14

LOS CENTAUROS

Viana estaba tan intrigada por lo que había ocurrido y por lo que Tinco le acababa de contar, que se le había pasado el apetito que tenía antes de que su amigo empezara a hablar. Cuando Tinco terminó de narrar lo acaecido, a ella no se le ocurrió otra cosa que levantarse del banco de la cocina y abrir el postigo de la ventana, que aún seguía cerrado. Le parecía que así ahuyentaba todos los peligros. Era poco más de mediodía y un sol amarillo intenso lo teñía todo de color limón.

—Ya no hay peligro —anunció Viana, y mirando hacia la mesa donde Tinco se había quedado sentado, añadió—: ¿Tienes hambre?

—No —dijo él acariciando a los perros.

—Pues yo tenía, y se me ha ido de pronto.

—Ya volverá. ¿No tienes que ir a la fábrica?

—¡Ay, me olvidaba! Han declarado una huelga de dos o tres días porque piden trabajar sólo diez horas diarias, como han conseguido los obreros de Barcelona. Nos lo han dicho las amigas del turno de noche al cruzarnos en la roca clara. Ellas salen de la fábrica cuando llegamos las del turno de tarde. Pero hoy han acabado antes porque las han obligado a parar las máquinas unos obreros de Barcelona que acaban de llegar al pueblo. Se han pasado media mañana escuchando discursos para que se apunten a un sindicato o a una mutua… También dicen que quieren abrir un ateneo obrero para enseñar a los trabajadores a defender sus derechos, porque en la unión está la fuerza.

—¿Y Saturnina?

—Se ha vuelto a casa con el grupo de noche. Es muy miedosa y se echa a temblar en cuanto oye los gritos de las hilanderas en las reuniones de la fábrica. Si no hubiera sido por el postigo cerrado, yo ya estaría en un mitin de ésos. Me divierte escuchar los discursos y las promesas que hacen.

Viana abrió el armario de la despensa para ver qué guardaba.

—Tú prepara la mesa —ordenó al chico—, que yo haré la comida. Hay que calentar el vientre para no perder fuerzas.

Mientras ella se atareaba en los fogones, él puso el mantel y las servilletas y cortó el pan. Pero como el trabajo de los fogones era más largo y complicado que el de preparar la mesa, Tinco fue al salón a dejar todas las armas y municiones en un rincón del armario, y el revólver detrás de una imagen de san Antonio Abad que presidía un escritorio de nogal en la misma sala. Luego subió a su cuarto y cogió los dos sobres que había escondido en el armario entre los pliegues de su ropa. Había pensado que el mejor sitio para guardarlos era el desván. Subió allí y estuvo a punto de esconderlos entre el montón de papeles y documentos ordenados en legajos que ocupaban un rincón apartado, cerca de uno de los tragaluces del tejado. Pero al final decidió enterrarlos en un montón de trigo de uno de los graneros. Apartó los granos de una esquina a ras de pared sin llegar al suelo, dejó los dos sobres apoyados en el muro para que no se doblaran, y luego los enterró con trigo. Lo hizo de prisa porque Viana le esperaba, pero también porque así evitaba la tentación de abrirlos. Los abriría más adelante, cuando hallara un momento de tranquilidad. Y se dio cuenta de que, por una razón o por otra, desde que estaba solo en «El Roble» no había tenido un momento de calma total.

Volvió a la cocina y encontró a Viana tan absorta en su trabajo que ni había advertido su ausencia.

—No puedo quitarme de la cabeza lo que me has contado —dijo ella mientras avivaba el fuego de los fogones con un fuelle—. ¡A ver si resulta que eres hijo de un general o de un príncipe!

—Lo único creíble de todo lo que he oído es que llevo una medalla rota y que alguien debe de tener el trozo que falta.

—¿Piensas que todo lo demás eran mentiras del desertor para ganar tiempo?

—¿Quién nos asegura que el prisionero no ha seguido el ejemplo del payaso y sólo ha abierto la boca para soltar mentiras?

