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Atienza, agosto de 1936
Un sol fuerte, implacable, un calor que sube con las horas, y es tan intenso como el que abrasa los ánimos de quienes se han convocado en Sol para decir: aquí estamos, y no pasarán. ¿Cuántos son? Cientos, miles. Hipólito tiene la impresión de que todo Madrid está en la calle plantando cara a los rebeldes de Melilla.
Todos no, los cómplices de los fascistas estarán bien guardados en sus casas, custodiando sus tesoros, muertos de miedo ante estos ríos humanos que bajan a Sol desde los barrios más lejanos, y que no podrán detener. Son muchos. Hombres de todas las edades, y unas cuantas mujeres.
No saben cómo se organizarán, ni dónde conseguirán las armas, ni cómo usarlas, ni adónde combatirán, pero hay en ellos una voluntad férrea de lucha, una determinación que no necesita, que no espera, instrucción alguna del Gobierno, ni de ninguna organización en particular.
Cuando Mika e Hipólito piden armas en los locales de las JSU o de la CNT, nadie les pregunta a qué partido u organización política pertenecen; por derecho revolucionario, todo el que quiere armarse, se arma.
Pero ya es noche cerrada y armas no hay, sólo rumores de que llegarán, que en la calle de la Flor, que en Cuatro Caminos. Por los altavoces de la Gran Vía y de la calle de Alcalá, se escuchan las voces de los ministros llamando a la calma, comentando la tranquilidad que reina en toda la República. La situación está totalmente controlada, afirma el Gobierno en los periódicos vespertinos. Pero esas gentes que caminan de un lado a otro, en búsqueda de armas, no parecen escucharlo. A las barricadas, a las barricadas, cantan. Es hora de acción, digan lo que digan los funcionarios. Y si el Gobierno no les da las armas, las conseguirán en los sindicatos o donde sea.
—Descansemos —le pide Mika por tercera o cuarta vez—. Llevamos horas caminando, Hippo. Te va a hacer mal…
Y en sus ojos, esa alarma que no logra ocultar, aunque disimule.
—Después de tanto amague, no me voy a morir justo el día que empieza la revolución.
La risa que estalla, el fuerte abrazo, le gusta tenerla así, haciéndose un ovillo contra su pecho, tan chiquita y tan enorme mujer, cómo te quiero. Por suerte está ahí Mika, nada sería tan excitante sin ella.
—Te das cuenta, grillito, todo lo que ha pasado desde que llegaste. La revolución te estaba esperando. ¿No te lo dije? Traéme tu cariño y reharemos el mundo. Aquí, en Madrid, ahora, esta misma noche.
—Hippo, por favor, tenés que descansar.
Está bien, pero él no quiere ir hasta el piso de Meléndez Valdés, pueden llegar las armas al local de las JSU y, si se van, las perderán, todos quieren un fusil. Se recostarán allí mismo, en la plaza Santa Ana, Hipólito extiende unas hojas de periódico sobre las baldosas, ¿quién les dirá nada?, la ciudad es del pueblo esta noche, ésta y todas las que siguen.
—Vení, Mika, tu camita al sereno y tu hombre te esperan.
Hipólito estaba muy excitado aquel 18 de julio de 1936. Al fin, dijo cuando saltó la noticia. El alzamiento de Franco en Melilla sorprendió sólo al Gobierno de la República, el pueblo estaba alerta, vigilaba. El asesinato del teniente Castillo de la Guardia de Asalto, y su venganza: el de Calvo Sotelo. Un lado y el otro. La tensión se respiraba en el aire, y al fin, el enemigo daba la cara. Fue un alivio, la señal de partida. Un camino arduo, de lucha, pero certero se abría. El pueblo español decidió tomar en sus propias manos su destino y organizó la batalla que habría de durar casi tres años. Esa tarde, ante el peligro del enemigo, olvidaron sus diferencias y se aliaron en un solo frente contra el fascismo. Así nacieron las milicias, y nosotros estábamos allí. Fue emocionante, maravilloso. Y terrible.
Esa noche desembocó en un domingo claro y esperanzado. No había armas tampoco a la mañana. Logré convencer a Hippo de volver a casa: comeríamos, nos daríamos un buen baño, dormiríamos un par de horas en una cama, con sábanas limpias, y ya saldríamos más tarde a buscar la lucha.
En casa, Vicente Latorre se despedía de Marie-Lou y de Jackie. Fue él quien nos sugirió ir al local del POUM, la organización más cercana ideológicamente a nuestro grupo de oposición Que Faire. Era una buena idea, Hippo ya había conversado —y coincidido— con Juan Andrade. Aunque no era necesaria una exacta afinidad ideológica, un acuerdo punto por punto en minucioso debate para combatir en una u otra organización. El enemigo era el fascismo, y del otro lado estábamos quienes queríamos eliminarlo: socialistas, comunistas, anarquistas, poumistas, y varios que no formaban parte orgánicamente de ninguna agrupación o partido político pero que tenían el mismo objetivo.
