares más secretos y prohibidos de la casa. Más aún que la biblioteca, donde el servicio y el mismo Tinco podían entrar en caso de necesidad, pero sin correr ni hablar en voz alta ni tocar un solo libro, aunque les fuera la vida en ello. Doña Violante no se cansaba de decir que su marido parecía tener más interés y estima por los libros que por las personas.
—Y dices bien —se reía don Lobo cuando lo oía—. Algunos libros me cuestan más que el jornal de diez gañanes. Sobre todo si se trata de libros prohibidos que tengo que comprar en Francia y que me traen los contrabandistas.
En las dos salas que daban a la parte trasera de la masía, donde era más intenso el olor del saúco, Tinco solo había entrado en una ocasión. Fue un día, tiempo atrás, en que se hizo daño. Corría, jugando entre los frutales, con Viana y Saturnina, que siempre iban juntas a la fábrica, y con Jan y Fermina, los hijos de los aparceros, y cayó de bruces encima de unas ortigas. Viana, que en los juegos era la más loca de todos, le había dado un empujón para que corriera más y no se dejara atrapar por Jan. Y mientras ayudaba al chico a salir del ortigal, le dijo que en su casa, una pobre cabaña situada en pleno bosque donde vivía con su padre, que era carbonero, y con su abuela, decían que medio bruja, curaban el escozor de las ortigas con orina de vaca, y así no se inflamaba ni escocía la piel.
—¿Orines de vaca? ¡Qué asco! —escupió Tinco examinándose las rodillas, las manos y las mejillas, cubiertas de pelillos punzantes de ortiga.
Fermina advirtió que Tinco tenía la pierna ensangrentada y sugirió que lo llevaran a casa para curarlo. Jan cogió al herido por una axila para ayudarle a andar, Fermina hizo lo mismo del otro lado, y entre los dos lo llevaron a la masía. Viana iba detrás, cabizbaja y remoloneando, en parte porque se sentía culpable del accidente y mucho más porque sabía que ni los amos ni los aparceros querían verla por los alrededores de la casa, y menos dentro. Saturnina, que era muy asustadiza, se había quedado escondida detrás del ciruelo gigante.
—Lástima que los barones no estén hoy en casa —se lamentó Fermina—. Les encanta curar. Y a don Lobo le gusta probar los potingues que fabrica. Incluso con los animales hace probaturas…
—Experimentos, se dice experimentos —corrigió Jan—. Me lo enseñó el amo. Hace poco le arregló la pata a un potro que había nacido con un defecto. ¿Lo viste, Tinco?
Pero el herido no podía decir nada: le escocía la piel como si acabaran de echarle una caldera de aceite hirviendo.
—Eso son cosas de señores —dijo despectivamente Viana—. Ponte lodo y saliva si te da asco la orina de vaca. Si cada vez que en casa se cae alguien en el ortigal o se hace un rasguño tuviéramos que correr a buscar medicinas y sabios, no ganaríamos para carrerillas.
—Vosotros sois una piara de cerdos —soltó Jan—. Tú ni siquiera sabes jugar con las personas. Mira cómo has dejado a Tinco. Tienen razón los amos, que no quieren que juguemos contigo. Te han repetido mil veces que no pises los sembrados ni los huertos ni los frutales cuando vas a la fábrica. No quieren que cojas flores ni fruta…
Viana se paró en seco. Se quedó plantada en medio de una hilera de manzanos. Los otros continuaron su camino como si no hubieran dicho nada. Tinco estaba demasiado preocupado por el dolor que sentía, cada vez más intenso, para salir en defensa de su amiga. Saturnina le indicó a Viana que debían marcharse porque ya iba a ser hora de entrar en la fábrica.
—Yo no he venido a jugar contigo, Jan cola de alacrán, ni contigo, Fermina cara de gorrina —gritó con fuerza Viana sin moverse y sin hacer caso de los consejos de Saturnina—. Solo he venido a jugar con Tinco. Vosotros dos estáis de más.
—¡Pues ya puedes irte a tu choza, a la barraca del infierno en la que vives, Viana cara de rana! —le contestó Jan, volviendo ligeramente la cabeza.
