EL FRENO DE ORO
Al llegar al salón, Viana dijo:
—La abuela quería que me llevara la comida como los días de trabajo. Le he dicho que comería en el pueblo, en casa de una compañera.
—¿Y el payaso? —dijo Tinco, que había olvidado completamente al cómico disfrazado—. El falso cura que se llevaron los carboneros…
—No te preocupes. La abuela le dio un bebedizo que le revolvió el estómago. Los retortijones le durarán como mínimo una semana. No puede ni ponerse en pie…
—¿Y cuando pueda levantarse…?
—Se largará como un poseso. La abuela le ha prometido que si volvemos a verlo rondando por el bosque, los hombres negros le cortarán el cuello.
Tinco no dejaba de mirar y toquetear el medallón que tenía en las manos, como si se tratara de un juguete. Viana no sabía aún qué pretendía hacer con él. Los perros entraban y salían de la cocina, inquietos; sin duda estaban hambrientos. Al verlos, el chico recordó que él tampoco había desayunado aquella mañana.
Mientras Viana se ocupaba de la comida de los perros, Tinco untó una rebanada de pan con aceite.
—Si no regresan pronto de «La Nava» —dijo—, el pan estará como una piedra. ¿Sabes amasar y cocer el pan, Viana?
—He visto cómo lo hace la abuela. Lo que no sé si sabré es encender el horno.
—Si no vuelven mañana o pasado, yo me ocuparé del horno y tú del pan. Ya estoy harto de masticar pan seco.
Oyeron un ruido de ruedas y caballos y se precipitaron a la galería. Era una tartana muy cuidada, casi una diligencia, con las ruedas pintadas de rojo, el toldo blanco, tirante, y el estribo y el pescante bien barnizados y brillantes. En el pescante iba un viejo con blusa y gorra de trajinero, con un zurriago y las riendas en las manos. El vehículo se detuvo delante del portal, y antes de que el viejo preparara el estribo y abriera la portezuela, salió por detrás un joven con traje oscuro y aspecto de criado, que ayudó con la mano a descender a un caballero de pelo rubio, vestido con distinción: sombrero negro de copa alta, chaleco de seda amarilla, corbatín verde, camisa blanca, faja negra, pantalones oscuros y zapatos con brillante hebilla. Ya en el suelo, los dos levantaron la cabeza para mirar a la galería, y el caballero saludó a los dos jóvenes con una ligera inclinación de cabeza y llevándose la mano al sombrero, mientras el joven acompañante decía:
—¿Queréis anunciar al señor barón del Ter la llegada de don Martín de Seguries, abogado, que desea verle para tratar un asunto de suma importancia y urgencia?
Tinco y Viana se miraron sin saber qué contestar. El caballero no protestó por la tardanza porque debió de creer que alguien había ido a avisar al barón. Aprovechó la espera para limpiarse con la mano el polvo de las mangas y del pantalón. El joven le limpió la espalda. El trajinero acarició a los caballos mientras acercaba las riendas a una de las argollas de la pared y decidía si las ataba o no.
—Don Lobo no está —dijo Tinco al cabo de un rato—. Y doña Violante, tampoco. Están en «La Nava», refrescándose un poco…
El caballero hizo un gesto de contrariedad.
—¡Lo encuentro… extravagante! —exclamó el abogado como si hablara consigo mismo—. Estando el país agobiado por problemas de todo tipo, el señor barón se va a tomar los aires a la montaña. Debe de creer que el nuevo rey les va a devolver todos los privilegios a los aristócratas.
Los jóvenes no sabían qué decir.
—Bien —murmuró el visitante, quitándose el sombrero con un gesto de impaciencia—. Supongo que no me dejaréis aquí, soportando el sol y las moscas, como si fuera una acelga puesta a secar. Ya que hemos venido hasta aquí, mis hombres, mis caballos y yo merecemos un poco de agua, aunque sólo sea por caridad.
La voz del caballero parecía irritada, y Tinco le pidió a Viana que fuera a buscar un cubo para dar agua del pozo a los caballos. Luego, él mismo llenaría una jarra con agua del cántaro del fregadero. Mientras Viana estaba dentro, Tinco dijo, para evitar problemas:
—Han quedado muy pocos criados en la casa. Ahora bajarán un cubo para abrevar los caballos. Yo soy hijo del aparcero y no tengo permiso…
—¿Qué quieres decir con eso? Razón de más para abrirnos la puerta inmediatamente y hacernos los honores que tus amos no pueden. ¡Exijo un trato acorde con mi condición! ¡Abre ahora mismo!
