EL SÍ DE LAS NIÑAS
El canto alborotado de los gallos y el cacareo de las gallinas despertaron a Tinco muy de mañana. El chico se restregó los ojos con los puños mientras trataba de recordar dónde se había quedado dormido. Los perros, a su lado, le humedecían la cara con el morro mientras agitaban la cola, inquietos.
Estaba en uno de los sofás del salón. Ahora recordaba que la noche anterior, tras comer unos trozos de pan con aquello que encontró en los armarios de la cocina, se había sentado a descansar en el salón mientras decidía si iba a echarle una ojeada al caballo, por la trampilla para no tener que encontrarse otra vez con el prisionero, o buscaba un escondite definitivo para los sobres lacrados que guardaba en su cuarto. Le dio pereza encender el candil o unas velas y se dejó envolver por la oscuridad y por el sueño. Se echó en uno de los sofás más anchos y con más almohadones y se quedó dormido.
Se levantó de un salto. La vidriera de la galería se había quedado entornada, y entraba un airecillo de madrugada que podía causarle un resfriado. Al alboroto de los gallos y las gallinas se unía ahora el graznido insistente de las ocas y los patos, como si alguien los persiguiera. Los perros empezaron a ladrar.
Corrió a la galería, metiéndose la camisa en los calzones. Como un rayo cruzó por su mente la idea de que alguien había entrado en el gallinero a robar: no era normal que el averío estuviera tan alborotado. Quizás era la zorra o el lobo, cogió la escopeta y se asomó por la galería.
Frente a la casa, corría en desbandada por el prado todo el gallinero, perseguido por un hombre que llevaba un saco abierto y metía en él a las aves que atrapaba.
—¡Eh, tú, lagarto! —gritó Tinco apretando el gatillo de la escopeta y apuntando al cielo.
El disparo resonó por todo el valle como si se hubiera resquebrajado una montaña.
Tinco tuvo que agarrarse a la barandilla para no caer de espaldas. Pero se recobró inmediatamente y gritó de nuevo:
—¡Si no dejas ahora mismo todo lo que has robado, te pondré el culo como un colador y no podrás volver a sentarte en tu vida!
El individuo levantó los brazos, asustado, y dejó el saco en el suelo. Las aves corrieron a refugiarse en el gallinero, mientras salían del saco unos gallos, un par de gallinas y un pato aturdido.
—No te lo tomes tan a pecho, chaval —habló el hombre—. Ten compasión del pobre meritorio. No quería causar ningún daño. Como dicen por ahí que los dueños y los aparceros han abandonado la masía por miedo a la guerra…
—¡No te muevas! —le amenazó el chico con la escopeta.
El hombre tenía unas facciones extrañas; era delgado, barbilampiño y de poca altura, de modo que podía pasar fácilmente por un muchacho. Pero la torpeza de sus movimientos, la leve inclinación de sus hombros y la singularidad de sus vestidos, muy gastados, como si se los hubiera regalado un señor de ciudad, delataban que ya había cumplido bastantes años.
—¡Soy hombre de paz! —gritó—. No tengas miedo, que no pienso mover ni un dedo.
—¿Quién eres? ¿De dónde has salido?
—Soy… el meritorio —se rió el hombre.
—¿El meritorio? ¿Qué es eso?
—Escucha con atención, a ver si adivinas mis méritos.
El hombre bajó los brazos sin dejar de mirar al muchacho y, con gestos y cara risueños, recitó ampulosamente:
Toda esta vida es hurtar,
no es el ser ladrón afrenta,
que como este mundo es venta,
en él es propio el robar.
Tinco comenzó a relajar el brazo y los labios. Aquel hombre era un payaso; de otro modo, ya hubiera escapado.
Yo he hecho lo que he podido.
Fortuna, lo que ha querido.
El hombre hizo una gran reverencia, indicando que había terminado. Ahora, Tinco llevaba la escopeta bajo el brazo y sonreía.
—¿Sabes ya cuáles son mis méritos?
Como el chico no dijo nada, el hombre continuó.
—En ciudades y pueblos de las cercanías he tenido un gran éxito. El público se ha aprendido de memoria muchos versos. Me piden sobre todo los más atrevidos y los que dan más risa, como el soneto que empieza «Érase un hombre a una nariz pegado…».
