33.París, 1936

33

París, 1936

Los largos meses que Hipólito pasó en el sanatorio le dieron la oportunidad de reflexionar sobre algunos aspectos en los que, en la vorágine de la vida, con sus urgencias, sus demandas, no se había detenido. El amor. El equilibrio. El tiempo.

Nunca dudó de su amor por Mika, pero ahora que ha podido detenerse y pensar, le da su justa y enorme dimensión. Es importante mantener el equilibrio, pase lo que pase, la política los apasiona, pero hay que evitar que los fagocite. Y tener en cuenta que el tiempo no es infinito, la enfermedad desnuda sin piedad la tiranía del tiempo.

Por eso esa tarde de abril, con los francos que le han adelantado por una traducción, Hipólito entra a una tienda, luego a otra, se demora largo rato, mira, compara, imagina, y finalmente elige un vestido liviano, color malva, con amplio vuelo, lo paga y pide que lo envuelvan en papel de seda. Es el primer dinero que gana en ya ni recuerda cuánto tiempo, y está contento de haberse permitido ese pequeño lujo.

Una tos inoportuna le crispa un instante la expresión. Cuando se conocieron, en la época de Insurrexit, Hipólito le diseñó un vestido, y a Mika le encantó. Otra tos. Se lo mandó hacer con la tela que él le regaló y lo usó años. No debió haberse olvidado. Una tos se encabalga a otra. Pero aún está a tiempo.

Tiempo, no debe olvidarse de lo que pensó durante las largas curas: el tiempo no es infinito.

Desde que Hippo salió del sanatorio, dos meses atrás, le daban vueltas a la idea, pero el inquietante resultado de las últimas pruebas diagnósticas y la conversación con el especialista los decidió: se irían a España. El clima seco es fundamental para su salud, y España está viviendo un momento histórico muy interesante.

Hace unos meses, su amiga Marie-Louise, que está viviendo en Madrid, le había propuesto compartir un piso, y la semana pasada le confirmó que ya tenía trabajo. Esa misma noche Mika le escribió una carta: que tomara un lápiz e hiciera números, por cuánto dinero podrían vivir convenientemente en Madrid ellos cuatro, Mika, Hippo, Marie-Lou y su hijito, Jackie (a Vicente Latorre, su compañero, no lo contaba puesto que, por su trabajo, sólo pasaba los fines de semana en Madrid), comida sana, sin lujos pero buena, gas, luz, el alquiler de un pequeño departamento de tres ambientes; que lo averiguara rápido. También Hipólito le escribió a Marie-Lou: que no imaginara ese hombre en piel y huesos, destartalado, que ella había visto en Francia, había ganado 10 kilos en el sanatorio, el aire de Madrid haría el resto, dile a Jackie que pronto tendrá un amigo gigante con quien jugar en el parque.

Antes de recibir su respuesta, Mika le mandó otra carta: Hippo viajaría a finales de la semana entrante, y estudiaría sobre el terreno cómo resolver las cuestiones prácticas, llevaba contactos de camaradas, ideas, algo de dinero y una gran ilusión. No estás sola, cuenta con nosotros, Marie-Lou, comienza nuestra aventura, ya verás la bella vida que nos daremos juntos.

Y que se cerraran esos agujeros en los pulmones de Hippo, por favor, que se cerraran, que desapareciera toda mancha, toda amenaza, que se curara de una vez y para siempre.

Mika se quedaría en París uno o dos meses para levantar todo y ganar dinero para vivir en España sin sobresaltos, tenía buenas posibilidades laborales: traducciones, clases, copias a máquina, y lo que saliera.

Y luego, a quemar las naves, a volar los puentes detrás de ellos. Vida nueva. España. Alegría.

Alegría… y miedo. Algo amorfo, oscuro, amenazante, la asalta porque sí, en cualquier momento. Ahora, cuando llega a casa, cansada, después de un día infernal, por la mañana de un lado a otro, entre clases y trámites; desde el mediodía, separando ropa, ordenando papeles, todavía más difícil decidir; y por la tardecita, a buscar la traducción que le encargó Pepin, a dos francos la página, ochenta hojas que empezará ya mismo, porque cuanto antes termine serán 160 francos y podrá mandarle dinero a Hippo, no quiere que pase penurias. Que coma bien, que descanse, que duerma la siesta, le pidió antes de que partiera, prometémelo.

