EL RETORNO
Tinco corrió hacia la casa. Estuvo a punto de detenerse en el zaguán, pero una fuerza interior le impulsó a continuar hacia arriba, a la oscuridad. Cuando subía al desván, comprendió que esa fuerza era la curiosidad por abrir los dos sobres lacrados antes de que fuera demasiado tarde. Encontró a tientas el cuarto de los depósitos de grano, desenterró los sobres, se los metió debajo de la camisa y abrió la ventana del tragaluz para salir al tejado.
Se sentó en el borde de la pared del tragaluz, frente al prado y al bosque de delante de la masía. Desde aquella altura y con el claro de luna, se distinguían las montañas inmóviles y grandiosas que formaban el valle, el fondo de una cazuela como decía doña Violante, en medio del cual se levantaba «El Roble».
La noche había avanzado y una nube ocultaba la luna. Tinco divisó unas sombras, más negras que la noche, que surgían del bosque, atravesaban el prado y la era y se ocultaban debajo de la galería. Eran sólo cuatro o cinco. Pero quizás habían salido más mientras él subía al desván, y ahora estaban reunidas ante el portal.
Alguien dio un silbido y surgieron del bosque tres o cuatro sombras más, que corrieron a refugiarse delante de la casa. Desde el tejado, la vista sólo llegaba hasta el roble, y el muchacho no podía ver qué ocurría más cerca. El tejado era un observatorio discreto, pero un escondite seguro. Si las sombras subían al desván, sólo tenía que cerrar la ventana desde el exterior para que fuera muy difícil que lo encontraran. Y la presencia del Tuerto de las Ratas le daba una seguridad que antes no tenía.
Estaba demasiado excitado para abrir los sobres. Y la luz de la luna era insuficiente para leer el contenido. Tras un momento de descanso, en el que observó grupos de sombras que entraban en el bosque y volvían a salir con caballos que arrastraban carros, tartanas o cañones, pensó que si se quedaba allí no se iba a enterar de lo que ocurría en la casa. Iría a ver qué era aquel movimiento y, en caso de peligro, retrocedería para refugiarse de nuevo en el tejado. Puso una piedra encima de los sobres para que no se los llevara el viento y bajó del tejado, desandando cautelosamente, y con los oídos atentos al menor ruido, el camino que antes había hecho.
Al bajar la escalera, cogió la escopeta y el candil y los llevó a tientas hasta la galería, donde los ocultó detrás de un baúl. Allí comenzó a oír voces y pasos. Se detuvo y aguzó más el oído. Los cristales de la puerta del salón se iluminaban con la luz de los candelabros del interior. Una de las voces era la de don Lobo.
—Hemos venido corriendo, alarmados por el toque de la campana —decía—, y no pensaba encontrarte aquí, Tuerto.
El Tuerto de las Ratas se paseaba por el salón, como si los nervios no le permitieran estarse quieto, y no respondió a las palabras del barón.
—Me informaron de tu puesta en libertad —continuó don Lobo con voz serena, de pie ante la cómoda con la imagen de san Antonio y un par de candelabros encendidos— y te envié un mensaje para hablar del chico. Y también por si podías frenar a los exaltados que, excitados por tu salida de la cárcel, amenazaban con destruir «El Roble» si no les facilitaba dinero para sus acciones revolucionarias. Tenían prisa por terminar de vengarse de todo lo ocurrido hace más de una década, como si sospecharan que tu libertad significaba el fin de aquella etapa y del círculo de odios que generó.
—Te has arriesgado demasiado, barón, ¡maldita sea!, dejando al muchacho solo para guardar la masía. Si le hubiera ocurrido algo, no te lo habría perdonado —dijo el Tuerto con voz fuerte.
—Yo tampoco me lo habría perdonado —repuso el barón, tranquilo—. Pero mis informantes decían que el chico era la única persona que el grupo de exaltados respetaría, en consideración a lo que tú has representado.