—Es la primera vez que lo escucho.
—¿No has oído hablar del gran don Francisco de Quevedo? ¿Ni del gran Leandro Fernández de Moratín? ¿Ni de El sí de las niñas?
Tinco negó con la cabeza.
—Muchas compañías de comedias salieron de Barcelona, huyendo de la peste, y se instalaron en las comarcas. Yo entré de meritorio en una que fundó Moratín a su paso por Valencia y Barcelona, cuando tuvo que exiliarse por afrancesado, o sea, por haber trabajado en favor de José Bonaparte, el Rey de Copas o Pepe Botella, como le llamaban los madrileños por su afición a la bebida. De eso hace muchos años; bueno, de la retirada de los franceses, casi un siglo. Pero la compañía quedó y todavía tiene éxito representando El sí de las niñas, que escandalizó mucho porque venía a decir que las niñas tienen derecho a dar su consentimiento antes de que sus padres las casen con algún vejestorio rico.
—¿Queda alguien con ganas de ver comedias, con la agitación que hay en todas partes? Yo creía que en tiempos de guerra el público no pensaba en divertirse.
—¡Es cuando más diversiones se necesitan! A más tristeza, más distracciones. Los cómicos somos como los médicos: ellos curan con potingues; nosotros, con alegría.
—¿Y tan mal lo pasáis los cómicos que os veis obligados a salir al campo a robar gallinas?
—A veces pasamos mucha hambre, sobre todo en tiempos tan confusos como éstos…
Tinco ya no le apuntaba con el arma, y el cómico no huía. «Señal de que no es mala persona —pensó el chico—. Un comediante desgraciado y muerto de hambre, pero no mala persona».
—¿Cómo están las cosas por los pueblos? —le preguntó desde la galería.
—Entran los liberales y huyen los carlistas. ¿Por qué no me invitas a desayunar y te lo cuento detalladamente?
El chico calculó que, con la escopeta en la mano y el revólver en la cintura, tenía todas las de ganar. Echó una ojeada por los alrededores y, convencido de que el hombre iba solo, respondió:
—Espera un momento, que bajo a abrirte.
De cerca, el hombre tenía una cara todavía más rara. Barbilampiño, de piel muy blanca y ojos claros y achinados, sólo las leves arrugas que le surcaban las mejillas y la frente como minúsculas hierbas indicaban que era mayor de lo que aparentaba. Era delgado y pequeño, y eso también contribuía a que pareciera un joven envejecido prematuramente.
Después de hacerle pasar, Tinco volvió a atrancar el portillo. Mientras subían, el hombre observó:
—Te han reventado la cerradura. Haces bien en protegerte, si estás solo.
—Fue un tiro equivocado. Pero hay más hombres en casa.
—¿Ah, sí? —se extrañó el meritorio.
—Están en los establos, con el ganado.
—En Vic y en los pueblos de las cercanías se comenta que toda la casa se ha refugiado en «La Nava» por miedo a los últimos coletazos de la guerra. Y que el barón del Ter se dirige a Ripoll o a La Seo de Urgel para hablar con Savalls y los demás generales carlistas y tratar de convencerlos de que se rindan.
Tinco no dijo nada. Atravesaron el salón y pasaron a la cocina, donde se sentaron a la mesa después de que el chico sacara del armario pan, jamón, manteca, vino y confitura. Mientras el chico preparaba la mesa, el hombre explicó cómo había llegado a Vic la noticia de la proclamación de Alfonso XII. Los primeros en conocerla fueron los feligreses de la iglesia de la Piedad, porque era la que tenía el campanario más alto y la que recibía las señales de las banderolas del telégrafo que enviaban desde un monte próximo. Los devotos salieron del templo sin decir amén. Después se vaciaron las calles; todo el mundo corrió a su casa, alarmado. El general Martínez Campos ya había concentrado en la ciudad a unos diez mil soldados, con municiones y provisiones, que blasfemaban y protestaban porque tenían que ir con todo el cargamento hacia La Seo de Urgel. La guarnición no había recibido la noticia con unanimidad. Una parte se decantaba por la monarquía, mientras que otra no quería ni oír hablar de ella y sostenía que su deber era permanecer fiel a la república. Las discusiones fueron muy fuertes y faltó poco para que se llegara a las armas. Con la fila de cañones montados en la plaza mayor, no es extraño que la población civil corriera a refugiarse a casa. Los de artillería, con un coronel al frente, no querían reconocer a Alfonso XII. Mientras discutían, llegó la segunda noticia: que Barcelona y la mayor parte de las ciudades habían aceptado la restauración de la monarquía liberal. Y a la hora de acostarse, también en Vic se había proclamado la monarquía de Alfonso XII. A la mañana siguiente, los soldados tuvieron rancho extraordinario y torrentes de vino para celebrarlo. Y el domingo siguiente, restablecida la disciplina, el batallón de Borbón, que antes era el de Cádiz, volvió a ir en formación, después de mucho tiempo, a misa a la catedral. La guerra tomaba mal cariz para los carlistas.