Se descalza y se tira sobre la cama, deberá dejar la traducción para mañana, está exhausta. Mejor, así se duerme pronto y no sufre tanto. Ha pasado mucho tiempo sola cuando Hippo estaba en el sanatorio, meses y meses, pero esta ausencia cargada de presagios le duele muy dentro y muy fuerte. Una mano de hierro le estruja las entrañas.

Hippo mejorará en España, como en la Patagonia, intenta convencerse. Es la tristeza que le da dejar París, esa ciudad que aman tantísimo. Y su roulotte, un huequito para ellos entre los techos de París, el cobijo de su amor, tan pequeña y tan clara, tan silenciosa, tan alegre, con sus pósters y su ventanita al cielo, y el dulce sonido de las campanas del Val-de-Grâce. Suenan porque llegaste, le había dicho Mika cuando Hippo conoció la buhardilla, en el primer descanso del sanatorio, que tanto disfrutaron, sus cuerpos como campanas, tañendo por el reencuentro.

En esta noche tibia todo le recuerda a él, todo huele a Hippo, al amor.

Se desviste, el camisón, se lava los dientes, la cara, y se cepilla el pelo. Antes de dormirse, seguirá un rato con esa carta que le escribe todos los días, hasta que sepa a qué dirección mandársela.

«No están tus brazos para alzarme, ni esa risa con la que festejas mi llegada, ni el sonido que imita la sirena que tanto me hace reír, ni tu voz. Nadie me pregunta nada, nadie me espera. Tu ausencia es tan enorme, cae pesadamente sobre la cama, vestida de verano, y desde allí salta a las repisas y las tablas que nos sirven de pupitre y de mesa, trepa por las paredes ahogando los pósters y cubre de oscuridad la ventanita. ¿Me he equivocado de casa? Ya no quiero saber de ese jilguero, ni mucho menos de los arrumacos de los gatitos que se aman en el techo que ya no escucharás. No quiero mirar nuestro cielo de París, ni los castaños del Val-de-Grâce, que ya nunca mirarás conmigo».

¿Cómo que nunca? Por exagerar escribe cualquier cosa. Algo helado repta sobre la columna y se aloja en su cuello. Ella sólo quería expresarle que sin él no es lo mismo, que las cosas de siempre ya no le gustan, pero ha escrito ese horrible futuro, y en la última línea ese «nunca» aterrador. Aun cuando se queden a vivir en España, podrán volver a París y disfrutar de un cielo de verano, y escuchar amarse a los gatos. Está sacando las cosas de quicio. Tacha las palabras equivocadas, pero se nota mucho, la pasará en limpio. Tiene que impedir que la tristeza la gane, Hipólito está en Madrid, y ella debe preparar el viaje con alegría.

«Te quiero», escribe para conjurar esa opresión en el pecho, ese llanto acogotado. «Dime, querido, ¿pasas al menos dos horas acostado durante el día?, ¿comes bien? No te apresures a buscar trabajo, aprovecha el sol, no camines demasiado. No olvides pesarte. Cuidado con perder peso. No te enojes si te repito una y cien veces mis recomendaciones. Estoy lejos y mi inquietud comienza. Debes cuidar tu salud, a cualquier precio».

Las letras desbordando del renglón, despatarradas, a cualquier precio, ahora sí está llorando, «a cualquier precio», repite, en letras enormes, «cuidate, cuidate», así sin acento, en argentino, y subraya las palabras con una línea gruesa, pero ya no le importa porque ha seguido en una página cualquiera de su cuaderno. «No te mueras, por favor, no te mueras», escribe debajo de una de las tantas listas que elabora: «Devolverle el dinero a André. Consultar sobre los reportajes. Vajilla». Y ahora, como un punto más que deberá cumplir antes del viaje: «Calmarse. Combatir la angustia».

Recorro las páginas de tu cuaderno con tapas de hule negro, y veo tus listas, tus largas listas de tareas, tu necesidad de preverlo todo, qué llevar y qué no, que si convenía comprar las toallas en París o en Madrid, que si el impermeable de Hippo aguantaría otras lluvias o no. Esa desesperación por la menudencia, y los preciosos días que perdiste —y que tanto lamentarías— por ganar más y más dinero. Al principio eran seiscientos francos lo que te proponías llevar a Madrid, luego novecientos, mil trescientos, dos mil cuatrocientos era posible, y no lo ibas a perder, un colchón confortable donde Hippo pudiera recostarse, el largo viaje que harían por toda España. «El porvenir nos pertenece cuando lo encaramos los dos», le escribiste.