—¡Y no vuelvas por aquí, ni siquiera para ver a Tinco, Viana gitana! ¡Y tú tampoco, Saturnina mierda fina! —añadió Fermina.
—¿Yo…? —se escandalizó Saturnina—. Pero ¡si yo no he hecho nada!
—Volveré las veces que quiera —Viana no se arrugó—, porque vosotros dos no sois nadie para prohibirme nada. Vuestros padres son unos criados, unos aparceros, que trabajan a las órdenes de los amos como una pareja de mulas. ¡Y los hijos de las mulas son asnos…! ¡Asnos, más que asnos!
Cuando el grupo llegó al poyo del portal, sentaron al accidentado y Jan fue a coger un par de piedras para lanzarlas contra Viana, que seguía plantada en el mismo sitio, con gesto desafiante.
—¡Y tú y tu familia sois unas bestias muertas de hambre! —gritó Jan mientras la apedreaba; pero la chica no se movió ni un palmo—. En cambio, a nosotros nos sobra la comida.
—En casa somos pobres, pero no tenemos que aguantar a ningún amo. —Viana gritaba cada vez con más fuerza—. Nosotros no somos burros de carga de nadie. Yo no trabajo de criada para señores maniáticos. Me gano el pan trabajando en la fábrica, y cuando acaba la jornada no manda nadie en mí.
Viana se agachó para coger piedras. Se levantó con la falda llena de municiones y, al tiempo que esquivaba las pedradas de Jan, empezó a tirar contra el grupo.
—¡Vete al infierno! —gritaba Jan—. Lárgate o suelto a los perros.
—¡Huy qué miedo! ¿Crees que me asustan los perros? Pero ¡si tienen mejor cara que tú!
—¡Viana, que te la estás ganando…! Cualquier día, cuando pases camino de la fábrica, te esperaré oculto entre los árboles y te lanzaré una lluvia de piedras que quedarás tullida.
—¿Lo vas a hacer tú solito, Jan cola de alacrán? —se rió ella—. No te creo capaz. Tendrá que ayudarte alguien.
Quizá Fermina pueda ser tu criada y servirte las piedras en bandeja.
De pronto, como si le hubiera entrado un arrebato, Viana soltó las piedras de la falda y echó a correr hacia el bosque. Al pasar al lado de Saturnina, le agarró la mano de un tirón y casi la arrastró con ella. Al momento desaparecieron.
Era raro que Viana se rindiera tan pronto. Jan miró a los otros dos como preguntando si sabían qué ocurría. Fermina dijo:
—¡Déjala! Está como una cabra. Ven. Hay que subir a Tinco…
Cuando iban a coger al herido, uno por cada lado, como antes, se escuchó la voz de flauta de mademoiselle Angélica, que bajaba la escalera gritando:
—¿Qué ha ocurrido? ¿A qué se debe esa lluvia de pierres…, pedruscos? ¿Es que quelqu’un se ha hecho daño? Os tengo dicho que no debéis alejaros del portal, pas loin, pas loin, que el bosque está lleno de soldados perdidos y de pillastres y gentuza que os puede hacer daño…
Seguro que Viana había visto a mademoiselle Angélica asomarse a la galería para averiguar a qué se debían aquellos gritos, y por eso había escapado como un rayo. No podían verse ni en pintura. A Viana le daba miedo la institutriz porque era francesa y, según ella, todos los franceses eran ladrones y todas las francesas traidoras, tal como le había enseñado su abuela.
Viana le había contado a Tinco en secreto que su abuela podía proporcionarle unas moscas especiales, criadas en Gerona, que ahuyentaban a los franceses. La abuela había comprobado su eficacia cuando, siendo ella niña, el ejército de Napoleón sitió la ciudad y, tras entrar en ella cuando ya habían muerto todos los gerundenses capaces de empuñar un arma, tuvo que huir para librarse del acoso de un enjambre de moscas. Y cuando Fernando VII regresó al país tras su cautiverio en Francia y se dirigía a Madrid, al pasar por Gerona, toda la ciudad lo recibió con vítores y aplausos. Y la abuela de Viana, que presenció el recibimiento, vio que detrás del rey y su séquito iba a cierta altura, sin molestar lo más mínimo y como rindiendo homenaje, un enjambre de moscas que muchos espectadores tomaron por una nube cargada de lluvia.
