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LA OTRA MITAD DEL MUNDO

Viana se marchó aprovechando el paso de los carboneros, de vuelta del pueblo. Los hombres negros, como los llamaban los niños, hablaban poco y les infundía respeto acercarse a «El Roble». Pero cuando la chica les pidió que la esperaran, al verlos pasar camino del bosque, y se reunieron todos en el prado, no pudieron callar que el pueblo estaba muy alterado a causa de la huelga de los obreros de la fábrica. Y añadieron que corrían rumores de que el gobernador de Barcelona había enviado una compañía de guardias para acabar con la protesta.

Una vez solo, Tinco no supo qué hacer. La masía le parecía más vacía que nunca. Las sombras que se alargaban y espesaban, dentro y fuera de la casa, a medida que el cielo pasaba del color gris al ceniza, parecían llegarle al corazón para ensombrecerlo también y apesadumbrarlo.

Tenía muchas cosas en la cabeza, pero no conseguía ponerlas en orden y decidir cuál era la más urgente. Tenía que ir a echar una ojeada al prisionero y al caballo. Tenía que arreglar el tocador de la baronesa y los armarios de las habitaciones del obispo y del barón, después de que los dos desertores sacaran un saco de ropa. Tenía que echar de comer a los perros y a las aves del gallinero. Tenía que preparar el aceite y los candiles para la noche. Tenía que decidir si dormía en su cuchitril del cobertizo, en su cuarto o en un sofá del salón como la noche anterior. Tenía que recoger las armas y repasar las municiones. Tenía que pensar en la manera de abrir los dos sobres lacrados y volver a cerrarlos sin que se notara nada… Tenía que hacer tantas cosas que el mero hecho de pensar en ellas le mareaba. Decidió empezar por los perros y dejar para el final al prisionero y al caballo.

Mientras pasaba de un trabajo a otro, pensaba que había sido un acierto dejar para el final la visita a la mazmorra, porque entonces la oscuridad sería completa y, dejando el candil en el primer escalón, el prisionero no podría reconocerle. El caballo no le preocupaba porque tenía forraje y agua para un par de días.

Cuando bajó a la mazmorra con el cesto de comida en una mano y el candil en la otra, ya era noche oscura. A su paso, las sombras parecían retirarse para abrirle camino, asustadas, pero inmediatamente volvían a juntarse y a cerrar todas las puertas con velos negros. Por eso Tinco no se atrevía a mirar hacia atrás. Sabía perfectamente que se trataba sólo de sombras y que no había nada que temer, pero la imaginación le hacía ver formas fantásticas por todas partes: en la pared, en el techo, en el suelo. Por primera vez se apiadó del prisionero, abandonado en una cueva y rodeado de sombras.

Colgó el candil en un clavo de la pared, cerca de la entrada de la torre de defensa, dejó el cesto a un lado y se puso a retirar los leños y la paja esparcidos por el suelo. La luz del candil llegaba un par de palmos más allá del último escalón. La cantidad de leños caídos parecía ser mayor en la parte baja de la escalera, pero la oscuridad no permitía apreciarlo bien. Tras coger el cesto de nuevo, el chico bajó a la celda en silencio, amparándose en la oscuridad. Se apoyaba en la pared con la mano libre y apartaba con el pie los troncos que le cerraban el paso. Antes de llegar a la puerta, escuchó la voz del prisionero, más rabiosa que nunca.

—¿Eres un fantasma? Cuidado con los troncos caídos. Si pisas uno, te romperás la crisma.

Tinco había decidido no darle conversación. Buscó la puerta con una mano, y con el pie calculó la posición de la gatera, para dejar la comida enfrente. Luego dio un par de golpes en la pared al tiempo que gritaba, remedando la voz de un hombre maduro.

—¡El rancho!

Mientras se retiraba de espaldas, siempre pegado a la pared, oyó los movimientos del prisionero y su voz.

—¡A mí no me la volvéis a pegar! ¿Dónde se ha metido el confesor que quería conocer todos mis secretos? Le estoy esperando, si un tronco no le ha roto el cráneo, para confesarle secretos que le removerán las entrañas.