Asegurar el futuro se convirtió en tu obsesión. Innumerables proyectos de todo orden en tus cartas a Hippo. Reportajes que mandarían a Francia, la colección de libros infantiles, artículos, traducciones, hasta una página de moda que simplificaba modelos de alta costura para ponerlos al alcance de la habilidad de las muchachas trabajadoras. Se pasaron horas con Katia armando ese proyecto que ofrecerías a las revistas para mujeres.

Los viajes que harían, la gente, el precio de las chauchas y del tranvía que comparaban en un país y en el otro, el clima, las anécdotas, las conquistas obreras, pero nada que revelara la magnitud de lo que se acercaba. En tu vida, sin embargo, en tu cuaderno, sin que pudieras controlarlo, algo peligroso acechaba.

Sabías por las cartas de Hippo, por lo que escuchabas en la Librería española de la Rue Gay-Lussac y en las reuniones con los camaradas que en España se vivía una atmósfera de mucha ebullición con el Frente Popular. Le pedías a Hippo que te lo contara todo, que escribiera un diario con las novedades de la política española, y él lo hacía minuciosamente, pero no parecían sospechar que estaban a un paso de desembocar en una sangrienta guerra que dejaría un millón de muertos. Una sola frase en una carta de Hipólito, perdida entre otras, apenas un detalle: «Luego recorreremos España, y luego habrá lucha».

«Traeme tu cariño y reharemos el mundo», te escribió. «Enviame tu amor y tendré toda la fuerza», le escribiste.

Hipólito hará lo que Mika le pide en su carta, se quedará descansando en la pensión. Está agotado, no ha visto tanta gente en toda su vida como en estos días en Madrid, trata de establecer relaciones con editoriales, mantiene diversas entrevistas, hasta anuncios en el periódico lee para ganarse el pan. Por una vez que sea él y no Mika, pobrecita, que no para de trabajar por los dos hace cuántos años ya.

Esta situación transitoria por todos lados en la que vive, casa, trabajo, política, le impide concentrarse en la labor que debe y quiere hacer, y si algo tiene claro es que la hora de la acción se acerca.

Por suerte, él ya no más un enfermo, aunque hay momentos en los que la fatiga todavía lo derrumba, el aire de Madrid, con su tonicidad, y la energía de este pueblo lo están curando. Sólo necesita a Mika a su lado, mon cri-cri, mi dulce, cuánto la extraña, tres semanas ya, el que ya sabes mueve la cabeza y dice no no no, esto no es posible, no puedo vivir así, le escribió anoche, y fue tan cálido imaginar a Mika al leerlo, sonriendo, pudorosa y radiante como es.

Cuando ella llegue, Hipólito tendrá una casa para recibirla, un trabajo, cierta seguridad, Mika la necesita, y él también. Conseguirá trabajo, Andrade y Enzina le han dado esperanza, podrán vivir bien en Madrid. Y quién sabe… lo que no encontraron en Alemania está aquí, a la vuelta de la esquina.

La política está presente en todos lados, hasta en los niños. Jeanne Buñuel le contó que la otra tarde estaba en el parque de La Moncloa, con su hijo, de año y medio, cuando se acercó un grupo de chicos y uno de ellos le preguntó si era de la UHP, la Unión de Hermanos Proletarios, que nació en Asturias en 1934 al calor de la insurrección de los mineros, quizás porque Jeanne llevaba atado al cuello un pañuelo rojo.

—Por supuesto —le contestó.

—¿Y el niño?

—También.

—Salud, compañera —la saludaron, con el puño en alto.

Las cartas de Hippo, conmovedoras, ricas en detalles, coloridas, eran un aliciente en esa catarata de idas y venidas, ajetreos, puesta en orden de libros, ropa, y toda suerte de objetos, conversaciones con los camaradas, cursos, copias a máquina, traducciones, los periódicos, la efervescencia que produce la huelga de los metalúrgicos, largas caminatas, las clases de alemán con Katia, los viajes a Perigny.