Cuando Tinco hacía observar a su amiga que también en Francia hay moscas, Viana se enfadaba y decía que las moscas francesas son muy distintas. Es como comparar el vino de aquí con el de allá, le había dicho la abuela, o el gusto de la fruta. Incluso la sombra de los árboles es distinta.
—¿Ah, sí? —se reía Tinco.
—Sí —replicaba Viana—, porque la abuela me ha dicho que como aquí el sol es más potente, la sombra de los árboles es más fuerte y se pega más a la tierra, como una alfombra, mientras que allá las sombras no tocan nunca el suelo, se quedan en el aire, como velos o cortinas.
Viana le había ofrecido un nido de moscas para librarse de la muasela, como decía ella. Si las colocaba en la habitación de la institutriz, en un lugar oculto, vería cómo la obligaban a huir a Francia, enferma de jaqueca. Pero Tinco rechazó la oferta porque mademoiselle Angélica, además de ser su institutriz, era secretaria de cartas del barón, y a don Lobo podía no agradarle la broma. Además, la institutriz le gustaba bastante cuando le explicaba historia y geografía, y algo menos en las clases de francés y aritmética. Le gustaba mucho más que un maestro del pueblo, medio sacristán, apodado Catón, que acudía a la masía un día o dos a la semana para enseñarle al muchacho latín, historia sagrada y el catecismo.
Mademoiselle Angélica era la persona de la casa que más predisponía a los amos en contra de Viana porque, según la francesa, una chica como aquélla, criada en el bosque como una salvaje, no podía enseñar nada bueno a los jóvenes y no les convenía como amiga. Para colmo, Viana trabajaba, desde que era una niña de apenas diez años, en la fábrica de hilados y tejidos que unos señores de Barcelona habían instalado en la orilla del río Ter, cerca del pueblo, y allí trataba con obreros y obreras, gente poco refinada.
—Una muchacha como es debido, comme il faut —decía mademoiselle Angélica con una mueca—, puede ser criada de una casa honesta si necesita trabajar, pero nunca obrera. Las fábricas, les usines, son el nido de la révolution y de las malas costumbres, sobre todo para las mujeres. Recuerden qué ha ocurrido en Francia, revolución tras revolución, la última esta de la Comuna de París, que me obligó a mí a refugiarme aquí, pronto hará cuatro años. ¿Todavía no les he hablado bastante de los desastres de la Comuna de París?
Mademoiselle Angélica acababa siempre contando la historia de la Comuna de París, era su tema favorito. Decía:
—¿Ya no recuerdan que nosotros, los franceses, estábamos en guerra contra los alemanes cuando los obreros de la Internacional, ayudados por exrevolucionarios republicanos y otros elementos radicales, se hicieron los amos de la ciudad, aprovechando que el gobierno se había refugiado en Versalles para salvarse de las tropas de ese perro con cara de chien, que es el canciller Bismarck, que sitiaban París? ¿Y qué hicieron los obreros en el gobierno? Suprimieron el ejército permanente y la policía, expropiaron todas las iglesias, establecieron la enseñanza laica, libre y obligatoria para todos, y llegaron a adoptar la bandera roja y el calendario revolucionario. ¡Incluso suprimieron las multas y arrebataron las fábricas y los talleres a sus legítimos dueños para entregárselos a los trabajadores! ¿Y saben lo que costó volver a la normalidad? La ciudad estaba destruida por los obuses, las bombas de petróleo y las petroleuses, que eran las obreras que penetraban en los quartiers, los barrios, que iban reconquistando las tropas del gobierno de Versalles para verter petróleo en todas las aberturas y prender fuego. ¿Dónde, si no en las fábricas, habían aprendido aquellas mujeres un comportamiento tan salvaje e impropio del espíritu femenino? Más de veinte mil communards tuvo que fusilar el gobierno en pocos días para volver a la normalidad. Y digo normalidad por decir algo, ya que tras el levantamiento de la Comuna de París nada ha vuelto a ser como antes. Los alemanes ganaron la guerra y nos quitaron dos provincias, Alsacia y Lorena, ¡y encima tenemos que pagarles no sé cuántos miles de millones de francos en oro como compensación! Y nos dejaron con la República, la tercera, en vez de la monarquía anterior. ¡Ay, que tiemble Europa si ese loco de Bismarck logra unir a todos los alemanes en torno a Prusia y constituir una sola nación!