—He representado… —repitió el Tuerto con amargura—. Los años no perdonan, y los grupos que yo formé para luchar por los derechos de los obreros se han radicalizado. Si siguen por ese camino, Barcelona se convertirá en la capital anarquista de Europa, y los campesinos andaluces se levantarán contra sus amos… Me he pasado más de diez años peregrinando por las cárceles del país, de Cartagena a Sevilla y de Zaragoza a Barcelona. Lo hacían para dispersar a los grupos del interior y para dificultar la comunicación con las organizaciones del exterior… Las obras, como los hijos, se pierden si no se está encima de ellas todos los días.
—Sabes que he hecho lo que he podido para ayudarte…
—Lo sé. Y no digo que te lo agradezco porque nos separan demasiadas cosas.
—El otro… la otra… parte ha renunciado a reclamar al chico. Me lo notificó en una carta que recibí hace poco. Tiene una nueva vida en Francia con una nueva familia y propone, si tú estás de acuerdo, no discutir más la paternidad, otorgar la herencia de la madre al chico y que yo siga como tutor y cuide de su educación.
—Por mí, el muchacho es libre para hacer lo que quiera. Me he pasado la vida luchando por la libertad de todos, y los hijos no son propiedad de los padres; son de sí mismos y de los ideales que los mueven… El único que no está de acuerdo es el hermano de la mujer difunta del industrial.
—Siempre ha intrigado para demostrar que el chico es tuyo.
—Porque así toda la fortuna pasaría a sus manos, o a las de sus hijos, da lo mismo. Son incontables las barbaridades que ha cometido para obtener con malas artes la medalla y poder reclamar la herencia entera. La última, presentarse aquí él mismo, una vez que las otras estratagemas no le habían dado resultado. El chico no puede servir más de escudo contra el enemigo.
—El peligro era mínimo. Dos o tres hombres vigilaban permanentemente en el bosque. Son los que nos han avisado de la alarma de la campana. Y ya has visto que hemos acudido en seguida. Los carlistas no le hubieran hecho ningún daño, y la medalla de la Pepa ya indicaba que su padre lo mismo podía ser un afrancesado que un liberal, si llegaban los otros. El chico era el único que podía detener la venganza de los revolucionarios.
—Llevaba unos días siguiendo los pasos de ese maldito hermano o cuñado. Por eso no acudí a tu cita —dijo el Tuerto—. Él me ha conducido hasta aquí. Le iba pisando los talones. Ha tenido la suerte de que el caballo le alcanzara la cara antes que yo.
—Lo ha destrozado a coces. No creo que pueda volver a andar. Yo temía las coces y la rabia de otro caballo: Pegaso.
—Ya has visto cómo ha huido el grupo de exaltados cuando les he plantado cara con el traidor que teníais como rehén. Habíamos hablado un poco antes, cuando estaba en la capilla. Eran pocos y no volverán.
—Eso significa que todavía te respetan. Ahora que estás en libertad, podrás hablar con ellos y convencerlos de que abandonen los secuestros y los atentados. Algunos son antiguos compañeros tuyos de lucha y de trabajo…
—¡Antiguos compañeros de fábrica! Sólo un par de ellos trabajaron conmigo en Los Centauros. Los demás son gente nueva, obreros de una nueva generación en una nueva fábrica, la del Pegaso, más exigentes, más impacientes, más duros. Necesitan dinero para las acciones del nuevo Ángel Exterminador.
—Se acercan tiempos difíciles. ¿Y tú qué vas a hacer ahora?
El Tuerto soltó una carcajada, y don Lobo escuchó sus palabras con una sonrisa de complicidad:
—El país, y quizás el mundo, está lleno de talleres, hostales, fábricas, tiendas y casas de comidas con nombres de caballo: nos quedamos sin Los Centauros, pero hoy tenemos Pegaso, y fondas y pensiones con el nombre de El Caballito Blanco, Bucéfalo o Los Caballos del Sol en todas las ciudades importantes. Si en el tiempo que he pasado a la sombra no han cambiado las cosas, yo aseguraría que la mayor parte de esos establecimientos pertenecen a una organización importante. Puede que, incluso, secreta. ¿Crees que podría encontrar trabajo, durante una temporada corta, en alguno de esos negocios? Supongo que llevan nombres de caballo para llamar la atención de los caballeros… y de los herradores. Y yo soy un buen herrador para domar caballos… o lo que sea.
—¿Y Tinco? —los interrumpió doña Violante, que salía de la habitación de huéspedes—. ¿Dónde diantre está Tinco?
