EL ESCUADRÓN DE LA SANGRE
Mientras el cómico se probaba los vestidos del armario de luna, Tinco lo contemplaba en silencio, como si el primer payaso risueño y divertido y el pillo sinvergüenza de momentos después se hubieran transformado en una tercera persona.
—Aquí hay más trajes que en el vestidor del teatro —comentó el hombre, convertido en cura, mientras se pintaba la cara con colorete y cremas del tocador de la baronesa. Se pintó arrugas en la frente, patas de gallo alrededor de los ojos, y se ensució las mejillas para aparentar que llevaba barba y bigote de quince días.
—Ésta es la habitación reservada para las visitas del señor obispo…
—Claro. Como los señores tienen capilla propia, necesitan vestimenta clerical y objetos del culto para cuando vienen los clérigos. Seguro que hasta hace poco los barones tenían un cura a su servicio.
—Eso sería antes de que yo llegara aquí. Ahora, muchos domingos, viene a decir misa don Mansueto, el párroco del pueblo.
Tinco advirtió inmediatamente que había pronunciado unas palabras que podían delatarle. El meritorio lo miró con ojos inteligentes, sin decir nada. Tinco sintió más miedo al recordar que el hombre no le había preguntado por su identidad.
—¿Qué te parece? ¿Puedo pasar por un feroz cura carlista?
El cómico estaba de pie, muy erguido y con las manos juntas en actitud de plegaria. Pero Tinco no podía quitarse de la cabeza sus temores, sobre todo el miedo a que aquel cómico raquítico, que ahora parecía un cura carlista, cumpliera su amenaza de incendiar la masía.
—Muy bien… —musitó el chico, angustiado y deseando librarse del peligro cuanto antes.
—¡Pues ya podemos ir a visitar al prisionero! A ver si logramos que desembuche.
El cómico disfrazado de cura no dijo nada en todo el camino. Estaba tan identificado con el personaje que cualquier palabra que no encajara con el papel de sacerdote podía romper el hechizo. Incluso su forma de andar era distinta, más enérgica, creyó Tinco.
Llegaron a la torre de defensa y, antes de bajar los escalones que conducían a la celda del fondo, se detuvieron. Allí el cómico recuperó el habla.
—Soy el cura Trabuco, párroco de un pueblo vecino, y formo parte de la guerrilla carlista —dijo.
Tinco asintió, dudando un momento si se había trastornado.
—¿Y la llave de la mazmorra? —preguntó el cura Trabuco.
Tinco pensó que aquél era el momento esperado. Diría que la había dejado olvidada en la cocina y así podría volver bien armado y echarlo de la casa. Pero el cómico debió de entrever el peligro, porque añadió en seguida:
—Es igual. De momento, no la necesitamos.
Con gesto enérgico, el falso cura le indicó al chico que se colocara delante de él, y así se acercaron a la puerta de la prisión. El amplio y oscuro ropaje eclesiástico ocultaba a Tinco de los ojos del prisionero. Al llegar, el cómico le echó la mano al cuello, de manera que le bastaba apretar un poco para estrangularle, mientras daba un par de golpes con la mano libre y declamaba con voz enérgica:
—¡Acércate a la puerta, pecador, desertor del demonio! Esta puerta servirá de rejilla de confesionario.
Del interior llegó un rumor de movimientos. El cómico se hallaba delante de la puerta, bien visible a través de las rendijas, y con el brazo extendido sujetaba por el cuello al chico, puesto de espaldas a la pared, invisible desde la celda. Un momento después se oyó la voz del prisionero.
—¿Quién eres? ¿Me traéis ropa limpia? ¿Qué quieres? ¿De qué confesión hablas? Yo no he pedido confesión ni ningún otro sacramento.
—El comandante Dorregaray te ha concedido la gracia de que puedas hacer una última confesión antes de fusilarte por traidor. ¡Prepárate, ponte de rodillas, pecador indigno! Soy sacerdote.
—¿Qué dice? ¿Dónde está el chico?
—¿Qué chico?
Ahora, el cómico apretó con más fuerza el cuello de Tinco, como si quisiera impedir que hablara.
—El chico de la casa… el joven recogido que han dejado de guardián…
—¡Ah… el chico que han matado!
—¿Qué…? ¿Quién lo ha matado? ¿Cómo ha sido? —la voz del prisionero sonó muy alterada.
A Tinco le saltaba el corazón en el pecho.
—Una desgracia. Cuando el Escuadrón de la Sangre se acercaba a la casa dirigido por un comandante vasco, parece que el chico ha creído que eran liberales y les ha disparado. Ellos han respondido y… le han dado. ¿No has oído los disparos, muy de mañana?
—Sí… un disparo aislado.
