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LA HUIDA

—¡Tinco, muchacho, ten mucho cuidado! Recuerda que te quedas solo.

Doña Violante no paraba de darle consejos al chico. Desde el asiento delantero de la tartana, y con la cara vuelta hacia el porche de la casa señorial, gritaba con voz de grillo sus recomendaciones. El muchacho, apoyado en la barandilla de la galería, contemplaba el grupo de gente y los carros detenidos en la curva del camino de los cerezos, a punto de emprender la marcha. El caballo y las mulas movían la cabeza, nerviosos por la espera.

En la tartana principal iba, sentada al lado de la dueña, la institutriz francesa, mademoiselle Angélica, preocupada por los dos soldados heridos que llevaban en el interior. En el pescante, el aparcero, con el zurriago en la mano, intentaba sujetar al caballo mientras la dueña se dirigía al chico.

—¡Se hace tarde, madame! —apremió la francesa.

—Vamos a llegar de noche —murmuró el aparcero.

En otra tartana y en un carro seguían la mujer del aparcero y sus dos hijos, la nodriza Oliva, el viejo mayordomo Gil, los dos criados, las cinco criadas y algunos mozos de labranza, ya maduros, que se habían refugiado en la casa aquella noche, por la llegada de la tropa. Los más jóvenes se habían marchado por la mañana, con la compañía de soldados llegada aquella noche, acompañados por el amo, don Lobo, y un par de guías.

—¡Tinco, recuerda los consejos que te ha dado don Lobo esta mañana!

El amo se había marchado a media mañana con una columna de soldados carlistas que andaba medio perdida por el bosque desde hacía días, huyendo del ejército liberal.

La columna había llegado a la masía aquella misma noche y tenía a los liberales tan cerca que, después de comer bien y descansar mal, continuó la huida a media mañana. La dirigía un capitán y llevaba caballos y mulas, un cañón de artillería casi descompuesto y todas las armas y municiones que había podido requisar a su paso por las masías y los pueblos cercanos.

No podían avanzar muy de prisa porque había heridos, viejos, cansados y enfermos. Todos tenían vendajes en todo el cuerpo, todos vestían uniformes sucios y rotos. Los seguía una recua de caballos plagados de llagas, que parecían arrastrar con dificultad sus huesos.

El capitán quería llegar hasta Ripoll con los pocos soldados útiles que quedaban, para unirse a las tropas del general Savalls, si todavía estaba allí. Y había decidido que un veterano condujera a los inútiles hasta el hospital de Besora, instalado en una masía situada en uno de los lugares más escabrosos de las montañas de Vidrá, en un paraje tan desierto que, según se decía, en las noches de invierno los enfermos podían oír a los lobos aullar debajo de las ventanas.

Don Lobo accedió a acompañar a los dos grupos para indicarles el atajo hasta donde debían separarse. Llegados a la encrucijada, el amo decidiría si continuaba hasta Ripoll con el capitán, para entrevistarse con el general carlista, o regresaba para refugiarse en la casa de verano de la montaña, «La Nava», con su esposa y el servicio. Don Lobo, que no se fiaba de nadie, ordenó que le acompañaran un par de mozos para protegerle y dos guías para no errar el camino.

—Nos esperan más de dos horas de camino —advirtió el aparcero.

Desde la galería de la masía, Tinco escuchaba las voces impacientes y recordaba la marcha de los soldados, tan distinta de las tartanas y el carro que estaban a punto de salir ahora.

Los carlistas habían partido en formación, como en un desfile. El capitán al frente, montado en su caballo blanco, con boina roja, capote militar, pantalones de terciopelo azul y polainas de cuero, un sable y dos carabinas. Los soldados, unos veinte en total, llevaban boinas rojas y garibaldinas verdes, trabucos, bayonetas y sables. Marchaban tan marciales, incluso los heridos y los viejos, que parecían haber olvidado la suciedad y los desgarrones de los uniformes.

Los gañanes de la casa, los voluntarios de los pueblos y los fugitivos de alguna partida carlista destrozada que se habían unido a la columna iban con pañuelos atados a la cabeza, con boinas de borla colgante como el general Savalls, o con la cabeza descubierta. Vestían blusas azules sin ceñir, pantalones de terciopelo oscuro y alpargatas, y llevaban bastones y unos fusiles Remington que el capitán había repartido.