Tinco quiso saber cómo había llegado la noticia de la aceptación de la monarquía en todo el país, porque él había oído hablar de otros tipos de telégrafo, como el óptico y el eléctrico, y el cómico dijo que la habrían llevado de Barcelona los pasajeros de la diligencia porque el tren, que había llegado a Vic aquel mismo año, sólo transportaba trigo, con gran disgusto de los payeses, porque el trigo que llegaba en tren era más barato que el que se cosechaba en la comarca.
Después, el cómico explicó su llegada a Cataluña de la mano de Abelardo López de Ayala. Este comediógrafo andaluz ascendió dentro de la Unión Liberal, partido que significaba la conciliación de los dos generales más importantes, Espartero y O’Donnell, y llegó a gobernador de Barcelona por haber preparado el levantamiento de 1868. López de Ayala redactó el famoso manifiesto de septiembre, que concluye con el grito «¡Viva España con honra!». Participó en la batalla de Alcolea, que provocó la caída de Isabel II, y luego fue ministro de Ultramar con Serrano, el general vencedor.
—También ha tomado parte en la vuelta de Alfonso XII —prosiguió el cómico—, que seguramente lo premiará con algún cargo, si es que no lo hace primer ministro.
El meritorio dijo que él había llegado con el servicio del nuevo gobernador, pero que luego descubrió su afición al teatro y se quedó de meritorio, o sea, de chico para todo, en una compañía protegida por el gobernador para que representara sus comedias, sobre todo.
—Pero yo prefiero las comedias de Moratín, que ya no están de moda.
—¿Y qué está de moda ahora?
—Las comedias románticas. Y la poesía romántica. Escucha:
¡Al arma, al arma!
¡Mueran los carlistas!
Y al mar se lancen con bramido
horrendo de la infiel sangre
caudalosos ríos…
A Tinco le pareció que el cómico se ahogaba. Tras un ligero respiro, el meritorio comentó:
—Es un poema de José de Espronceda que llama a las armas contra los carlistas. Aquí no me he atrevido a recitarlo nunca. Demasiado exaltado. Los románticos son todos demasiado exaltados. Desde que he abandonado la compañía para andar por los pueblos como un juglar solitario, no puedo representar ninguna comedia. Sólo fragmentos. He echado mano de los poemas satíricos de Quevedo, que aquí gustan mucho. Los románticos exigen mucho esfuerzo. Prefiero la sensatez y la sencillez de Moratín.
Tinco estaba más interesado por conocer noticias de la guerra. Y el cómico le explicó que un día en que la tropa liberal que guardaba Vic, el batallón de Navarra, se paseaba por la ciudad para conocerla, un soldado se perdió por las callejuelas que rodean la catedral, y en una esquina se topó con un grupo de carlistas. Viéndose perdido, extendió los brazos en cruz e imploró: «¡La vida, por Dios!». Un jovencito del requeté disparó y lo mató en el acto. Entonces, otro carlista, un hombre maduro, le dio una bofetada al requeté y le dijo que no se mata a un hombre que se ha rendido.
—Así que hay más hombres en la casa, ¿no? —preguntó el meritorio, acabado el desayuno, tras un momento de silencio.
—Sí. Luego podemos verlos, si quieres —afirmó Tinco con voz tan segura que el otro tuvo que mirarle a los ojos para ver si mentía.
—Cuando quieras. Yo no tengo nada que hacer —aceptó el reto el cómico.
—No sé qué cara pondrán cuando les diga que te he atrapado robando gallinas… —se rió el chico, al que se le acababa de ocurrir una idea.