—Era la escaramuza que ha provocado la desgracia. El escuadrón carlista no sabía que no había nadie más en la casa. Han creído que eran muchos y enemigos.
—¿Ha dicho el Escuadrón de la Sangre?
—Sí, ya sabes de qué se trata. Es el que los jefes llaman Cuerpo de Remonta, el de los caballos achacosos y los soldados veteranos, heridos y tullidos, que siguen a las fuerzas normales, marchan a medias jornadas y descansan dos días de cada tres. Los llaman el Escuadrón de la Sangre porque caballos y caballeros van llenos de sangre.
—Sí, ya lo sé… Pero me extraña que el Escuadrón de la Sangre viniera detrás de nosotros. No lo sabía.
—Se han desviado de Gerona, a donde seguían al general Castell… Los han desviado de su ruta normal, para que hicieran el trabajo sucio de la retaguardia.
—¿Qué trabajo?
—Fusilar a los desertores y recoger caballos y armas con que defender las ciudades de la frontera francesa sitiadas por los liberales.
—¿Fusilarlos sin juicio previo? El barón no lo permitiría.
—Ya no se fían de él, es demasiado tibio. Como todos los que tienen tratos con el dinero y los libros, sólo cree en la ciencia y en la riqueza. No me extrañaría que fuera masón. El comandante lleva una lista de los sitios donde hay prisioneros, con la orden de pasarlos por las armas.
El prisionero no hizo ningún comentario y el cómico se impacientó.
—¿No dices nada? ¿Estás preparado para purificar tu alma, hermano?
—¿Sabe qué le digo? —La voz del desertor era ahora más fuerte y segura—. Que a mí no me enreda. Que venga el comandante a enseñarme la lista. Después, quizá pida confesión. Mientras, déjeme tranquilo. Y no intente abrir la puerta porque el caballo le romperá el esqueleto a coces.
—¿Ah, sí? —El cómico, más enérgico que antes, no se rendía—. ¡No crees que estás en la lista, y se te ha quebrado la voz cuando te has enterado de la muerte del chico!
—Es distinto…
El prisionero iba a decir algo, pero se detuvo.
—¿Por qué es distinto? ¿Qué interés tenías tú por el chico? Al fin y al cabo, era tu carcelero.
—No lo diré aunque me maten.
—Pero puedo dejarte libre si me lo cuentas.
Se oyó cómo el prisionero se agarraba a la puerta. Sin duda miraba por alguna rendija.
—¿Cómo puedo estar seguro de que cumplirá su palabra?
—Soy sacerdote…
El prisionero soltó una carcajada. Dijo:
—He visto curas carlistas que, al frente de su partida, descabezaban liberales de un sablazo sin apearse del caballo y sin listas ni procesos.
—Porque estaban en guerra. Pero ahora se trata de salvar tu alma, hermano… y tu cuerpo si nos ayudas un poco.
—No hablaré si no tengo garantías de salir de aquí. Mejor dicho, no hablaré mientras no me saquen de aquí.
—Pero ¿cómo te voy a sacar estando la casa y los alrededores llenos de carlistas?
—¿El Escuadrón de la Sangre? No me haga reír. La mitad son inválidos, y la otra mitad, imbéciles. Sáqueme de aquí y le diré por qué el chico es, o era, tan importante.
El cómico aflojó un poco la mano que oprimía el cuello de Tinco. El corazón del chico se había cansado de galopar y ahora latía tranquilo, como si hablaran de otra persona. «Es extraño», pensó Tinco. Pero lo que oía era tan extraordinario que le parecía que se trataba de otro.
—¿Y qué seguridad tengo de que el secreto que me prometes revelar vale la pena?
—Le voy a dar una prueba. ¿Dónde está el cadáver del chico? ¿Lo ha visto?
—Lo recuerdo como si lo tuviera delante…
El cómico clavó sus ojos en los de Tinco con picardía. Y añadió:
—Está en la capilla, encima de un banco.
—Vaya a verlo y mire si lleva una medalla en el cuello.
El cómico bajó la mano para buscar en el cuello de Tinco.
Luego le abrió la camisa. Encontró la medalla que colgaba prendida de un alfiler en la parte interior. Sin sacarla, la palpó.
—No necesito ir —dijo mientras le daba la vuelta a la medalla para examinarla por ambos lados—. La recuerdo muy bien.
Me he fijado porque vamos a celebrar el funeral y quería conocer sus devociones.
—¿Y no ha notado nada raro?
El cómico habló sin dejar de examinar la medalla.
—Ahora que lo dices, recuerdo que… lo más sorprendente… aparte de que no he podido averiguar a qué santa representa, es que parece una medalla rota, es decir, que le falta un trozo… Puede que la haya partido la bala dirigida al pecho del muchacho.
—No. Ya estaba rota. Es una señal.
—Una señal, ¿de qué?