Tinco dudó un instante. Viana pasaba por la galería con el cubo, y el chico cogió una escopeta del salón, ocultó el revólver en la cintura y bajó con ella. En el zaguán escondió la escopeta detrás de la puerta. Luego abrieron el portillo y salieron los dos.
El viejo cogió el cubo y se dirigió al pozo. El abogado, sin decir palabra, apartó a Tinco de un empujón, su acompañante hizo lo mismo con Viana, y los visitantes entraron en la masía.
Los dos chicos siguieron al caballero y a su criado, que subían resueltamente la escalera, con cara de ofendidos. Tinco había tenido la precaución de atrancar otra vez el portillo y ocultar la escopeta en la sarria.
En el salón, don Martín se detuvo a admirar los cuadros y los muebles. La puerta de la habitación de huéspedes estaba entornada y el caballero cogió la manija para abrirla del todo, pero antes se volvió para decir a los dos jóvenes:
—En ausencia del amo y señor de la casa, una simple criadita y el hijo del aparcero no tienen ninguna potestad para impedirme echar una ojeada a la masía. Para comprobar el buen gusto de los barones.
Viana se acercó al caballero, puso la mano encima de la de él en el abridor de la puerta y le obligó a cerrarla, diciendo alarmada:
—¡Huy, no entre ahí, señor! Antes no les hemos dicho nada para no alarmarlos, pero los amos y los criados se han ido porque está todo lleno de pulgas y piojos. Y las habitaciones, además, están plagadas de chinches.
El abogado dejó la manija como si quemara e incluso sacudió la mano como si se le hubiera contagiado alguna enfermedad.
—¡Uf! ¡Qué asco!
—Es que la casa ha estado hasta hace poco llena de soldados y de la gentuza que va con ellos. Y lo han ensuciado todo —dijo Viana, satisfecha.
—¿Soldados…? Carlistas, supongo.
—Yo no entiendo de eso, pero han pasado de todas clases… —dijo Viana, y miró a Tinco pidiéndole ayuda.
—La mayoría carlistas, sí —intervino el chico.
—Bien. —El caballero contempló los sillones y los sofás con aprensión—. Entonces será mejor hablar de pie. Al despacho del barón sí que podremos entrar, ¿verdad? Antes de que las polillas, o lo que sea, se coman todos los documentos.
—¿Al despacho…? —repitió Tinco mirando a Viana como si fuera la primera vez que oía esa palabra—. ¿Qué despacho? ¿Tú has oído alguna vez que haya un despacho en esta casa?
La chica negó con la cabeza.
—La mesa o el escritorio donde guarda los papeles, los libros…
—¡Ah, los libros…! La biblioteca. Haberlo dicho antes. Pase por aquí, a la izquierda, por aquella puerta del final del corredor. No sé si a las polillas les gusta el papel. No nos hemos atrevido a abrir ningún libro por miedo a que se nos caigan las hojas desmenuzadas.
Tinco hizo pasar al abogado y a su acompañante a la biblioteca, y los visitantes admiraron el lugar y la cantidad y calidad del material que contenía: libros, mapas, formas geométricas, compases, figuras…
—Aquí no debió de entrar la Inquisición… —comentó el caballero mientras leía el lomo de los volúmenes de los estantes y se encaramaba a la escalerilla para llegar a los más altos.
—Muchos se los han traído de Francia o los ha comprado él en sus viajes al extranjero o cuando pusieron en venta los conventos —dijo Tinco, e inmediatamente se arrepintió de haber hablado. Se había dejado llevar por el deseo de que don Lobo y sus amados libros quedaran en buen lugar. Se prometió no olvidar que aquel hombre podía ser un enemigo e incluso un ladrón, y que no debía hablar de más.
El caballero escuchó con curiosidad las palabras del muchacho y luego preguntó:
—Has dicho que eres hijo del aparcero, ¿verdad?
Tinco asintió. Y por primera vez notó el bulto del revólver en la cintura.
—¿Y dónde está el chico que el barón ha ahijado?
—Ha subido a «La Nava» con todo el grupo.
—Te expresas muy bien para ser un simple aparcero.
A Tinco le ardía el cerebro y le vino a la mente el maestro Catón.
