LA GUERRA
El roble había avisado, a su manera, de la llegada de la guerra a la masía. Cuando la guerra estaba lejos, según quién gobernaba en Madrid o qué general se sublevaba en Barcelona, Cádiz o Bilbao, el árbol, ayudado por el viento y la oscuridad, adoptaba la silueta del político de turno. Y cuando la guerra estaba cerca, lo indicaban las señales de armas y la aparición de personajes diabólicos.
Doña Violante y la vieja nodriza descubrieron el prodigio, y tan pronto como se producía un cambio de gobierno o de régimen, llamaban a la galería a todo el personal de la casa y le hacían ver cómo el roble, transformado por las sombras y el viento, mostraba la figura regordeta de Isabel II, antes de ser destronada, y todos sus pretendientes, del país y de fuera, cuando a los trece años fue coronada reina y empezó la búsqueda frenética de un príncipe para casarla.
Tras la boda de Isabel II con su primo Francisco de Asís aparecieron los generales más poderosos e intrigantes de España: Espartero, Narváez, O’Donnell, y el último, Prim, que la destronó. Mientras Prim buscaba un nuevo rey por toda Europa, el roble se dedicó a mostrar los pretendientes carlistas que reclamaban el trono desde la muerte de Fernando VII, el rey felón. El primero fue el hermano del rey y tío de Isabel II, Carlos, iniciador del carlismo, que alegaba más derecho a la corona porque la ley sálica, proclamada por el mismo Fernando VII, excluía de la corona a las mujeres y a sus descendientes. El último en salir, después de los grandes generales carlistas como Zumalacárregui, Cabrera o Savalls, todos con grandes bigotes, fue el nieto del iniciador del carlismo, el pretendiente actual, que se hacía llamar Carlos VII.
La espada que el general Prim blandía en la guerra de Marruecos y en México desapareció del árbol cuando fue asesinado en Madrid, precisamente el día en que llegó a la capital su candidato al trono, el joven Amadeo I de Saboya, que nunca se reflejó en el árbol de forma muy precisa. Señal, decía doña Violante, de que iba a durar poco. Y efectivamente, solo duró dos años. Tras la abdicación de Amadeo I, los diputados del Congreso proclamaron la República. Entonces, el roble se volvió loco y todos los días aparecían señales de guerra como escopetas, cañones, cuchillos y bombas de mano. Era el comienzo de la tercera guerra carlista, que ahora duraba ya cuatro años. Los dos años de la República habían sido muy difíciles porque los presidentes duraban tan poco que no había tiempo ni para conocer sus facciones. Además, como vestían de civil y no de uniforme como los militares, doña Violante los confundía con simples abogados o farmacéuticos. No tuvo tiempo ni de aprenderse los nombres de los cuatro.
Desde hacía meses, desde poco después de que el general Pavía, que no había visitado nunca el roble, diera un golpe de Estado contra la República, y de que otro general, Martínez Campos, que tampoco aparecía en el árbol, proclamara rey al joven Alfonso XII, en el roble había comenzado a aparecer una medalla con la efigie de un infante, que según decían era la medalla conmemorativa de la primera estancia del nuevo rey en Barcelona, llegado por mar desde Marsella.
Y la señal más clara de las calamidades que se acercaban a la masía se produjo cuando, unos días antes, empezó a verse una cuchilla que la vieja Oliva identificó como la hoja de la guillotina con que los franceses, en tiempo de la Revolución, cortaron las cabezas de sus reyes. En los años de la Revolución francesa, la vieja nodriza era una cría, pero se acordaba de la guillotina, y también recordaba que poco después, durante la invasión del país por Napoleón y la guerra de la Independencia, había visto dibujos de la máquina asesina entre las tropas francesas que sitiaron Gerona y Zaragoza. De hecho, la primera forma que distinguió en el roble fue una cuchilla de la guillotina, como la que aparecía ahora, y fueron tiempos de mucha guerra y de mucha sangre.
Incluso los cuernos del diablo aparecieron en aquellos tiempos, y los franceses quemaron muchas iglesias, y muchos curas y frailes se vieron obligados a convertirse en guerrilleros. «Ahora, con la guerra civil entre liberales y carlistas, ha ocurrido otro tanto», comentaba la vieja nodriza.
