LOS CABALLOS DEL PARTENÓN
Los tres jóvenes regresaron en silencio a la cocina. La marcha del viejo maestro los había dejado alicaídos. El caserón parecía ahora más grande, más vacío y más silencioso. El colorido exterior entristecía más la sombra fresca del interior. Por ventanas y balcones entraban el canto de las cigarras y los trinos de los pájaros. Los perros estaban inquietos.
—Tinco —dijo Viana—, explica eso de los caballos y los perros viejos.
—¿Lo que le he dicho al prisionero?
—Sí, eso de que los malvados abandonan a los caballos y los perros cuando se hacen viejos.
—Don Lobo me lo leyó de un libro de la biblioteca. Decía cuando los griegos construían el Partenón…
—¿Qué es eso?
—Es un templo muy importante que hay en Grecia, en Atenas, con muchas columnas que todavía aguantan después de miles de años. Los constructores utilizaban mulos y caballos para subir los bloques de mármol a la cima de la montaña donde levantaban el templo. Y cuando los animales enfermaban o envejecían, los dejaban pastar libremente en los prados de los alrededores. Con los perros hacían algo parecido. Y a las mulas que más habían trabajado las dejaban pacer tranquilamente aunque no fueran viejas ni estuvieran enfermas…
—¡Qué gente más extraña! —exclamó Saturnina.
—Y cuentan que un día, una mula vieja dejó el pasto para ponerse delante de las bestias que subían tirando de los carros llenos de piedras, para animarlas con sus relinchos, a pesar de que ya no estaba obligada a ningún trabajo. Y por esa razón los atenienses decidieron mantener la mula a cargo de la ciudad hasta su muerte.
Las dos muchachas escucharon el relato en silencio y, tras un momento de reflexión, Viana dijo:
—No creo que eso sea verdad.
—Lo dice un libro de historia de aquel tiempo.
—¿Y quién te asegura que el libro dice la verdad?
Tinco se quedó sorprendido por la pregunta.
—¿Piensas que porque sabes leer ya no te pueden engañar?
Como el chico no encontraba respuesta, Viana continuó.
—Cuando alguien te habla, puedes adivinar si dice o no la verdad por su cara o por su voz. Pero ¿cómo sabes que un libro no te miente?
—Porque… te fías de él —dijo al fin el chico—. Si no mereciera que te fíes de él, no lo guardarían años y años en las bibliotecas. Y en las universidades, los sabios los estudian, y si encuentran algún error, lo corrigen. Por eso salen libros nuevos, porque cuentan cosas nuevas que antes no se conocían…
Ahora fue Viana la que no supo qué decir.
—Viana —la distrajo Saturnina—, se está haciendo tarde. Tenemos que irnos.
—Antes me gustaría ver la casa, ahora que no puede impedírnoslo la muasela. ¿Podemos verla, Tinco?
—¿Qué queréis ver?
—No sé… ¡Todo! Queremos verlo todo, ¿no, Saturnina?
Saturnina asintió débilmente, entre resignada e ilusionada.
Contemplaron de nuevo las bandejas de oro y plata y las jofainas y platos de porcelana que decoraban las paredes del comedor; pasaron luego a las habitaciones de huéspedes (la roja, reservada para las visitas del obispo de la diócesis; la amarilla, destinada a los parientes, y la azul, la de los invitados que no pertenecían a la familia ni al clero), donde las dos muchachas observaron maravilladas que todo era del mismo color, incluso los doseles que cubrían las camas como cielos de seda; los dormitorios de los barones, separados, el de don Lobo con sillones y mesitas colmadas de libros, y el de doña Violante con cómodas y tocadores llenos de perfumes, cajitas, almohadones y muñecas; el baño, con vasijas y cuencos para el agua, las paredes cargadas de espejos y una gran bañera de mármol que el barón había hecho traer de Barcelona; la capilla, pequeñita y blanca, a la que echaron un vistazo desde un coro elevado al que se llegaba desde uno de los corredores de la casa, por si alguien quería oír misa sin entrar por la puerta principal, que daba a un pequeño patio interior. Incluso subieron al desván y probaron las manzanas y membrillos y pisaron el trigo amontonado en los rincones y jugaron a esconderse detrás de las longanizas y los jamones que colgaban de los maderos del techo.
En la biblioteca se quedaron boquiabiertas al contemplar tantos libros juntos.
—Ahora veréis los caballos del Partenón —anunció Tinco, al tiempo que abría un armario y buscaba un libro.
—¿Tienen santos esos libros? —preguntó Saturnina—. Yo creía que eran todo letras.