—Un par de veces por semana voy a la parroquia del pueblo para poder entrar al seminario… Allí estudio latín e historia.
—Ya entiendo… Tendremos otro campesino ilustrado, como Verdaguer.
El caballero parecía convencido, y en tono menos cordial añadió:
—¿Sabes si entre los libros hay alguna obra ilustrada que trate de los centauros?
La pregunta del abogado los cogió por sorpresa.
—¿Quiere decir… centauros…? —murmuró Tinco.
Viana se había quedado con la boca abierta.
—Sí, esas figuras míticas que eran mitad hombres, mitad caballos. ¿No habéis oído alguna vez al barón hablar de los centauros? ¿No os ha enseñado nunca un libro de arte con dibujos de centauros? ¿Los de un templo griego, por ejemplo?
Viana miró a Tinco para ver si también el chico había advertido la coincidencia de las preguntas del abogado con los temas de los libros antiguos por los que tanto interés le había sabido despertar don Lobo. Tinco le devolvió una mirada tranquila, indicándole que no se preocupara. Para salir del pesado silencio que siguió a la pregunta del caballero, Viana dijo:
—Sólo recuerdo los sermones del cura contra los liberales. Según dijo en misa, todos serán arrojados al fuego eterno por haber convertido los templos en cárceles, como en Francia en tiempos de la Revolución, y por encerrar a los prisioneros detrás de las rejas de los altares por el mero hecho de tener parientes carlistas huidos a la montaña o por no pagar los impuestos.
—También condenó a los que habían tocado en el órgano del templo el himno de Riego o canciones revolucionarias francesas —añadió Tinco—. Y a los que habían jugado al tiro al blanco con las coronas de los santos y a los que habían convertido el templo en cuadra de caballos o habían utilizado la pila bautismal como abrevadero…
—No me refiero a esos templos —cortó el abogado. Y tras un momento de reflexión, añadió en tono conciliatorio—: Escuchad: yo puedo ofreceros una buena recompensa. He dicho que era abogado para no asustaros, pero en realidad soy fiscal de la Audiencia de Barcelona. ¿Sabéis qué significa eso?
Los dos chicos se miraron y luego miraron al caballero sin decir nada. El joven se puso al lado del fiscal y pareció hinchar el pecho, como si quisiera resaltar la importancia de su amo.
—Soy el abogado que vela por los intereses del Estado y por el bienestar de todos los ciudadanos. Soy el encargado de proteger los derechos de los ausentes, de los menores y de los incapacitados, o sea, de todas las personas que no pueden defenderse. ¿Lo entendéis?
Los dos asintieron sin mucho convencimiento.
—Bien, pues he venido aquí para hablar con don Lobo porque su testimonio es del máximo interés para la resolución de una causa que el nuevo gobierno de Madrid y los tribunales de Barcelona consideran de máxima urgencia. Por eso os pido que me respondáis con toda sinceridad a unas preguntas que os formularé ahora mismo. Y os pido también que hagáis llegar cuanto antes a don Lobo la noticia de mi visita y la citación oficial, que os dejaré, para que acuda a mi presencia en cuanto le sea posible. Y a vosotros, si descubro que no habéis dicho la verdad, puedo haceros detener y llevaros a juicio. No os pido que juréis, pero sí que me prometáis no mentir. —Y volviéndose al acompañante que tenía a su lado, añadió—: Éste es mi secretario.
A Viana le entraron ganas de salir corriendo y esconderse en lo más profundo del bosque. Tinco, muy serio, se puso delante de su amiga, como para protegerla de algún mal. Y con una voz que quería ser fuerte dijo:
—Señor, ella no es de esta casa. Le pido que le permita irse y que deje que responda yo solo. Ella no sabe nada de las cosas de «El Roble». Los barones y mademoiselle Angélica, la secretaria, no dejaban siquiera que se acercara a la masía… porque… le tienen manía.
—Entonces, ¿qué hace aquí ahora?
—Es amiga mía y he aprovechado que todos están fuera para enseñarle las cosas que no había visto nunca: la biblioteca, los cuadros, las muñecas…
—Una chica curiosilla, ¿no? —dijo el fiscal en tono de duda. Apartó con la mano a Tinco y se encaró directamente con Viana—. ¿Dónde vives? ¿En qué trabajas?
Viana no sabía si mirar a Tinco, que estaba a su lado, o responder directamente. Optó por lo segundo.
