6
Sigüenza, octubre de 1936
Mika hizo todo como le había indicado el Marsellés, pero no pudo evitar, justo al final, en los últimos peldaños, ese torpe deslizamiento y cayó por tierra con todo el peso de su cuerpo sobre su mano derecha. No sintió tanto dolor al principio. Saltó a la pared de enfrente, donde debía esperar en cuclillas a que fueran bajando todos.
Imposible reconocer a alguien en esa compacta oscuridad. Supo que estaba Sebastián, porque le dijo su nombre al oído, cuando se le adelantó. Y a poco de estar allí, reconoció a Emma, justo delante, hecha un ovillo, sólo ella podía ser tan pequeña. Le pareció infinita la espera.
Hay que moverse, susurró Emma a Mika y ella al Marsellés, que estaba detrás.
La hilera humana avanzaba, pegada a la pared. Aunque era baja, no se podían permitir saltarla sin ofrecer un blanco seguro. Lo acordado era esperar una pequeña apertura, y ahí sí, salir a campo raso y correr hacia el sur. Pero había casas, y allí ametralladoras que intentaban derribarlos. Mika se tiró al suelo, y esperó a que disminuyera el ritmo del tiroteo. Levantó la cabeza, a pocos metros se recortaba la enorme figura del Marsellés. Corrió hacia él. Un pequeño grupo de personas lo rodeaba.
—¿Dónde están los otros? ¿Y los guías?
—Iré a buscarlos —contestó el Marsellés—, esperadme aquí, bajo estos árboles.
No sé dónde estoy, mis manos se hunden en el fango, cavo, lo araño con mis uñas, si me confunden con la tierra mojada no van a dispararme, aunque puedo ver esas balas rebotando sobre los charcos, a pocos metros. Cuando paran los tiros, levanto apenas la cabeza, no hay nadie, me he quedado sola. Mika, el Marsellés y los otros deben de haber seguido corriendo. Me deslizo suavemente, repto como una oruga. El barro helado y fétido parece meterse dentro de mi cuerpo, o yo dentro de él. Estoy muerta de frío, de miedo, de asco. Pero si me pongo de pie, me matarán.
El tiempo pasa lento mientras me arrastro. ¿Me parece a mí o están apuntando en otra dirección? A cierta distancia, veo una casa, tengo que llegar. Corro muy pero que muy cerca del suelo, a cuatro patas, he pasado de gusano a comadreja, qué alivio no ser sólo de barro sucio. Llego, estoy temblando, ¿habré caído en la boca del lobo? ¿Saldrá un facha con su ametralladora? Me pongo de pie, me pego al muro, intento ser apenas un relieve del adobe, paso muy rápidamente por una puerta cerrada, avanzo hasta la otra esquina de la casa y, justo allí, tropiezo con algo, y caigo. Una mano sobre mi boca ahoga mi grito, aquello con lo que tropecé es una persona que ahora me sujeta fuertemente del brazo, me empuja hacia el suelo, acerca su cara a la mía, sus ojos negros centellean y, con un leve gesto, señala hacia dentro de la casa. Separa lentamente su mano de mi boca, está claro que no voy a gritar, tan claro como que es uno de los nuestros, y que ahí dentro, en esa casa, está el enemigo.
La ametralladora en la puerta por la que he pasado hace pocos momentos, y su rugir cruel. Una mano agarra la mía con fuerza, una voz en mi oreja: Corre rápido, en diagonal. Ya no tengo miedo, no estoy sola. Hasta la noche es más clara. Llegamos a un grupo de árboles. Me abraza.
—Soy Quique, el nuevo.
Es uno de los hermanos que llegaron a la casa del POUM el día antes del ataque de los franquistas, el que me hizo ojitos.
—Y yo, Emma.
—Te conozco, sígueme. El alba no debe sorprendernos cerca de la ciudad.
Siete personas. De las que salieron juntas, sólo Sebastián y Mika. A los otros ella no los conocía: tres jóvenes, un viejo anarquista de la FAI y una muchacha. El Marsellés no había vuelto, ni tampoco Emma. Creía recordar el alarido de la niña cuando cruzaron por el cementerio, ¿la habrían alcanzado las ráfagas de ametralladora? La mera idea le incendiaba la boca del estómago, le aflojaba las piernas. ¿Y el Marsellés? Mika no podía esperarlos, el grupo quería salir ya.