—Escucha —dijo el hombre, apartando la silla de la mesa—: Me parece que eres un buen chico y podemos hablar claro. Ni yo he venido a esta casa a robar gallinas, ni tú tienes que intentar convencerme de que hay más gente en la casa, para que coja miedo y no te haga nada.
Sin darse cuenta, Tinco echó mano a la escopeta, que estaba apoyada en un lado de la mesa. Pero, en una fracción de segundo, el cómico se sacó un cuchillo de la manga, lo abrió y lo clavó en la mesa, a dos dedos del arma que el chico intentaba coger.
—En el teatro hago papeles de joven e incluso a veces me disfrazo de mujer, pero fuera del escenario soy un hombre tan peligroso y decidido como el que más. No juegues conmigo, muchacho. Mis muchas habilidades me han permitido abandonar la compañía y andar solo por el mundo, como un feriante. La comedia ha acabado, ahora jugamos a otro juego, que puede ser peligroso. De ti depende que no lo sea.
La hoja del cuchillo lucía como un pez tocado por el sol, y el mango negro temblaba levemente. El hombre se levantó para recogerlo y, mientras lo guardaba otra vez en la manga del chaleco, dijo:
—Si hubiera querido hacerte daño, ya lo habría hecho. Deja el arma y hablemos de hombre a hombre, sin engaños. El escándalo del gallinero era para comprobar si había alguien en casa.
Ahora, Tinco se arrepentía de haberle dejado entrar. Viana le había advertido que no se fiara de nadie, y que los traidores más peligrosos son los que tienen cara de ángel o de criatura inofensiva. Dejó la escopeta donde estaba y dijo:
—Como dices que no has venido sólo a robar gallinas…
—Vayamos por partes, y empecemos por el principio: ¿quién más hay en la casa?
—Un prisionero carlista y un caballo enfermo. Y de madrugada vienen un par de hombres a ordeñar las vacas y cuidar el ganado que queda.
—¿Dónde está el prisionero?
Tinco le explicó la historia del desertor y del caballo herido. Y que a los hombres no los había visto nunca porque debían de entrar y salir en la hora más silenciosa de la madrugada por la puerta de los establos. El cómico arrugó la nariz y, tras una breve reflexión, dijo:
—De momento ese desertor no representa ningún peligro para nadie. Y si lo encuentran los liberales, no le harán nada porque el general Martínez Campos ha ordenado el perdón de todos los desertores para debilitar con deserciones al ejército carlista en retirada.
—Tengo una idea.
—¿Cuál?
—Ya que eres actor y puedes representar muchos papeles y disfrazarte para pasar por cualquier persona…
—Has pensado que me disfrace de algún personaje para enredar al prisionero.
Tinco asintió con la cabeza.
—¿Por qué motivo? ¿Qué has pensado?
Tinco le explicó que le habían intrigado las insinuaciones del prisionero durante las primeras horas de cautividad. Quería saber qué había de verdad en sus aseveraciones de que conocía muchos secretos y tenía la llave de muchos misterios. El chico pensaba, sin decirlo, en las palabras sobre su origen, en las insinuaciones sobre el propósito del barón al dejarle solo en la masía, en las revelaciones sobre las sociedades secretas, y en todas las sospechas con que le había llenado la cabeza.
Ahora, el cómico se animó. Se levantó y se puso a pasear por la cocina mientras decía:
—Y el secreto más importante: el tesoro que oculta esta casa. Un dineral en joyas y oro. En Vic he sabido que don Lobo era el encargado de recoger las contribuciones de los propietarios para la causa de Carlos VII le confiaban el dinero porque el barón es uno de los socios de la Banca Mas, que ha abierto hace poco sucursal en la ciudad. Pero no podía guardar todo ese dinero en el banco, y menos ahora cuando ayudar a los carlistas es un delito. En Vic me enteré, por la confidencia de un escribiente del banco, de que el dinero de esas contribuciones lo guardaba don Lobo en «El Roble», y de aquí salía para pagar las soldadas.
Tinco recordó a los capitostes carlistas que visitaban con frecuencia a don Lobo y la cara de satisfacción con que se despedían después de una buena comida. Él creía que iban sólo a discutir de política con el barón. Viana le había dicho en una ocasión que era demasiado ingenuo y confiado.