—¡Tinco, hijo, vigila bien toda la casa! ¡Cuida a los animales y no rompas nada!

Doña Violante no quiso huir hasta primera hora de la tarde porque pensaba que los dos soldados malheridos no podían ir con la columna hasta el hospital de Besora y tenían que quedarse. Ella y mademoiselle Angélica, que tenía experiencia como enfermera, se los llevarían a «La Nava» y los cuidarían. Los dos heridos necesitaban descansar más tiempo y alimentarse bien, pues sin reposo ni comida no resistirían el calor y el esfuerzo de la subida.

Además, ellos no iban tan lejos como los soldados y el amo, y podían detenerse más tiempo para preparar todo lo que iban a llevarse, desde vestidos hasta alimentos y ropa para coser, pues todos sabían cómo encontraban «La Nava» cuando subían otros veranos a pasar unas semanas huyendo del calor del valle.

—¡Tinco, muchacho, come! No te olvides de comer. La nodriza te ha dejado comida preparada en la despensa. Tienes suficiente para una semana o más —repetía la dueña desde la tartana, como si le supiera mal irse y dejar al chico en aquel caserón grande como un castillo, rodeado de prados y bosques y con un enorme roble delante.

Pero Tinco no podía quitarse de la cabeza la marcha de los soldados y del amo. El caballo de don Lobo era alazán y se llamaba Etón. A veces, cuando el caballerizo estaba ocupado en otra tarea, don Lobo le dejaba al muchacho limpiar y cepillar a Etón. A Tinco le encantaba cuidar al animal y hablar con él. El amo le había contado que los caballos tienen mucha memoria y que les gusta que les hablen y recuerdan la voz de las personas que los quieren.

Don Lobo había sacado el nombre de Etón de un libro antiguo que formaba parte de la biblioteca de un monasterio. Había adquirido esa biblioteca a bajo precio aprovechando una ley de los liberales que obligaba a los religiosos a vender sus pertenencias y abandonar el país. Según el libro, en la antigüedad los caballos lloraban cuando asistían al funeral de su dueño. Y también escuchaban las palabras de sus amos en los momentos decisivos de una batalla o en las horas cruciales de la vida.

—Tinco, ¿recuerdas todo lo que tienes que hacer? ¡Ten cuidado con el fuego! ¡Que no se queme la casa!

Tinco asintió con la cabeza y siguió pensando en sus cosas.

—¡Tinco, hijo mío, no abandones la casa por nada del mundo! Tinco, ¿no me oyes? ¿Por qué no me contestas?

El chico levantó el brazo para decir adiós, sin dejar de asentir con la cabeza. Tenía la cara quemada por el sol y afilada por los vientos, unos ojos grandes y encendidos como dos llamas y el cuerpo duro y flexible como un junco que ninguna fuerza puede romper. Llevaba blusa azul, abierta hasta el ombligo, y calzones con remiendos en el culo y en las rodillas y sujetados por un cordel que hacía de tirante. El tirante le marcaba un surco en la parte de atrás de la blusa, hinchada por el viento de la tarde. Las alpargatas rotas dejaban al aire los dedos, sobre todo el gordo. El cabello era pajizo y ligeramente rizado. Nadie sabía con certeza su edad.

Solo constaba que había pasado trece o catorce años en la masía, y a esos años cada cual añadía los que se le antojaban.

«¡Vete a saber cuántos dirían que tengo ahora, vestido así!», pensó el joven, ya que normalmente vestía mejor. Pero don Lobo le había pedido que se pusiera los vestidos de Jan, el hijo del aparcero, y ocultara los suyos. De su indumentaria habitual, solo conservaba una medalla rota que llevaba prendida con una aguja por dentro de la camisa. Don Lobo le había pedido que vistiera así porque, para guardar una casa importante en tiempo de guerra o de revolución, era mejor pasar por criado o aparcero que por señor o mayoral.

—¡No te olvides de los perros ni del averío, Tinco! —repetía la dama, con todo el séquito exasperado por la espera.

—Parece que no os fiáis de mí —gritó el chico sonriendo.

Tenía dos escopetas de caza apoyadas en la barandilla de la galería, una a cada lado, y en la mesa alargada del fondo había un revólver, varias cajas de municiones, un manojo de llaves de diferentes tamaños, un juego de bastones, varios cuchillos y un sable.