A medida que Tinco se acercaba a la escalera, la voz del prisionero se hacía más sugestiva.

—¿Quiénes sois vosotros? ¡Hablad! ¿Queréis saber quién le cortó la cabeza al coronel Ravell y la paseó en triunfo por Barcelona, para quemarla después en venganza por la muerte del dirigente obrero José Barceló? Es una historia antigua, del tiempo de la revuelta contra la retirada de Espartero, pero ahora que los obreros se han asociado e incluso se han adherido a una organización internacional, el nombre de esos dirigentes obreros podría interesar a alguien…

Tinco se había quedado al pie de la escalera, en el límite de la oscuridad, preparado para subir los escalones de un salto cuando el prisionero menos lo esperara.

—¿O serían más interesantes los documentos que acusan al general Savalls de ladrón y asesino? Yo sé dónde encontrar los mamotretos del proceso que le hicieron en la corte de Carlos VII, en Navarra. Y el pliego de veinticinco acusaciones que le hizo el hermano del rey, el príncipe Alfonso Carlos, que no lo tragaba ni en pintura. Qué decís, ¿eh? Si sois más de uno, criados o ayudantes, decid a vuestros superiores que puedo ofrecerles informaciones muy útiles.

En dos zancadas, Tinco volvió arriba y se refugió en la pared de la que colgaba el candil, donde el prisionero no podía verle. Esperó un momento para acercarse a la trampilla, entreabrirla con cuidado y echar una ojeada al caballo.

—Esos documentos demuestran que el general Savalls hacía desaparecer misteriosamente el dinero de las contribuciones y las cajas de las columnas vencidas…

El prisionero hacía pausas para comprobar si sus palabras eran escuchadas y surtían efecto. Tinco volvió atrás, descolgó el candil e inició la retirada. La voz del desertor se hizo más fuerte, como si quisiera detener el hilo de luz que se apartaba.

—Es un asesino y lleva una escolta de ocho trabucaires, que son verdaderos verdugos y matan a los prisioneros. No lejos de aquí, escogió al azar setenta y cinco de entre seiscientos y los fusiló cuatro meses después de su captura.

Al dejar de oír su voz, Tinco respiró tranquilo. Tras la visita a la mazmorra, las sombras del camino de vuelta le parecieron incluso acogedoras.

No tenía hambre y se quedó en la galería, tumbado encima de unos sacos de hojas secas de maíz, con el revólver en la mano. Los perros se echaron a su lado. La noche era clara, y una luna casi llena lo iluminaba todo con una luz suave y fría. Poco a poco fueron llegando a sus oídos diversos ruidos, las voces del bosque, según decía don Lobo: el canto de los grillos, las carreras de conejos y liebres, el vuelo de los pájaros, los movimientos de las ramas de los árboles, el grito de la lechuza, que asustaba a los aparceros y a doña Violante porque creían que anunciaba la muerte de alguien… Y un perfume intenso que el airecillo de verano le dejaba en la cara, como si las flores del bosque se hubieran unido en un ramo negro.

Lentamente, sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y pudo distinguir la negrura espesa del bosque, como fondo, de la silueta azulada del roble, que destacaba en primer término. Adivinó que un par de ardillas corrían a refugiarse en las ramas del árbol. Y una bandada de pájaros minúsculos cayó del cielo en silencio y se hundió en sus ramas. Y un pajarraco, que podía ser la lechuza gritona, también se refugió en el roble para pasar la noche. Y un conejo o una liebre se entretenían entre las hierbas de sus raíces…

Tinco pensó que sería bueno dormir entre el ramaje del roble. Empezaba a comprender qué querían decir la vieja nodriza y doña Violante cuando aseguraban que el árbol era acogedor y hospitalario como una casa, y don Lobo cuando afirmaba que estaba vivo como una persona o un animal. Don Mansueto decía que podía tener quinientos años de edad, como una catedral de madera. Mientras el sueño penetraba en su cuerpo, Tinco imaginó la vida que acogían sus ramas, tantos animales descansando ocultos entre las hojas, protegidos como si estuvieran encerrados en la cáscara de la noche.

