EL ÁNGEL EXTERMINADOR
Tinco y Viana se sentaron en el primer escalón y observaron cómo Catón se acercaba a la puerta de la mazmorra, de la que ellos sólo podían ver la parte inferior. Allí era difícil que el prisionero los viera a través de las rendijas de la puerta o de la gatera.
Mientras la figura del viejo avanzaba hacia el fondo, se oyó la voz del desertor, que gritó con sorpresa:
—¿Quién eres, viejo chocho?
—Vengo a observar cómo has tratado al caballo —respondió tranquilamente Catón.
—Estoy en paños menores.
—Porque te has quitado el uniforme para llamar la atención, ya lo sé.
—Esperaba que los liberales me liberaran.
—¿Y para eso le has hecho sangre al caballo y has ensuciado tu ropa?
—Si no los alarmaba, corría peligro de que no se enteraran de que estoy aquí. ¿Quién eres tú?
—¿Cómo está el caballo?
—Entra y compruébalo tú mismo.
—Claro que voy a entrar, ¡y ay de ti si lo encuentro peor de lo que estaba! Porque has de saber que los soldados que han venido no eran liberales, sino carlistas.
—Ya me lo ha dicho el chaval. Pero serían muy pocos…
—Pocos o muchos, podíamos haberte entregado a ellos…
Desde su observatorio, Tinco y Viana intentaban ver algo inclinando la cabeza hasta rozar las rodillas. El grito del viejo maestro les hizo enderezarse.
—¡Tú, muchacha! Trae la llave de la celda. ¡Deprisa! Y una cuerda larga y delgada.
Viana interrogó a Tinco con la mirada. El chico corrió a la galería en busca de la llave y regresó con ella y con una cuerda y una escopeta.
Catón acudió al pie de la escalera a recoger la llave y la cuerda, e invitó con un gesto a la pareja a seguirle a la celda, de manera que su cuerpo los ocultara a la mirada del prisionero.
—Sin armas —susurró el maestro.
—¡Cuidado, que tiene un cuchillo! —advirtió Tinco con un hilo de voz sin dejar la escopeta.
—Se lo quitaremos.
—Si intenta huir, le abriré la cabeza de un tiro.
El maestro metió la llave en la cerradura mientras advertía al prisionero:
—Escucha: quiero comprobar la salud del caballo. Para eso tienes que quitarte la poca ropa que llevas y quedarte completamente desnudo. Luego nos das toda la ropa por la gatera y te atas tú mismo con la cuerda que te voy a entregar. No abriremos esta puerta mientras no nos pases los cabos de la cuerda por el mismo agujero. Si no obedeces, no tendrás más comida ni ropa limpia, y te pudrirás junto al caballo.
—¿Cuántos sois? —preguntó el prisionero con voz insegura.
—Los suficientes para partirte la cabeza si intentas escapar.
En silencio, el desertor pasó por la gatera los calzoncillos, camiseta, los calcetines y las botas. Poco después avisó que ya podían coger los dos cabos de la cuerda, pues a él le era imposible pasarlos porque se había atado.
Viana metió la mano y sacó los dos extremos. Por una rendija Catón y Tinco vieron que el soldado se había atado bien. Entonces el maestro giró la llave y abrió la puerta mientras Tinco vigilaba con el arma a punto y Viana sujetaba los cabos. Catón entró con el cesto de paja y comprobó la atadura. El prisionero se había puesto de cara a la pared para que no le vieran desnudo.
—No te muevas —le advirtió el maestro—, que el chico te está apuntando con la escopeta y disparará al primer movimiento.
Mientras observaba los nudos de la cuerda, el viejo notó que el prisionero ocultaba algo en las manos.
—¿Qué tienes ahí? ¡Dámelo! ¡No quiero sorpresas…! —Nada importante. Un papel…
—¡Quiero verlo!
Catón tiró con fuerza de la cuerda que unía las dos muñecas, el papel cayó al suelo. Lo cogió y se lo dio a Viana por la gatera, advirtiéndole que lo guardara para examinarlo más tarde.
—¿Y el cuchillo? —preguntó el viejo.
—No tengo ninguno. Era esa herradura vieja.
Catón la cogió y la colgó del saliente de una piedra de la pared.
El caballo estaba tumbado en el suelo e intentaba levantar la cabeza, un poco alarmado por lo que ocurría. Catón se acercó a él y lo acarició.
Luego comprobó que tenía pienso y agua en abundancia y le examinó la pata. A pesar de la hora, entraba poca luz por el respiradero, pero bastaba para ver que la sangre había empezado a coagularse, aunque todavía fluían algunas gotas de un rojo vivo.