Era la revolución en estado puro, la que habíamos soñado desde nuestra temprana juventud. Pudo ser la CNT-FAI, las JSU, pero lo cierto es que fue en el POUM donde encontramos nuestro lugar.
El 20 de julio una multitud inmensa asedió durante horas y tomó luego el Cuartel de la Montaña. No eran muchas las armas que consiguieron los camaradas del POUM, pero ya era algo. Hippo les enseñó a manejar los fusiles, y de manera natural se convirtió en el jefe.
El 21 de julio de 1936 la columna motorizada del POUM, al mando de Hipólito Etchebéhère, salió en búsqueda del enemigo. Dos camiones, tres coches de turismo, cien milicianos, treinta fusiles, una ametralladora sin trípode, y una clara determinación de lucha.
El 22, en Guadalajara, se unió a una formación de alrededor de cuatrocientos milicianos de todas las agrupaciones políticas y sindicales, que dirigía Martínez Vicente, un militar de carrera republicano. Cada agrupación tenía sus responsables.
En esos días en Guadalajara la figura de Hipólito creció enormemente ante los milicianos. Su lucidez, su calma para afrontar la multiplicidad de complejas situaciones, ese saber decir exactamente lo que hacía falta en el justo momento, su innata capacidad para mandar, para tomar decisiones, su arrojo: era un líder. Los milicianos no sólo le obedecían, lo admiraban, lo querían. Tenía un poder mágico que aglutinaba a la gente a su alrededor.
Fue mucho lo que hizo en aquellos días. Promovió la formación de un tribunal revolucionario, integrado por distintas agrupaciones, para juzgar a los fascistas que caían en manos de los milicianos o sobre los cuales pesaban denuncias de la población civil. Resistido al comienzo, poco a poco su prestigio fue ganando a las otras formaciones, mucho más importantes que nuestra pequeña columna de unos 150 hombres.
Yo todavía era quien era antes de la guerra, con mis prejuicios, mis ideas y mis costumbres de militante, mis dilemas morales, me costaba entender ese mundo tan diferente de lo que yo había conocido hasta entonces. Tenía tanto que aprender, tanto que cambiar. La guerra, la guerra de verdad, con su fuego, sus muertos, todavía no me había atravesado. No habíamos llegado a Atienza.
Esa mañana temprano salen para Atienza en los camiones. Hipólito confía en sus hombres, se están entrenando bien y, en poco tiempo, serán combatientes excepcionales. No le ha sido fácil imponerse, algunos lo miraban con recelo, ¿quién era él, un extranjero, para mandarlos? Pero esas vallas que los separaban han ido cayendo poco a poco con el trabajo concreto y la organización de la columna.
Un extranjero sí, le dijo al Maño, pero qué importancia tiene dónde naciste o viviste, ésta es la lucha de todos, la revolución que todos queremos, compañero.
Y si Etchebéhère toma decisiones es porque ha aprendido algunas cosas a lo largo de su vida, porque se viene preparando desde muy joven para este momento. Él ha tenido que cambiar a gran velocidad, dejar de lado costumbres y principios para adaptarse a los milicianos y a la situación en la que viven.
Sonríe cuando evoca la mirada espantada de Mika ante esos toneles de vino que trajeron los compañeros:
—Debes prohibirles el vino, Hippo —le dijo, cuando nadie los escuchaba.
—¿Y qué beberán?
—Agua.
—Las guerras no se hacen con agua.
—Pero nosotros pensamos que no se bebe alcohol cuando hay que actuar.
—Tendremos que poner algo de vino a nuestros principios.
Se rió y le dio un beso.
A Mika le cuesta aceptar las reglas de este mundo de guerra. Le da pena que nadie recoja la cosecha. Faltará trigo para el pan, razona con una lógica que no corresponde al momento que viven, a quién le importa el trigo, hoy todos quieren ser combatientes. Estamos en una guerra civil, mujer, le dijo cuando ella reaccionó tan mal porque se había ajusticiado a un hombre por saquear. Pero ya se irá adaptando Mika, él está seguro, ya cambiará.
Hipólito no quiere que ella corra un riesgo físico, le ha pedido que mañana se quede junto al médico, en la retaguardia.
