EL TUERTO DE LAS RATAS
Al anochecer, Tinco y Viana estaban sentados en las ramas del ciruelo gigante, junto al prado. El muchacho, tumbado en la rama más gruesa, con los brazos extendidos sobre un par de ramas más altas que formaban una cruz; Viana, sentada en la horcadura del tronco, como en un nido. Tinco tenía a su lado una escopeta colgada de una ramita y la culata del revólver asomaba de su cintura, peligrosamente inclinada hacia el suelo.
Ya se habían caído todas las ciruelas que los aparceros no habían cogido y el verde de las hojas empezaba a teñirse en algunos puntos del amarillo triste de un otoño que parecía lejano. En el suelo, junto a las calabazas, se veían pequeñas salpicaduras de rojo formadas por las ciruelas podridas. Los manzanos brillaban de verde, y sus ramas se inclinaban bajo el peso de los primeros frutos. En el cielo, el sol caía poco a poco inundando el aire de una luz color de miel. El roble, a poca distancia del ciruelo, ocultaba una parte de la torre de defensa. Pero el portal de la masía se veía bien, y eso era importante porque, con la cerradura destrozada, no era posible cerrar el portillo desde fuera. Estaba sólo entornado, y los perros tumbados en el poyo.
En un primer momento pensaron esconderse en el roble. Pero cuando ya estaban a punto de subir, los detuvo un sentimiento de respeto al árbol venerable y se decidieron por el ciruelo, también cercano a la casa y con el ramaje más apretado. Una vez instalados en el ciruelo, comprobaron que el escondite era mejor, más discreto que el roble.
—Es distinto —dijo Viana después de respirar profundamente.
—¿Qué es distinto? —Tinco tenía las manos debajo de la nuca, a modo de almohada, para descansar mejor.
—El ciruelo.
—¿Porque no hay fruta?
—No. Quiero decir que la sensación que me produce ahora estar sentada aquí es distinta de la que tenía cuando subíamos para jugar. O para coger ciruelas.
—Ahora no hemos subido para divertirnos. Ésa es la diferencia.
—Es otra cosa. No lo sé explicar… Este árbol era antes como una casa, y de pronto se ha convertido en un escondite para vigilar la masía. Ya no podremos jugar en él.
—¡No empieces con tus tonterías! Tenemos otros problemas.
Viana cerró los ojos e inspiró profundamente, como si quisiera percibir con toda su intensidad el fuerte olor del huerto a ciruelas podridas y agrietadas por el exceso de sol; un efluvio típico de finales de verano, que le decía que aquellos momentos tranquilos con Tinco, los dos solos en «El Roble», no volverían nunca. Sobre todo después de lo que les había confesado el prisionero.
Después de las revelaciones del desertor, Viana pensaba que aquellos días de profunda amistad con Tinco eran como las extrañas coincidencias que se producen de vez en cuando en el firmamento y hacen que la Luna oculte al Sol o que aparezcan estrellas fugaces, según le había contado el muchacho de una lección de la institutriz francesa.
Viana intuía que la confesión del prisionero representaba un gran cambio, que todo un pasado de misterios y presentimientos quedaba atrás, como cuando después de una noche de angustia por las manchas de sangre en su jergón de farfollas de maíz la abuela le explicó que había dejado de ser niña y, de pronto, era ya una mujer y no debía creer que los bebés vienen de París o nacen bajo una col. Que esos cambios son hechos naturales, y que también los chicos se transforman en hombres, según indican la fuerza de su cuerpo y de su aguijón.
—Tinco —preguntó—, ¿qué piensas de todo lo que ha dicho el prisionero?
Pero Tinco, sentado en la rama más gruesa y con las manos apoyadas en una rama alta, tenía toda la atención puesta en unos movimientos y un ruido que llegaban del bosque cercano. Viana olvidó sus cavilaciones y se incorporó para observar qué ocurría.
Una mancha de árboles contigua a los riscos se movía de una manera extraña, contraria al sentido de la ventolina que soplaba con suavidad. Y del mismo lado del bosque llegaba un ruido parecido a los resoplidos de los caballos y a los ruidos de sus cascos cuando los obligan a detenerse de repente después de una larga cabalgada.
—¿Quién puede ser? —preguntó Viana en voz baja.