Un inmenso peso. No era el capote arrollado en la espalda, ni la Star en la cartuchera, ni el mosquetón, ni siquiera esos dedos fracturados de la mano, sino los muertos, ¿cuántos ya?
Tenían que alejarse de la ciudad lo antes posible, y esquivar las patrullas que circulaban, dijo Mateo. Un hombre maduro, el pelo entrecano y los ojos como carbones, lustrosos y expresivos.
Sebastián los guiaba: debían avanzar hacia el sudoeste.
—Juremos no separarnos pase lo que pase —propuso Mateo.
Lo juraron.
Aunque cuántas veces, en ese camino, Mika, deseaste abandonar a Pilar, la novia del ferroviario, con sus quejas, sus miedos, sus rezos. Y por momentos también a Paquito, el niño que había perdido a su hermano mayor al salir de la catedral.
Pilar no pertenecía a ninguna organización, estaba allí para acompañar a su novio ferroviario, socialista, y era difícil imponerle alguna disciplina. Cierto que también los ayudaba, veía como un lince en la noche, era perfecta como vigía. ¡Lástima que hablara tanto y tan imprudentemente!
Paquito les dio mucho trabajo la primera noche, y todo el día siguiente, lloraba, se negaba a avanzar, más de una vez puso en riesgo al grupo por esperar o buscar a su hermano en la terca certeza de que estaba por allí.
Ni Sebastián, ni Mateo, ni Mika, ni la muchacha, que se crispó seriamente con él, ninguno podía sospechar que Paquito tenía razón.
Quique está tan seguro de que va a encontrar a su hermanito que da no sé qué decirle que lo más probable es que esté muerto. Qué cuesta alentarlo: Sí, lo encontrarás… aunque en el camino parece difícil, pero sí en Madrid. Para sufrir siempre hay tiempo. Yo también he perdido a los míos, le digo, no mi familia pero como si lo fuera, estarán escondidos, escapándose, como nosotros. Y pienso: Muertos, qué dolor, pero me callo, porque hay que seguir andando.
Nos pasamos toda la noche y todo el día de hoy esquivando patrullas, y más de una vez nos salvamos por un pelo de que nos agarraran. Como cuando vimos ese barracón y corrimos a meternos ahí, en busca de comida y un lugar donde dormir un rato. ¿Y quiénes salieron cuando nos acercábamos? ¡Fascistas! Y en el bosque vimos de lejos unos guardias civiles, y trepamos a un árbol.
Quique y yo parecemos monos, en un santiamén nos subimos a lo más alto. Nos complementamos bien: él escucha la mínima pisada, el menor sonido a distancia, y mis ojos son como una linterna que no pierde detalle. Ahora, a la primera señal de peligro, Quique hace un gesto y, pum, al árbol. Yo creo que lo hace también para jugar, para distraernos del hambre que ya duele. Hace como dos horas nos quedamos un buen rato en un roble añoso, hablando sin parar, contándonos la vida y las batallas.
Era una falsa alarma, dijo Quique, no había nadie, pero ¿a que te lo pasas bien conmigo aquí arriba?, venga, Emma, reconócelo, y esa risa escandalosa que tiene me salta encima y me envuelve el cuerpo en su frescor. Claro que me gusta, Quique, pero no están las cosas para reírnos así en este bosque, que en cualquier momento nos matan.
—No nos matarán, Emma. Ni a Paco tampoco. Y ganaremos la guerra.
—¿Qué haces, chico? —le gritó Pilar cuando Paquito volvió con ese silbido largo e intenso—. ¿Eres tonto tú, o quieres que nos maten?
—Pero si no hay nadie alrededor, tú lo has dicho. Así nos llamamos desde lejos. Sólo mi hermano sabe que soy yo.
—Y los fascistas, chaval. Saben que eres tú o cualquiera de los nuestros —se impacientó Mateo—. No vuelvas a hacerlo.
Se alejó del grupo a grandes zancadas y silbó otra vez. Mika tiró el fusil y fue tras él. Pero Paquito se escapó a la carrera.
—Paquito —lo llamó Mika con autoridad—, te detienes ahí o pediré un juicio revolucionario para ti.