—Además, parece que aquí es donde esconde Savalls los miles de reales que los liberales le entregaron para que se dejara vencer. Los guarda aquí mientras espera llevárselos a Francia.
Tinco había oído algo de eso, pero no había prestado atención, pensando que se trataba de habladurías. Había quien aseguraba que Savalls ya estaba en Francia y hasta que un jovencísimo corneta lo había asesinado por venganza.
—Y para colmo, se sospecha que el dueño de la casa también guarda aquí el oro que le dieron los alemanes cuando pretendían que un príncipe alemán subiera al trono de España, que estaba entonces sin rey o, mejor, sin reina, pues la revolución de septiembre de 1868 había destronado a Isabel II. Todos saben que don Lobo era uno de los Intermediarios entre el gobierno de Madrid y Guillermo I de Prusia. Y que ese oro fue la causa de que se metiera en negocios con banqueros.
Don Lobo le había hablado de sus viajes por Europa, poro le había dicho que los hacía por curiosidad científica, para visitar las fábricas de gas de alumbrado o para estudiar la destilación de los vinos, la clarificación de los aceites y el Unte de la seda.
El cómico sacó del bolsillo un papel lleno de nombres y dijo:
—Escucha y verás con quién te la estás jugando.
Tinco, todo oídos, se dispuso a escuchar.
—Él viajaba con científicos pagados por la Junta de Comercio de Barcelona, pero su objetivo era político. El general Prim, tras destronar a Isabel II, quería escoger un rey entre los príncipes de las casas reales europeas. Don Lobo, entre otras razones por su dominio del alemán, fue uno de los encargados de tantear las posibilidades del príncipe alemán Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen, nieto de Guillermo I de Prusia. El todopoderoso Bismarck era partidario de esta solución e inició unas negociaciones secretas para que su príncipe llegara al trono de España. Un agente de Bismarck se desplazó a Madrid para hablar de ello. Y en esa época, los viajes del barón a Madrid eran frecuentes.
El cómico lanzó un suspiro y continuó.
—Pero unas negociaciones de ese tipo no pueden mantenerse en secreto por mucho tiempo. Los franceses se enteraron. ¿Un Hohenzollern rey de España? El emperador Napoleón III dijo que se trataba de un complot antifrancés que había que impedir a toda costa. Los franceses no podían permitir que reinara en España un príncipe alemán. No querían encontrarse, como en tiempos del emperador Carlos V, prisioneros entre dos países amigos y regidos por la misma dinastía. Además, se sentían ofendidos porque España no tomaba en consideración a su emperatriz Eugenia de Montijo, una española. El resultado fue el rechazo del príncipe Leopoldo y la unión de todos los Estados alemanes en torno a Prusia y al canciller Bismarck para declarar la guerra contra los franceses, que acabó hace cuatro años con la victoria de los alemanes.
—¿De eso fue de lo que te enteraste en Vic?
—¡No, hombre! Esas cosas ya las sabía yo antes. Yo estudié en el seminario.
—¡Qué cura más original hubieras sido!
—Por eso me expulsaron, porque no paraba de reír y de hacer reír a los demás. ¡Como si a Dios no le gustara que la gente lo pase bien, se ría y sea feliz!
—Lo que no le gusta es que los ladrones entren en las casas a robar.
El cómico miró un instante al muchacho con curiosidad.
—¡Tú qué sabes del mundo y de la política! Si te han enseñado un poco de doctrina cristiana, sabrás que el Hijo de Dios murió crucificado entre dos ladrones.
—Que se arrepintieron antes de morir.
El cómico lo miró de nuevo, un punto enojado.
—Eres muy deslenguado para ser tan joven, rapaz.
—No te enfades. ¿O es que tu manera de tener razón es no dejar hablar a los que te escuchan?
El hombre se sorprendió de la respuesta del muchacho.
—Eres espabilado —dijo—. Los dueños han escogido un buen guardián para la casa.
—Sólo quieren que no ocurra nada.
—Es difícil que no pase nada en tiempos como los que corremos. Si no pasamos nosotros, pasarán otros.
—¿Qué quieres decir con eso?
