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EL FANTASMA DEL PADRE

Antes de subir al tejado, Tinco fue a comprobar si el caballo tenía pienso y agua. Encontró la puerta de la mazmorra desvencijada, y él recordaba haberla dejado bien. El caballo estaba excitado. La cama de paja estaba limpia, fresca, y un poco más mullida de como él la preparaba normalmente. Pensó que sería cosa de Viana, que habría mejorado su trabajo para complacer al caballo.

Los perros le seguían inquietos, y tuvo que echarlos a patadas porque no se llevaban bien con los caballos. Después de tantas horas de encierro, estaban tan nerviosos que parecían rabiosos.

El caballo aceptó una comida más fuerte, algo de cebada. Ya no sudaba, tenía las orejas frías y limpia la parte blanca de los ojos, sin las estrías rojas de los primeros días. Pero echaba las orejas hacia atrás como para avisar de algún peligro o como si se preparara para cocear a alguien que le había molestado.

Tinco lo acarició un momento para calmarlo y al final lo abrazó. El caballo bajó la cabeza como si le agradeciera las caricias. El muchacho le dijo en voz baja:

—¿Qué te ocurre, hermoso? Seguro que era la presencia de la mala bestia que has tenido que soportar estos días lo que te ponía enfermo.

El caballo volvió la cabeza hacia el chico y cerró los ojos para escucharlo mejor. A Tinco se le ocurrió que no sabía el nombre del animal y decidió bautizarlo él, antes de que lo hiciera don Lobo con algún nombre extraño sacado de sus libros antiguos.

—Te llamaré Carcelero, porque has vigilado muy bien al prisionero.

El caballo movió la cabeza como asintiendo, pero siguió con las orejas hacia atrás como si todavía estuviera irritado por algo.

—¿Te gusta el nombre? ¡Carcelero! Si no quieres estar solo, más tarde te traeré un par de patos para que te hagan compañía.

Parecía como si el caballo quisiera comunicarle algo. Cuando el chico se iba, el animal se dio la vuelta como si tuviera intención de seguirle a pesar de la herida. Tinco apartó lo que quedaba de la puerta para que el caballo pudiera salir sin ningún obstáculo. Y se tranquilizó pensando que, como había estado enfermo, a lo mejor se mostraba inquieto y movía las orejas para recuperar el movimiento, y se olvidó de eso.

Al cruzar el zaguán para subir al salón, ordenó a los perros que se quedaran a guardar el portal, y le costó hacerse obedecer. Los perros estaban muy alborotados, pero no ladraban, como si no se atrevieran a protestar con ladridos, sino sólo con los movimientos. Después fue a la sarria que colgaba de la pared a buscar la escopeta para guardarla arriba junto con la que llevaba. La sarria estaba vacía, y pensó que habría dejado el arma en el salón, al lado del armario. Pero en el rincón del armario tampoco estaba, y Tinco empezó a preocuparse. ¿Dónde podía haberla escondido?

Se ajustó el revólver en la cintura y la escopeta en la espalda. Decidió no ocultar ningún arma en ninguna parte mientras no hallara la segunda escopeta. Y comprobó que llevaba la medalla en el bolsillo, envuelta en el jirón de la camisa.

La oscuridad había entrado definitivamente en la casa, y el chico fue a la cocina para encender el candil. Cogió un cuchillo bien afilado y se lo colgó de la camisa, entre dos ojales. Las sombras eran menos fantasmales que otras noches, porque había luna llena y entraba por ventanas y balcones una luz azulada. Con el candil en la mano, atravesó el salón para ir al costurero y coger unas tijeras grandes.

Mientras cerraba la tapa de la mesita del costurero, oyó chirriar una puerta del salón. ¿Podía ser una de las puertas de las habitaciones de huéspedes? ¿O quizás había sido el movimiento de la tapa de la mesita? Levantó de nuevo la tapa y no se oyó ningún ruido. Podía haber sido una corriente de aire al mover la cristalera que daba a la galería. O uno de los gatos salvajes que merodeaban alrededor de la masía…

Caminó muy despacio y con los ojos muy abiertos. Al atravesar el salón, los retratos de reyes y generales le parecieron más feos y malhumorados que antes. La escalera del desván empezaba en un extremo de la galería. Después de cerrar la cristalera del salón, Tinco acercó la cara a los cristales de colores más suaves para ver si descubría algo. En el salón todo era silencio y sombras. Antes de dirigirse a la escalera, contempló el prado que se extendía ante la casa. El roble parecía más alto, como si hubiera crecido unos palmos. Seguramente era porque tenía la luna detrás, del lado de los frutales, y la sombra del árbol se alargaba hasta rozar el portal.