—De momento es mejor no tocar nada —dijo a Tinco, que observaba la exploración desde la puerta—. Dentro de un par de días, cuando pueda levantarse, tendrás que sacarlo para que le dé el aire. El descanso le ha sentado bien, porque ya no suda ni tiene mucosidad en los ollares. Si pudiera venir el herrador…
Dirigiéndose al prisionero, que lo miraba todo volviendo trabajosamente la cabeza, añadió:
—¡Y tú, procura que descanse, coma y beba mucha agua…! ¡Tu vida responde de la suya!
—¡Eso no es justo! Yo expío mi culpa, pero no tengo por qué pagar por un jaco medio muerto.
Tinco respondió:
—La prueba de que un hombre no es un malvado es que conserva y cuida a los caballos viejos y los perros que ya no sirven para nada.
—¿Quién te ha dicho eso? ¿Quieres decir que yo soy un malvado?
—Está escrito en libros muy antiguos…
—Pero ¡si tú no sabes leer ni tu nombre!
—Ya nos lo contarás más tarde —cortó la conversación el maestro levantándose—. Ahora tenemos otros quehaceres. Y tú, ten cuidado con el caballo: en cuanto oye tu voz, echa las orejas hacia atrás, y eso significa que, cuando pueda levantarse, te aplastará contra la pared de una coz.
—¿Y mi papel…? —reclamó el prisionero.
—Lo vamos a examinar con calma. Y te traeremos ropa limpia, si hay.
—Devolvedme la mía, mientras.
—Es tan poca que casi no vale la pena —se burló Viana, metiendo la ropa blanca por la gatera.
—Abrígate con la manta, mientras tanto… —le aconsejó el viejo.
Catón ya estaba a punto de cerrar la puerta cuando el prisionero se dio la vuelta y dijo en voz baja:
—El Ángel Exterminador…
—¿Qué barboteas? —preguntó Catón deteniéndose.
—El Ángel Exterminador, que soy un ángel exterminador…
—¿Y qué significa eso?
—¿No habéis oído hablar de El Ángel Exterminador? ¿Y sabéis algo de La Mano Negra?
Catón interrogó a Tinco y a Viana con la mirada, y los dos negaron con la cabeza.
—Si no te explicas mejor…
—Estoy seguro de que el barón del Ter impidió que el capitán me fusilara porque vio la corona de amatistas que llevaba en la solapa del capote, y que es la insignia de El Angel Exterminador. ¿No viste cómo rozó la insignia de mi solapa cuando me incorporé para besarle la mano?
—Yo no sé nada de eso.
Y como si le hubiera entrado miedo de repente, Catón se apresuró a cerrar la puerta mientras el prisionero gritaba:
—Os aseguro que soy uno de los ángeles exterminadores. El Ángel Exterminador es la sociedad secreta más poderosa. El barón me salvó la vida, y vosotros os arrepentiréis si no me sacáis de aquí.
—Si don Lobo hubiera querido que te tratáramos de otra forma, me lo habría dicho —afirmó Tinco—. Y no vi que tocara nada de la solapa de tu capote.
—¡Nosotros no conocemos más ángeles que los de nuestra Iglesia! —remachó Catón.
—¡A ti te lo iba a decir, pelele! ¡No me hagas reír! Esas cosas no se cuentan a un viejo chocho ni a un pardillo recién salido del cascarón.
Lo dejaron golpeando la puerta con los puños y gritando de rabia:
—¿Queríais que el barón revelara el mundo oculto de las sociedades secretas a unos inútiles como vosotros? ¡Tendríais que besarme los pies por el simple hecho de haberos hablado de ellas! ¿Qué sabéis vosotros de La Mano Negra, que hace justicia en Cádiz y en toda Andalucía, y de El Ángel Exterminador, que persigue a los liberales y ayuda al carlismo, o de los Carbonarios, que ayudan a los demócratas republicanos? Hasta el general Narváez fundó una sociedad secreta, estando exiliado en Francia, con ayuda del rey francés y con dinero de la madre de Isabel II. Se llamaba la Orden Militar Española y le sirvió para derrotar a su rival, el general Espartero. Gracias a esa victoria pudo gobernar el país más de diez años. ¿Qué sabéis vosotros de todo eso?
—No sabemos nada —dijo Catón—. Pero lo que dices no encaja. Dices que unos van a favor de los pobres; otros, a favor de los liberales; otros, a favor de los carlistas, y otros, a favor de los demócratas republicanos. ¡Y citas a Narváez y a Espartero, que están más olvidados que el rey Wamba! Yo no entiendo nada de política, pero las cosas que dices no encajan.
—¿Por qué opinas de lo que no entiendes? ¿Tú de qué lado estás?
—Él opina de lo que le da la gana —intervino el muchacho—. ¡Y tiene más cabeza que tú, bocazas! No haces más que mentir. Eres el rey de las mentiras.