El cómico se levantó y volvió a sacar el cuchillo. Cogió su silla, le dio la vuelta y se sentó otra vez, con los brazos apoyados en el respaldo, las piernas abiertas y la cara dirigida hacia el chico. Hablaba acariciando el cuchillo, como si estuviera a punto de abrirlo.
—Escucha, zagalejo: tú me dices qué quieres que haga por ti, y luego te diré yo qué quiero que tú hagas por mí. Tinco empezaba a tenerle miedo a aquel individuo, aunque procuraba que no se le notara.
—Nos vamos a ayudar como buenos amigos —se rió el cómico.
—Yo… —empezó Tinco con voz pausada, para poder dominarse y mostrar fortaleza—, yo… había pensado… que si quisieras… disfrazarte… de algo que meta miedo al prisionero y le obligue a decir todo lo que sabe… de mí, de la casa… del barón… de las amenazas…
—Déjame pensar un momento.
El cómico cerró los ojos y, tras unos minutos de silencio, dijo:
—¡Ya lo tengo! Me voy a presentar como un obispo o un cardenal; depende de qué ropa disponga.
—¡No se lo tragará! Un obispo es demasiado importante para venir aquí estos días.
—Pues un clérigo importante. Un canónigo, por ejemplo…
—¿Y por qué tiene que ser un cura?
—¿No lo entiendes? Un cura puede confesarle, lograr que descargue toda su conciencia…
—No confesará nada… Es muy terco.
—Le haremos creer que se trata de la última confesión.
—¿Qué quieres decir?
—Que los carlistas están esperando fuera para fusilarlo por desertor. Y que sólo puede salvarse si descubre algún secreto importante, como los que nos interesa conocer.
A Tinco el plan le pareció interesante.
—Bien. Examinaremos el vestuario disponible y veremos si me presento como cura, como médico o como abogado… Ahora, hablemos de lo que me interesa a mí.
Tinco sentía el corazón en la garganta. Y el silencio era tan profundo que le parecía que los latidos se oían incluso desde el roble de la masía.
—En Vic, el escribiente de la Banca Mas me aseguró que hay una señal, una especie de clave secreta, que indica cómo dar con lo más importante de esta casa: las joyas, el oro, el dinero, el tesoro… Como si el barón perteneciera a alguna sociedad secreta y sólo sus miembros supieran cómo hallar la caja oculta. ¿Sabes algo de eso?
Tinco negó con un movimiento de cabeza.
—¿Recuerdas algún detalle, alguna conversación…?
Tinco se quedó unos minutos en silencio aparentando buscar un recuerdo, hasta que el cómico se levantó y dijo:
—El escribiente me reveló también que se rumorea que los miembros de esa sociedad secreta tienen intención de venir a «El Roble» para vengarse del barón. Parece ser que don Lobo no muestra tanto fervor por la causa carlista como antes. Y la venganza puede tener mil formas.
La cara de Tinco reflejaba sorpresa.
—¿Dónde guardan los barones el dinero y las joyas?
—Se lo llevaron todo a «La Nava», en una cajita de hierro…
—Bueno… vamos a ver qué ropa hay para el disfraz. Primero haremos cantar al pajarito que tienes enjaulado, y luego empezaremos a buscar la caja grande. Si sólo se llevaron la cajita, nos habrán dejado la grande.
Tinco también se levantó y se quedó de pie junto a la mesa, dudando si coger la escopeta. Recordó que tenía la otra guardada en la sarria del zaguán, y el revólver debajo de los almohadones del sofá en que se había quedado dormido. Se acercó a la ventana, como si fuera a comprobar el tiempo, y cerró con disimulo un postigo. Los perros protestaban en la puerta de la cocina y el chico, al pasar por el salón, les indicó que se quedaran al final de la escalera.
—¿Adónde me llevas? —preguntó el cómico.
—Al cuarto rojo. Allí hay un armario con muchas ropas.
Antes de entrar en la habitación, el hombre anunció con voz tranquila, como si continuara una conversación anterior, como si hablara de la cosa más normal del mundo:
—Si nosotros no encontramos lo que buscamos, no lo encontrará nadie.
Tinco se detuvo y examinó la cara del cómico para ver qué intención encerraban aquellas palabras. El hombre lo sacó de dudas en seguida, al añadir:
—Si no encontramos lo que nos interesa, pegaremos fuego a la casa.