Desde el inicio de la guerra habían pasado por «El Roble» más personajes importantes que de costumbre. Pertenecían a los dos bandos y eran, sobre todo, banqueros y abogados. De entre los conocidos, Tinco recordaba al general Savalls, que le pareció antipático y grosero, y al que el amo calificó de «cabecilla» y doña Violante de traidor, y a los príncipes don Alfonso y doña Blanca, que, perseguidos por el general liberal Cabrinetty, se ocultaron una noche en la masía. Doña Blanca escandalizó a doña Violante porque era muy pequeña y llevaba boina, y la señora decía que las mujeres no pueden llevar boina como los requetés navarros, y que si son princesas, como doña Blanca, casada con don Alfonso, hermano de Carlos VII, no deben ser tan diminutas; y si doña Blanca no había podido crecer más, eso era señal de que debía recluirse en un convento para toda la vida.
Cuando Tinco argumentaba que a él también le costaba dar el estirón definitivo, y eso no significaba que tenía que meterse a cura, doña Violante decía riendo:
—Tinco, un hombre, si tiene valor y fuerza, no es nunca pequeño. Pero una mujer nunca es valiente. Los hombres estáis hechos de hierro, y las mujeres somos de cristal y nos rompemos en seguida.
Tinco deseaba replicarle que su amiga Viana era una chica y tenía más valor que el chaval más fuerte, pero se callaba porque doña Violante no podía ver a Viana y no quería que fueran amigos ni que se acercara a la masía por nada del mundo.
Entre los liberales que visitaban a don Lobo, Tinco recordaba a varios señorones de Vic que, según el amo, eran «exaltados de la causa liberal» y demasiado amigos de los «voluntarios de la libertad», unos grupos formados en cada ciudad para atacar a los carlistas y defender las ideas modernas, llegadas principalmente de Francia.
Pero aquellas visitas corteses y aquellas discusiones de horas y horas no eran la guerra. Hasta entonces, la guerra estaba en Navarra, en Barcelona, en el País Vasco, en el Maestrazgo e incluso en Vic, Olot o La Seo de Urgel. Aquella noche había llegado a la casa la guerra de verdad, que para el chico significaba sangre y heridos y tiros y gritos. Por la mañana, al despertarse con el alba como todos los días, Tinco notó que en la masía ocurría algo grave.
Algunas noches, Tinco dormía en un cobertizo que había cerca del pajar y de la era y un poco separado de la casa principal, donde vivían los dueños, los aparceros y el servicio. «El Roble» era grande y majestuoso como un palacio, tenía una torre de defensa, un corredor porticado, con el portal en el centro, debajo de la galería, y un poyo a cada lado y roderas en el umbral para facilitar la entrada de carruajes hasta el pie de la escalera interior. En el tejado, a cuatro aguas, había dos lumbreras, y en la parte de atrás una capilla adosada, con una espadaña minúscula que apenas podía albergar una campana. Delante, el gran roble, símbolo de la mansión.
En el cobertizo se almacenaba la paja en un piso de madera al que se ascendía por una escalerilla. En los bajos, los gañanes guardaban el heno, las azadas, los azadones, las palas, las carretas y carretones, las cribas, las espuertas y todos los aperos de labranza.
En la parte alta del cobertizo tenía Tinco una madriguera. La había hecho, en el rincón más apartado, con paja seca y blanda y con un par de mantas rotas y una almohada vieja, y en ella guardaba sus cosas: un puñal mellado, que había encontrado en el lugar del bosque donde se decía que acampaban las partidas carlistas, unas pieles de tejos cazados y despellejados por él mismo, y una cajita de seda blanca que le había forrado Viana para guardar un medallón de plata, ovalado, del tamaño de una nuez, en el que había retratada una dama muy hermosa, con el vestido escotado, joyas en el cuello y plumas en la cabeza. Siempre había tenido el medallón entre sus pertenencias y ya ni recordaba por qué se lo habían dado. Los amos ni siquiera debían recordar que lo tenía.
Aquel nido no lo conocía nadie. Doña Violante había ordenado que prepararan una habitación para él solo, junto al cuarto de los criados y el de los gañanes, que dormían todos en dos dormitorios grandes, debajo del desván. Pero Tinco se escapaba siempre que podía, sobre todo en el buen tiempo, y pasaba la noche en su cubil.
Por la mañana, cuando se presentaba en la cocina para desayunar, nadie le preguntaba dónde había estado. Y el chico se reía disimuladamente cuando la vieja nodriza, la cocinera o la criada más joven, y también mademoiselle Angélica, que metía la nariz en todas partes, incluso en la cocina, le decían al verle:
—¿Ya has hecho tu cama, Tinco?
—En esta casa hay mucho trajín, y solo faltaría que tuviéramos que hacerte la cama a ti también.
Pero aquel día, apenas abrió los ojos y se despabiló un poco, notó que en la masía pasaba algo raro. Se oían ruidos extraños, parloteo de gentes en el prado, algún grito y el choque metálico de herraduras de caballos en el empedrado de la entrada.