—No lo sé. A lo mejor tenía razón el prisionero cuando dijo que estaríamos más seguros fuera de casa. Desde aquí podemos ver bien si llega alguien.
—¿Crees que pueden venir a buscarte?
—Es lo que ha dicho el prisionero. Por eso insistía en que huyera.
Cesaron el rumor y el movimiento de las hojas y, tras un rato de vigilancia, viendo que no salía nadie del bosque, Tinco y Viana volvieron a su posición en las ramas del ciruelo.
Las revelaciones del prisionero los habían impresionado. Los dos imaginaban ahora que una especie de personaje bestial, una fuerza gigantesca y oscura, rondaba por aquellos parajes. Sólo pronunciar su nombre ya daba un poco de miedo: el Tuerto de las Ratas. Nadie sabía con certeza si era bizco o tuerto, porque de la cuenca negra y vacía del ojo parecía surgir una luz roja que miraba de lado cuando se enfadaba. Y al defecto de la vista se añadían las ratas. Porque en las cárceles de Cartagena, Sevilla y Barcelona los roedores le habían comido una oreja y un trozo de mejilla. Tampoco se sabía si las ratas le habían atacado mientras dormía, muerto de sueño tras días y noches de interrogatorios en los calabozos de la policía, o se las habían echado los interrogadores como tortura para hacerle confesar los planes y los nombres de la sociedad secreta que había organizado entre los obreros de las fábricas más importantes.
—Los más viejos del grupo organizado por el Tuerto de las Ratas —había contado el prisionero—, entre los que había algunos maestros e incluso un médico, decían que El Ángel Exterminador era una sociedad secreta absolutista organizada en España en tiempo de Fernando VII para luchar contra los que querían limitar el poder del rey y someterlo a las leyes de la Constitución de Cádiz. La apoyaban altos cargos civiles y eclesiásticos, e incluso afirmaban que su principal inspirador había sido el obispo de Osma. Actuó sobre todo en Cataluña y Valencia, y acogió a muchos carlistas del primer momento.
—Pero eso son historias pasadas —había protestado Tinco—, que ya no interesan.
—Espera —lo apaciguó el prisionero—. Son antecedentes necesarios para comprender por qué el Tuerto de las Ratas organizó años más tarde, con el mismo nombre, otra sociedad secreta de signo contrario, bajo el lema «Exterminemos a los exterminadores», para luchar por el derecho de los obreros a reunirse y asociarse, por la reducción de la jornada de quince horas a doce, por la limitación del trabajo de los menores de diez años, por el derecho de los obreros a votar y por la mejora de las condiciones de trabajo de los operarios. Era El Ángel Exterminador de los Exterminadores.
Tinco y Viana asintieron sin mucho entusiasmo, y el hombre aprovechó su gesto para añadir que la agitación social en Barcelona era fuerte desde hacía años: habían quemado la fábrica Bonaplata; la gente estaba muy irritada contra la quinta o ley de reclutamiento obligatorio de los mozos; en julio de 1855 hubo una huelga general, y en Sabadell se amotinó un grupo de obreros con una bandera roja que decía «Viva Espartero. Asociación o muerte. Pan y trabajo». Fue ejecutado el dirigente obrero Josep Barceló, y los obreros respondieron ejecutando al coronel que presidió el juicio y a seis oficiales que le acompañaban. Además le cortaron la cabeza al coronel y la pasearon en triunfo para acabar quemándola.
—La represalia del gobernador Zapatero fue durísima —al prisionero le brillaban los ojos al recordarlo—. Utilizó cañones contra casas y barricadas y no aceptó la rendición. Los que trataban de salvarse huyendo de la ciudad fueron perseguidos por la caballería. Hubo encarcelamientos, deportaciones y represalias de todo tipo. Y se prohibieron todas las organizaciones obreras. Muchos fabricantes aprovecharon la ocasión para rebajar los salarios hasta niveles con los que era difícil vivir y, más aún, mantener una familia. Hubo una gran crisis económica. Muchas empresas se arruinaron y tuvieron que despedir a la mitad de los trabajadores. Los que conservaron el trabajo sólo trabajaban y cobraban tres o cuatro días por semana…
Viana tenía la impresión de que el prisionero, al contar esto, se dirigía a ella y no a Tinco, y se preguntó si el narrador no se habría equivocado de historia y, en lugar de revelar los secretos que Tinco quería conocer, se iba por las ramas para ganar tiempo.