—Tú, chaval, que tanto galleas, eres el más culpable y el que más peligro corre. No vas a escapar porque te hayan disfrazado de criado o de mozo. Te vi al lado del barón y vestido con buena ropa. El disfraz es inútil porque te han dejado aquí como prenda.
Tinco se volvió, enfurecido, para decir:
—¿Prenda de qué, malnacido?
El prisionero no contestó. Y cuando los tres subían los escalones, le oyeron decir:
—Te andan buscando, por si no lo sabías; te buscan por toda la comarca. En todas las ciudades cercanas donde han triunfado los liberales, las sociedades secretas ofrecen recompensas a quien encuentre a un chico como tú. Por eso te han pedido que te disfraces. ¿Cómo te llamas ahora? ¿Jacinto? ¿Pedro? ¿Juanito? ¿O quizá Mariquita?
El maestro cogió a Tinco del brazo y tiró de él hacia arriba para que no se detuviera a escuchar las palabras del prisionero. Viana murmuró inquieta:
—¿Habéis oído lo que dice ese malvado?
—No le hagáis caso, no le hagáis ningún caso. Suelta tonterías para enredarnos. Insulta porque no puede hacer otra cosa.
—¿No has notado, milhombres, que tienes la piel más blanca que los chicos nacidos en esta tierra, y el pelo demasiado claro y rizado para ser de aquí, y los ojos de un azul gris que aquí no se da?
Tinco se mordió la lengua para no contestar. Las últimas palabras que oyó fueron:
—¡Tú no eres de aquí! Podrías ser extranjero, hijo de banqueros alemanes o de príncipes italianos. También podrías descender de algún capitoste revolucionario. Lo que es seguro es que te andan buscando y que alguien ha ofrecido una buena recompensa al primero que dé contigo.
Cuando llegaron a la cocina, Tinco tenía las mejillas y las orejas rojas de ira, Viana respiraba más de prisa que de ordinario y Catón no sabía qué hacer ni qué decir.
—¿Qué os pasa? —preguntó Saturnina desde el fregadero—. Parece como si os hubieran dado una paliza.
—Nada —contestó Viana—. Demasiado trabajo.
Se sentaron los tres en torno a la mesa. Viana sacó el papel que había guardado y lo extendió.
—¿Qué es eso? —preguntó Saturnina uniéndose al grupo.
—Un plano —respondió Catón—. El dibujo de un bosque, con sus caminos, y el plano de una casa…
—Que se parece mucho a ésta —siguió Tinco, señalando en el papel el espacio que correspondía a la cocina en que se encontraban—. Eso puede ser esta cocina, el comedor, el salón, la galería, las escaleras… Y fuera, el roble, el camino de los cerezos…
—Todas las masías se parecen —comentó el maestro sin convicción.
—¿Y eso qué es? —Tinco indicó un dibujo o garabato muy pequeño en un ángulo del papel.
—Parece una corona —observó Catón—. Pero vete a saber si es la de amatistas.
—¿Cómo ha podido hacerse este hombre con el plano de «El Roble»?
Catón dobló el papel y, fingiendo una calma que el temblor de su voz desmentía, dijo:
—Este hombre es un enredador. Puede conocer muchas cosas porque esta casa está siempre llena de gente. Los barones reciben muchas visitas y no siempre controlan bien quién entra y quién sale. Es posible que se haya colado algún pillo y haya estudiado la disposición de las habitaciones para entrar a robar.
Los tres jóvenes escucharon al maestro con gesto de incredulidad. Pensaban que el misterio era más profundo de lo que el viejo les quería hacer creer. Y si no, ¿por qué hablaba con una voz tan cautelosa?
—No penséis más en eso. Es normal que los carlistas que llegan a una masía hagan un plano por si tienen que volver a requisar alguna cosa. Tú mismo has dicho, Tinco, que estuvieron aquí hace dos o tres días y ni te diste cuenta de su llegada. ¡Han tenido tiempo de sobra para conocer la casa!
Hasta han podido fijarse en ti y observar que no eres hijo del aparcero…
Pero Tinco y Viana no parecían muy convencidos.
—Y todo lo que ha dicho de las sociedades secretas ha sido para impresionarnos. A mí me ha hablado de ellas don Mansueto y me ha dicho que casi todas están condenadas por la Iglesia.
Tinco guardaba silencio, preocupado por algo.
—¿De qué lado está usted? —dijo, repitiendo la pregunta que el prisionero le había hecho al maestro—. ¿Está en favor de los carlistas o…?
—Yo soy carlista, pero de los buenos, no de los traidores.
Don Mansueto dice que Carlos VII firmó al principio de la guerra un documento en el que prometía que si llegaba a ser rey devolvería a catalanes, aragoneses y valencianos los fueros que Felipe V, el primer Borbón, nos quitó por la fuerza.