—El prisionero no sabía que el payaso hacía comedia, Puede que él dijera la verdad. ¿Cómo podríamos comprobarlo?

—Me gustaría oírle acabar la historia que ha iniciado… No entiendo por qué don Lobo no me dijo lo que sabía sobre la medalla. A veces hacía comentarios sobre Prim, pero ahora no recuerdo si era de los generales que le gustaban. Y también hablaba de otros generales y políticos. De todos. Últimamente, siempre tenía en la boca a uno que se llama Antonio Cánovas del Castillo y que, según el barón, pronto va a gobernar el país.

—¡Ay, me olvidaba otra vez! Los carboneros me han dicho que no es bueno que un caballo esté mucho tiempo tumbado, aunque tenga la pata mala. Hay que obligarlo a levantarse. Recuérdalo cuando vayas a la cuadra.

—Tendrás que ir tú, porque el payaso le ha hecho creer al prisionero que yo estoy muerto. Si me ve ahora, creerá que soy un espíritu.

Se rieron los dos. Los perros olfateaban alguna cosa en el aire. Seguramente la comida, que ya estaba a punto.

—¡Ya lo tengo! —exclamó Viana—. Si vamos a verlo de noche, le daremos un susto de muerte. Puedes presentarte rodeado de velas y candelabros, como un fantasma o un alma en pena, y exigirle que te cuente la verdad si no quiere que te lo lleves al otro mundo.

Viana se acercaba a la mesa con una perola de caldo y reía. Tinco, esta vez, no se rió tanto. Cuando ella colocaba la perola en el salvamanteles, se oyeron golpes y gritos en el portal, y los dos chicos se callaron para ver si entendían las palabras.

Tras un silencio se repitieron los golpes, ahora sin gritos, Tinco fue al salón a coger una escopeta, y mientras le indicaba a Viana por señas que no hiciera ruido, salió a la galería, seguido por la chica. Levantó con cuidado la baldosa que tapaba la mirilla y observó apuntando con el arma.

—¡Ah… de la casa! ¡Soy hombre de bien!

Era un hombre con clavelinas en las orejas, pelo rubio y largo, camisa azul remendada, pantalones de terciopelo negro y una cesta llena de hierbas, flores y papeles.

Viana se asomó por la barandilla y le hizo a Tinco señas de que delante de la casa no había nadie más. Entonces el chico retiró el arma y le indicó a la chica que hablara con el visitante, mientras él se quedaba escondido.

—¿Quién es? —gritó Viana.

—Buena gente —dijo el hombre saliendo de debajo de la galería y mirando hacia arriba.

—¿Quiere algo? —preguntó la chica.

—Un vaso de agua y un trozo de pan para aliviar el camino. Pero no creas que soy un mendigo, aunque también los vagabundos que piden limosna son buena gente. Yo sólo soy un pobre caminante.

—¿Y adónde va, si puede saberse?

—Voy al paraíso, que empieza en el puerto de Marsella, en Francia, por si no lo sabías.

Sorprendida de la respuesta, Viana se volvió para ver qué le había parecido a Tinco. El chico se llevó un dedo a la frente, lo giró y comentó en voz baja:

—Está loco.

Viana observó detenidamente al visitante: tenía la cara agradable, los ojos azules y la sonrisa siempre en la boca. Iba sin afeitar, con un bigote incipiente y una barba rubia que apenas se notaba, y llevaba un cesto en una mano y un libro en la otra.

—Espere —le dijo, y se apartó para hablar con Tinco—. A este hombre le vi ayer por los alrededores de la fábrica hablando con los que querían formar el sindicato y hoy han declarado la huelga. ¿Qué hacemos?

Tinco se encogió de hombros y Viana volvió a la barandilla.

—¿No quiere nada más?

—La voluntad —dijo el hombre—. Me contento con lo que queráis darme. Calculo que tardaré cuatro o cinco jornadas en llegar a las puertas del paraíso, y una vez allí, ya no necesitaré nada. Yo, pobre de mí, sólo busco la paz; no soy como el general Prim, que buscó la guerra en Marruecos, en Puerto Rico y en México.