De un salto bajó la escalerilla y llegó a la puerta del cobertizo. Vio dos caballos, uno blanco y otro colorado, sucios, cansados, en la puerta de la masía. Estaban tan flacos que no solamente se les marcaban todos los huesos, sino que tenían la piel cubierta de llagas y cuajarones de sangre. Se notaba que hacía tiempo que no los habían desensillado ni acercado al pesebre. Llevaban los jaeces destrozados y no estaban atados por la brida a ningún árbol de los que rodeaban el prado ni a las anillas de la pared. No les quedaba fuerza ni para llegar al abrevadero. El colorado arrastraba una herradura suelta, a punto de caerse, y cada vez que movía la pata sonaba un ruido metálico que hacía rechinar los dientes.
—¿De dónde sales, bribón? —le increpó el aparcero, que llegaba al cobertizo con un cesto.
—He venido a ver… —empezó a excusarse el chico, pero el hombre iba tan preocupado que no le escuchó.
Mientras entraba en el cobertizo, comentó sin mirar al muchacho, como hablando consigo mismo:
—Ya ves, ya tenemos la guerra en casa. ¿No has oído la agitación esta noche? Nadie ha podido pegar un ojo…
—Pues ¿qué ha ocurrido?
—Que se ha llenado la casa de soldados, eso es lo que ha ocurrido.
El chico se dirigió lentamente hacia la masía, impresionado por la noticia.
Por dormir en el cobertizo se había perdido el revuelo nocturno, la llegada de la guerra a «El Roble».
—¡Date prisa! —le apremió el aparcero desde la cabaña, mientras llenaba el cesto de forraje para las caballerías—. Corre, Tinco, que don Lobo lleva un rato buscándote por toda la casa. No hace más que preguntar dónde te has metido. No se imaginan que te has escondido en la paja, muerto de miedo.
Tinco miró un momento al aparcero con ira. Nunca había simpatizado con aquel hombretón de cara roja, que le trataba siempre como si fuera un forastero, como si no tuviera el mismo derecho que él a vivir en la masía. Años atrás, cuando Tinco era solo un crío y estaba un día jugando en el zaguán, el aparcero lo apartó de un empujón, para que pasara un caballo, y le soltó, creyendo que el pequeño no podría entenderlo:
—¡Maldito chaval! ¡Este hijo de nadie no hace más que estorbar! No sé por qué lo recogieron los amos. Dicen que es un hijo del azar, un regalo del cielo, ¡el infante bienhallado…! ¡Un diablo malhallado, eso es lo que es!
Y ese mismo aparcero pensaba ahora que le daban miedo los caballos sucios y enfermizos que descansaban delante del portal. ¿Quién creía ser aquel aparcero cejijunto y malcarado? ¡Como si Tinco no se ganara el jornal en la casa! Suerte que aquel hombre malhumorado era solo el aparcero de «El Roble», el mayoral de los mozos y jornaleros, y el dueño y señor era don Lobo, un noble importante, el barón del Ter, y don Lobo era amable y le quería casi como a un hijo. O como a un ahijado.
A medida que Tinco se acercaba a la masía, aparecían más pruebas de que aquella noche había llegado la guerra.
Alrededor del pozo, y amorrados al abrevadero, había tres caballos más, algo menos desgraciados que los dos abandonados en el portal. Debajo de la galería, tres soldados descansaban en el poyo, medio tumbados y apoyados uno en otro: el regazo y el hombro del del centro servían de almohada a los otros dos. El del medio llevaba una boina roja que le tapaba los ojos, y a los pies del grupo se extendía una manta con la que seguramente se habían protegido durante la noche. Parecían jóvenes, pero era difícil adivinar su edad porque estaban sucios y sin afeitar. Un par de trabucos hacían guardia a su lado.
En el zaguán había algunos más, sentados en el apeadero o echados en el suelo. Eran una media docena, todos con boinas rojas o azules, sucios y andrajosos, con la cara o los brazos vendados, pañuelos manchados de sangre en la cabeza, y trabucos, sables o carabinas.
Tinco pasó entre ellos sin decir nada. Los soldados, cansados o dormidos, ni se dieron cuenta. En la escalera estaban sentados en los peldaños, adormilados, con la cabeza apoyada en la pared. Los había viejos y jóvenes, y con vestimenta diversa: cartucheras ceñidas a la cintura y calzones de cuero, o camisetas de manga larga, rojas o verdes, y pantalones de terciopelo azul, con una cinta roja a los lados, y alpargatas.
Arriba, en el salón, de pie ante la puerta de cristal que daba a la galería, hablaban en voz baja don Lobo y un militar alto y robusto, con galones en las mangas del uniforme, boina roja de ballesta y botas de cuero enfangadas.