—¿Felipe V? —Viana soltó una carcajada—. ¡En mi casa llamamos así al retrete!
Aquí, antes, teníamos un retrato de Felipe V en el retrete, pero colgado al revés; pero un día don Lobo mandó que lo quitaran.
—Está todavía en muchas casas de la antigua Corona de Aragón —dijo Catón—. Y las que no lo tienen, utilizan su nombre para designar ese lugar.
—En la escalera hay un cuadro que puede ser un rey u otro, según quién lo mire: a unos les parece Amadeo de Saboya, ese rey italiano que duró tan poco; a otros, alguno de los pretendientes carlistas, y a otros, el marido de Isabel II… La vieja Oliva dice que es el mejor cuadro porque contenta a todo el mundo.
—¡Yo creía que era Carlos VII! —dijo Catón muy serio.
—Quizá lo tiene sólo de adorno… —apaciguó Saturnina.
—¿Con esas barbas? —se rió Viana—. ¡Será para asustar!
El viejo maestro hizo una pausa, miró a su alrededor y anunció:
—Yo tengo que dejaros. Si no, en el pueblo empezarán a preguntarse si me ha ocurrido algo. No os preocupéis más por esas cosas. El prisionero no puede moverse; no os acerquéis a él por nada del mundo. Y no temáis por el caballo: se restablecerá con el descanso. Yo volveré tan pronto como pueda; depende de la llegada de los liberales y de la agitación de los vecinos.
Cuando se dirigía hacia la puerta, se detuvo para añadir:
—Chicas, ¿habéis notado, al tirar el uniforme al estercolero, si llevaba alguna insignia en la solapa?
—Estaba tan ensangrentado… Lo he tenido en mis manos un buen rato y no he visto nada —comentó Saturnina.
—¿En qué piensas, Tinco? —preguntó Viana.
—En que ha dicho que mis padres me están buscando.
—No lo creas —insistió el maestro desde la puerta—. Lo ha dicho para torturarte y hacerte dudar. Para comprar su libertad con una mentira.
—Ha dicho que yo soy… diferente de la gente de aquí… ¡Y vosotras siempre decís que Tinco es un nombre extraño, una especie de apodo…!
—¡Bah! —se rió Viana—. A mí me llaman Viana, y el cura dice que ése no es nombre de persona, que debería llamarme Vivina o Bibiana. Y en la fábrica, las compañeras me llaman Vianda porque siempre tengo hambre, o Viborana porque dicen que tengo lengua de serpiente…
—Y a mí, Saturnina Mierda Fina, que todavía es peor…
—Es distinto… Él ha hablado de alemanes e italianos…
—¿Y qué? —dijo Catón—. ¡Fantasías! ¡Mentiras!
—Don Lobo tiene el retrato de Bismarck, que es alemán, y los de Garibaldi y Cavour, que son italianos, en las puertas de dos salas…
—Porque es un poco excéntrico, ha viajado mucho por Europa y está a favor de la unificación de esos dos países. —Catón se disponía a salir—. Tinco, ¿confías en don Lobo y en doña Violante? ¿No te han tratado como a un hijo y te han dado todo lo que necesitabas? ¿Crees que te habrían abandonado aquí si corrieras un gran peligro, como asegura el deslenguado de la mazmorra? Te han demostrado que te quieren, ¿no?
Tinco asintió con la cabeza.
—Entonces, olvida todas esas zarandajas. ¡Y quita ese retrato, que no se sabe a qué rey representa, hasta que vuelva don Lobo y lo aclare todo! ¡En una casa como ésta sólo se puede rendir homenaje a una rama de los Borbones!
Los tres jóvenes acompañaron a Catón hasta el portal. Los perros intentaron salir al prado y Tinco tuvo que sujetarlos.
—Y vosotras —aconsejó el maestro a las muchachas—, volved a casa a toda prisa cuando empiece a oscurecer. Con la guerra tan cerca, es peligroso cruzar el bosque para ir a la fábrica sin la compañía de algún hombre.
Le prometieron hacerlo así y atrancaron el portillo. Tinco comprobó que la escopeta que había escondido en la sarria del zaguán estaba tal como la había dejado al volver de la mazmorra. Aunque no lo manifestaba, cada vez tenía más ganas de subir a su cuarto y abrir los sobres lacrados. Y se calmaba pensando que sería lo primero que haría en cuanto se fueran las chicas. Ese pensamiento diluía la angustia que le habían causado las insinuaciones del prisionero.
La tarde caía lentamente, y las flores del prado y los verdes del bosque cercano brillaban empapados del sol que recibían, como si durante el día hubieran estado absorbiendo luz sin parar.