Despertó cuando el sol despuntaba. Los perros todavía dormían. Se dirigió al fregadero a echarse un poco de agua por la cara y, como aún estaba adormilado, decidió ir a la habitación de doña Violante y darse una friega en la frente y el pelo con un perfume muy refrescante que la baronesa se hacía traer de Francia.

Toda la habitación olía a rosas, y encima del tocador y de la cómoda se veían las colecciones de cajitas y frascos de perfume y flores secas que él mismo había revuelto el día anterior. Escogió el frasco más grande porque, pensó, así la baronesa notaría menos la mengua. Después de la friega, se sentó en el taburete del tocador. Las cajitas despertaron su curiosidad. Las cajas estaban llenas de flores marchitas, botones de varios colores, lacitos azules y rojos, medallas… En una de las cajas encontró una llave. Debía de ser la de los dos cajones del tocador.

Abría los dos. El primero estaba lleno de pañuelos de seda, peines de todas clases, horquillas y peinetas, pendientes viejos y brazaletes rotos. El segundo guardaba una colección de retratos. Eran pinturas pequeñas con marcos ovalados que parecían de plata o de madera noble, excepto uno, que era de marfil. Tinco los examinó con curiosidad y, después, al reconocer a la dama escotada, con una intensidad que puso brillo en sus ojos y temblor en sus manos.

Eran cinco retratos de colores suaves, o quizá difuminados por la excesiva exposición al sol, que había transformado los azules en grises, los verdes en amarillos y los rojos en rosas pálidos. Pero se distinguía perfectamente el busto de la dama despechugada, sonriente, de ojos risueños y hoyitos en las mejillas, con un par de joyas en las orejas y una cabellera negra con tirabuzones a un lado, y un cuello esbelto y fino sin adornos y los encajes de un traje rojo en el pecho. Había dos retratos más de la misma dama, uno sólo de cara, siempre sonriendo y con una diadema de brillantes en la frente, y otro de medio cuerpo, con un vestido generosamente escotado como el primero y con un abanico en las manos y un sombrero cubierto de velos y flores. Los dos restantes eran de una pareja: la dama era la misma de antes, y el caballero era un varón de mediana edad, con traje de levita y corbatín negro, mirada enérgica y bigote espeso. Los retratos de la pareja eran parecidos: sólo cambiaba el traje del caballero, que en el segundo llevaba una especie de casaca, quizá militar, pero sin galones ni símbolos de ninguna clase.

Tinco los contempló una y otra vez. No quería imaginar nada, pero le surgían de muy adentro algunas preguntas: ¿Por qué no le había enseñado nunca doña Violante aquellos retratos? ¿Quién era el caballero que abrazaba tiernamente a la dama? ¿Por qué sólo le habían dejado ver y guardar el retrato de la dama despechugada, como si fuera un juguete, sin decirle nada del mismo, de manera que no recordaba si le habían revelado el parentesco que le unía a ella?

Para acallar las preguntas que no podía responderse, se puso a abrir los armarios y los cajones de todos los muebles de la habitación y del vestidor: mesillas de noche, cómodas, tocadores, escritorios… Encontró rosarios, libros de devociones con tapas de marfil o de terciopelo, camisas de dormir, pañuelos y toda clase de ropas, pero nada que pudiera interesarle.

Le obligaron a interrumpir el registro unos golpes en el portal y una voz, que inmediatamente identificó como la de Viana. De un voleo lo ordenó todo y, prometiéndose no decir a su amiga ni media palabra de los retratos de la dama, al menos mientras no averiguara su significado y hubiera registrado otra vez los cuartos y otros posibles escondrijos, corrió a abrir el portillo, sin preocuparse de mirar desde la galería.

Y vio con sorpresa que Viana llegaba con un hombre de edad, aunque no viejo, alto y de noble presencia, que vestía correctamente, como un señor de ciudad, excepto por las alpargatas y la camisa abierta, y llevaba una carpeta repleta de papeles en la mano y los bolsillos del chaleco llenos de lápices.

—Estaba aquí, debajo del roble, mirando la fachada —explicó Viana al ver la cara del chico—. Dice que llevaba aquí un rato, pero no había dicho nada.

—Estaba dibujando la casa y ese magnífico roble —dijo el desconocido con voz amable, señalando la carpeta—. Supongo que no hay ningún inconveniente.