—Claro que me fío de ti, muchacho. Pero no me cabe en la cabeza que un chico tan joven como tú tenga que guardarnos la casa y defender la hacienda mientras nosotros nos refugiamos en «La Nava». No entiendo cómo mi marido ha podido encargarte una misión tan difícil y peligrosa. ¡Con el bosque lleno de soldados! ¿Y si se quedara contigo el viejo Gil para hacerte compañía? Don Lobo no tiene por qué enterarse, será un secreto entre nosotros. ¡No me voy tranquila dejándote tan solo…!

El chico continuaba sonriendo y no decía nada. El sol empezaba a descender hacia poniente y su lluvia amarilla se reflejaba en las copas de los árboles como si las hojas fueran espejitos.

A un lado de la masía estaban la era, un cobertizo, el pajar y los establos, unidos a la casa, y más allá, el bosque. Era el lado de la antigua torre de defensa, con una mazmorra convertida en cuadra de caballos. Al otro lado estaban el pozo y el abrevadero y las piedras de sal para los bueyes y las vacas. Detrás había un saúco enorme, cuyo perfume medicinal rodeaba la masía como una nube aromática. Y delante, junto al gran portal, empezaba el prado, en cuyo centro se alzaba el roble, que tenía todas las ramas extendidas y las hojas de un verde brillante. Más allá, los huertos, los frutales y el camino de los cerezos, que bordeaba el prado y, pasada la curva, se bifurcaba en dos: el que subía por la montaña y el que bajaba hasta el pueblo y el río. Y todavía más lejos, el bosque; que se movía lentamente como un mar de verdor, y las montañas azules, inmóviles, lejanas.

—¡Qué barbaridad, doña Violante! ¿Ha perdido usted el juicio? —replicó la vieja Oliva desde la segunda tartana—. El buen Gil ha visto ya demasiadas guerras, y no conviene que sufra más con ésta. No tema por Tinco, señora, que ya es un hombre. Vamos, vamos, si no queremos que la guerra nos atrape.

—Pero ¡los soldados pueden aparecer de nuevo con toda su violencia! —doña Violante no se decidía a arrancar—. Antes de que se marcharan los carlistas he oído ruido de armas e insultos. Nadie ha podido explicarme qué ocurría. ¿Qué ha sido del caballo herido que traía la tropa?

—No se preocupe por eso, señora —la tranquilizó el aparcero, inquieto por la partida—. Don Lobo se ha encargado de que cuidaran al animal. El griterío y las riñas son normales entre soldados, sobre todo cuando llevan las de perder.

—El caballo herido está en la cuadra —explicó mademoiselle Angélica— y se curará pronto. El capitán y don Lobo le han dado a Tinco instrucciones para cuidarlo. ¿Verdad que te vas a ocupar de él, Tinco? El chico gritó que sí, que no se preocuparan, que ya le habían indicado todo lo que debía hacer, que se fueran tranquilos.

—Yo no quiero ver más desgracias —se lamentó la vieja nodriza—. Ya vi pasar por aquí a los franceses de Napoleón cuando era cría, y después de los gabachos no han parado de pasar reyes y generales con sus guerras y revoluciones. Dicen que ahora hay en Madrid un rey nuevo, muy joven, pero yo no lo creo. ¿Cómo puede haber en Madrid un rey nuevo, de dieciséis o diecisiete años, si por aquí andan todavía liberales y carlistas matándose unos a otros? Ya estoy harta de guerras. Lo único que quiero es dormir tranquila esta noche en «La Nava». ¡Venga ya, señora, vámonos de una vez!

Doña Violante seguía indecisa. Miraba a la vieja Oliva y luego volvía a mirar a Tinco, apoyado en la barandilla de la galería, y no se decidía a dar la orden de marcha.

—Podéis marcharos tranquilos —la animó el chico—. No pasará nada.

Viendo que no se decidía, el chico insistió.

—Esos liberales que se acercan pasarán de largo. Persiguen a los carlistas, y aquí no queda ya ni uno. El amo ha dicho que quieren llegar cuanto antes a La Seo de Urgel para reforzar al ejército liberal que tiene sitiada la ciudad. Si no fuera por el calor, mañana mismo podríais volver todos como si nada.