Tinco se acercó tímidamente y oyó que don Lobo decía:
—Capitán: si mis hombres y yo os mostramos el camino, los liberales no os alcanzarán. Ellos no conocen los atajos y vericuetos como nosotros.
Don Lobo tenía más edad que el militar y el cabello completamente blanco, y era algo cargado de espaldas, delgado y anguloso como una aliaga. Sin embargo, parecía más fuerte, más enérgico y más decidido que el hombrachón que tenía delante.
—Señor barón del Ter —decía el capitán con una vocecita que no cuadraba con su corpulencia ni con el revólver y el sable que lucía en la cintura—, hace tiempo ya que no podemos ni pagar el sueldo de los soldados. Don Lobo sacudió la cabeza y echó fuego por los ojos.
—¡Hay quién dice que los soldados ya cobrarán cuando se gane la guerra, cuando don Carlos sea rey!
El capitán tragó saliva.
—¡Ya no nos quedan más masías que requisar! No disponemos de sillas para los caballos ni de comida para los hombres…
Don Lobo pareció levantarse dos palmos del suelo por la fuerza de sus palabras.
—Vuestro deber es llegar a Ripoll para uniros con el general Savalls, y llevar a los enfermos al hospital carlista más próximo, el de Besora.
El capitán agachó la cabeza, desesperado.
—Los hombres están cansados, heridos, desmoralizados… Los liberales nos pisan los talones. El general Weyler persigue a Savalls desde Arbúcies. Si no nos damos prisa, nos atraparán aquí a todos y no dejarán ni uno vivo.
Don Lobo, que vestía como siempre de solemnidad: corbata de seda verde, camisa blanca con faralaes, chaleco color vino, calzones de terciopelo verde y chaqueta larga de color plata, replicó:
—A mí no me atraparán, capitán. Salgo ahora mismo con los que quieran seguirme. Esta tierra es mía: mi gente y yo la conocemos mejor que nadie. Quien quiera acompañarme, que se una a mí…
—Señor barón, pensad que los liberales ya dominan la mayoría del país, que han caído Vic, Olot y Berga, y que se acercan tres compañías de cien hombres cada una que no dejan ni un carlista vivo por donde pasan y que no se detendrán hasta La Seo de Urgel, donde ya se encuentra el general Martínez Campos con el grueso del ejército para derribar los fuertes y la ciudadela…
—Ésa es la situación, capitán. Pero yo no quiero que se vierta ni una gota más de sangre. Por eso debéis seguir mi consejo.
En ese momento, don Lobo, que no había prestado atención a la presencia de Tinco, como si no lo hubiera visto llegar, dirigió su mirada hacia él, le indicó que se acercara más y dijo:
—Lo que debéis hacer es preparar la marcha y aceptar que algunos mozos y yo os acompañemos un trecho por los caminos que solo los del país conocemos.
—Entre los carlistas se rumorea que el señor barón prepara un arma nueva, un modelo de cañón rayado que se carga por la culata y que tiene mucho más alcance que el cañón liso que hemos utilizado hasta ahora… Quizá sería ésta una buena ocasión para probarlo, si el señor barón me permite la sugerencia.
—¡Eso son simples rumores! Habladurías de militares holgazanes. —Don Lobo hizo un gesto de enojo—. Ese cañón es un invento de Domingo Monnier, que llegó a presentar un modelo pequeño en el norte, en Navarra o en el País Vasco. Pero si no hay dinero para la guerra, ¿cómo queréis que lo haya para la ciencia? ¡Aunque se trate de la ciencia militar!
Don Lobo le puso a Tinco la mano en la cabeza y, mirándole, continuó en un tono más reposado.
—Por fin ha llegado nuestro muchacho. Aquí lo tenemos. Tinco nos ayudará a librarnos de los estragos de la guerra. Mientras yo hablo con él y le explico su misión, vos, capitán, podríais formar dos grupos, el de los hombres útiles y el de los enfermos. Si alguno no puede seguir, mi esposa se lo llevará con el resto de la casa a «La Nava», en la montaña, donde nos reuniremos todos para esperar el fin del verano, del calor… y de las batallas inútiles.
El capitán cerró los ojos, con cara de pocos amigos, mientras se cuadraba ante el amo, y sin decir palabra desapareció por la escalera.
Don Lobo, con aire tranquilo, bajó la mano al hombro del muchacho y le dijo:
—Ven, Tinco, acompáñame. Vamos a charlar un poco. Ya ves que toda la casa se está preparando para subir unos días a «La Nava». Pero yo quiero ver si tú eres capaz de quedarte aquí solo y enfrentarte a la guerra como un hombre hecho y derecho.