19

LOS MENSAJEROS

La mazmorra era ahora sólo la cuadra del caballo. Tras encerrar al prisionero en la capilla, Tinco y Viana limpiaron la celda y al animal. El caballo los miraba con ojos agradecidos. Luego, decidieron dejar a los perros en la casa y salir a vigilar desde el ciruelo, con los ojos puestos en el portal. Después de las revelaciones del prisionero, la masía les parecía más grande y amenazadora, y el bosque más peligroso.

Mirando la casa, Viana dijo:

—He creído ver una sombra moviéndose por la galería…

Tinco observó la galería un rato y al final concluyó:

—No veo nada. Seguro que ha sido tu imaginación. O Cerbero o Argos, que han subido al salón y se han asomado a la galería.

De repente, un grito y la caída de un árbol con todo el estrépito de su ramaje y sus hojas rompieron el silencio. Tinco y Viana se incorporaron al instante. El accidente se había producido en el lugar donde desde hacía rato se observaban ruidos y movimientos sospechosos. La mancha de verde, agitada en círculos concéntricos, como el agua del estanque cuando cae en ella una piedra, se fue aquietando hasta quedar sólo la herida de un verde más oscuro, una hendidura extraña, un vacío.

Del lugar del revuelo salieron, asustados, un par de caballos, que un hombre sujetaba por las riendas. Un momento después apareció otro hombre con las manos en la cabeza y la ropa rota, como si le hubiera caído encima el árbol. Ambos se dirigían a la masía, volviendo de cuando en cuando la cabeza hacia el lugar del accidente, con cierto temor.

Viana interrogó a Tinco con los ojos, dispuesta a saltar a tierra. Pero el chico le indicó que no se moviera, y ella comprendió que el lugar en que se encontraban era el mejor para observar la situación. Los dos hombres tenían que pasar muy cerca del ciruelo si querían llegar a «El Roble», como parecía.

Mientras atravesaban el prado, sus voces se oían perfectamente en la quietud del atardecer:

—Ya decía yo que el chopo era demasiado joven para trepar por él hasta la copa —dijo la primera voz que oyeron, la del que iba delante.

—Pero ¿había otra forma de saber si hay soldados en la casa? —protestó el otro, corriendo para alcanzar al primero mientras se sacudía la ropa—. ¡Si casi no nos quedan municiones para defendernos de los lobos!

—Lo que no nos queda es fuerza, después de tanto caminar.

—¡Si por lo menos pudiéramos descansar aquí un poco!

—Si en la masía no han oído nada es que están más sordos que una tapia.

—¿Crees que hay alguien?

—No nos queda más remedio que comprobarlo.

—Tú has dicho que conoces al dueño, ¿no?

—Conocerlo, conocerlo… Bien, no lo debe de conocer ni la madre que lo parió. Digamos que nos hemos visto un par de veces.

—¿Por razones de trabajo?

—¿De qué trabajo?

—Eres contrabandista, ¿no?

—Eso era antes. Ahora somos confidentes, mensajeros, espías o periodistas, llámalo como quieras.

—Prefiero periodistas. Como el francés que conocimos en La Seo de Urgel, que escribía los avatares del sitio de la ciudad para un diario de Marsella.

Estaban ya cerca del portal, y Tinco y Viana aún oían sus voces. Se detuvieron ante el portillo, ataron las riendas de los caballos a las argollas de la pared y, después de comprobar que el portillo estaba abierto pero que los perros amenazaban con saltarles al cuello si entraban sin permiso, retrocedieron un poco y el primero, con las manos en la boca a modo de bocina, gritó hacia la galería:

—¡Ave María Purísima! ¿Hay alguien en la casa?

Esperó un momento, por si respondían, y continuó.

—Soy Quim de Martinet de Cerdaña. He traído algunas veces encargos del otro lado de los Pirineos por cuenta del señor barón. Estoy con un amigo y sólo quiero saludar a los señores.

—¡Y descansar un poco! —le recordó el otro, tirándole de la blusa.

Al cabo de un rato, el que acababa de presentarse dijo a su compañero:

—Parece que no hay nadie…

—¿Es posible que hayan abandonado una mansión como ésta?

El primero se encogió de hombros.

—Estando abierto el portillo, no pueden andar muy lejos —prosiguió el segundo.

Entonces, el que se había identificado como Quim empezó a dar la vuelta a la casa gritando con fuerza para ver si salía alguien. Mientras, su compañero se quedó vigilando el portal y la galería. Quim gritaba:

—¡Eh…! ¡Buena gente…! ¿Dónde os habéis metido…? ¿Me oís…?

Y los gritos resonaban por todo el bosque.