—Pero todo eso… —le interrumpió Tinco, que seguramente sospechaba lo mismo que Viana.
—Todo eso es necesario para comprender al Tuerto de las Ratas. Y podría contaros cosas que os pondrían los pelos de punta.
—Sigue —concedió el muchacho.
—Con un panorama tan difícil, las organizaciones obreras tuvieron que pasar a la clandestinidad. El grupo del Tuerto de las Ratas mató por error a la esposa de un industrial muy importante, en un atentado contra el odiado gobernador Zapatero. En represalia, el industrial denunció a la policía y despidió de su fábrica a los sospechosos de pertenecer a la sociedad secreta El Ángel Exterminador de los Exterminadores, autora del atentado.
—¿Cómo supo la policía que eran ellos? —preguntó Tinco.
—La sociedad había adoptado como emblema una corona de amatistas muy pequeña, porque se trata de un material de gran dureza, que varía de color según las sustancias que contiene y, al decir de los antiguos, preserva de la embriaguez; y ellos querían ser duros y adaptarse a las circunstancias para que su labor de agitación fuera más eficaz, y no dejarse llevar por más embriaguez que la de su ideal. El símbolo de la minúscula corona, recién estrenado, los delató. Lo llevaban en la esquina del pañuelo, en el dobladillo de los pantalones, en el revés del cuello de la camisa… El registro de la ropa fue fatal. Así atraparon al Tuerto de las Ratas.
El prisionero hizo una pausa. Mientras, los dos oyentes esperaron en silencio.
—Los compañeros que quedaron libres se vengaron secuestrando al hijo del industrial, que no llegaba al año, y reclamaron, para liberarlo, la liberación de los prisioneros. Guardaron al hijo del industrial en un subterráneo de la fábrica, junto al hijo, de la misma edad, del Tuerto de las Ratas, ambos huérfanos de madre. Dos o tres obreras cuidaban de los pequeños por turno.
El narrador emitió un suspiro, y Tinco y Viana no supieron si era de cansancio o un lamento.
—Pero en El Ángel Exterminador de los Exterminadores surgieron disensiones: una facción quería limitarse a luchar por las reivindicaciones obreras y, a lo sumo, por las aspiraciones republicanas y federales; otra facción, exasperada por la difícil situación y por las prédicas de anarquistas italianos recién llegados a la ciudad, preconizaba la acción directa, el atentado indiscriminado, el fuego y la destrucción sin más. Estos últimos decían, y dicen aún, que la amatista, como el cuarzo, sobrevive a los incendios y se purifica en ellos. Aseguran que no es posible construir algo nuevo y limpio sin destruir antes todo lo viejo, injusto y caduco. Y una mano misteriosa incendió la fábrica sin pensar en los dos pequeños que guardaba.
Tinco y Viana se miraron con aprensión.
—Era de noche, y la confusión fue enorme. La obrera encargada de los niños consiguió salvar a uno. El otro desapareció, y todos sospecharon que había muerto en el incendio. Es lo más probable, pero también cabe que una de las dos facciones en que se había dividido la organización se lo llevara antes del incendio… ¿Y cuál de los dos pequeños se llevaría? ¿El hijo del industrial para conseguir un buen rescate? ¿El hijo del Tuerto por respeto a su padre revolucionario?
La nueva pausa del narrador les pareció a los dos chicos interminable.
—Era verano; el calor y el ruido de las máquinas, insoportable; el subterráneo, húmedo… y los niños dormían desnudos. Al niño que se salvó lo sacaron negro de ceniza y casi ahogado por el humo. Se salvó una de las criaturas y un hatillo con algunas cosas: unos retratos de familia, unos papeles, algo de ropa… que nadie supo a cuál de los dos pertenecía.
—¿Así…? —murmuró Tinco, pero no terminó la frase.