—¡Ay, Tinco, que Dios te oiga! —la dama parecía, por fin, decidida—. Adiós, pues. Come bien, Tinco. No olvides las comidas. —Y dirigiéndose al aparcero, ordenó—: ¡Adelante!

En el último momento, doña Violante mandó detener la marcha para gritar al muchacho:

—¡Tinco, me olvidaba! Tienes que regar las flores y cambiar el agua de los jarrones del salón. ¿Te han dicho cómo hay que tratar a las cluecas que empollan en la torre y cómo se les da un traguito de vino a los polluelos que rompen el cascarón?

—¡He visto hacerlo mil veces! —gritó Tinco mientras la caravana emprendía definitivamente la huida.

El chico no se movió hasta que hubo desaparecido el último carro por el recodo del camino. Tras la desaparición, un profundo silencio. Soledad y silencio, como en una noche de invierno. Incluso los dos perros guardianes del portal, Argos y Cerbero, dormitaban tumbados en el poyo.

Entonces, Tinco cogió una escopeta y la colocó sobre la mesa. Con la otra se dirigió hacia un extremo de la galería, se agachó, siempre con la escopeta a su lado, y con la mano libre levantó una de las baldosas del suelo. Era la mirilla, que daba justo sobre el portal, por donde podía verse quién entraba y salía. El cañón de la escopeta pasaba holgadamente por la mirilla para encañonar y disparar, si convenía, a la cabeza de la persona que esperaba debajo a que se abriera la puerta.

Hecha la prueba, Tinco sacó el cañón y colocó la baldosa para disimular la mirilla. Cuando entraba al salón que daba a la galería, para ocultar las armas en el rincón de un armario, detrás de un sofá, y las municiones en un cajón de la cómoda, se echó a reír porque pensó que la mirilla también podía servir, ahora que estaba solo, para mear sin ir al escusado. Lo haría en cuanto tuviera ganas, y si en aquel momento llegaba alguien a la casa y quedaba empapado mientras llamaba, la broma sería más divertida, sobre todo si se trataba de alguno de esos liberales engreídos que llegaban de Vic o de Barcelona, o de uno de esos carlistas de bigotes retorcidos que llegaban de Perpiñán o de Navarra a visitar al amo y a discutir con él horas y horas encerrados en la biblioteca, o en la sala de los puñales, o en la de los venenos.

Colgó las llaves en un clavo de la pared y guardó los cuchillos, los bastones y el sable en el comedor y en la cocina, pensando que más adelante los escondería en diferentes lugares de la casa, para tener siempre un arma a mano. Luego cogió el revólver y se lo metió en la cintura, debajo del faldón de la blusa. Decidió llevarlo siempre encima porque, pese a la pena de doña Violante por dejarle solo, en realidad no estaba completamente solo. Salió de nuevo a la galería, abrió otra vez la mirilla y comprobó que para acertar con el revólver tenía que agacharse más que si disparaba con la escopeta. Cuando estaba a punto de utilizar la mirilla como letrina, tal como había pensado antes, volvió la cabeza hacia el prado y vio el roble. El árbol parecía enojado, con las ramas agitadas, como si le reprendiera, y el muchacho tapó enseguida la mirilla sin hacer nada.

—Ya sé que el roble vive —le había asegurado a don Lobo cuando éste le explicaba que el árbol tenía vida y ocultaba muchos secretos.

—No solo está vivo —replicó don Lobo—, sino que tiene corazón y ojos y orejas y brazos, e incluso llora y comprende y ríe y escucha, como los caballos de que hemos hablado tantas veces.

En aquel momento, Tinco se rió disimuladamente pensando que se trataba de una de las historias de la antigüedad que don Lobo sacaba de sus libracos. Pero ahora que se había quedado solo, todo era distinto, y empezaba a creer que el roble vigilaba la casa como un guarda viejo y fiel. Incluso la masía había quedado tan vacía que parecía llena de ruidos nuevos jamás oídos. Y los muebles del salón, desierto, habían crecido en un momento, como si esperaran a quedarse solos para volver a la vida: los armarios parecían más altos y las cómodas más barrigudas. Y el bosque se agitaba de una manera distinta como si, en vez de moverse las ramas más altas, avanzara sobre sus raíces. Por primera vez, Tinco pensó que don Lobo tenía razón cuando afirmaba que todas las cosas, grandes y pequeñas, poseen una vida propia y secreta.