—No os preocupéis por él —dijo la vieja Oliva, que seguía a la dueña—. A veces duerme en el cobertizo o en el pajar.
—¿En el cobertizo? ¡Qué ocurrencia!
—¿Tinco? —se sorprendió el Tuerto—. ¿Le llamáis Tinco?
—Le ha quedado el nombre infantil que repetía, el final de Valentín y el principio de Codeso. O el final de Agustín y el principio de Costa, otro enigma insoluble. Tinco. El párroco se empeñó en bautizarlo inmediatamente, y le puso Donato. Natín. Tinco. Y realmente ha sido un don, un buen regalo.
Las voces se acercaban y el chico se retiró al pie de la escalera del desván. Aún no habían regresado todos. La mujer del aparcero y algunas criadas se habían quedado en «La Nava» hasta que los dos soldados se restablecieran por completo. Al reconocer las voces familiares, Tinco sintió alegría. Pero inmediatamente sintió también cierto pesar. Con la llegada de los amos, ya no podría sentirse dueño de la casa, ni ver a Viana con la misma libertad, ni llevar el revólver y las escopetas, ni actuar a su antojo. Transformó el nerviosismo de aquellos días en odio hacia muasela Angélica, cuya voz acababa de oír, tan ridicula y mareante como siempre, y se prometió matarla a disgustos y obligarla a volver a su país. Si era necesario, con ayuda de las moscas.
—Encended fuego y candelabros en la cocina, para ver cómo se ha portado el garçon…
—Ha sido una mala idea volver de noche —se lamentó doña Violante.
—De todos modos habíamos decidido bajar mañana por la mañana —dijo don Lobo—. Pero los vigilantes nos han alarmado con los toques de campana.
—¡Y ya ves! El necio de Tinco no aparece por ningún lado. Menos mal que tú viniste a «La Nava» en vez de complicarte la vida yendo a Ripoll a parlamentar con Savalls o Castell…
—Me llegaron noticias de la caída de La Seo de Urgel. Y eso significa el final de la guerra y la victoria de los liberales.
—Yo le he aconsejado al chico que se ocultara por aquí cuando se acercaban los del Pegaso —dijo el Tuerto—. No puede estar muy lejos. Ya saldrá.
—¡Los revolucionarios venían por un lado, y nosotros por l’autre! —exclamó mademoiselle Angélica—. Quelle surprise!
—Sí —dijo el barón—, los hemos cogido entre dos fuegos. Y no ha sido necesario disparar ni un tiro. No pensaban encontrarse con lo que se han encontrado.
Don Lobo ordenó a los criados, al aparcero y a Jan y Fermina que registraran el cobertizo, el pajar y los establos en busca de Tinco. Las mujeres salieron a la galería, y el chico se ocultó detrás de la pared de la escalera del desván, en los primeros peldaños.
—¿Se va a quedar a dormir ése… hombre bizco o tuerto y malcarado? —preguntó la nodriza.
—¡No lo sé, no sé nada! —doña Violante estaba aturdida—. ¿Dónde estará ese muchacho?
Don Lobo y el Tuerto de las Ratas salieron a la galería, y las mujeres pasaron a la cocina.
—Mi lucha es otra —decía ahora don Lobo.
—Para los poderosos, la lucha es siempre más fácil… Vosotros os jugáis, a lo sumo, el patrimonio, la riqueza; nosotros nos jugamos la vida, la libertad.
—Poner freno, sobre todo un freno de oro, para limitar el poder absoluto de la monarquía es más difícil y peligroso que atentar contra un gobernador o quemar una fábrica. Fíjate en esta masía: ha costado muchos años levantarla, y siglos conservarla. El tiempo también ha trabajado para dejarla tal como la vemos ahora. ¿Qué habrían sacado los extremistas con su destrucción? Yo no tengo descendencia, y algún día la habitará alguien que no sea de mi familia. Tinco, quizá. En Besora, los carlistas transformaron una masía en hospital. Y otra, «El Caballero de Vidrá», les sirvió de cuartel general. Transformar puede ser necesario; destruir, nunca.
—Desde el sótano de una fábrica las cosas se ven de distinta manera que desde la galería de una masía como ésta, que es casi un palacio. Te lo digo yo, que para los nuevos dirigentes obreros soy moderado.