—¿Es usted pintor? —preguntó Tinco, sin invitarle a entrar.

—No soy pintor, ni tampoco dibujante. Simplemente, recorro el país registrando las características de los edificios importantes, como ermitas, restos de castillos y masías… Ésta de «El Roble» es célebre, como otra cercana que fue durante mucho tiempo cuartel general del carlismo. Debe de tener piedras del tiempo de los romanos. La planta cuadrada de la torre. Las garitas de las esquinas. Parece un castillo.

—¿Es cantero o maestro de obras?

—Tampoco —se rió el hombre—. Es difícil de explicar. Pero me gustaría ver la casa por dentro, si es posible.

—No podrá ver gran cosa. Hoy están fuera los propietarios. No volverán hasta la noche. Y los aparceros y los criados no tenemos permiso para dejar entrar a nadie.

—¡Oh, no pretendo ver nada extraordinario! Sólo me interesan las piedras viejas y los techos antiguos. Y las palabras.

—¿Las palabras?

El hombre preguntó con un gesto si podía sentarse en el poyo, y Viana y el chico le acompañaron. Dejó la carpeta en el banco de piedra y se sentó, permitiendo que los perros se le acercaran. Viana y Tinco se quedaron de pie a su lado.

—Recopilo cuentos, canciones y refranes que recuerdan los campesinos.

Como los dos jóvenes parecían no entender nada, el hombre se puso a recitar.

Galán, baje usted las ramas

del árbol maravilloso.

Galán, baje usted las ramas,

que yo cogeré las flores.

Galán, baje usted las ramas,

muy bajas tienen que estar,

que él es rico y ella es pobre:

no se pueden igualar.

—¿Y con dibujos y canciones se gana la vida? —preguntó Viana.

—Soy fabricante de calendarios. En septiembre ya los tengo preparados para la imprenta, y los saco a la venta por Navidad. Soy poeta también. Cerca de aquí nació el gran poeta Verdaguer. ¿Lo conocéis?

La pareja dijo que no.

—Pero ¡si ha ganado premios en los Juegos Florales de Barcelona! Él también recoge leyendas y canciones: son el alma del pueblo.

El hombre bajó la voz, como si les hiciera una confidencia, para decir:

—En la revolución de septiembre del 68, que destronó a Isabel II, toda la población de Vic fue a quemar las aduanas que había en las puertas de la ciudad. Las mercancías que llegaban al mercado semanal y los carruajes que circulaban todos los días se veían obligados a pagar un impuesto para entrar. El pueblo las veía como un símbolo del centralismo obstruccionista. Y Verdaguer, que debía de ser muy joven, compuso unos versos en favor de los carlistas porque, con la odiada reina en el exilio y el trono vacante, tenían una ocasión de oro para llegar al poder y construir un país más acorde con las tradiciones. Los versos decían:

Españoles, abracémonos en

torno a Carlos, nuestro rey;

las ofensas perdonémonos,

que es de paz su buena ley.

»Y el estribillo dice así:

¡Fuego y adelante

Carlos, Patria y Dios delante!

»El ejemplo de Verdaguer me hizo ver que si ponía en el reverso de las hojas de mis calendarios alguna canción o leyenda popular, el público arrancaría las hojas con más afición y curiosidad para ver qué había detrás, y aumentarían las ventas.

—¿Y ha recogido muchos cuentos y leyendas?

—Muchos, sí. ¿Queréis que os cuente uno?

Los jóvenes se miraron y, sin decir nada, se sentaron en el suelo con las piernas cruzadas, dispuestos a escuchar. El hombre carraspeó, levantó la cabeza y dijo:

—Esta historia se titula La otra mitad del mundo.

Tinco y Viana sonrieron y el hombre empezó.

—Había una vez una chica, Ana, que vivía con sus padres en una casa del bosque. Los padres tuvieron que ausentarse una temporada y se vieron obligados a dejarla sola.