—Ya le he dado una prueba. Si quiere saber más cosas, sáqueme de aquí.
El cómico dejó de manosear la medalla y volvió a coger el cuello del chico.
—¿A qué llamas tú una prueba? ¡Eso no es nada! Ya me había dado yo cuenta de que el cadáver lleva una medalla rota. Todo el mundo lo ha advertido, ¿y qué?
—Pero muy pocos conocen el significado de esa señal.
—¿Qué quieres decir? Dame más detalles y tendrás asegurada la libertad.
El prisionero esperó un momento antes de continuar.
—Alguien guarda el trozo que le falta a la medalla. Quien se presente con él para formar una medalla completa, recibirá una recompensa. Una herencia. El chico es el heredero de una gran fortuna. Por eso es importante no enterrar el cadáver con la medalla. Si no quiere dejarme libre, quítesela usted mismo del cuello y guárdela.
—¡No me hagas reír! —le interrumpió el cómico con una carcajada falsa—. Hablas como si pudieras disponer libremente de tu vida. Olvidas que no eres más que un condenado a muerte. Te quedan pocos momentos de vida.
—Hemos hecho un pacto…
—¡Tú me estabas proponiendo un pacto, que no es lo mismo! ¿Por qué sabes tantas cosas sobre ese muchacho?
La voz del prisionero sonó ahora más débil, como cargada de dudas.
—Yo trabajaba en la imprenta del periódico obrerista La tramontana, y a última hora me uní a los carlistas con el propósito de desertar cerca de «El Roble» y buscar al chico. Dada la triste situación de los obreros, ésta era la manera más barata y segura de transitar por un territorio dominado hasta hace poco por los carlistas. Al margen de los seminaristas voluntarios, yo era de los pocos soldados que sabían leer y escribir.
—Al grano. ¿Cómo te enteraste de los secretos que dices conocer?
—El barón del Ter es un personaje muy conocido. Ayudó con dinero y consejos al profesor Roura a conseguir que la iluminación por gas se introdujera en Barcelona, el año 1842, y después en Madrid, Valencia, Cádiz…
—Al grano.
—En el periódico hice amistad con un impresor que había pasado mucho tiempo en la cárcel. Era un republicano federal que había impreso himnos revolucionarios y había participado en quemas de fábricas y en huelgas contra las máquinas. En la cárcel conoció a un condenado a muerte por delitos comunes. Antes de morir, el condenado le confió que un señor muy rico y conocido, de los que prestaban dinero a los generales progresistas para organizar pronunciamientos contra la reina Isabel, había querido reclutarlo para recuperar una medalla rota que llevaba un niño.
—¡Nuestro muchacho! —exclamó el cómico apretando un poco el cuello de Tinco.
—El terrateniente había investigado y estaba casi seguro de que el pequeño se encontraba en «El Roble», protegido por un sabio y financiero, el barón del Ter, don Lobo de Sabasona. El señor tenía un interés tan grande que no le importaba que el ladrón tuviera que raptar al chico, o incluso asesinarlo, para quitarle la medalla rota.
—¿Poseía él otro fragmento?
—Eso sospechaba el condenado. Y que los dos fragmentos juntos, la medalla completa, formaban la clave para conseguir la fortuna.
—¿Y a quién había que presentar la medalla completa?
La voz del prisionero cambió.
—Ya le he revelado muchos detalles… Quiero alguna garantía de que me va a sacar de ésta cochiquera.
—Un detalle más, y quedarás libre.
—¿Qué detalle?
—¿Quién es el padre del chico? ¿Otro terrateniente rival? ¿Algún político importante? ¿Un general sublevado de los que tuvieron que refugiarse en Francia o en Inglaterra para escapar de la represión, como Prim, Espartero y Narváez?
El prisionero asintió a regañadientes y luego añadió:
—Un personaje importante.
—Pero ¿quién? ¿Un general, un banquero, un político, un fabricante…?
—Es posible que ya haya muerto.
—Claro, si ha dejado una herencia… ¡Vaya descubrimiento! ¿Cómo murió? ¿O lo mató alguien? ¿No se tratará del general Prim, cuyos asesinos no se han encontrado todavía?
En ese momento se oyó un ruido en la parte alta de la escalera. El cómico volvió la cabeza, alarmado.
—¿Qué ocurre? —se inquietó el prisionero.
El cómico chistó pidiendo silencio.
Un momento después, saltaban por la escalera un par de cluecas alborotadas, que no supieron dónde esconderse y volvieron a subir por la rampa, y cayó con gran estrépito uno de los leños que se guardaban para el invierno. Con un movimiento rápido, el cómico colocó al chico delante de él y lo ocultó otra vez con su cuerpo a los ojos del prisionero. Sacó el cuchillo de debajo de la sotana y avanzó poco a poco hacia la escalera, sin dejar de tapar al chico con su cuerpo y con ayuda de la sotana y el manteo.