—Un día de estos vendrá el fiscal a buscarme. Me han informado de que hay una denuncia contra mí y contra algunos socios míos por atentado contra el rigor de las leyes. El nuevo poder tampoco admite ningún freno, ni siquiera de oro. No me extrañaría que el denunciante sea ese criminal que el caballo ha eliminado de una coz, porque también se han denunciado los peligros que corre un menor, que debe de ser Tinco. ¡Buscó una buena coartada para su crimen, el desgraciado! Así, si para conseguir sus propósitos se veía obligado a hacer daño al chico, quedaba por encima de toda sospecha. Ya ves, la mía es una lucha de otro tipo.
—Una lucha de papeles y papeleo. La guerra entre carlistas y liberales toca a su fin. Pero la lucha para mejorar las condiciones de vida y de trabajo de los obreros no acabará por eso. ¿Qué nos importa a nosotros que el rey sea más o menos legítimo? ¿Qué importancia tienen para nosotros los fueros, que las leyes sean más antiguas o más modernas, que vengan de casa o del extranjero…? Yo aceptaría leyes extrañas que beneficien a los obreros.
—Te equivocas. Y si ahora acaba la guerra y las dos partes no se ponen de acuerdo sobre las dos maneras diferentes que tienen de entender la organización del país, no habrá paz duradera. Dentro de unos años estallará una nueva guerra con cualquier pretexto.
—Pero ¿cómo quieres que no haya protestas, revueltas, atentados e incluso guerras si una parte del país vive en la miseria?
—Yo debería ser carlista. Lo fui hasta el final de la segunda guerra, la de los matiners, la de los montemolinistas… Desde entonces pienso, como Cabrera y otros, que sólo la concordia entre todos puede salvar a esta tierra. Y he combatido, con errores, por esta causa. Como mi antepasado Corazón de Roble.
—No todos piensan como tú: se dice que el general Castell está preparando un decreto en el que ordena matar a dos liberales civiles por cada carlista muerto.
—Y Savalls, si no ha escapado ya al extranjero, dividirá sus tropas en partidas para iniciar una guerra de guerrillas que plante cara al ejército liberal, más poderoso. Lo tienen todo perdido, pese a las cartas que han mandado a Carlos VII en sentido contrario.
—Pero ¡si carecen de todo!
—Me han informado de que Savalls mandó disparar contra una columna liberal sin otro objeto que recoger las vainas para hacer cartuchos con ellas. Recogieron cerca de cuarenta mil. Eso significa que aquí ya han perdido la guerra. Y de nada servirá que desde el norte ordenen a otros militares reemprender la guerra y envíen a los generales Marco, Segarra y Boet al centro.
Desde el prado empezaron a llegar voces de criados informando de que no encontraban a Tinco por ningún lado. Jan y Fermina decían haber hallado una cajita en un rincón del cobertizo. El aparcero preguntaba qué debía hacer con el caballo de la mazmorra. Otros explicaban que acababan de dejar al hombre coceado por el caballo en un banco de la capilla. Y don Lobo ordenó a un grupo que subiera de prisa para continuar la búsqueda en el desván, y a otro que peinara el bosque palmo a palmo.
Tinco subió al desván. Atravesó todas las estancias a oscuras. Subió al tejado y cerró la ventana. Después de sentarse de espaldas a la pared del tragaluz, cogió los sobres. Y, sentado, pegó el oído a la rendija que había entre las dos hojas de la ventana. Al poco rato, escuchó el ruido del registro y vio la luz de los candiles de los criados. Cuando acabaron y fueron a reunirse con los que rastreaban el bosque, oyó muy cerca las voces de don Lobo, del Tuerto de las Ratas y de mademoiselle Angélica. Debían de estar donde se hallaban los legajos y documentos antiguos. Abrió un poco la ventana para oír mejor.
—Tienes razón, Angélica —decía el amo—. Tal vez tendría que haberle hablado antes al chico de esas cosas. Pero a veces nos hacemos la ilusión de que el tiempo no pasa, de que los hijos… los jóvenes no crecen tan de prisa como crecimos nosotros, de que podemos preservar a los seres queridos de la dureza y la verdad de la vida…
—¡La dureza y la verdad de la vida! —rió la muasela—. No sabría decir si es una expresión romántica o realista.