La escalera del desván era angosta y tenía en medio un rellano donde torcía en dirección contraria al primer tramo, de manera que el que bajaba no podía ver al que subía hasta llegar al rellano. El desván era la parte más oscura y abandonada de la masía. Tinco cruzó los espacios donde todavía quedaba fruta de la temporada anterior colgada de las vigas para secarse o guardada en el suelo (manzanas rugosas, higos, racimos con las uvas casi convertidas en pasas, tomates, almendras, ajos…) y montones de grano (trigo, avena, cebada) separados por tablas de madera, así como embutidos, jamones y bolas de sebo de la última matanza, que desprendían un olor a rancio que cosquilleaba la nariz.

Dejó la escopeta junto al montón de trigo donde estaban enterrados los sobres lacrados. Metió la mano entre los granos hasta dar con el escondite de los papeles. No los sacó, pero se dijo que de esta vez no pasaba, que los abriría al volver de cortar la cuerda de la campana. Ahora comprendería mejor su contenido.

Después atravesó dos salitas colmadas de legajos polvorientos y documentos antiguos que hasta entonces había mirado con desinterés. Hoy no tenía tiempo ni paciencia para ver si contenían algún secreto. Por curiosidad leyó la tapa de una carpeta que decía: Informe de D. Ramón López Charós, subinspector de cuerpos francos, rondas volantes y milicias movilizadas. No entendió qué quería decir. Se fijó en otra, de otro montón, que decía: Junta directiva del alzamiento nacional. Y otra: La Junta vela, premia y castiga. Viva la reina libre y constitucional. Otra ponía: Proclama de Vic. No mandéis a Cuba a quienes se acojan a la amnistía del general Arsenio Martínez Campos. Y otra que tenía un freno de caballo dorado. Inmediatamente recordó el nombre «freno de oro». Se fijó en el lugar que ocupaba la carpeta, para examinarla después.

Al llegar debajo de uno de los dos tragaluces, la palidez azulada de la luna le iluminó de nuevo. El tragaluz formaba en el tejado una especie de capuchón, con una ventana sin postigos que, sin duda, nadie había tocado desde hacía tiempo, pues le costó mucho esfuerzo abrirla. Dejó junto a la ventana el candil apagado y, de un salto, subió al tejado. La luna resplandecía, y el tejado era un mar de tejas ondulantes, donde se fundía el blanco céreo de los rayos de luna con el azul de un cielo que acababa de extinguirse. Tinco se sentó un momento y, apoyado en la pared del tragaluz, calculó los movimientos que debía hacer para llegar a la espadaña.

Y entonces se oyó un ruido seco en el interior de la casa, como si se hubiera caído un mueble del salón o alguien hubiera tropezado con una silla o un armario. El golpe resonó por toda la casa. Ahora Tinco estaba seguro: alguien había entrado en la masía aprovechando que Viana y él estaban en el ciruelo y que el portillo no podía atrancarse por fuera. Permaneció inmóvil un rato, con los oídos muy atentos por si se producían más ruidos. Tras unos minutos de silencio, entornó la ventana para que pareciera cerrada. Si algún intruso subía al desván, no se le pasaría por la cabeza que alguien estaba paseándose por el tejado.

La espadaña estaba al final de la pendiente del tejado por el lado norte, el más sombrío. Era muy simple: una pared con un hueco para la campana. Al otro lado del minúsculo campanario empezaba el tejado, más pequeño, que correspondía a la capilla. Tinco calculó que no corría ningún peligro, pues si tropezaba y caía rodando, se detendría en el ángulo formado por los dos tejados. La única precaución que debía tomar era arrastrarse siempre por el centro del tejado, no apartarse de la recta imaginaria que iba del tragaluz al campanario.

El chico avanzó con la espalda pegada al tejado, los pies delante y las manos detrás, como un animal que caminara al revés. Entre las tejas había moho y hierbas secas en las partes más umbrías, y muchas piedras para sujetar las tejas. La campana era pequeña y escandalosa. El chico cogió el badajo y cortó con el cuchillo la cuerda que movía la campana. Puso la oreja en la parte superior del tubo que, como una chimenea, iba de la capilla al campanario, y oyó el ruido de la cuerda al caer al suelo y, un instante después, gritos y blasfemias contra todo. Parecían dos voces, la del prisionero y la de otra persona que decía palabras aún más fuertes, pero seguro que eran figuraciones suyas. Sin duda era el prisionero, que maldecía en todos los tonos de voz.

Volvió al tragaluz gateando, ahora con las manos delante. ¡Los perros! Tinco había olvidado a los perros. Si había entrado alguien en la casa, ¿por qué no habían ladrado? Mientras saltaba al suelo del desván y cerraba la ventana, sintió que se le ensanchaba el pecho: si los perros no habían avisado, es que no había entrado nadie y los ruidos habían sido casualidades o imaginaciones. Encendió el candil, cogió la escopeta y bajó la escalera con paso firme.