El nombre del general Prim sorprendió a Tinco, que llamó en voz baja a Viana para decirle que le dejara entrar.

—¡Un momento, que bajo a abrirle!

Tinco la acompañó hasta el portal. Antes dejó la escopeta en su rincón del armario, cogió el revólver del escritorio y se lo metió en la cintura, debajo del faldón de la camisa.

—No hay peligro, Tinco. Parece un buen hombre y ahora no estás solo.

—Puede tratarse de un loco. Habla tú con él mientras yo vigilo, por si acaso. También el cómico parecía buena persona.

—¿No quieres hablar con él?

—Primero tú.

El visitante entró, y los perros, después de olisquearle un rato, se pusieron a saltar y juguetear a su alrededor, cosa que los dos jóvenes consideraron como una buena señal. De cerca, el hombre olía a hierbabuena y a flores silvestres, y además de las clavelinas de las orejas llevaba flores en el cesto y en los ojales de la camisa. Mientras subía la escalera, con Viana delante y Tinco detrás, no cesó de sonreír.

—¡Qué palacio! —se admiró—. ¡No es necesario que suba a saludar a los amos! Sería muy enojoso. Puedo quedarme al pie de la escalera, con los perros.

—Es que la cocina está arriba.

—No veremos a nadie. Los dueños están descansando, y los criados y aparceros, en la parte trasera de la casa.

Después de decir eso, Tinco se sintió más tranquilo.

—Son buenos amos, si os permiten acoger a peregrinos como yo. No hay muchos con tan buena disposición. En los tiempos que corren, diría que no existe ni uno. Sin duda son la excepción.

Le ofrecieron un sitio en la mesa mientras Viana le preparaba un hatillo con pan, queso, avellanas e higos secos, y Tinco le acercaba un vaso de vino y un botijo de agua.

—Usted estaba ayer en la fábrica del pueblo con los obreros, ¿verdad?

El hombre miró a la chica con curiosidad, como si fuera la primera vez que la veía.

—¿Me viste? ¿Eres una criadita de la casa? ¿Una doncella? ¿Y tú, un criado o un mozo de cocina?

—¡Yo no soy criada de nadie! —exclamó Viana con un punto de orgullo.

El visitante dirigió su mirada al chico, pero Tinco no dijo nada.

—¿Y qué estabas haciendo en el pueblo?

—Trabajo en la fábrica. De aprendiza.

El hombre cogió las manos de Viana, que se había acercado a la mesa para entregarle el hatillo. Le apretó la parte blanda de las palmas y las dejó libres con respeto, como si se tratara de dos piezas delicadas.

—Son manos que conservan la belleza del mundo —dijo.

—¿Qué ha visto en ellas? —preguntó Viana, curiosa.

—Tu fortuna. Tan tiernas y a la vez tan fuertes ya. Los pobres sólo tenemos la fuerza de las manos para abrir las puertas del paraíso.

El visitante volvió a mirar a Tinco y le tendió las manos, pidiéndole que le ofreciera las suyas. El chico se resistió a dárselas, pero el silencio de la espera se hizo tan pesado que al fin se las tendió de mala gana.

El hombre las observó un momento, luego tanteó las palmas como buscando la parte más blanda y las dejó sin decir nada.

—¿Qué ha visto en ellas? —preguntó otra vez Viana.

Tinco guardó silencio, ceñudo.

—Yo no soy mago ni adivino —se rió el hombre—. No veo nada.

—Entonces, ¿para qué quería que le mostrara mis manos? —replicó Tinco.

—Para ver si eran suficientemente fuertes para construir tu fortuna.

—¿Y son lo bastante fuertes? —preguntó impaciente Viana.

—No son manos de obrero. Pero tampoco del hijo holgazán de un hacendado. ¿Ayudas a los campesinos de vez en cuando?

—De vez en cuando…

—¿Qué fortuna tendrá? —Viana no podía reprimir su impaciencia.