La idea se le había ocurrido antes y lo conversó con Mateo: Pero qué dices, si es un niño, tiene catorce años, ¿ajusticiáis a niños, vosotros? Justamente, porque es un niño, pero está en la guerra como los mayores, hay que tratarlo como si fuera un adulto. Y funcionó, porque el niño se detuvo, parecía derrumbado. Mika se acercó y lo abrazó, él sollozaba: ¿Y cómo me encontrará mi hermano?
Fue entonces cuando se escuchó, lejano, burlando el follaje, ese sonido que no era un canto de pájaro nocturno. La mirada de Paquito resplandeciente: Por favor, déjame llamarlo. Y otra vez, a lo lejos, ese silbido cantarín.
Y corremos por el bosque, a toda velocidad, en dirección adónde escuchamos el silbido, la contraria de donde venimos. Quique está seguro, seguro, aunque el silbido no se repitió. Ya es noche cerrada, árboles negros y maleza, el bosque se torna amenazante. No me atrevo a pedirle que no silbe otra vez, ¿y si no es el hermano sino los fachas? De pronto, Quique pone delante de mí su mano para que me detenga, lo conozco ya, escucha algo y cierra los ojos para concentrarse: Arriba, me dice al oído, mirarás tú, que tienes prismáticos en esos ojos preciosos.
Pero no es necesario una mirada aguda, sombras humanas se recortan con nitidez; uno atrás de otro, en fila india, un hombre pasa debajo de nuestro árbol, otro más alto, dos que van enlazados: una mujer y uno muy pequeño, ¿un niño? Deben de ser de los nuestros, le digo, y él responde con su silbido. Mi corazón salta en mi pecho, cuando Quique salta del árbol.
El muchacho cayó literalmente sobre ellos. Todos en silencio, emocionados, el largo abrazo de los hermanos y, plaf, un ruido seco. Mika y Mateo apuntaron al mismo tiempo al bulto.
—No tiréis. Soy yo, Emma —y corrió a los brazos de Mika.
—Qué enorme alegría, mi niña, estás viva, y también Quique.
—Un milagro —susurraba Pilar, entre sollozos—, yo se lo pedí a la Virgen.
Que lo creyera si le servía, Mika no le diría nada. ¿Acaso la Chata, esa brava miliciana del POUM, cuando agonizaba en la catedral, no le había dicho: Yo no creo en los curas, pero sí en el Cristo de Medinaceli?
Tenían que seguir marchando, aprovechar la noche, dijo Pablo, el novio de Pilar, se habían atrasado mucho. Sí, debían continuar, pero hacia dónde. Se habían despistado. Hacia el sureste, dijo Sebastián, pero giraba sobre sí mismo, como si no pudiera señalarlo. Dónde estaba el sureste, dónde los fascistas, cuál camino podía conducirlos a Madrid y cuál a la muerte.
Los pies entumecidos, la mano rota, si tan siquiera tuvieran algo para comer.
La lata de sardinas la vieron a la mañana sobre una piedra, la patata también, tan ahí, en el camino, que no podía ser más que una trampa: los fascistas la habían dejado allí para envenenarlos, aseguró Sebastián, y los otros acordaron que no comerían.
—¿Estáis seguros? —preguntó Mateo.
—Seguros.
Mika y él las saborearon ante los ojos golosos de sus compañeros. Pobrecitos. No probarían bocado hasta la tarde del tercer día.
El café caliente y esa gran rebanada de pan que les dieron los compañeros de la UGT sabían a gloria.
Caminar, correr, tirarse al suelo, levantarse, trepar a un árbol, bajar, marchar otra vez. Y el hambre. El hambre agota. Llevábamos tres días así cuando vimos ese grupo de hombres. Nos escondimos. ¿Eran fascistas o de los nuestros? Que la madre, que la novia, los comentarios que intercambiaban no nos permitían saberlo, hasta que ese delgado, alto, soltó ése: Fascistas, hijos de puta.
Quique fue el primero en plantarse frente a ellos, nosotros detrás. Hablábamos todos a la vez. Por la mirada compasiva de los milicianos me di cuenta del aspecto tan penoso que teníamos. Mika logró imponerse y, con voz calma, les explicó nuestra situación.