Tinco empuñaba el revólver e indicaba por señas a Viana que descolgara la escopeta, cuando la campana de la capilla comenzó a sonar. Eran unos toques nerviosos, sin ritmo, como si tocaran a fuego o a rebato, sin experiencia. El segundo contrabandista corrió hacia la parte de atrás, donde estaba su compañero y de donde procedían las campanadas. Tinco y Viana saltaron del ciruelo y se acercaron a la casa como si acudieran a apagar un fuego. Mientras corrían, Viana le entregó al chico la escopeta que había descolgado.

—¡Maldito desertor! —juró Tinco—. ¡En mala hora escuché sus embustes! Mejor hubiera sido partirle la cabeza o cortarle el cuello con una hoz. Seguro que el hijo de mala madre ha oído los gritos de esos mamarrachos y ha pensado que era el momento de armar jaleo.

—Hemos olvidado que la cuerda de la campana llega hasta el altar…

—¡Lo malo es que en las cercanías pensarán que ocurre algo gordo!

—Menos mal que es sólo una campana, y pequeña…

Los dos hombres habían dado la vuelta a la casa y ya no se veían. Cuando los dos jóvenes llegaban, alarmados, a la esquina de los abrevaderos, se encontraron de frente con ellos, que volvían a la parte delantera. Detrás habían visto el pozo y el saúco, pero no una puerta para entrar a ver qué ocurría. La campana continuaba repicando, aunque cada vez con menos fuerza. Al toparse con la pareja armada, los dos hombres se detuvieron. Tinco les apuntó con la escopeta, pasado el primer momento de confusión, y los miró con rabia: estaba furioso por la jugada del prisionero. Viana se quedó al lado de su amigo.

—¡Somos gente de bien! —dijo el más sensato—. Puedes bajar el arma, hermano.

—¿Qué buscáis por aquí? —respondió Tinco manteniendo el arma en alto.

—Es que parece cosa de brujas que las campanas empiecen a tocar a la puesta del sol —dijo el accidentado, que aún andaba con el gesto de quitarse hierbas de los jirones de la ropa.

—Pasábamos por aquí y nos hemos acercado a saludar a don Lobo y a doña Violante —explicó Quim—. Muchas veces he traído de Francia libros para él y perfumes para ella. Y desde que empezó la guerra, cartas y documentos de todos lados. Y noticias, muchas noticias.

—No están. —Tinco hablaba con la misma voz dura—. No estarán hasta dentro de unos días.

—Si es así… —El hombre hizo un gesto de resignación—. Nos hubiera gustado ver al barón para contarle lo ocurrido en La Seo de Urgel. A él le interesaría tener noticias directas de la derrota de los carlistas.

—¿Han sido derrotados los carlistas? —exclamó Viana.

—Tras un par de meses de sitio, las tropas liberales han entrado en la ciudad.

—Pero los carlistas, con el general Lizárraga al frente, se defendieron como leones —añadió en seguida el otro, como temiendo que la primera noticia no agradara a los jóvenes—. Tendríais que haber visto cómo luchaban los soldados en defensa de las torres y de la ciudadela.

—Les lanzaban balas incendiarias, y Francia ha ayudado a los liberales permitiendo que pasaran por la frontera media docena de cañones Krupp para abatir la fortaleza.

—En un momento determinado, todos, militares y civiles, formaron una muralla para defender La Seo.

Los dos hombres se alternaban en la explicación de los hechos, y las palabras les servían de protección porque Tinco, interesado por lo que decían, bajaba poco a poco el arma.

—Hace días, tuvieron que emplear telas de vestidos de los habitantes de la ciudad para hacer saquitos de pólvora, ¡y la pólvora era mala, del año veintitrés!

—La población no podía resistir más. Se morían de sed. No podían ni acercarse al río Valira para beber agua.

—Un periodista francés que ha seguido el sitio de cerca nos ha dicho que la ciudad ha recibido más de once mil disparos y más de trescientas bombas y granadas de todo tipo.

—Martínez Campos es muy listo. Hace dos o tres meses fue de Barcelona a Puigcerdá, pasando por Berga, sin ningún problema para preparar la batalla y demostrar que tenía el país en sus manos.

—Y prometió indultar a los desertores, intercambiar prisioneros y neutralizar las vías férreas, o sea, que no transportaran armas ni soldados.

—El general Lizárraga, el obispo de La Seo, casi ciento cincuenta oficiales y la tropa, un millar de soldados y más de cien heridos, desfilaron con las banderas inclinadas, pero con la cabeza muy alta, ante los vencedores, que mandaron izar la bandera en nombre del rey Alfonso XII. ¡Tendríais que haberlo visto!

—Según dicen, van a meter en la cárcel al obispo de La Seo, que es un carlista importante. Pero yo no creo que la corte de Carlos VII lo consienta.

—¿Y qué ocurrirá ahora? —quiso saber Tinco.