—Una fortuna que no dependerá de sus manos como la nuestra.

—¿Qué significa eso? —dijo el chico.

—Que quizá no tengas que trabajar tanto como nosotros —se rió el hombre mientras se levantaba de la mesa y cogía el hatillo—. ¿Te llamas Tinco? Es un nombre casi tan raro como el mío. Yo me llamo Ictíneo.

El hombre observó el efecto de sus palabras en los jóvenes.

—Parece el nombre de una enfermedad —se rió Viana.

—¿No lo habíais oído nunca?

Los dos dijeron que no. Viana añadió:

—No se marche todavía. Para llegar al paraíso siempre hay tiempo. El párroco del pueblo dice que allí no cierran nunca.

El visitante se rió y se sentó de nuevo.

—¿Queréis saber a qué paraíso quiero ir? Siempre que llego a una casa hablo del paraíso, por si alguien me pregunta por él y me da ocasión de contarlo.

—¡Así que lo ha hecho intencionadamente! —se admiró Viana.

—Claro… Pero no he dicho ninguna mentira. Quiero llegar a Marsella e ir con otros emigrantes franceses a América del Norte, a una tierra cercana a los grandes lagos. Allí emigraron hace años otros compañeros para fundar Icaria, el paraíso en la tierra.

Mientras hablaba, señaló el libro que había dejado en el banco, junto al cesto. Su título, en francés, era Voyage en Icarie, y el nombre del autor, Etienne Cabet.

—¿Sabe usted francés? —le preguntó Tinco.

—Un poco. Lo aprendí leyendo el libro de Cabet. Unos franceses escapados de París hace cuatro o cinco años, cuando el ejército aplastó la Comuna y exterminó a los communards, se refugiaron en mi pueblo, cercano a Barcelona, y me enseñaron su lengua. Por ellos tuve las primeras noticias de Icaria.

Los dos jóvenes estaban en silencio, con la mesa puesta, y el hombre se dio cuenta de que su llegada había interrumpido la comida. Se levantó de nuevo, excusándose:

—¡Oh! ¡Perdonad! Estabais empezando a comer. Me voy en seguida.

—Puede quedarse un rato si quiere —ofreció Viana mirando a Tinco para ver si estaba de acuerdo—. Y guardar la comida del hatillo para esta noche o mañana. ¿Pongo un plato más en la mesa, Tinco?

El chico asintió con la cabeza, y se sentaron los tres a comer.

—No nos ha dicho qué hacía ayer en la fábrica —repitió Viana.

—Vine con un grupo de hombres que siguen el curso del río, de fábrica en fábrica, predicando a los obreros las ventajas del sindicato Las Tres Clases de Vapor.

—¿Ayudó usted a organizar la huelga?

—No, yo me limité a escuchar. Algunos son anarquistas y no se ponen de acuerdo con los demás. Una vez asistí, cerca de Barcelona, a los discursos de un anarquista italiano, discípulo de Bakunin, que quería convencernos de que es preciso destruirlo todo para crear un mundo nuevo y mejor. Pero los anarquistas no me acaban de convencer. Escucho sus mítines con respeto, pero prefiero el ideal de Cabet. Prefiero viajar y descubrir una tierra nueva para levantar un mundo nuevo, y dejar que el viejo se hunda solo. No merece ni el esfuerzo de prenderle fuego.

—Don Lobo dice que los anarquistas han manchado de sangre media Europa y han asesinado a muchos personajes importantes —indicó Tinco.

—Don Lobo es el amo, ¿verdad? ¡Qué va a decir él! Este palacio ya es un paraíso, él no necesita ir a Icaria.

Entre bocado y bocado, el hombre hablaba sin parar, como si quisiera agradecer la acogida y la comida con una hermosa historia.