—Son dibujos de jóvenes que conducen caballos encabritados y que adornaban la entrada del Partenón —explicó Tinco, preocupado porque no hallaba el libro que buscaba—. Y también hay centauros…
—¿Qué…? —se extrañó Viana.
—Monstruos, mitad hombres y mitad caballos.
—¿Y para qué sirve esa especie de animal?
—El centauro. De cintura para abajo es un caballo. De cintura para arriba es un hombre.
—¿Un hombre? ¿Con medio cuerpo de caballo? ¿Y para qué sirve?
Tinco la miró y se echó a reír.
—¡Qué pregunta! Los centauros enseñaban a los jóvenes música y a cabalgar… Don Lobo dice que sirven sobre todo para que cuando corremos podamos imaginar que somos como un caballo veloz…
—¿Quieres decir que sirven para soñar?
Tinco se rió de nuevo:
—Sí. En cierto modo, sí…
—Entonces, el prisionero sería como un centauro —observó Saturnina—, porque también él está unido a un caballo.
—No encuentro el libro —se rindió Tinco, y cerró el armario—. Cuando lo encuentre, os enseñaré los caballos del Partenón. Vamos.
Atravesaron la sala de juegos. Las chicas querían jugar con todos, pero iban con prisa y lo dejaron para otra ocasión.
Después vieron el cuarto de costura, que se usaba también para planchar, y la salita de fumar. Se quedaron con las ganas de subir al pequeño campanario de la capilla porque, para hacerlo, había que subir otra vez al desván, y Saturnina dijo que los tejados la mareaban.
Lo único que Tinco no les abrió fueron los dormitorios de los criados y las criadas y el suyo, con la excusa de que estaban sin arreglar y no había nada que ver. Tampoco les dejó entrar en la sala de los puñales ni en la de los venenos porque, dijo, contenían materiales muy delicados que podían romperse. Viana quiso saber quiénes eran los personajes cuyos retratos colgaban de las dos puertas.
—En la sala de los puñales está Bismarck, al que le llaman el hombre de hierro por su fuerte carácter. Y en la otra están Cavour y Garibaldi porque los italianos son más sutiles y complicados, como un buen veneno. Don Lobo dice que esos dos fueron como una medicina para Italia, porque actuaron como dos fuerzas complementarias. Uno era diplomático y actuaba en la alta sociedad; el otro era revolucionario y actuaba desde abajo, con el pueblo sencillo. Uno era del norte y el otro del sur, y como dos venenos bien combinados, formaron una medicina para expulsar a los extranjeros que dominaban Italia desde hacía siglos, sobre todo a los últimos, a los austríacos y los franceses, según creo.
Acabaron en el salón, donde Viana quedó impresionada por el retrato del rey Fernando VII. Le pareció tan feo que no podía creer que hubiera sido rey, y se rió mucho cuando supo que los madrileños le llamaban Narizotas.
También les gustó mucho a las dos un grabado que representaba el momento en que la reina Isabel II juraba la Constitución, porque la reina tenía sólo siete años y necesitaba un escabel para poner los pies y parecer mayor. Aparecía rodeada de nobles y sentada en un trono, al lado de su madre, y la ocasión parecía solemne.
—¿Qué es la Constitución? —preguntaron las chicas.
Tinco tuvo que explicarles que mientras Fernando VII estaba en Francia, prisionero de Napoleón, los políticos del país se reunieron en Cádiz, el único lugar donde los franceses no habían podido llegar porque forma casi una isla en el océano, y allí redactaron unas leyes que rigieran siempre, incluso cuando no hubiera rey, y que obligaran a todo el mundo, sin excluir a los reyes.
—Estaban hartos —dijo Tinco tocándose la medalla del pecho— de que la ley fuera la voluntad del rey. La primera Constitución limitaba ese poder absoluto. Por eso, cuando Fernando VII regresó a España, lo primero que hizo fue abolir la Constitución de Cádiz. Y mucha gente que no quería un rey absoluto fue perseguida o tuvo que huir. El solo hecho de gritar «¡Viva la Pepa!», ya era un delito.
Y les contó por qué se le daba ese nombre a la Constitución de Cádiz de 1812.
—¡Jamás hubiera creído que los ricos fueran tan ricos! —exclamó Viana haciéndose cruces de las maravillas que habían contemplado—. ¿Sabes qué es lo que más me ha gustado? La muñeca que hay encima de la cómoda de la habitación de doña Violante.
—Pues a mí —dijo Saturnina—, las camas con las cortinillas para encerrarse dentro y dormir con ese tejadito encima…
—Se llama dosel.
—… como un cielo azul o amarillo. Eso es lo que más me ha gustado.
—Yo, si me dieran a escoger, preferiría dormir en un jergón de pellejos de maíz como el de mi casa, y tener la muñeca.