—Vivo con mi abuela y mi padre en una cabaña que hay cerca de los riscos, a una hora escasa de aquí. Paso todos los días por el camino de «El Roble» para ir con mis compañeras a la fábrica del pueblo. Algunos días pasamos más temprano, para jugar un rato… con éste y coger fruta del huerto.
—¿Trabajas en la fábrica…? —El caballero parecía haber descubierto una cosa importante.
—Sí, desde hace años. Soy hiladora… es decir, aprendiza.
El fiscal sonrió satisfecho.
—Entonces, nada de irse —dijo a Tinco—. Tu amiga se queda aquí. Primero responderás tú a mis preguntas. Y luego la interrogaré a ella.
Cogió una silla y, tras examinar si tenía suciedad o insectos, se sentó en ella. Con un gesto autoritario que parecía habitual en él, indicó al secretario y a los dos jóvenes que podían hacer lo mismo. Cada vez más preocupados, Tinco y Viana se sentaron en el borde de una banqueta que servía para dejar los libros nuevos y ahora estaba vacía. El secretario se sentó en el escritorio, donde había plumas, tinta y papeles para catalogar los volúmenes, y con naturalidad, como si estuviera en su casa, procedió a comprobar que disponía de todo lo necesario para escribir lo que ordenara el fiscal.
Tinco buscaba excusas para salir de aquella situación. Podía alegar que se hacía tarde para echarle el pienso al caballo enfermo. Que a medida que el animal mejoraba, era más importante la regularidad de los dos o tres piensos diarios. El caballo hambriento se ponía nervioso y podía provocar algún daño… Pero no podía hablar del prisionero, que no había tratado bien al animal.
El abogado clavó los ojos en Tinco y empezó el interrogatorio.
—¿Vuelves a declarar que no sabes nada de los centauros, que el barón no te ha hablado nunca de ellos?
Tinco dudó un instante, pero en seguida dijo con firmeza:
—Nunca.
Había decidido no decir nada que pudiera comprometer a don Lobo, y menos que a nadie a aquel fiscal engreído que no conocía de nada. «Si fuera un personaje importante —pensó—, lo habría visto alguna vez entre las muchas visitas que vienen a la masía».
—¿No recuerdas haberle oído contar alguna historia de caballos sacada de los libros que guarda en esta biblioteca?
—Don Lobo le cuenta muchas historias sacadas de estos libros a… Tinco, el chico que vive con los barones. Tinco y yo somos amigos y, a veces, si las historias le gustan, me las repite a mí…
El fiscal se rascó la barbilla, pensativo, mientras repetía:
—Tinco… el otro chico, claro.
Y después añadió:
—¿Recuerdas alguna historia en la que intervengan caballos?
El chico intentó recordar alguna muy alejada del Partenón, para no darle ninguna pista al interrogador.
—La del caballo de Alejandro Magno, por ejemplo. Se lo regalaron, siendo muy joven, con la condición de que lo domara. Y él lo domó con mucha astucia: le agarró la cabeza y lo obligó a mirar al sol. Así, el animal quedó deslumbrado y se sometió a su dueño.
El abogado pareció interesarse por la historia y le indicó que continuara.
—Le puso el nombre de Bucéfalo, que significaba Cabeza de Buey, porque era un caballo bayo con una mancha blanca en la frente en forma de buey. Bucéfalo era muy valiente y sólo se dejaba montar por Alejandro.
—¿Qué más?
—Cuando Alejandro fue con sus ejércitos a conquistar la India, fundó en honor a su caballo una ciudad que bautizó con el nombre de Bucefalia… y… no recuerdo nada más.
—¿Era un caballo muy hermoso?
—Sí, mucho.
—Hermoso como… ¿qué?
Tinco miró a Viana, que lo escuchaba embobada, y no supo decir más. Entonces, el fiscal dijo en un tono que sonaba como el de los maestros de escuela cuando recuerdan las palabras de una lección que los alumnos deberían saberse de memoria:
—Bucéfalo era hermoso como… como… Pegaso. ¿Has oído hablar de Pegaso alguna vez?
Tinco negó con la cabeza. Y ahora decía la verdad: don Lobo nunca le había hablado de ese caballo.
—Pegaso era un caballo con alas, hijo del dios de los caballos, que ayudó a un par de héroes en sus gestas, gracias a un freno de oro que les permitió domarlo. Uno de los héroes quiso subir con Pegaso hasta el cielo para ver a los dioses, pero Júpiter castigó al héroe por su atrevimiento haciendo que un tábano picara al caballo alado, que se desbocó y derribó al jinete. Pero Pegaso continuó subiendo y se convirtió en una constelación.