—En Icaria son iguales todas las personas, no hay amos ni criados, todo es de todos… Yo me puse el nombre de Ictíneo, que significa pez, en honor a Narciso Monturiol, que me enseñó a amar Icaria. Cabet ha muerto, pero sus seguidores vivimos y queremos conseguir que el mundo se convierta en un paraíso de paz y libertad. Y vamos a hacerlo empezando por Icaria. ¿Sabíais que Monturiol inventó una nave submarina que bautizó con el nombre de Ictíneo?

Los dos dijeron que no.

—Veinte tripulantes cabían en su submarino. Pero los gobiernos de los generales no hicieron nada para apoyar el invento de Monturiol. Y esta República, que acaba de morir a manos de otro general que ha traído a otro rey, tampoco supo aprovechar los inventos del genio de Monturiol. ¿Sabéis por qué? Porque el gobierno de este país no ha tenido nunca ni un céntimo y porque el inventor del submarino era partidario de la fraternidad universal, y les daba miedo. Por eso me voy a Icaria, al paraíso. ¿Me comprendéis ahora?

Tinco y Viana habían quedado admirados del ardor con que se explicaba el visitante. El hombre se transformaba al hablar: los ojos se le encendían y parecían de fuego, y sus gestos eran violentos. Si no lo hubieran visto antes, tan pacífico y amable, les habría dado miedo.

Tinco rompió el silencio con timidez:

—Yo… nosotros… es decir, yo… no sé casi nada de los gobiernos de los generales.

—Mejor. Cuanto menos sepas, menos los odiarás.

—Esos generales, ¿eran liberales o carlistas? —preguntó Viana.

—¡Liberales! Mejor dicho, se hacían llamar liberales, pero eran tan feroces como los carlistas.

—El general Prim, ¿era también feroz? —preguntó Tinco.

—En Barcelona aplastó sangrientamente una revuelta popular, la Jamancia, que reclamaba libertades, como la de imprenta, que una constitución prometía desde hacía años. Y siendo capitán general de Puerto Rico, reprimió con extrema dureza un intento de rebelión de los esclavos… En fin, baste recordar que fue ministro de la Guerra, y cuando ascendió a jefe de Estado no quiso abandonar el Ministerio de la Guerra. ¿Cómo puede ser hombre de paz alguien a quién le gusta tanto la guerra?

El hombre recogió el libro y lo metió en la cesta, junto al hatillo. Luego se levantó resuelto, como si no quisiera discutir más.

—¡Qué mundo! —exclamó mientras se dirigía hacia la puerta—. La violencia lo llena todo. Incluso los jóvenes estáis llenos de violencia. La violencia sólo genera odio. Y el odio impide la felicidad.

—¿No quiere tomar nada más? —preguntó Viana pensando que se había enfadado.

—En vuestro paraíso de Icaria, ¿cómo os vais a librar de los ladrones? —interrogó Tinco.

—En Icaria no habrá ladrones porque todo será de todos y nadie tendrá nada suyo, excepto lo más imprescindible.

Tinco pareció no acabar de creerlo.

—¡Así no tiene mérito! Si todo el mundo es más pobre que una rata, no habrá nada que defender ni que robar —dijo Viana—. ¿Tuvo un hijo el general Prim?

—¿Por qué quieres saberlo?

—Por curiosidad. ¿Estuvo alguna vez por aquí ese general?

—Creo recordar que fue diputado por Vic.

Los dos jóvenes se miraron.

—¿Y sabe si tuvo un hijo cuando vivía en esta zona? —insistió Viana.

—¿Quién ha dicho que vivió en esta zona? Era diputado por Vic, y para eso no es necesario vivir en la ciudad. Los diputados viven en Madrid, demasiado lejos; por eso no saben nada de lo que ocurre en el país. La verdad es que no recuerdo si tuvo hijos, aunque creo que se casó muy bien.

Viana interrogó a Tinco con la mirada sugiriéndole que preguntara más cosas, que a ella ya no se le ocurría nada.

Pero Tinco siguió serio y callado.

—Muy bien, jóvenes —se despidió el hombre—. Muchas gracias por la comida y el hatillo. Tengo que darme prisa si quiero llegar con sol a la raya de Francia, que los tiempos no están para cruzar esos bosques por la noche. En la escalera, los perros pasaron una y otra vez junto al hombre, refregándose en sus piernas, mientras él los acariciaba cariñosamente.