—El industrial Agustín Costa afirmó que el pequeño era suyo. Los obreros aseguraron que era el hijo del Tuerto y lo escondieron. Y dijeron que no lo devolverían si no se les garantizaba un juicio justo. Pero entonces se acentuó la crisis económica. El incendio de Los Centauros provocó la ruina del fabricante. Estaba endeudado con bancos y financieros y debía dinero incluso a don Lobo. Además, los padres, siempre alejados del hogar, sólo habían visto a sus hijos un par de veces. Y las obreras encargadas de su custodia callaron por miedo a que la policía las considerara culpables del secuestro o porque eran incapaces de identificar a un niño sin compararlo con el otro.
Viana cogió la mano de Tinco.
—En esta situación, don Lobo propuso una solución que tanto sus amigos como los obreros menos radicales consideraron buena y que fue aceptada por el industrial arruinado y por el Tuerto de las Ratas, desde la cárcel: don Lobo y su mujer se encargarían de la criatura hasta su mayoría de edad, sin discutir quién era el padre y sin decirle nada al niño, al cual le contarían una historia inventada. En el fondo, los dos padres pensaban que tarde o temprano aparecería el otro niño y se aclararía todo. La espera de unos años les convenía a los dos: entretanto, el Tuerto saldría de la prisión, el chaval se haría hombre y el industrial podría rehacer su fortuna.
La pausa fue ahora mínima.
—Había otra razón, y de peso, para saber sin ninguna duda si el niño era el hijo del industrial: la familia de la madre muerta en el atentado tenía muchas tierras. Al llegar a la mayoría de edad, el chico recibiría en herencia una parte de la fortuna. Por eso, el único en protestar por el acuerdo fue el hermano de la madre, el tío materno del chico, al que le interesaba la declaración de que aquel niño no era sobrino suyo, porque así sus hijos, si alguna vez los tenía, serían los únicos herederos. A todos los demás les convenía el acuerdo propuesto por don Lobo, porque los obreros se comprometían a volver a la normalidad, el Tuerto de las Ratas aceptaba contribuir desde la cárcel a apaciguar a sus seguidores y apartar a los anarquistas de sus filas, y el industrial quedaba libre de compromisos familiares para rehacer sus negocios y su vida. Y se firmó la paz.
Tinco y Viana se miraron, como si la narración hubiera terminado. Pero el prisionero continuó.
—Así fue como don Lobo y doña Violante trajeron el niño a «El Roble». Con una medalla rota en el cuello, porque los dos padres decidieron que si a ellos les ocurría algo, al llegar a la mayoría de edad, el chico podría ir a casa de un notario amigo y reclamar la herencia materna. El notario guardaría la otra mitad de la medalla, que encajaba con la que el beneficiario llevaba colgada al cuello como señal de identidad. Una medalla que era copia, en oro, de una conmemorativa de la Constitución de 1812, porque lo mismo el Tuerto que el industrial admiraban el texto redactado por los diputados de Cádiz.
—¡Así que el otro fragmento lo tiene un notario…! —exclamó Tinco al oír esto.
Pero el prisionero replicó que no era tan fácil. Que como todos esperaban el milagro de la reaparición del niño desaparecido en el incendio, el industrial partió otra medalla en dos mitades: una se la quedó él por si algún día aparecía el otro chico, y la segunda la guardó también el notario. Y la herencia sólo la conseguirá el que se presente con las dos medallas. O, mejor, con los dos fragmentos. Eso significará que los padres se han puesto de acuerdo sobre la identidad del heredero.
—Los años traen desengaños —prosiguió el prisionero, tras suspirar con resignación—. El industrial marchó a Francia para probar fortuna, y nadie volvió a tener noticias de él. Pero su cuñado, el hermano de la madre del niño, se casó y tiene hijos. Y está interesado en la medalla del único chico que conoce, el que vive con los barones del Ter, para que llegado el momento, que no puede estar lejos, de la mayoría de edad, ni ese chico ni nadie pueda presentarse a reclamar un céntimo de la fortuna de la familia, que quiere que vaya a parar entera a sus hijos. Y por eso se puso en contacto con un delincuente. El que conoció mi amigo impresor en la cárcel.
El que le confió el secreto antes de morir.
Ahora el desertor miró a los dos jóvenes a los ojos para ver qué efecto les producían sus revelaciones.