Del piso superior, donde se abría la trampilla, llegaban rumores como de ratas corriendo. El cómico, con el chico delante, se detuvo ante el primer escalón, levantó la cabeza y miró hacia arriba. Pero desde allí no se veía bien todo el piso. Ahora el silencio era total. El cómico esperó unos minutos y, como el silencio seguía, comenzó a subir lentamente, deteniéndose en cada escalón, siempre con la mano en la nuca del muchacho para obligarle a agacharse, porque ahora podía verlo el prisionero por las rendijas del fondo.
En el último escalón, Tinco volvió la cabeza y alzó los ojos tanto como se lo permitía la presión de la mano, y vio caer una lluvia de balas de paja, cestos y espuertas, mezclada con leños y maderas de todos los tamaños. Inmediatamente, el chico saltó hacia adelante para protegerse. El cómico, un escalón más abajo, vio también los troncos que se le venían encima, pero se quedó inmóvil, dudando entre saltar hacia atrás para protegerse, o tratar de sujetar a Tinco, que se le escapaba hacia arriba. La lluvia de paja ocultaba los leños. Uno de ellos le cayó en la espalda, y otro se le cruzó entre las piernas.
En medio del estrépito de la avalancha, se oyeron gritos del prisionero preguntando qué pasaba; otros gritos, procedentes de arriba, que avisaban a Tinco que se apartara, y los gritos del falso cura quejándose de todos los males. Tras la caída del último leño, se hizo un silencio.
Tinco vio a Viana con un montón de paja entre las manos y un par de leños a los pies, en el límite del piso con el hueco de la escalera. El cómico, con las manos en la cabeza y arrastrando una pierna, había llegado hasta el último peldaño e intentaba alcanzar la puerta de entrada a la torre de defensa, pero a medio camino se desplomó con un gemido de dolor. El prisionero gritó desde el fondo:
—¿Qué ocurre? ¿Queréis decirme qué diablos ocurre?
Tinco se acercó con precaución a comprobar el estado del falso cura. Viana hizo lo mismo.
El cómico estaba inconsciente y un hilillo de sangre bajaba por su pierna y manchaba la alpargata. Tinco y Viana lo llevaron al zaguán con cuidado. A su espalda, los gritos del desertor quedaban sin respuesta.
—¡No he dicho nada!… Todo lo que he contado son mentiras, fantasías… ¡Dad la cara si sois valientes!
La pareja dejó al herido echado en el poyo del portal.
—¿Quién es? —preguntó Viana.
—¡Qué alboroto has armado! —le dijo Tinco.
—Al ver que el postigo de la ventana de la cocina estaba cerrado…
—Sí, había peligro. Pero por poco nos rompes la crisma a los dos.
—He entrado por la puerta de atrás y en seguida he oído las voces de la conversación. Y al ver que el cura te tenía agarrado por el cuello… No me ha dado tiempo a pensar que si de una pila de leños coges el primero que encuentras, caen todos rodando…
—No es un cura, es un payaso.
—¿Por qué quería estrangularte?
—Luego te lo contaré. ¿Qué hacemos ahora?
Viana miró hacia el prado como si buscara a alguien.
—¿Quieres que se cure el payaso?
—Lo que quiero es no volver a verle.
Viana lanzó un silbido agudo y un par de hombres salieron de entre los frutales. Parecían negros y un poco jorobados, pero a medida que se acercaban se veía que era sólo que tenían la piel y la ropa manchadas de carbón. El más alto era un hombre maduro; el más bajo, casi un niño.
—Son los carboneros que hacen carbón en el bosque con mi padre —explicó Viana—. Ayer dije en casa que me había tropezado con soldados por el camino; por eso me han acompañado hoy. Ha sido una suerte.
—¿Son de fiar?
—No dicen nunca ni media palabra. Como mudos. Al ver el postigo cerrado, les he pedido que se ocultaran un rato. Si quieres, llevarán al payaso a mi casa, y la abuela lo curará.
—¿Y si después vuelve aquí?
—No volverá.
Viana indicó a los carboneros lo que tenían que hacer, y los dos hombres extendieron un saco manchado de carbonilla, pusieron encima al herido, después de quitarle el disfraz, y uno delante y otro detrás, cogieron los cabos del saco y se lo llevaron como si fuera una camilla.
—¿Cómo sabes que no volverá?
—Cuando conozcas a mi abuela, lo sabrás.
Entraron de nuevo los dos en la casa, cerraron el portillo, e ignorando los gritos lejanos del prisionero, cogieron la escopeta escondida en la sarria de la entrada, subieron al salón y decidieron que más tarde se ocuparían del caballo. Del prisionero, les daba miedo hablar.