En el portal, Ictíneo le cogió otra vez las manos a Viana y las apretó entre las suyas. De pronto, se puso a cantar en voz baja, como si recitara:

Muera la aristocracia,

gran daño ha hecho ya.

El pueblo ha de ser amo,

¡vive Dios, lo será!

A Viana se le nublaron los ojos sin saber por qué. Tinco se limitó a levantar un poco la mano para decirle adiós, con el gesto más huraño que nunca.

—Podríamos haberle preguntado más cosas —le recriminó Viana, al atrancar el portillo—. Es un buen hombre y podía habernos ayudado.

—¿Qué le querías preguntar? ¿No has visto que es un visionario loco de atar? Demasiado hemos hablado con él.

—Quizá sabe la manera de hacer cantar a los presos sin amenazas ni torturas.

—Si le hubiéramos dicho que tenemos un prisionero, no habría parado hasta ponerlo en libertad.

—Pero eso que ha dicho de Icaria es hermoso: un país sin odios ni amos…

—Eso son sueños, Viana.

—Tú eres como un amo y vives en esta casa, que es como un sueño, pero a mí y a mis compañeras de trabajo nos gusta soñar que los amos tienen que trabajar por la noche con los trajes sucios de grasa y aceite, vigilar constantemente los telares, anudar los hilos y sacar las telas.

—¡No seas boba! Los amos tienen otra clase de trabajo. Si todo el mundo trabajara en la fábrica o en el campo, ¿quién curaría a los obreros que se lesionan un brazo o una mano en las máquinas? ¿Crees que don Lobo o ese Monturiol del que nos ha hablado Ictíneo no trabajan haciendo experimentos e inventando cosas nuevas?

—Sí… —concedió Viana—. Pero los obreros trabajan todos, y amos que inventen cosas yo sólo conozco uno: don Lobo, que es especial. Y no creas que las máquinas son tan buenas como parecen: en muchas fábricas los obreros las quemaron porque si las máquinas hacen todo el trabajo, ¿cómo nos ganaremos la vida los pobres que sólo tenemos las manos para vivir?

Quitaron la mesa y, a media tarde, Viana quiso probar cómo se estaba sentada en los sillones del salón sin hacer nada. Mientras la chica probaba todos los asientos y todos los cojines para ver cuál era el más cómodo, Tinco estuvo sentado en una silla, preocupado. Luego, Viana logró que le dejara ir a echarle una ojeada al caballo y a llevarle al prisionero un poco de la comida que había sobrado. De paso, miraría si alguna clueca había abandonado el nidal o si en algún nido los pollitos empezaban a picotear la cáscara para salir. Cuando Viana regresó, el chico seguía cabizbajo y sumido en sus cavilaciones. La chica dijo:

—He dejado el cesto en la gatera y el hombre no ha dicho nada. Debe de estar escarmentado. El caballo ya se ha levantado. Le queda pienso para un día entero. Y las cluecas, todas empollando.

El chico dijo:

—¿Te acuerdas del medallón que te mostré? Tú me forraste una cajita para guardarlo…

—¿El de la dama despechugada?

—Me parece que ya he encontrado la forma de sacarle al prisionero todo lo que quiero saber.

—¿Y qué tiene que ver con eso el medallón?

Como el chico no dijo nada, Viana insistió:

—¡Venga! No seas tan reservado. ¿Por qué me has preguntado si recordaba el medallón, si no quieres decirme para qué va a servir?

—Para ver si lo recordabas. Pero no te puedo adelantar nada porque si hablas de las cosas que te bullen en la cabeza cuando aún no están maduras, las estropeas.

Y añadió en tono misterioso:

—Tenlo siempre presente, no digas nunca nada.

La chica se hizo la ofendida durante un rato. Pero Tinco lo ignoró: sabía que Viana era incapaz de enfadarse en serio con él y que, en todo caso, sus enfados y rabietas duraban muy poco.