—Un secreto a voces —dijo—, porque lo conoce mucha gente. Hasta el punto de que el negocio actual consiste en robar la medalla y vendérsela al hermano menor de la familia o al industrial, si todavía desconfía de la identidad de Tincoy quiere beneficiar a otro hijo de una segunda mujer, en el supuesto de que, como dicen, haya rehecho su vida y su fortuna en Francia.
Por eso tenía que irse Tinco de «El Roble»: porque llegarían a la masía otras personas que, como él, conocían el secreto y querían robar la medalla. Un grupúsculo de agitadores se había infiltrado en un grupo de sindicalistas que se había repartido las fábricas de las cuencas del Llobregat y del Ter para excitar a los obreros en sus reivindicaciones, ahora que había muerto la República y volvían los gobiernos conservadores con un rey impuesto por el golpe de Estado del general Pavía y la proclamación de Martínez Campos. Se trataba del grupúsculo anarquista contrario al Tuerto de las Ratas, que, conocedor de la importancia de la medalla, quería aprovecharse de ella para llenar sus arcas. Habían conseguido que el sindicato les asignara la fábrica del pueblo vecino, para estar más cerca de «El Roble» y visitarlo apenas se presentara la ocasión. ¿Sabían si ya había llegado al pueblo un grupo de sindicalistas? ¿Habían iniciado una huelga? Si era así, pronto estarían en «El Roble».
Y todavía quedaba el Tuerto de las Ratas, el más temible. Acababa de recobrar la libertad. Por eso acudían a toda prisa sus adversarios, antes de que llegara él con los suyos. Seguro que llegarían. Por eso le había dejado don Lobo solo en la masía. Porque si cualquiera de las dos facciones se hubiera encontrado con don Lobo al llegar a la masía, la discusión habría sido demasiado violenta. Los anarquistas querían la medalla y añadir un leño más al fuego que debía purificarlo todo. Algunos sindicalistas habían jurado quemar la masía como venganza por la actitud de don Lobo, que durante esos años se había encargado de guardar las contribuciones de los propietarios rurales a la causa carlista mientras hacía negocios con la guerra y negaba a las organizaciones obreras cualquier ayuda. Sólo el supuesto hijo de una figura revolucionaria como el Tuerto de las Ratas podía infundirles respeto y detener los ataques contra la propiedad y su dueño.
—El Tuerto de las Ratas —concluyó el prisionero— viene para llevarse a su hijo y ajustar cuentas con el barón. Cuentas antiguas sobre la delación de los miembros de El Ángel Exterminador de los Exterminadores mientras él estaba en la cárcel, y cuentas nuevas sobre la nueva política represiva del gobierno liberal, que ha puesto fuera de la ley a los internacionalistas obreros y a los federalistas.
Desde lo alto del ciruelo, cualquier movimiento o ruido representaba para Viana y Tinco el anuncio de la llegada del Tuerto de las Ratas o de los anarquistas.
—Se hace tarde —dijo Viana—, y hoy no está Saturnina para acompañarme.
Tinco la interrogó con la mirada.
—El sol ya no calienta, y no puedo llegar a casa de noche, como si fuera un día de trabajo.
—No te preocupes. Si no viene ella a buscarte, te acompañaré yo.
Viana le miró con curiosidad, como si no acabara de creérselo.
—¿Crees que hemos hecho bien en dejar salir al prisionero?
—Sólo ha salido para entrar en una cárcel más amplia.
La capilla es tan segura como la mazmorra. Y con la puerta de la celda abierta, el caballo podrá salir cuando quiera. De seguir juntos unos días más, el caballo habría acabado por perder la paciencia y aplastar al prisionero a coces.
—Si no hubiera contado todas esas cosas, no lo habría cambiado de lugar.
Otra vez observaron movimientos intensos en la mancha del bosque.
Para tranquilizar a Viana, el chico comentó que podían ser desertores o ladrones o gente que huía de los últimos coletazos de la guerra. Pero no se lo creía y pensaba en el relato del prisionero. La miel del sol se iba transformando en color lila, con brochazos de violeta. Viana se impacientaba.
—Lo malo es que ahora no puedo irme. Con el movimiento que hay, yo no entro sola en el bosque. Y menos después de lo que sabemos ahora…
—No lo sabemos todo. Del caballo Pegaso y del freno de oro, por ejemplo, no nos ha dicho nada.
—Ha jurado una y otra vez que esos nombres no le dicen nada.