Al llegar al rellano, tropezó con un hombre que le estaba esperando, protegido por la pared, en el último escalón del primer tramo de la escalera. El hombre le esperaba, inmóvil como una estatua, con una cuerda en las manos. Tinco tiró el candil y el arma, dio la vuelta con toda rapidez y, agachándose para librarse de la cuerda, corrió escaleras arriba. El candil se había apagado al caer, y la oscuridad favorecía al chico, que conocía la casa.

Al llegar al desván, totalmente negro, tuvo una iluminación. Sin dudar un segundo, se detuvo junto a la puerta, sacó el cuchillo y las tijeras de la camisa, los lanzó lo más adentro que pudo y se quedó esperando al desconocido. Sus pisadas sonaban fuertes en la escalera, y Tinco seguía viendo mentalmente el corpachón del hombre, su cara seria y sus ojos minúsculos e inmóviles como dos pedazos de hielo. Y la cuerda tirante entre las dos manos levantadas, preparada para estrangularlo.

El cuchillo y las tijeras cayeron lejos, rebotando con golpes estridentes. El hombre entró en el desván, se paró un momento para orientarse y se dirigió hacia el lugar de los ruidos. Tinco lo aprovechó para correr escaleras abajo, saltando a ciegas tantos escalones como podía. Estuvo a punto de tropezar con la escopeta y el candil tirados en el rellano y los evitó de un salto. No se detuvo hasta el zaguán. No veía ni oía si el hombrachón le seguía, pero le daba lo mismo. Llevaba el roble en la cabeza y corría a refugiarse en él. Le parecía el único lugar seguro y amigo. Refugiarse en la copa del roble, protegido por sus ramas, como un animal nocturno. Pensó que el corazón del guerrillero enterrado a sus pies le daría fuerzas.

Pero al llegar al zaguán encontró el portillo abierto, las traviesas por el suelo y los perros desaparecidos, y sospechó que afuera había más desconocidos esperándole. Inmediatamente, entró en la torre de defensa. La imagen del caballo acababa de ocupar en su mente el lugar que momentos antes ocupara el roble. También la mazmorra podía ser un buen refugio. Arregló en un momento las tablas de la puerta y se encerró en la cuadra. La oscuridad era allí más densa que en el resto de la casa. El calor del animal y el olor a sudor seco le reconfortaron. Jadeando, se abrazó al caballo. Se dejó caer entre las patas delanteras y se sentó en la paja, de espaldas al pesebre, con las manos agarradas a la crin como a una cuerda de salvación. El caballo bajó la cabeza para rozar la cara del chico con el belfo húmedo.

A medida que su respiración se calmaba, el chico deslizó las manos por la crin hasta acabar acariciando la cara del caballo. Estuvieron un rato así, abrazados, en silencio, inmóviles. «Como un centauro —pensó Tinco, y sonrió un momento, aliviado—. Como el abrazo con Viana». El chico no notó si el rato fue corto o largo porque, cuando lo que quedaba de la puerta se abrió de una patada seca, el tiempo pareció volver atrás. El caballo reaccionó librándose de los brazos del muchacho y levantando la cabeza alarmado, pero sin mover ni un músculo más. Tinco apoyó la cabeza en la pared y sacó el revólver. Estaba tan nervioso que no acertaba a sujetarlo bien. No lo había utilizado nunca y no sabía a donde apuntar.

—¿Estás aquí, hijo del diablo?

La voz era fuerte, llena de rabia. Una voz que llenaba toda la mazmorra.

Tinco permaneció quieto, con el arma en la mano y el corazón al galope. En seguida se oyeron unos pasos fuertes que avanzaban dando patadas a la paja y al estiércol del suelo para apartar los obstáculos. En un instante se levantó una polvareda que obligó a cerrar los ojos al chico y al caballo.

—¡Acércate, carne de matadero! ¡He registrado todos los rincones de la casa cuando estabas fuera y sé que aquí hay un caballo de mierda que se pasa el día cagando!

Tinco se ahogaba a causa de la polvareda, y antes de que la tos lo delatara, se levantó apuntando con el revólver al vacío. En ese momento, el caballo, como si esperara una señal, dio una sacudida igual que si levantara el vuelo. Se oyó un golpe fuerte y un grito de dolor; después, el ruido de un cuerpo que cae gimoteando y los cascos del caballo que llegan de nuevo al suelo.

El chico adivinó que el animal le había dado un par de coces al intruso. Emocionado, volvió a rodearle el cuello con los brazos y le susurró a la oreja:

—Espérame, tranquilo, vuelvo en seguida.

Pasándole la mano por todo el cuerpo hasta la cola, Tinco salió de la mazmorra sin escuchar los lamentos del desconocido, que gimoteaba en un rincón.