—¿Se ha acabado, pues, la guerra? —dijo Viana—. ¿Y se han acabado también las huelgas?

Tinco tenía la escopeta casi mirando al suelo, pero los hombres no se habían movido ni un palmo.

—Sabemos que quieren encargar la reorganización del ejército carlista al general Tristany o al general Castell, pero yo no creo que en Cataluña vuelvan a levantar cabeza los carlistas.

—Han mandado cartas a Carlos VII, en Tolosa, en las que le cuentan la derrota. En Navarra y el País Vasco, quizá puedan hacer algo todavía los carlistas, aunque lo dudo, porque ahora los liberales concentrarán todos sus esfuerzos en el norte. ¡Y los carlistas nunca han podido entrar en Bilbao! Por intentarlo perdieron a tres de sus generales más importantes: el año pasado a Olio y Radica, y hace años, en el primer sitio de la ciudad, al gran Zumalacárregui.

—Lo extraño es que Savalls no haya acudido a La Seo. Él dirá que no pudo, pero yo no lo creo.

—Las ciudades que tenían la condición de hospital y depósito de prisioneros de guerra, la perderán.

—Ahora viene la desbandada general. Han hecho bien los barones en refugiarse en algún lugar, quizás en Vic o Barcelona, hasta que vuelva la calma.

Se hizo un silencio un poco pesado porque, después de la explicación, los dos hombres parecían esperar que los invitaran a entrar en la casa. Las campanadas habían cesado, con toques cada vez más débiles y espaciados. Como nadie decía nada y Tinco había vuelto a enderezar la escopeta, los dos contrabandistas dijeron:

—Bien… vamos a continuar el camino. Como os hemos dicho, tenemos una serie de noticias que pueden interesar a muchas personas. Y las noticias son como el pescado, que ha de llegar fresco al mercado porque, si no, se pudre y nadie da un céntimo por él.

—Los liberales pagaban a los contrabandistas por hacer de guías, o sea, por conducirlos a través de los caminos de la montaña evitando los pasos peligrosos y ganando tiempo. Y las noticias que traemos pueden evitarles muchos quebraderos de cabeza.

—Saludad al señor barón cuando regrese…

—Si no os importa, antes de partir, me gustaría entender ese misterio de las campanadas…

Tinco iba a abrir la boca, pero Viana se le adelantó.

—Nos habéis dicho que las noticias tienen un precio. Así que si queréis conocer el misterio de la campana, deberéis pagarnos una onza de oro.

—Os daremos cinco arrobas, que es lo que dicen que van a cobrar este año de contribuciones —rieron los mensajeros—. O una rosa de oro, como la que el Santo Padre de Roma envió hace años a Isabel II por haber sido buena, aunque todo el mundo hablaba mal de ella y de sus amoríos.

—Es que jugábamos con los criados al escondite por toda la casa —inventó Tinco, conciliador—. Y han dado campanadas para decirnos que acaban de descubrir a los que se han escondido en la capilla.

Los dos contrabandistas pusieron cara de creerse la explicación e iniciaron la marcha. Tinco y Viana los acompañaron, siempre vigilantes, hasta las argollas en las que habían atado a los caballos. Antes de separarse de la pareja, Quim de Cerdaña señaló con el dedo el pecho de Tinco y comentó:

—No temáis nada de nosotros. No somos de fiar, pero nunca hemos hecho mal a nadie. Y tú, con esa medalla que llevas en el pecho, no debes tener miedo. El único daño que pueden hacerte es quitártela de un tirón.

Tinco se miró el pecho. Ni él ni Viana se habían dado cuenta de que, al saltar del ciruelo, el chico se había roto la camisa y, a la altura del corazón, le colgaba un jirón de tela, al que iba prendida la medalla.

—¡Ni que fuera de oro esa medalla! ¡Hay que ver cuánta gente va detrás de ella!

Tinco se quedó helado. No hallaba palabras para decir todo lo que se agitaba en su interior.

—¿Qué… cómo… sabéis esas cosas?

—Nosotros nos ganamos la vida sorprendiendo conversaciones, abriendo cartas que van de Cataluña a Navarra, de Tolosa a Ripoll, de Estela a Berga o a Solsona e incluso de Madrid a Perpiñán pasando por Barcelona, para robar los secretos de unos y vendérselos a otros…

—Al cruzar el bosque —añadió el otro— oímos por casualidad la charla de un grupo de individuos que llegarán aquí esta noche o mañana por la mañana, porque van a pie y desorientados. Hablaban de una medalla de oro y de un muchacho que podrías ser tú. Eso si en la casa no hay otro chico que lleve también una medalla medio rota y medio oculta como ésa.

—¿Cuántos eran…? ¿Cómo iban…? ¿Eran vagabundos o soldados?

—No eran muchos. Cuatro o cinco. Y no tenían aspecto de perdularios.