La tarde caía lentamente, cargada de una gama de colores cálidos que iban del rojo intenso de las granadas al amarillo dorado de las joyas antiguas. De pronto, Viana se puso a saltar y a bailar en el salón, como si le hubiera dado un ataque de locura.

—¡Ya lo tengo, Tinco, ya lo sé! —gritó—. Ictíneo, ese hombre que quería ir al paraíso, era un centauro.

—¿Qué dices?

—Era un centauro, ahora lo entiendo todo. ¡Era un centauro!

—¿Te has vuelto loca?

—Tú lo dijiste en la biblioteca, al hablar de los caballos: que los centauros no existen, pero sirven para soñar.

—¿Y eso qué tiene que ver…?

—Dijiste que los centauros sirven para que al correr podamos imaginarnos que tenemos alas en los pies, como los caballos.

—Sí, pero…

—Entonces Icaria es como un centauro: sirve para que en el trabajo podamos imaginar que todos somos amos.

—Es distinto, Viana…

—¿Por qué es distinto? ¿Porque tus centauros están en los libros y yo y mis compañeras no? Como no quieres decirme nada del medallón, me voy para no volver. Y te digo una cosa: yo preferiría que existiera de verdad ese paraíso, Icaria, y no los centauros de los librotes de tu biblioteca.

Tinco se plantó en el arranque de la escalera para cerrar le el paso. Dijo:

—¡No te vayas aún! ¡No te dejaré salir!

La chica daba puñetazos y patadas para abrirse paso, y el chico le devolvía los golpes con menos fuerza.

—¡Tienes miedo! Tinco, di la verdad: estás muerto de miedo y no quieres quedarte solo con el prisionero.

—No tengo miedo. Pero no quiero que te vayas todavía.

—¡Tú no me das órdenes a mí! Ni al encargado de la fábrica le permito que me grite de esa manera. Si lo hiciera, le tiraría una caja a la cabeza.

Con el forcejeo, Viana resbaló y se cayó por la escalera. Tinco se asustó al ver cómo su amiga rodaba hasta el rellano protegiéndose la cabeza con las manos. Bajó los escalones de cuatro en cuatro para acudir en su auxilio. Los perros contemplaron la escena desde arriba, con la lengua fuera.

—¿Te has hecho daño?

La chica estaba acurrucada en la esquina, ocultaba la cara entre los brazos y las rodillas y no decía nada.

—Viana, ¿te has hecho daño?

El silencio era tan grande que Tinco creyó oír cómo la chica tragaba saliva. Con voz dulce le dijo:

—Tienes razón. Los centauros son como el país imaginado por ese lunático.

El chico estaba agachado a su lado, y ella levantó lentamente la cabeza para mirarlo. Por sus mejillas corrían unas lágrimas como bellotas, y Tinco se las enjugó con el revés de la mano.

—¿Ves como siempre quieres tener razón? —dijo Viana con voz húmeda—. Tus centauros siempre tienen que ir antes. Es Icaria la que es como los centauros. No creas que lloro porque me he hecho daño. Lloro por esta casa y estos sillones y estos cojines de seda: son tan cómodos y tan bonitos que me da pena no poder quedarme sentada en este salón para toda la vida.

—¿Quieres llevarte uno a tu casa? —le dijo el chico en voz baja, casi al oído.

—¿Harías eso por mí? ¿Robarías un cojín de seda por mí? ¿Dejarías que me llevara la muñeca de la cómoda del cuarto de doña Violante, ésa que se parece a la reina Isabel?

El chico la abrazó tiernamente, y Viana dejó caer la cabeza sobre su pecho. Se apretaron muy fuerte, tan fuerte que, después de un momento que a los dos les pareció como si el día se hubiera detenido, la chica levantó la cabeza y dijo riendo:

—Un hombre y un caballo unidos para correr como el viento. ¿Sientes lo mismo que yo, Tinco? ¡También nosotros somos como centauros!