—Si lo hubiera contado todo, lo habría dejado en libertad. Con lo que ha dicho, sólo se ha ganado la estancia en la capilla.
El prisionero había jurado decir todo lo que sabía. Y sus sospechas eran que don Lobo pertenecía a alguna sociedad secreta. Le parecía rara la manía de bautizarlo todo con nombres de caballos sacados de obras clásicas. Mientras el prisionero hacía esos comentarios, Tinco pensó que si la fábrica quemada se llamaba Los Centauros, eso podía significar que entre don Lobo y el industrial había amistad o coincidencia política…
—Las sociedades secretas —había explicado el prisionero— se organizan como los eslabones de una cadena: por grupos pequeños, cuyos miembros ignoran quiénes son los miembros de los otros eslabones, salvo un enlace, que sólo conoce al enlace de otro eslabón, y así hasta llegar al eslabón de los dirigentes.
Y había asegurado que era difícil conocer más cosas de las organizaciones obreras, incluso de la suya, porque la nueva prohibición las había forzado a articularse como las sociedades secretas. Pero Tinco sospechaba que eso eran excusas para no revelarle más secretos. Por eso había adoptado una solución salomónica: ni la cautividad completa ni la libertad total. Lo llevarían a la capilla, donde podría moverse y pasear, pero de donde no podría salir, como mínimo hasta que hablaran de nuevo con él para ver si recordaba algo más. El chico albergaba la esperanza de que entretanto regresaran don Lobo y los refugiados en «La Nava» para comprobar la verdad de las revelaciones. Incluso la aparición del Tuerto de las Ratas le parecía mejor que la incertidumbre que lo angustiaba.
Trasladar al prisionero de la mazmorra a la capilla había sido difícil. No podían darle ninguna oportunidad para escapar. Primero le pasaron por la gatera ropa limpia y un pañuelo para que se vendara los ojos y no pudiera ver el camino. Después, una cuerda para que se atara las manos. Y le pidieron que se agachara de espaldas a la gatera para atárselas mejor y comprobar que no podía moverlas. Así, lo condujeron a la capilla. Desde el coro podían echarle la comida con una cuerda.
—Aquí, yo arriba y tú abajo, hablaremos más tranquilos cuando recuerdes más cosas —dijo Tinco al prisionero mientras le quitaba el pañuelo de la cabeza y miraba hacia el coro.
—He contado todo lo que sé —repitió el hombre mirando hacia arriba—. Pero si quieres preguntarme más cosas para comprobar lo que te he dicho, hazlo pronto, por el amor de Dios, y déjame ir. Hazme caso y vete tú también.
—Lo pensaré —Tinco aflojaba los nudos de las manos—, pero antes tengo que reflexionar sobre todo lo que me has dicho…
Viana esperaba con la puerta de la capilla entornada, lista para cerrarla en cuanto Tinco acabara.
—Si no me sueltas, te arrepentirás.
—Aquí, lejos del caballo, estarás mejor. Quiero pensar un poco. Y yo no te he prometido nada.
Tinco no lo desató del todo. Únicamente le aflojó los nudos, de manera que, una vez solo, el prisionero podría quitarse la cuerda con un poco de esfuerzo y mucha paciencia.
—¿Quieres quedarte aquí, después de lo que te he contado?
—¡Yo no soy un desertor como tú! —gritó Tinco, cansado y a punto de perder los nervios.
Viana no le había visto nunca tan enfadado ni con aquel gesto de preocupación que añadía años a su cara.
—¡Yo no huyo cuando las cosas se ponen mal! —gritaba—. ¿Crees que me dan miedo el Tuerto de las Ratas o los que puedan venir? ¿Por qué va a darme miedo, si a lo mejor es mi padre?
El prisionero miró al chico con sorpresa.
—¡Yo me quedo aquí! Y si hay algún bandolero o anarquista que quiere destruir «El Roble», me quedo con más razón. Me quedo a defender esta casa. ¡Yo no deserto!
Antes de que cerraran la puerta, el prisionero dijo mientras movía los brazos para deshacerse de la cuerda:
—Hay desertores que no huyen porque no tienen a donde ir. Y otros que no escapan por cobardía. Pero el peor de los desertores, recuérdalo, es el que deserta de sí mismo.