EL MEDALLÓN
—Tengo hambre —exclamó Tinco, con un gesto que indicaba el peso que la desaparición del carruaje le había quitado de encima.
Viana también suspiró aliviada.
—¡Yo también!
—Creí que ese fiscal del diablo no se iba nunca.
—Parecía hablar siempre con segundas intenciones…
—Después del escarmiento del comediante, todos los visitantes me parecen cómicos cuando los oigo hablar.
—También nosotros hemos hecho comedia. ¿Cómo ha salido?
—Creo que bien. Se lo ha tragado todo. Pero ha dicho cosas que…
—¿Qué?
—No quiero pensar en eso ahora.
—Y esa carta que te ha dado para don Lobo, ¿es importante?
—Tampoco en eso quiero pensar. Tengo que pensar en cosas más urgentes. ¡Y tengo demasiada hambre para pensar bien!
Sin más, corrieron los dos hacia arriba seguidos por los perros, que no entendían qué ocurría. Al pasar por el salón, Tinco dejó la citación del juez en el escritorio, al pie de un jarrón de flores mustias. En la cocina hicieron una tortilla para cada uno y, de postre, comieron pan con vino y azúcar.
—¿A qué se refería el fiscal cuando te ha dicho que no dejaras escapar a la chica que estaba a tu lado?
—Supongo que ha querido decir que debemos casarnos algún día.
Viana se echó a reír.
—Pero yo no estoy a tu lado. Eres tú quien está a mi lado. Gracias a mí puedes salir de esta casa, donde te tiene encerrado muasela Angélica sin dejarte asomar la cabeza por la ventana.
—¡Y a ti no te deja ni meter la cabeza en la pocilga!
—Además, yo no soy la mitad de nadie. Estoy entera.
—Pues yo, desde hace días, pienso a veces que he perdido algo, o que necesito encontrarlo, no estoy seguro.
Se rieron los dos mientras comían, y Viana dijo:
—En la fábrica, las obreras dicen que los señores no se casan con las hilanderas.
—Yo no soy un señor.
—¿Qué eres, entonces?
Tinco reflexionó un momento antes de responder:
—No lo sé.
Tras otro momento de silencio, añadió:
—Lo malo es que no sé quién soy.
—¡Tiene gracia! Eres Tinco.
—Y tú eres Viana. Pero ¿y qué más?
—Yo trabajo todo el día y casi media noche y tengo bastante con ser Viana. Tú cavilas demasiado y te haces demasiadas preguntas porque trabajas poco. Si trabajaras más, no tendrías tiempo para quebrarte la cabeza de esa manera.
Tinco sacó el medallón del bolsillo y dijo:
—Por eso quiero saber todo lo que ocultan sobre mí, para quitarme de una vez esos pensamientos de la cabeza.
—Y si fueras un señor muy importante, como don Lobo, ¿querrías casarte conmigo?
—No digas tonterías, Viana. Y date prisa, que tenemos que dar de comer al caballo y al prisionero.
—El fiscal es un mentiroso… Ha dicho que los reyes son para siempre, y a mí me ha contado la abuela que en Francia la revolución mandó degollar al rey, a la reina y a toda su familia. Y aquí echaron a la reina Isabel.
—Pero su hijo ha vuelto y es rey.
—¡Vete a saber cuánto durará!
Después de comer fueron a la habitación de la baronesa, donde Viana admiró de nuevo la muñeca parecida a la reina Isabel, mientras Tinco cogía un espejito del tocador de doña Violante. Ala curiosidad de la chica, Tinco respondió que cuando estuvieran en la mazmorra vería para qué servía.
—Quiero hacer una prueba —dijo—. Mientras tú abres la trampilla y sacas el estiércol y echas la paja y el pienso desde arriba, yo me acercaré en silencio a la puerta de la celda. El prisionero no se dará cuenta de mi presencia porque tendrá toda la atención puesta en ti. El cómico le dijo que yo estaba muerto, y querrá saber quién me sustituye en la tarea. Tú no digas nada, no abras la boca. No importa que te vea, porque no sabrá quién eres. Pero no hables, por más que te provoque. Mientras, yo me pondré de espaldas a la puerta, para que no pueda saber quién soy.
Para más seguridad, Tinco se puso un saco en la cabeza a modo de capucha de fraile, y cuando Viana abrió la trampilla y lanzó la cuerda con la espuerta en el extremo, el chico se acercó de puntillas a la mazmorra y se quedó de espaldas a la pared del lado de la puerta, muy cerca de la gatera, con el espejo a punto.
—¡Una mujer! —gritó el prisionero al ver que Viana tiraba de la cuerda con la espuerta llena de la porquería recogida por él—. ¿Qué ha ocurrido en «El Roble», que ya no quedan hombres para trabajar en las cuadras?
Viana no dijo nada.