Pero ni a la retaguardia llegó. Un absceso en la garganta y una fiebre altísima la confinaron en el hospital. Mika apenas si vio Atienza. Le contaron que la artillería republicana le quitó aquí y allá algunas astillas de piedra, y que todo terminó muy rápido. Habrá otra batalla, seguramente. Ahora la columna se ha desplazado a Sigüenza, y desde allí se moverán a Atienza cuando sea necesario.
Mika ya está mejor. Decide esperar afuera del hospital que Hipólito la venga a buscar. La desmesurada luz del mediodía la hace parpadear.
La luz de España ya la había impresionado cuando estuvieron en 1931, los colores son más nítidos, el verde de los árboles es más verde, el gris del adoquín, más acerado, las pupilas de Emma, la joven miliciana, un caramelo brillante, Hipólito, radiante como nunca lo ha visto. No es sólo ella, no son sus sentimientos, el viejo Quintín lo ha dicho el otro día: El jefe lleva un sol puesto, ¿lo habéis visto?
Su amor, su hombre, irradia alegría en su mundo de guerra.
Una alegría a la que Mika sólo puede subirse de a ratos para volver a despeñarse en ese sordo miedo: perder a Hippo. Perderlo porque a él comer, dormir, descansar ya no le parece necesario, no quiere desperdiciar un solo instante de ése, su tiempo claro, el de la lucha, y ¿cómo resistirá su salud?
Aunque es verdad que casi no tose, ni tiene fatiga, que hasta su andar es diferente, como si la fuerza de la revolución hubiera diluido cualquier síntoma de su enfermedad. Pero no olvides, querido, le dijo la otra noche, que las últimas radiografías… La mirada de Hipólito dejó su frase inconclusa: no es tiempo de hablar de sus pulmones enfermos.
Perderlo, porque él mismo lo ha dicho cuando Mika le pidió que por favor no se exponga, que sea prudente.
—En España hay que ser temerario si quieres que te obedezcan. El jefe debe marchar al frente.
Ahí llega, y su ancha sonrisa barre de un plumazo todo mal presagio. Un fuerte abrazo. Hipólito está bien. Lo observa mientras conduce el camión. Está muy bien. Mika no recuerda haberlo visto con estos colores desde que estaban en la Patagonia.
El lago color jade, el río corcoveando entre las montañas, esa tierra donde construirían la cabaña que Mika creyó su lugar en el mundo. Este camino que los conduce al frente, ese depósito en la estación de tren de Sigüenza donde se aloja la columna es su lugar en el mundo. Lo que buscan desde muy jóvenes es aquí y ahora. Por esta revolución renunciaron a tener un hogar, hijos, eligieron voluntariamente, con los sentimientos y la razón, pertenecer a una generación sacrificada. No se dejará caer más en ese abismo oscuro. Mirar a Hipólito, tan bello, con su mono azul, agujereado en las rodillas, esas manos largas sobre el volante, escucharlo contarle las novedades, contaminarse de su optimismo.
Y esa tarde y al día siguiente y al otro Mika se ocupa con un entusiasmo labrado por la voluntad de tareas nada heroicas pero necesarias: limpiar y poner en orden los galpones donde se alojan, en el andén de la estación, la organización de los alimentos, la ropa, que no haya peleas. Y hasta lo logra, aunque a ratos se deslice por el tobogán de la angustia.
Hipólito, mientras tanto, organiza, instruye, planifica, habla con los responsables de las otras agrupaciones. Su sueño es unificar las operaciones militares que se preparan contra el enemigo. El otro día, a propósito de la organización del tribunal, Hipólito tuvo un encuentro con la Pasionaria y le parece posible: Estamos juntos en esta lucha, camarada, le había dicho ella y ni palabra de Trotski, Stalin, ni siquiera del Gobierno de la República, nada que pudiera distanciarlos.
Por mucho empeño que Mika ponga, esa noche, la víspera del combate, no puede impedir ese súbito terror que la sacude. Está masajeando los pies lastimados de Hipólito, y tiene que buscar una excusa, levantarse, un pañito húmedo, dice, que él no se dé cuenta, se moja la cara, que el aire fresco le zurza los jirones. Cuando regresa, él ha cerrado los ojos, por suerte no la ve. A Mika le gustaría pedirle una vez más que no se deje matar, que comprenda que él es imprescindible, fundamental. Pero no lo hará, apenas una caricia leve que no lo perturbe. Acercar una colchoneta y tenderse a su lado. Tan cerca. Y tan lejos.
Hipólito tiene los ojos cerrados, pero puede sentir ese llanto que está ahí, al borde, coagulado, ese miedo atroz latiendo en el cuerpo de Mika, le haría bien estrecharla entre sus brazos, consolarla, pero no es lo mejor. A ella le cuesta entrar en esta senda por la que él ya está andando hace unos días. Hipólito debe ayudarla a asumir esta guerra, a hacerla suya. Lo antes posible. Por la lucha y por su propio bien.