Antes de marcharse, le hicieron toda clase de recomendaciones, sobre todo una: que no atravesara el seto que marcaba el final del jardín y que lo separaba de un bosque muy espeso y misterioso. «Al otro lado del seto», le dijeron, «empieza la otra mitad del mundo. No te acerques allí, porque la mitad que conoces, del seto para acá, te basta para ser feliz». Para acompañarla durante la ausencia de los padres se instaló en la casa Andrés, que era amigo y vecino de Ana y tenía su misma edad. La chica no le contó la prohibición de atravesar el seto, y un día que el chico no la veía, no pudo aguantar más la curiosidad y se acercó al final del jardín. A medida que se acercaba, el aroma del bosque se hacía más intenso, los colores de los árboles y de la hierba eran más brillantes y de las ramas salían gorjeos y cantos de pájaros que nunca había oído. Ana no pudo resistir aquella atracción: saltó el seto y desapareció en el bosque misterioso.

El hombre hizo una pausa.

—Al cabo de un rato, el chico notó su ausencia y empezó a buscarla por toda la casa y por los prados y jardines que la rodeaban. Detrás de la puerta principal, halló un manojo de llaves y lo cogió pensando que la chica podía haberse escondido en alguna de las muchas habitaciones cerradas de la casa. Abrió puertas y más puertas, y en ningún lugar encontró a la muchacha desaparecida. Al final, cuando ya no le quedaban más puertas que abrir, se dio cuenta de que no había probado una llave porque estaba rota. Una llave rota no puede abrir ninguna puerta.

Viana y Tinco se miraron.

—Y el chico empezó a obsesionarse con aquella llave incompleta, como si de la llave entera dependiera el reencuentro de la amiga desaparecida. Hurgó en todos los rincones y muebles en busca de la mitad perdida de la llave, y no halló nada. Se obsesionó tanto con la idea de completar la llave, que empezó a olvidarse de su amiga. Pasaron días y meses y años, y al cabo de mucho tiempo, cuando el chico era ya un joven apuesto, Ana regresó a casa. Habían transcurrido siete años y a ella le parecía que sólo habían pasado unos pocos minutos. «Me he acercado al seto que nos separa del bosque y me he perdido», se excusó. Al cambiarse de ropa, encontraron en el bolsillo del delantal la mitad de una llave que la chica no sabía que llevaba ni cómo había llegado allí. Andrés probó si era la que había estado buscando, y las dos mitades encajaban perfectamente. Ya sólo quedaba averiguar a qué puerta correspondía. Andrés y Ana se casaron, y eran muy felices, aunque el joven estaba preocupado por hallar la puerta correspondiente a la llave, y la recién casada cerraba de cuando en cuando los ojos y sonreía como si contemplara cosas muy hermosas.

El hombre hizo otra pequeña pausa y continuó:

—Por fin, un día, cuando Andrés pasaba por un corredor de la casa con la llave en la mano para probarla una vez más en las puertas conocidas, tropezó con un objeto y, para no caerse, trató de apoyarse en la pared y la golpeó con la llave. Inmediatamente apareció en la pared una puerta de color verde manzana. El joven metió la llave en la cerradura y abrió la puerta sin dificultad. Al otro lado había un bosque maravilloso, con árboles extraordinarios y flores bellísimas; los animales más diversos corrían por la hierba, y los pájaros más hermosos cantaban en las ramas. El joven adelantó un pie, temeroso. Vio el bosque inmenso y a un grupo de hombrecitos risueños y mujeres de resplandeciente blancura que jugaban ocultándose entre las plantas. Andrés se sintió atraído por aquel bosque maravilloso, como si la música que se oía y el aire fresco y perfumado que se respiraba lo arrastraran hacia dentro. Vio que entre los duendes y las hadas también corría una niña igual, igual, que Ana cuando era pequeña, cuando desapareció, años atrás. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no dejarse arrastrar. Cuando cerró la puerta, los animales y los pájaros y los hombrecillos y las hadas y la pequeña Ana lo miraban risueños y alargaban las manos invitándole a quedarse.

Otra pausa muy pequeña.

—Aquella noche, Andrés preguntó a Ana qué había visto al otro lado del seto, qué había encontrado en el bosque prohibido, qué veía cuando cerraba los ojos y sonreía como si soñara. Ana no quería decirlo. Pero como Andrés insistió y le dijo que había descubierto cómo servirse de la llave golpeando con ella la pared, al final le contó qué había visto al otro lado del mundo.