Siempre que hablaba mal de los alemanes, la institutriz se dirigía a don Lobo y le echaba en cara:
—Y ustedes, ¿cómo fueron capaces de ir a Berlín a entrevistarse con la bestia de Bismarck y pedirle un rey nuevo para España, un príncipe alemán, un Hohenzollern, para sustituir a la destronada Isabel II? No sé por qué tiene el retrato de Bismarck en la puerta de la sala de los puñales, no lo entiendo, de verdad.
Y don Lobo sonreía.
—El personaje tiene su mérito… Un mérito que los franceses no pueden entender, claro. Por ejemplo, unir todos los Estados alemanes bajo la autoridad del emperador Guillermo I de Prusia. Ahora bien, comprendo que a los franceses les duela eso, y más aún que su proclamación como emperador se hiciera en Versalles, después de la derrota francesa.
Don Lobo añadía con corrección, pero con firmeza:
—Mademoiselle, ha dicho una cosa que no es cierta: esa historia de las petroleuses es una leyenda surgida del espectáculo de los grandes incendios de la ciudad al final de la Comuna y del odio de los conservadores a las fábricas, las máquinas y las mujeres que trabajan en ellas. Lo que sí es cierto es que, durante la guerra con los alemanes, los franceses tuvieron que comer ratas para subsistir.
—¿Saben qué recomienda a los jóvenes un político de mi país? Les aconseja: «Tenedlo siempre presente; no digáis nada nunca».
Y cuando le preguntaban qué era lo que debían tener siempre presente los jóvenes franceses, ella hacía el gesto de cerrarse la boca con un candado. Don Lobo le explicó a Tinco que, con aquella frase, los franceses querían recordar la pérdida de Alsacia y Lorena y no olvidar el deber de recuperarlas con una victoria sobre los alemanes.
Con Tinco, mademoiselle Angélica se mostraba amable, aunque un poco distante. El muchacho pensaba que si no era más amable, se debía a que la francesa no entendía bien de dónde procedía él ni cómo diablos había llegado a aquel palacio rural y por qué los dueños lo trataban con tantos miramientos; en resumen: que su cabeza cuadrada y ordenada no sabía si debía tratar al muchacho como a un invitado, como a un amigo de la familia o como a un pariente. No le cabía en la cabeza que Tinco fuera un caso especial.
Mademoiselle Angélica ayudó a Jan y a Fermina a subir a Tinco por la escalera y, al llegar al salón, tomó al herido en sus brazos, como si se tratara de un niño, y ordenó con firmeza a los hijos de los aparceros:
—Vosotros tenéis travail… Vuestra ayuda es suficiente. Podéis ir a ayudar a vuestros padres, que pronto será la hora de traire, de ordeñar. Yo me ocuparé de Tinco.
Jan y Fermina se sonrojaron un poco, porque sabían que la francesa no les permitiría nunca cruzar el último rellano de la escalera y les tenía expresamente prohibido pisar la primera baldosa del salón y más aún entrar en el comedor, las habitaciones o la biblioteca. Su lugar estaba en la planta baja, con los aparceros, los gañanes y los establos.
Mademoiselle Angélica llevó al chico al fondo del salón y, tras atravesar la sala de juegos, con sus mesas de tapete verde para las cartas, un billar y varias mesitas con tableros de ajedrez y de damas, cruzaron la biblioteca, con sus armarios repletos de libros hasta el techo y una escalerilla móvil para alcanzar los más altos. Finalmente, entraron en la sala de los venenos. En la puerta colgaban los retratos de dos italianos, Garibaldi y Cavour, que a la muasela no le hacían ninguna gracia. Y menos gracia le hacía el retrato del canciller Bismarck, con grandes mostachos y un casco militar acabado en punta, que colgaba de la puerta de la sala de los puñales. La institutriz cerró los ojos para no verlos.