—¿Quién eres? ¿De dónde has salido? ¿Es cierto que le ha ocurrido algo grave al muchacho que hasta ahora me traía el rancho? ¿Lo has visto, vivo o muerto?
Como Viana no abrió boca, la voz del prisionero se hizo más dura.
—Este caballo ha perdido quince o veinte quilos. No es extraño: se pasa el día cagando. Quizás haya empezado a mejorar porque ya no suda tanto y come un poco más. Necesita que lo cepillen con paja limpia, pero yo no lo haré si no me lo pide alguien. ¡Yo no soy un animal! Incluso a los caballos les gusta que les hablen, aunque no entiendan nada de lo que oyen. ¡Mírame a la cara y dime algo, maldita sea! ¡Mala hierba te mate, desgraciada!
Viana había echado la paja y un cesto con zanahorias, avena y hierbas, sin decir ni media palabra. Evitaba, incluso, fijarse en el hombre que la increpaba desde abajo.
—Ayer, o quizás anteayer, me hizo una promesa un personaje que vino a verme. Dijo que podría salir de aquí. ¿Sabes algo de eso? ¿Ha vuelto la gente de la casa que fue a refugiarse a la montaña? ¡Si no quieres hablar conmigo, hazlo con el caballo, que no tiene culpa de nada!
Cuando se cerró la trampilla, Tinco metió el espejo por la gatera.
El prisionero se dio cuenta en seguida y se acercó al agujero en silencio. De tiempo en tiempo, sacaba el espejo y lo movía lentamente. Así indicaba a quien lo hubiera metido que esperaba órdenes para saber qué tenía que hacer con él.
Tinco dejó pasar un rato en silencio, pero respirando con fuerza para que al otro lado del muro se notara una presencia. Después se colocó el medallón en la palma de la mano y lo metió por la gatera, sólo un instante, para que el prisionero no tuviera tiempo de agarrarle la muñeca. Cuando sacó la mano con el medallón, la dejó a poca distancia del agujero, de modo que, utilizando bien el espejo, el desertor podía ver a la dama sin mucho esfuerzo.
El prisionero intentó mirar por la gatera, pero en seguida comprendió la utilidad del espejo y lo colocó en la posición adecuada.
—¿Qué queréis? —balbuceó con la cara apretada a una rendija de la puerta—. ¿Que os diga si conozco a la señora del medallón?
Tinco estuvo a punto de decir que sí, pero se contuvo y acercó más el medallón a la abertura para indicar que eso era lo que quería saber.
—¿Y quiénes sois? ¿O quién eres, si estás solo? A mí también me gustaría saber muchas cosas.
Tinco volvió a acercar el retrato al agujero, impaciente por obtener una respuesta.
—¿Qué quieres? ¿Tienes prisa? ¡Yo dispongo de todo el tiempo del mundo! Hace días que mi único trabajo es contemplar cómo mueve las orejas este estúpido caballo. Por lo poco que puedo ver por las rendijas, no sois muchos ahí afuera. Juraría que no hay más que uno. Si quieres que hable yo, habla tú antes. Quienquiera que seas, habla primero, o me planto y no digo ni una palabra más.
Pasó un rato en silencio. Tinco notaba todos los nervios tensos como cuerdas a punto de romperse. Un olor agrio, a sudor de caballo y a estiércol, impregnaba el recinto. Tinco sentía la proximidad del prisionero y su resolución de resistir en silencio el tiempo que fuera necesario. No tenía nada que perder. ¿Qué podía hacerle si no hablaba? Dejó pasar más tiempo para ver si se le ocurría otro truco. Al final, descorazonado, apartó la mano, se metió el medallón en el bolsillo, se quitó el saco que le cubría la cabeza y la espalda, se desabrochó la camisa y sacó la medalla.
Entonces hinchó el pecho, se situó a unos pasos de la puerta para que el prisionero pudiera verle lo mejor posible por las grietas, acercó la mano con el trozo de medalla a una de las rendijas más anchas y gritó:
—Y esto, ¿te recuerda algo?
El prisionero, cogido por sorpresa, tardó en hablar. Tenía la cara pegada a la puerta y un ojo abierto e inmóvil en la parte más ancha de la abertura.
—¡Quiero saber quién es la dama del medallón! —dijo el chico con una voz que no parecía la suya, una voz nueva, mezcla de firmeza, temor e impaciencia—. Y quién tiene la otra mitad de la medalla.
La voz del prisionero también sonó distinta, más lenta y grave, como si encerrara una amenaza.
—Si no huyes pronto de esta casa, te arrepentirás de no estar muerto, tal como me anunció aquel cura mentiroso.
—¡No tienes que decirme si estoy vivo o muerto! Son otras las cosas que quiero saber.
Pero el prisionero no hizo caso de sus palabras e insistió.