Aunque está seguro de que Mika cambiará, poco a poco. O de golpe.
El negro de las botas que va a calzar Hippo la estremece, un mal signo. Absurdo, desde cuándo es supersticiosa. Es el miedo que no la suelta un instante. Él la abraza con fuerza, como si quisiera llevársela puesta: Dame tu calor y ganaremos ésta y todas las batallas.
Se tiene que ir ya, es la una y deben llegar a Atienza antes del alba. Tomarán el castillo como se han propuesto, se lo promete. Mika lo sigue unos pasos, y en un murmullo: No te dejes matar. Hipólito extiende su mano y le acaricia la mejilla, la mira largamente: que no sufra, amor, él confía en su buena estrella, que se cuide ella también, que no se separe del médico, y que vigile que las muchachas se queden en la retaguardia. Otro beso, nos vemos prontito.
Prontito. Y así es. Qué alegría. En una parada del camino, Hipólito llega hasta Mika, envuelto en una larga capa negra, la boina ladeada, los ojos brillantes. Una corta visita, sólo un beso, necesita cargar combustible. Y decirle que la quiere mucho.
—Cuidate.
—No tengas miedo —ríe Hippo—. Questo e ferro.
La frase que le decía cuando ella lo iba a ver al sanatorio. Ojalá.
Detrás de la colina, Atienza, ese burgo medieval desparramado al pie de su castillo. Es día ya, el médico, Emma y Mika han instalado su tienda de primeros auxilios. Imagina a Hippo, avanzando a rastras hacia el pueblo, guiando a sus hombres, que llevan portentosas granadas. Tomarán el castillo, a toda costa. Se lo ha prometido.
El sol que sube, tiros que aumentan y el tabletear de ametralladoras. Emma y Mika se miran, el miedo enciende los ojos de la muchacha. Silencio. Y más silencio. Todo parece detenido. Emma se acerca a Mika y se acurruca contra ella. Está temblando. A lo lejos, la figura de un hombre que corre hacia ellos. Es Quintín. Y atrás, otros más.
Está llorando, llorando a mares: Qué desgracia, dios mío, qué desgracia horrible. Quintín se para frente a Mika: Lo han matado.
Qué dice, no le entiende: Han matado a tu marido.
Mika lo escucha pero no comprende. Está muerto, dice Quintín, y el Maño, con los ojos rojos, se acerca y la abraza: Han matado a Hipólito, lo siento mucho. Atrás Carmen, y Rolo, y Emma, que llora un llanto finito y ácido.
¿Lo han matado? ¿Hippo está muerto? La cara ardiendo, y algo inmenso y filoso, helado, incrustándose en su cuerpo.
Muerto. Hippo está muerto.
Un salto al vacío. Una inmensa nada. Alguien da una explicación titubeante: un obús, estalló un obús. No sufrió, asegura otra voz. Pero nadie lo niega. Está muerto. Y ella, ni una lágrima.
Le dan su pistola. Mika la pasa de una mano a la otra. Si Hippo está muerto, ella no quiere vivir. Un solo tiro y basta.
Puede ver los ojos grises de Hippo sobre ella: ¿Te matarás porque te duele mucho, ahora, en plena lucha? ¿Y nuestros principios? Ya resolverás tu pequeño destino personal después de la revolución, si no te matan en el combate. No es hora de morir por uno mismo.
Nadie se lo pide, nadie lo pretende, pero allí está Mika, en la noche oscura, montando guardia en el cerro, al igual que otros en el campo, y en las inmediaciones de la ciudad de Sigüenza. Un temblor la sacude cuando distingue los puestos del enemigo, cada vez más cerca. También los fascistas apilan piedras, pero detrás tienen poderosas ametralladoras, y ellos ¿qué?: una miseria de fusiles, unos pocos cañones, dinamita y bombas caseras.
Sí, porque ya no es sólo que no les falte abrigo o comida, Mika se siente responsable del destino de sus milicianos.
¿Mis milicianos?, se sorprende. Cuánto tiempo ha pasado de aquella incomodidad de los primeros días ante estos combatientes tan poco parecidos a los militantes internacionalistas a los que Mika estaba acostumbrada, tan diferente lo que ella sentía de esa felicidad compacta, luminosa que traslucía Hipólito en su mundo de guerra. ¿Dos, tres meses? Tres siglos. El tiempo se cuenta distinto en la guerra.
Una sonrisa cómplice al aire: ¿Era esto, Hippo, lo que tenía que pasarme?
París, marzo de 2007-Buenos Aires, mayo de 2011