El hombre se calló, y como pasaba el tiempo y no continuaba la narración, Viana dijo impaciente:

—¿Y qué más?

—El cuento se ha acabado. Es decir, hasta este punto coinciden todos los que me lo han contado. A partir de aquí, los finales cambian según el narrador y el lugar donde lo he escuchado.

—¿Y qué finales son? —quiso saber Tinco.

—Unos dicen que Ana y Andrés rompieron de nuevo la llave y guardaron una mitad cada uno, para estar seguros de que no cruzarían la puerta misteriosa sino era juntos.

—Muy bien —aplaudió Viana.

—Otros dicen que Ana le hizo prometer a Andrés que nunca utilizaría la llave porque hacerlo sería como robarle todos los recuerdos. Andrés no cumplió la promesa y, cuando golpeó otra vez la pared, la llave se rompió, y una parte desapareció para siempre. Ana envejeció rápidamente, perdió la memoria y cambió de carácter, y murió muy pronto.

—¿Cómo acabará usted esa historia en su calendario?

—No lo he decidido todavía. Una tercera versión dice que el joven volvió a usar la llave y esta vez entró en el bosque maravilloso y permaneció en él durante muchos años, que a él le parecieron un instante, y cuando volvió a la casa, Ana ya no estaba, los hijos se habían hecho mayores, y él terminó su vida sentado en una silla y recordando.

El hombre recogió la carpeta y se levantó. Los dos jóvenes hicieron lo mismo, algo sorprendidos del final de la visita.

—¿Ya se marcha? —dijo Tinco.

—¿Qué voy a hacer, si no me dejáis entrar a ver la casa? Viana miró a Tinco para ver si cambiaba de opinión. Pero a Tinco le daba mala espina aquella insistencia en entrar a la casa, y no dijo nada.

—Yo creía que los cuentos sólo tenían un final —dijo Viana para ver si el hombre se animaba a contar otro.

—Los cuentos populares son distintos de los que escribe un solo autor. Los románticos nos han enseñado que cada tierra tiene una especie de alma y una memoria que hablan por boca del pueblo, de la gente sencilla. Y todo el mundo colabora con un granito a esas creaciones.

—No entiendo por qué no entraron los dos, Ana y Andrés, a la otra mitad del mundo y se quedaron a vivir allí —exclamó Viana.

—¡Niña! —El hombre miró a Viana con cara de enfado—. ¡Qué poca imaginación tienes! Ese final te lo ha dictado la razón, no el sentimiento. Y la poesía habla de emociones, no de razonamientos fríos y sin misterio.

—Pero ¡entonces el cuento no tiene ni pies ni cabeza!

—Si tú lo ves así…

—¿No opina usted igual?

—Yo todavía no lo he decidido. Pero un día completo tiene una mitad de noche oscura, poblada de sueños…

Se despidió, volvió la espalda con cara seria y se fue por el camino de los cerezos. Tinco estuvo a punto de llamarlo para que regresara, sobre todo por Viana, que parecía divertirse con aquel poeta chiflado. A él, su relato y su búsqueda de palabras y refranes le parecían fantasías inútiles, y su marcha, un problema menos.

Cuando el cuentista hubo desaparecido por el bosque, el chico pidió a Viana que aguardara un momento en el portal, con los perros, mientras él corría al cobertizo a buscar el medallón de la dama del escote, guardado en la cajita.

Mientras volvía al portal, lo contempló atentamente. Era la figura de los retratos del tocador de la baronesa. El tamaño del medallón se adecuaba a la función que debía desempeñar en el plan de obligar al prisionero a hablar. Absorto en sus pensamientos, no se dio cuenta de que ya había llegado a la entrada ni de que Viana le hablaba.

—No me escuchas —protestaba ella—. ¡Con lo que me ha costado conseguir que la abuela me dejara salir de casa! Ella cree que estoy en la fábrica, con los huelguistas, reclamando la jornada de diez horas.

—¿Qué dices?

—Nada. Que no tengo ni la mitad de la llave para entrar en tu cabeza.