Al llegar al zaguán, notó que le sudaba todo el cuerpo, y se metió el revólver en el bolsillo.

Por el portillo abierto entraba la luz azulada de la luna, iluminando la entrada con una claridad tan tenue que parecía que el aire estaba arrugado como una tela de seda. Tinco se sentó en uno de los apeaderos, porque no sabía qué hacer. Le sorprendía la ausencia de los perros y, de pronto, el corazón le dio un vuelco porque adivinó que al otro lado del zaguán, al pie de la escalera, había alguien sentado en los primeros peldaños y le miraba.

Vio en seguida el brillo de un solo ojo, y una medalla como de plata que lucía en el pecho, y en la mano la hoja de una daga que reverberaba como un espejo. Y su escopeta, apoyada al lado.

Tinco no movió ni un dedo. Estaba demasiado cansado. Y una fuerza interior le impedía moverse. Entonces, la figura que tenía delante se levantó despacio y se acercó a él con pasos lentos y firmes. Era un hombre alto, delgado, fuerte, vestido de oscuro y con un pañuelo negro atado a la cabeza que le tapaba una oreja. Andaba enhiesto como una caña, pero arrastrando ligeramente la pierna izquierda. Llevaba una cuerda arrollada a la cintura. Al pasar por delante de la puerta, la luna le iluminó un momento, y se le vio la cara con la oreja tapada, la mejilla descarnada, vacía, comida por las ratas, y un surco rojo que bajaba de la frente al cuello cruzando la ceja partida, la cuenca negra, media nariz, los labios y la mandíbula.

Tinco sintió piedad por aquel hombre y se fijó en la cuenca vacía, buscando la lucecita roja que parpadeaba.

Pero no vio más que el único ojo abierto y brillante, y cuando ya estaba muy cerca, le pareció que por el ángulo de la cuenca del ojo invisible asomaba una lágrima.

Permanecieron unos momentos uno frente a otro sin pronunciar palabra. Se miraban con una mezcla de ternura y temor. Y de repente, el Tuerto de las Ratas levantó un brazo, rodeó con él al muchacho y lo acercó a su pecho.

Tinco estaba confiado y apretaba la cara contra el chaleco del hombre y olía el aroma de tabaco, hierbas y vino. No pensaba nada y se dejaba llevar como si regresara al tiempo de su infancia y se convirtiera por un momento en un niño. Al cabo de un rato, el hombre lo apartó y le cogió la cara para pasarle las yemas de los dedos por la frente, la nariz, las mejillas y los ojos. Con un solo dedo le palpó delicadamente los dos ojos cerrados, como si temiera hacerle daño. Tinco abría y cerraba los párpados, y contemplaba al hombre, que movía los labios partidos como si quisiera sonreír o decir algo y no pudiera.

Al fin, el hombre cogió al muchacho por la espalda y le hizo ponerse de pie. Salieron fuera los dos, el hombre con el brazo en los hombros del chico, guiando sus pasos. Se detuvieron un momento debajo de la galería, y entonces Tinco vio a los perros olfateando un bulto al pie del roble. Se acercaron y el chico advirtió que se trataba del cuerpo atado de un hombre. Cuando descubrió que era el prisionero, miró al hombre que tenía al lado, y el Tuerto de las Ratas dijo con voz cortante:

—Si lo cuelgo aquí, los demás sabrán qué les espera si se atreven a acercarse.

Cogió la cuerda que llevaba arrollada a la cintura, hizo un nudo corredizo y la tiró hacia arriba para pasarla por una de las ramas más altas y fuertes del roble. Tinco esperaba oír las protestas del prisionero, pero al ponerlo de pie y pasarle el nudo por la cabeza, vio que tenía la boca tapada con un pañuelo.

—Y tú —dijo el hombre al chico— no vuelvas a dejar las llaves a la vista de todos.

El Tuerto de las Ratas tiró de la cuerda con fuerza mientras decía:

—¡Por bocazas y traidor!

Pero, con el tirón, la rama se rompió y cayó encima de los dos hombres.

El Tuerto de las Ratas soltó la cuerda con una maldición y cogió con la mano una rama baja para probar su resistencia. Y también la segunda rama se partió.

—Este roble está podrido —dijo irritado—. Tiene todas las ramas carcomidas. Necesitamos un árbol que resista el peso de un traidor.

Tinco iba a decir que no, que aquel roble era el árbol más resistente del bosque, y que si se quebraba era para decir que el prisionero quizá no merecía la muerte… Pero vio unas sombras que salían del bosque y se acercaban lentamente. Los perros callaban, expectantes, con la boca abierta y la lengua fuera. El Tuerto le dio un empujón al prisionero para tirarlo al suelo y ocultarlo. Después cogió al muchacho, lo volvió hacia la masía y mientras le empujaba le dijo en voz muy baja, al oído:

—¡Vete, de prisa!