Ellos eran del sindicato de ferroviarios de Alicante, socialistas de la UGT, y ya se habían encontrado con otros que habían huido de la catedral de Sigüenza.
—¿No habéis visto a un compañero alto, grandote, que lleva una boina calada hasta los ojos? —preguntó Mika.
—¿Un francés?
—Sí.
Si me encontró a mí, por qué no podía encontrarlo a él, pensaría, pero no, al Marsellés lo mataron, su grupo se topó de frente con el enemigo, uno solo logró escapar. La agarré fuerte de la mano, sentí que le hacía falta.
Recibimos otras malas noticias. La guerra va mal, estamos perdiendo en casi todos los frentes, pero parece que llegan las Brigadas Internacionales. Gente buena, valiente, de todos los países del mundo que vienen a luchar con nosotros. Por suerte. Los necesitamos. Tenemos que ganar la guerra.
Los compañeros de Alicante nos llevaron a su regimiento, nos dieron comida, qué gusto, y hasta me pude bañar, qué gozada frotarme la piel, y quitarme del pelo el pegote asqueroso del fango.
—¿Quién eres? ¿Emma? —me preguntó Quique, mientras me miraba de arriba abajo—. ¡Pero si eres guapísima! ¡Vaya sorpresa!
—¿Qué?, ¿no me habías mirado hasta ahora? —aunque bien sabía que sí.
—No, si estabas escondida debajo de ese barro negro, ahora sí que me gustas… hasta te quiero, me parece.
Y esa risa tan contagiosa que tiene saltaba a cada rato en el camión que nos condujo a Mandayona. Aunque todos estamos muy tristes por los muertos, por los que quedaron en la catedral, y por lo mal que va la guerra, siempre una risa ayuda.
En Mandayona debimos responder ante un tribunal compuesto por la CNT, la UGT y el PC, que investiga a los evadidos. No nos gustó nada eso de andar rindiendo cuentas después de todo lo que pasamos, y mucho menos cuando le dijeron a Mika que sólo ella podía volver a Madrid. Nosotros teníamos que quedarnos allí. Juramos estar juntos hasta llegar, dijo Mateo, un viejo como de cuarenta que es un cielo. No nos dejará, dije yo, que la conozco muy bien.
—No, compañero, nos vamos todos —dijo Mika con voz firme, sin pelea y sin miedo, como si sólo bastara expresarlo para que se cumpliera—. Hagan el favor de firmarnos un salvoconducto especificando que estuvimos encerrados seis días en la Catedral de Sigüenza.
Y nada de dejar las armas, como ellos pedían, que hemos huido con nuestros fusiles, y nos hemos jugado la vida para conservarlos. Las municiones sí, concedió Mika.
Y aquí estamos, en el camión que nos lleva a Madrid, todos juntos, los nueve. Parece mentira que cinco días atrás la mayoría ni nos conocíamos, y hoy, este cuerpo compacto, esta unión. Y ni siquiera somos del mismo grupo. Les quiero tanto, tantísimo. A todos, pero a uno que yo me sé un poco más.
Estamos entrando a Madrid, se me acelera el corazón cuando veo la Puerta de Alcalá. Quique va delante, no me importa que me vean, yo rodeo su cuello con mis brazos, pego mi boca a su oreja y le digo un secreto: Yo también te quiero.
Que fueran esas nueve personas las que llegaron a Madrid y no las veinte que habían previsto escapar juntas fue un capricho más del azar. Una gran suerte, me dijo Emma sesenta años más tarde, en 1996, cuando conversé con ella en Madrid.
Peligros, sacrificios, largos años de cárcel —los dos estuvieron presos—, distancia, persecuciones, clandestinidad, exilio, nada pudo quebrar ese amor entre Emma y Quique que nació en aquel escabroso camino hacia la libertad, de Sigüenza a Madrid.
Me contó ese paseo nostálgico que hicieron juntos tantos años después, en 1982. ¿Por qué elegiste ese momento, Mika? Otra guerra, tan distinta a la de España, allá lejos, al sur del sur, te lastimaba. La Guerra de las Malvinas. Les Malouines, como les dicen en Francia, el nombre se lo dieron unos colonos de Saint-Malo. Las Falklands, como las llaman los ingleses.