La sala era una especie de farmacia, con armarios llenos de potes y vasijas blancas con nombres en latín escritos en letras góticas de color azul. También había dos mesas de mármol, como mostradores de botica, con balanzas y pinzas y vasos de cristal con plantas y animales muertos y conservados en líquidos amarillentos. La estancia olía a agua de azahar, alcohol y desinfectante, una mezcla mareante.
—Don Lobo no quiere que entre aquí nadie, pas cuestion —explicó mademoiselle Angélica mientras limpiaba la herida de la pierna con un trozo de algodón empapado de alcohol—, porque muchos de esos recipientes contienen venenos y podría ocurrir alguna desgracia, un malheur.
La francesa había sentado al herido en un sofá de seda azul, con las piernas estiradas sobre un delantal blanco.
—Échate como si estuvieras en la cama, au lit…
Después de limpiarle la herida, le dio una crema amarilla para que se la extendiera por la piel llena de ampollas.
—Crema de ortigas —dijo—. Don Lobo sabe sacar las virtudes de las plantas. Y muchos venenos, poison, en pequeñas cantidades sirven para curar. Don Lobo cree que con las guerras pasa lo mismo: que una pequeña guerra puede curar para siempre de una gran revolución.
Mientras el chico se embadurnaba de crema, la francesa abrió una puerta disimulada entre dos armarios llenos de potingues, y Tinco pudo entrever una habitación casi idéntica a aquélla en la que se encontraban, con los armarios, las mesas y los sofás iguales, pero de color rojo. Estaba llena de cuchillos, dagas, espadas, punzones, espadines, puñales, etcétera, expuestos entre terciopelos de color sangre. La muasela había entrado allí para buscar unas tijeras con las que corlar las telas para vendar la pierna.
—Es la sala de los puñales —dijo—. Una magnífica colección de armas antiguas. Poignards, couteaux… Y esta puerta os secreta; para cuando no se quiere utilizar la otra.
—¿Para qué sirve esta habitación? —preguntó el chico.
—¡Oh…! —se rió ella, como si Tinco hubiera dicho algo divertido—. Es un sitio ideal para conspirar. Des conspirateurs…
—¿Conspirar…? ¿Qué es eso?
—Son reuniones secretas que celebran los que quieren derribar al gobierno. ¡Ha habido tantas conspiraciones en este país!
—¿Aquí conspiran don Lobo y los amigos que vienen a visitarle? La francesa se llevó el índice a la boca para indicar silencio.
—Eso son secretos, Tinco. La política es un arte muy complicado. Y los jóvenes sois poco amigos de complicaciones. La juventud quiere verlo todo muy claro: totalmente blanco o completamente negro.
—¿Es que las conspiraciones son de color gris? Quizá es ésa la razón de que don Lobo se trate por igual con liberales y carlistas. Doña Violante sí es partidaria de los carlistas, y don Lobo a veces parece que también. Pero desde hace un tiempo, no sé… Parece que le dan lo mismo los unos que los otros.
—Don Lobo tiene muchos negocios que le permiten dedicarse a la ciencia. Y el dinero, lo mismo que la sabiduría, está más seguro lejos de la política. Los dos bandos necesitan sabios y dinero para ganar la guerra. Don Lobo tiene mucho dinero y sabe muchas cosas, por eso todos quieren estar bien con él.
—Yo creía que para ganar una guerra bastaba la fuerza.
—Es lo que creen los jóvenes. Como sois fuertes y valientes, creéis que esas cualidades son suficientes. Pero la fuerza es tan poco complicada que la mayor parte de las veces solo produce daños irreparables. Como tú, que te has hecho daño por correr demasiado. ¿Cómo va la herida? ¿Duele…?
—Pero ¿por quiénes tiene más simpatías don Lobo: por los carlistas o por los liberales? ¿No cree que ha cambiado de bando por…?
La institutriz atajó la pregunta del herido repitiendo el gesto de silencio con el dedo en la boca, y dijo:
—Tenlo siempre presente: no digas nunca nada.