Viana se puso más seria y añadió:
—¡Yo no he tenido nunca una muñeca ni un juguete!
—A mí, cuando era muy pequeña, me hizo una mi madre con cuatro trapos —rió Saturnina—. ¡Aquélla sí que era la Pepona!
—Tinco, ¿crees que si se lo pidiera, doña Violante me prestaría unos días la muñeca? La trataría como si fuera una persona. Al fin y al cabo, encima de la cómoda no le sirve para nada.
—No es una muñeca para jugar, Viana. Es para decorar.
—¿Y no la tocan nunca?
—No. Es una muñeca especial. Es un regalo que una dama muy importante, amiga de la reina, le hizo a doña Violante para acercarla un poco a la causa liberal. Esa dama acompañó a Isabel II en el exilio a París. La muñeca se parece mucho a Isabel II, y es gordita y risueña como la reina destronada.
—Entonces ¡no la quiero!
—Yo también creía que era una muñeca para jugar —dijo Saturnina—. Si es como la reina Isabel, no la quieras, Viana, porque en casa todos dicen que si tenemos guerras es por culpa de Isabel II, que no podía ser reina; el rey tenía que haber sido su tío Carlos.
—No empecemos a discutir por eso —dijo Tinco al ver que Viana estaba a punto de saltar.
—Pero ha habido muchas mujeres que han sido reinas, ¿verdad, Tinco?
—En Francia lo era hasta hace poco la emperatriz Eugenia de Montijo, que es española, y en Inglaterra tienen desde hace años a la reina Victoria…
—¿Y por qué aquí no aceptan a las mujeres? En la fábrica, para trabajar, sí nos aceptan. Pues si servimos para trabajar también serviremos para ser reinas.
Viana estaba indignada.
—Bien mirado —observó Saturnina—, a nosotras nos da igual que mande un rey o una reina. Nosotras tendremos que trabajar toda la vida en la fábrica, ganen los liberales o los carlistas.
—¡Yo, no! —protestó Viana—. Toda la vida, no.
—¿Y qué piensas hacer, loca? Sólo los señores y los ricos pueden vivir sin trabajar.
—Todavía no lo sé. Pero yo quiero hacer algo más.
—¿Qué?
Viana reflexionó un momento antes de preguntar:
—Tinco, ¿es muy joven ese rey que han puesto ahora?
—¿Alfonso XII? Creo que tiene dieciséis años…
—Viana, si tú te quedas, yo me voy —decidió Saturnina de repente—. Mira el cielo. Pronto estará oscuro, y no quiero cruzar el bosque y llegar a casa de noche.
—¡Vamos, pesada! —accedió Viana de mala gana—. Mañana pasaremos otra vez por aquí. Si hay peligro, cierra un postigo de la ventana de la cocina. Así veremos la señal al llegar. Y no dejes nada en la roca clara, que puede perderse. Es mejor aviso el postigo cerrado.
Tinco acompañó a las chicas hasta el portal. El cielo, ceniciento, había borrado los colores de fuera. El roble parecía llamar todas las sombras a su ramaje. Los perros daban vueltas alrededor de las dos muchachas, como si quisieran acompañarlas.
—Si un chico de quince o dieciséis años puede ser rey —dijo Viana—, yo no quiero quedarme toda la vida en una fábrica. Quiero viajar como mi abuela, que fue a Francia y a Gerona y aprendió a conocer las hierbas medicinales y las virtudes de todas las plantas y de todos los animales.
—¿Quieres ser bruja? —se burló Saturnina.
—¡Si no puedo ser reina o generala, sí! Mejor bruja libre que obrera esclava de las máquinas doce horas cada día.
—Para llegar a reina o generala —dijo Tinco—, tendrías que leerte todos los libros que has visto en la biblioteca.
—Tú me leerás uno cada día. Empezamos mañana.
—¡Estás completamente loca, Viana! —se rió Saturnina—. En la fábrica, todo el mundo dice que has perdido la chaveta.
Desde el recodo del camino de los cerezos, Viana volvió la cabeza y levantó el brazo para decir adiós de nuevo. Tinco hizo lo mismo, y cuando las dos chicas hubieron desaparecido, echó un vistazo por los alrededores de la casa y se detuvo para contemplar el roble, que agitaba suavemente las hojas, como en un temblor. Sin darse cuenta, Tinco levantó nuevamente la mano para despedir al roble. Luego atrancó el portillo con las dos traviesas.
Entró en la cocina y se sentó en una silla sin saber qué hacer. Le parecía que habían transcurrido meses e incluso años desde que la masía se había quedado solitaria. Era como si se encontrara en otro mundo.