—¿Qué verdad? —dijo el Tuerto—. ¿Valentín Codeso o Agustín Costa?
—Tinco —contestó don Lobo—. Y si no hay oposición, yo escogería Valentín Costa, una mezcla de los dos, las dos mitades, que da igualmente Tinco en lenguaje familiar. Valentín por ti y Costa por la otra parte, que también ha sabido renunciar en favor del muchacho. Arreglar los papeles no costará mucho. ¡Se han quemado tantos documentos en estas guerras!
—¿Y la medalla? —preguntó el Tuerto—. Ya es un joven. Pronto será mayor de edad.
—Por seguridad, yo guardo la auténtica. Pero él lleva siempre una reproducción muy fiel. No te preocupes. Todo saldrá bien.
Se hizo un silencio.
—Es un garçon confiado —dijo luego la institutriz— que acepta con disciplina lo que le dicen. Pero precisamente por ser confiado hay que fortalecerlo y educarlo en l’esprit critique… Los internados franceses de Suiza que les he indicado serían la mejor solución para su educación. Mejor que los ingleses, a pesar de que la estancia del nuevo rey en una escuela militar inglesa pueda hacerles pensar lo contrario…
—Angélica —recordó don Lobo—, luego tenemos que subir otra vez aquí para deshacernos de los documentos más comprometedores. Y esconder los demás en «La Nava». ¡Todos esos informes serán historia algún día!
Las voces se alejaban, y don Lobo decía:
—¿No quieres esperar a que aparezca el chico para decirle adiós?
El Tuerto de las Ratas calló durante un rato. A Tinco le pareció que se detenía e incluso que estaba a punto de volver atrás. Pero como no podía verle y sólo le llegaba la voz, pensó que eran imaginaciones suyas.
—No quiero hacer más difícil mi renuncia —dijo el Tuerto al cabo de un rato. Y después añadió con voz fuerte—: ¡Salud!
Y quedó todo en silencio.
Media docena de teas encendidas avanzaban por el bosque gritando su nombre:
—¡Tinco…! ¡Tinco…!
Las teas resplandecían al pasar por los claros, cada vez más pequeñas, como luciérnagas. Su nombre resonaba en las profundidades del bosque y él se sentía cada vez más ligero, más sosegado. De repente, notó que una oleada de fuego le inundaba el pecho, le subía hasta el cuello y las mejillas y luego le llegaba a los ojos y le llenaba el cerebro. Pensaba mil cosas a la vez, y sin darse cuenta abrió los sobres. En uno de ellos había una carta llena de fórmulas químicas o matemáticas, que no leyó. El otro contenía dos trozos de medalla idénticos al que llevaba en el bolsillo, la dirección de un notario y una carta de la que sólo descifró las frases «renuncio en favor del muchacho», «mi obligación ahora está con otra mujer y otros hijos», «su madre lo habría querido así», «conservad los retratos que os confié, por si algún día tenéis la seguridad que ahora no existe», «me gustaría saber si la parte de la medalla ha llegado bien», «la persona que os la entrega es de toda confianza». Comparó su medalla con las dos que acababa de descubrir y vio la diferencia. Las auténticas parecían de oro. La de imitación era de plata sucia.
Sintió impulsos de salir y hablar con el Tuerto de las Ratas, pero también sintió que no podía hacer nada, no podía ni moverse. Por un momento pensó que se estaba convirtiendo en un vegetal, en un árbol, como el chico de la historia que le leyó don Lobo, que mató a un ciervo sin querer y le dolió tanto que murió de pena y se convirtió en un ciprés, que era su nombre, y por eso es el ciprés el árbol de la tristeza y de los cementerios.
Con esos pensamientos, se durmió sin darse cuenta y soñó que el roble crecía, aumentaba, se hacía muy grande, como un inmenso gigante, y cuando la copa llegaba al cielo, le salían dos ramas, una a cada lado del tronco, como dos brazos, y se acercaban a él para cogerlo y llevárselo arriba, muy arriba, para dejarlo sentado en la horcadura como en un regazo, descansando…