—Márchate de esta casa, muchacho. Si quieres un consejo, lárgate y no vuelvas hasta que cambien los tiempos. Eres joven y valiente y encontrarás muchos sitios donde esconderte una temporada. Vete.
El ojo se cerró y el prisionero volvió la espalda. Tinco se quedó perplejo.
—¿Por qué tengo que irme? —dijo, todavía firme—. ¿Por qué?
El prisionero clavó de nuevo el ojo en la rendija.
—El nombre de la dama del medallón salió en todos los periódicos. Pero sólo algunos la conocíamos de vista. Murió en un atentado anarquista contra un teatro de la ciudad. Era la esposa de uno de los industriales más importantes del país. Poco después del atentado, quemaron su fábrica.
—¿Los Centauros? —recordó el chico—. ¿La fábrica textil Los Centauros?
El ojo parpadeó, sorprendido.
—¿Sabes algo? ¿Hasta dónde has llegado en tus averiguaciones?
—Oí todo lo que le contaste al falso cura que quería confesarte.
El ojo se ensombreció.
—Ya sospechaba yo algo extraño. No era más que un truco para hacerme hablar, ¿verdad? Estabais los dos conchabados contra mí. Me lo temía. No era necesario que te hicieras pasar por muerto para asustarme. Ya he visto demasiados muertos —se echó a reír—, e incluso les he mandado algunos vivos para hacerles compañía. Algunos vivos que eran más fuertes y aguerridos que tú y que no me habían hecho ningún mal, no lo olvides.
—Fue una ocurrencia de aquel tipo, que era un cómico ambulante. Y menos mal que un leño le rompió la cabeza, porque tenía intención de pegarle fuego a la casa.
Esa revelación pareció impresionar al prisionero. La voz se le quebró.
—¿Qué dices…?
—¿Por qué tengo que marcharme? Di: ¿por qué tengo que irme?
—La política es un juego sucio. Vete.
—Quiero saber por qué.
—Y yo quiero salir de aquí.
Viana se había acercado lentamente al chico y ahora estaba detrás de él, a medio paso de distancia, atenta y callada.
Tinco advirtió su presencia al agacharse para coger un manojo de paja del suelo y mostrárselo al prisionero mientras decía, amenazador:
—Puedo irme si quieres. Pero antes puedo llenar esto de paja, desde la escalera hasta esa puerta, y pegarle fuego, de manera que cuando salgas de ahí sea para ir al infierno.
—¡Mucha lengua tienes tú!
—¿No me crees?
—¿Has pensado que el fuego se extendería por toda la casa? No quedaría ni una viga.
—Quedarían las paredes, que son de piedra. A lo mejor ardía sólo la madera de tu celda. Se caería la torre de defensa, y nada más.
—¿Cómo contendrías las llamas, una vez empezado el fuego?
—Ése no sería tu problema.
—¿Y el caballo? ¿Dejarías que muriera abrasado?
—Antes de pegar fuego, provocaríamos mucho humo quemando ramas y madera enterrada bajo un montón de tierra con un respiradero en la parte de arriba, como hacen los hombres negros para fabricar el carbón. Tu celda se llenará de una humareda espesa que te dejará medio asfixiado. Cuando no puedas respirar, entraremos para sacar al caballo. Y quizá ya no sea necesario más fuego, porque la humareda será suficiente para cerrarte la boca para siempre.
—¡Criminal! —gritó el prisionero—. ¡Hijo de puta…! Siempre he dicho que los señores sois peores que los anarquistas. ¡Canalla!
Tinco no soltaba la paja.
—Puedo ordenar a la chica que está a mi lado que vaya a llamar a los carboneros y a buscar fuego. Escoge.
Viana puso la mano en la cintura del chico, asustada. Tinco preguntó en tono imperativo:
—¿Quién tiene la otra mitad de la medalla?
El prisionero dudó.
—Si hablo, soy hombre muerto.
—¡Y si no hablas, también!
Viana apretaba la cintura de Tinco para calmarlo.
—Tinco —le dijo en voz baja—, don Lobo te lo contará todo cuando vuelva. Cálmate.
Pero el chico no la escuchó.
—¡Habla! —ordenó.
—¿Me dejarás en libertad si te digo todo lo que sé?
—Lo pensaré.
—¿Qué pierdes tú si yo salgo de aquí? Tú tienes las armas. Puedes acompañarme con la escopeta en la mano hasta que me pierda en el bosque… Los carboneros pueden llevarme atado hasta más allá del bosque… hasta donde quieras…
—¿Quién tiene la otra mitad?
—¿Me dejarás libre?
—Primero, habla.
—¿Estás seguro de la chica que hay a tu lado?
—Es mi amiga. ¡Habla!
—Tú mismo.
El prisionero pareció tragar saliva. Luego habló:
—Escucha…