El fiscal contempló en silencio el efecto de su narración en los dos chicos. Y en tono solemne añadió:
—Los dioses premian con la luz de las estrellas a los que aman.
Después se echó a reír.
—¡Son historias antiguas! ¡Mitología! ¿De verdad no has oído nunca hablar de Pegaso ni del freno de oro? Repito: un freno de oro para dominar a Pegaso o alguna otra fuerza importante.
El fiscal repitió en un tono intencionado:
—¿Alguna fuerza absoluta, sin freno, de origen también divino?
El chico negó otra vez con la cabeza.
—¿Y de la pólvora blanca? ¿Has oído hablar de la pólvora blanca?
—Creo recordar algo… pero hace tiempo. Era una pólvora más limpia y barata, ¿no?
—Con mucha más fuerza expansiva, sí. Se le dio el nombre de pólvora blanca de Roura por el apellido del ingeniero que la inventó. El ejército la probó en el Campo de la Bota de Barcelona y en la Casa de Campo de Madrid, pero Roura murió en 1860, y el barón, su amigo, reemprendió las investigaciones para conseguir una pólvora aún más eficaz, que hubiera sido muy útil para las tropas de Marruecos o, más recientemente, en Cuba y Filipinas… ¿Sabes algo de eso? ¿Te ha hablado de ello Tinco alguna vez?
—No… no me ha hablado nunca de esas cosas.
El fiscal pareció impacientarse y, dirigiéndose a Viana, preguntó:
—Y tú, ¿qué haces en la fábrica? Sí, ya sé que trabajas allí, pero quiero que recuerdes si has oído a los obreros hablar de una fábrica llamada Los Centauros.
Viana dijo que no.
—Bueno, ya no se llama así, porque la incendiaron hace años. ¿Te ha hablado alguien de alguna fábrica quemada, de pegar fuego a las fábricas o destruir máquinas? ¿Sabes qué eran las selfactinas?
—No.
—¿No sabes que antes se hilaba a mano, con el huso y la rueca, y que las hilanderas quemaron las primeras máquinas que hacían ese trabajo automáticamente, más de prisa y con menos gente, porque temían que las dejaran sin oficio y sin pan?
Viana miró a Tinco para que le dijera algo sobre lo que estaba pasando. La mirada del chico le transmitió tranquiliad, pero nada más.
—Bien. —El fiscal se levantó y los dos chicos hicieron lo mismo—. Parece que sois los dos cortos de entendederas o que en esta casa y en la fábrica son todos mudos, sordos y paralíticos. Pero los hechos ocurridos en los últimos días demuestran que también a la fábrica del pueblo ha llegado el fuego de las ideas obreristas, e incluso los agitadores.
El caballero le indicó con un gesto al secretario que dejara de escribir. Éste asintió con la cabeza y empezó a secar y ordenar los papeles.
—Al menos sabréis conducirme al gabinete del barón, al lugar donde realiza los experimentos científicos, o como los llame.
—A lo mejor se refiere a la sala de los venenos… —insinuó tímidamente Tinco.
—¡Hombre! ¡Por fin sabes algo!
—Tinco me explica que don Lobo clasifica las hierbas y las piedras, diseca animales, prueba aparatos de vapor…
—Vamos a echar una ojeada —dijo el fiscal, mirando para ver por dónde tenía que ir.
—Me parece que es por aquí —le indicó Tinco tomando la delantera.
Cruzaron el corredor en silencio y llegaron a las dos puertas en que estaban los retratos de Cavour, Garibaldi y Bismarck. Viana y el secretario iban detrás.
—¡Este barón nos va a dar muchas sorpresas! —exclamó el fiscal al ver los retratos.
Entraron en la sala de los venenos. El fiscal examinó los estantes con interés y rapidez, como si ya supiera lo que buscaba. Eligió algunos potes al azar y observó su contenido. En algunos casos lo olió e incluso lo removió con una espátula. Abrió todos los cajones y todas las cajas, sin que pareciera satisfacerle lo que encontraba. Al final dijo:
—Esto es igual que una farmacia.
—Es que creo que los experimentos más importantes los hace en un taller de Vic o de Barcelona, no le sabría decir…
—Y medallas, medallas antiguas o monedas… ¿no sabes dónde hay?