—¿Qué… qué decían? —Tinco había cogido la escopeta por la culata y dejado el gatillo, como demostración de que ya no los consideraba enemigos.

—¡Ah, no! Hemos quedado en que las noticias tienen un precio. ¿Qué podéis ofrecer por esa información? —sonrió Quim con aire travieso.

—Os responderemos con la misma amabilidad con que nos habéis recibido vosotros —dijo el otro—, o sea, dándoos la espalda.

—La verdad es que no sabemos nada más —dijo Quim en tono conciliador—. Pero lo que os hemos dicho debe serviros de advertencia.

Los dos mensajeros sonrieron y, tras esperar un momento por si los jóvenes decían algo, cogieron las riendas de los caballos y echaron a andar hacia el camino de los cerezos, por donde desaparecieron sin volver la cabeza. El cielo era ya de color ceniza y fue como si los dos contrabandistas se disolvieran en la oscuridad. Tinco se quedó mirándolos con la escopeta caída y con unas ganas enormes de llamarlos para hablar con ellos. Viana miró a su amigo y lamentó tener que dejarlo solo aquella noche.

Saturnina apareció justo cuando los dos hombres acababan de doblar por el camino de los cerezos. Tinco y Viana seguían en el mismo sitio cuando la vieron surgir del camino de sombras, corriendo y mirando atrás, como asustada.

—¿Quiénes son esos tipos? —preguntó.

—Mensajeros —dijo Tinco—, confidentes o espías, como quieras.

—¿Y tú qué haces aquí? —se extrañó Viana—. Habíamos quedado en que hoy estábamos de huelga y no iríamos a la fábrica.

—Calla, Viana, que todavía no sé cómo hemos podido salir del pueblo. Esta tarde he querido acercarme a la fábrica con otras dos compañeras para saber si mañana debíamos volver al trabajo o no.

—¿Y qué…?

—Los del comité de huelga siguen reunidos. Ha habido peleas entre los que quieren volver al trabajo y los más duros. Algunos proponían quemar la fábrica, imagina.

—Entonces, ¿qué hacemos mañana: vamos al trabajo o no?

—Yo creo que sí, porque han comenzado a llegar tropas liberales al pueblo. Van hacia Ripoll para coger al general Savalls, según dicen. Pero otros dicen que se quedarán en el pueblo hasta que la fábrica se ponga otra vez en marcha. Y también está la policía discutiendo con los del sindicato de fuera, el del Vapor, o como se llame.

Tinco y Viana parecían no saber qué hacer.

—¡Venga, espabilad! ¿Qué hacéis aquí parados? Viana, si no nos movemos, no llegaremos a casa. Las dos compañeras nos esperan en la roca clara. Yo, como sabía que te encontraría aquí, he venido a recogerte para que no tengas que volver sola. ¡Venga, rápido!

Tinco miró a Viana y dijo:

—Ya lo tengo. Subiré al tejado y cortaré la cuerda de la campana. Así no se podrá repetir la alarma. Y no le daré comida ni lo sacaré de la capilla.

—¿Nos quedamos hasta que cortes la cuerda?

—No es necesario. No hay peligro. En el desván hay un tragaluz cerca del campanario. Y desde el tejado se pueden vigilar muy bien los alrededores de la masía…

Saturnina cogió a Viana por el brazo, empujándola por el camino.

—Tinco, si quieres les pido a los carboneros que vengan esta noche para que no estés tan solo —dijo Viana, preocupada.

—Los mensajeros, o lo que sean, han dicho que el grupo del bosque no llegará hasta mañana.

—Entonces, mañana a primera hora volveremos con los carboneros.

Tinco se arrancó la medalla de la camisa y cerró el puño con el trozo dentro.

—No te preocupes —dijo—. No me la robarán.

—Viana —insistió Saturnina—, recuerda que mañana tenemos que volver al trabajo.

—Tienes razón —dijo la chica mientras se despedía de su amigo con la mano—. El tejado es un buen escondite. Pero no te duermas, que puedes caerte.

Por primera vez, Tinco se sintió completamente desamparado. Los primeros días, la soledad era como una aventura; ahora se había convertido en desasosiego. Don Lobo le había enseñado que cuando algo le preocupaba o le angustiaba, lo mejor era no pensar mucho en ello y no quedarse quieto, moverse y emprender acciones arriesgadas e interesantes para llenar con mucha actividad el vacío que dejaban la tristeza o el miedo, que a veces eran difíciles de separar. Así que Tinco entró en casa rápidamente y atrancó el portillo con las dos trancas, decidido a subir al desván en seguida y salir al tejado.

Imaginaba que desde el tejado podría dominar el bosque y todo lo que ocultaba. También era un modo de proteger, de lejos, a Viana y a sus compañeras. Y de protegerse a sí mismo.