Tinco miró a Viana con sorpresa fingida.
—¿Medallas…? ¿Monedas…? Yo no sé nada de eso.
El fiscal hizo una mueca de disgusto y quiso entrar en la sala de los puñales. Se interesó especialmente por las empuñaduras y examinó algunas con todo detalle.
—Son antiguas —dijo—. A veces, para reforzar y embellecer los puños, incrustaban monedas en ellos.
Tenía en la mano un puñal de unos dos palmos y, levantándolo, miró al chico y dijo:
—Conservo en mi casa un puñal parecido a éste, con la mitad de una medalla clavada en la punta del mango de madera. Se trata de un fragmento de medalla, y a veces me pregunto qué habrá sido de la otra mitad.
—¿Por qué no se lo pregunta al cuchillero que lo hizo? —dijo Viana, que no entendía la parsimonia con que actuaba el abogado—. Los herreros fabrican muchos puñales, y a lo mejor hizo dos piezas iguales y partió una medalla para poner la mitad en cada una. A lo mejor eran para dos hermanos gemelos o para dos amigos muy amigos.
El fiscal observó a la chica con simpatía.
—Muy bien. Así lo haré, si recuerdo en qué cuchillería lo compré. O quién me lo regaló.
Dirigiéndose de nuevo a Tinco, añadió:
—Pero conste que me hubiera gustado mucho encontrar la otra mitad aquí, bien guardada, como si esperara el momento de reencontrarse con su hermana gemela.
Tinco procuraba conservar la calma, pese a que su corazón saltaba como un caballo desbocado y las mejillas y el cuello le ardían.
—Habla de esto con Tinco. Y si sabe algo, dile que se ponga en contacto conmigo.
—Así lo haré.
—Aunque ésta era la ocasión perfecta para el reencuentro de las dos mitades —insistió el fiscal—. Más tarde, quizá ya no sea posible. Las ocasiones pasan, el tiempo corre, las cosas cambian…
Viana intuyó que Tinco sufría y, para distraer la atención del caballero, soltó lo primero que le vino a la cabeza:
—Un día, un cuentista que pasaba por el bosque nos contó un cuento en el que todas las personas y todas las cosas tenían dos mitades.
—Sí —rió el fiscal—: La buena y la mala.
—No: la que todo el mundo ve y la secreta, como el día y la noche.
—O como los puñales, que también tienen dos mitades: el mango y la hoja —sonrió el caballero—. Todas las armas tienen dos partes.
—No se me había ocurrido…
—Y la más peligrosa es la hoja, que se oculta en la carne para matar.
El fiscal hizo un gesto que indicaba que quería irse. Sin añadir más, regresaron a la biblioteca y, tras detenerse un momento ante el retrato del salón que lo mismo podía representar un rey que otro o incluso un pretendiente, el fiscal preguntó mientras bajaban la escalera:
—¿Qué rey es el del retrato?
—A mí no me lo han sabido decir —dijo Viana—, porque los cuadros de esta casa son como los santos de la iglesia, que no tienen edad.
El fiscal se detuvo un momento y la miró, divertido. Viana trató de explicarse mejor:
—Es que los hacen para siempre.
Antes de subir al carruaje, ayudado por el secretario, el fiscal puso la mano en la cabeza de la chica y repitió:
—Los hacen para siempre. Muy bien dicho. A los reyes, como a los santos, los hacen para siempre. No lo olvidéis.
Ya dentro, ordenó al secretario que entregara un documento al chico. El acompañante sacó un sobre de una cartera y se lo dio a Tinco.
—Es la citación para que don Lobo de Sabasona, barón del Ter, se presente al juez lo más pronto posible —dijo—. Si tarda más de quince días, se ordenará a la fuerza pública que lo busque y lo capture. De manera que espabilad para encontrarle, si no queréis que pase un mal trago.
El caballero puso la mano en la cabeza del muchacho, como había hecho antes con la chica, y dijo con voz amable:
—Y tú, buen mozo, espabila también, y no dejes escapar a esa chica tan lista que tienes al lado. —Hizo un guiño y añadió—: De todas las mitades secretas, ésta puede ser la mejor.
Hizo una señal al conductor y la tartana comenzó a moverse. Cuando avanzaba por el camino de los cerezos, los zurriagazos del viejo volaban por encima del toldo y los caballos iniciaban el trote.