Pero cuánto, cuánto corre Hipólito tras el pan esquivo, eso es lo que Mika temía, así no podrá mejorar, que descanse, que tome el tranvía, le pide en su carta, cuesta tan poco un tranvía en Madrid.

Magnífica la anécdota de Jeanne, con tres o cuatro de ese género se podría componer un pequeño artículo para Vendredi, que ella podría ofrecerle a Madeleine Paz. «Ardo en deseos de estar ahí. Cuéntame más».

El pánico en las clases acomodadas en España es profundo. Los rumores corren como pólvora y se agrandan bajo la censura. Lo que les contó Rodolfo, un amigo de Vicente Latorre que trabaja en una empresa puede darle una idea de la situación. En esa empresa, el personal fue seleccionado de modo especialísimo, los obreros son todos recomendados de curas, militares, amistades de los propietarios. Rodolfo escuchó varias veces decir al administrador que él estaba seguro de su gente, que allí no habría huelga. Ayer, una delegación del personal se presentó con un pliego de condiciones y el hombre se ha enterado ahora de que están todos sindicados, unos en la UGT, otros en la CNT. Se puso furioso, lo tomó a la tremenda. Uno de los socios le dijo: No amigo, nada de eso. Hay que agachar el morro y sonreír. No están los tiempos para hacerse el listo.

¿Qué te parece, Mikusha? Hipólito ha leído las noticias sobre las impresionantes huelgas de los metalúrgicos en Francia, qué formidable lo que están logrando, cuéntame.

Magnífico, de no creer, casi todas las grandes fábricas, ocupadas. Los obreros, en el interior, disciplinados y alegres. Los locales, escrupulosamente limpios. Se canta y se desfila con música. Los pequeños comerciantes y los desocupados ayudan a los obreros en huelga. Hay comida y aparatos de radio. Aumento de salario, una semana de vacaciones pagadas, y el contrato colectivo ya admitido por algunos patrones. Las huelgas comienzan a estallar en todas partes.

El martes Mika fue con Georgette a visitar a una amiga huelguista en las Galerías Lafayette, se quedaron toda la noche acompañando a los trabajadores en el vasto subsuelo transformado en sala de visitas; al día siguiente estaba cansada en sus clases, pero qué maravilloso compartir esa experiencia, ver esa cohesión, la disciplina impecable, el espíritu de lucha, el buen humor. Cuando piensa que seis mil empleados tienen en sus manos, hace ya una semana, toda la riqueza acumulada en el enorme edificio y que no falta ni un solo alfiler, que hombres y mujeres guardan las puertas dispuestos a impedir toda intromisión, que los delegados sindicales son obedecidos por un personal que hasta ayer ignoraba el sindicato. Emocionante. Sólo le falta su Pichón.

Hipólito no es tan optimista como Mika, es evidente que en este primer período del Frente Popular, el proletariado está ganando fuerza, gracias a su acción independiente. Pero atención, hay un peligro serio, que esté vendiendo su apoyo ulterior a la burguesía y su política de guerra. La buena voluntad relativa con que el Gobierno y los patrones proceden respecto de los obreros muestra a las claras dónde está el peligro.

Pero basta de política, tiene dos buenas noticias para darle.

Hoy se ha firmado el contrato de alquiler del piso de Meléndez Valdés 36. Una tercera planta, luminosa, alegre. Mañana, para festejar, Hipólito, Marie-Lou y Jackie irán de pic-nic al parque de La Moncloa. Vicente, después de firmar los papeles, se ha tenido que marchar, pero volverá el sábado.

Y Juan Andrade le ha confirmado que podrá hacer algunos trabajos para la editorial Zenith, aún no han concretado cuáles, se les ha ido el tiempo en apasionada discusión sobre la realidad de España y del mundo. La derecha está muy nerviosa con los pasos que da día a día el pueblo, Mika, da gusto. Está feliz, sólo le hace falta «la abandonada confianza de tu boca, tu cuerpo tibio».

Qué alegría la carta de Hippo con ese notición de que ya consiguieron un piso. Lo ve tan vital, tan saludable, que sea cierto, que se cure para siempre. Quisiera terminar de cualquier modo con lo que le falta y subirse ya al tren, pero le ha salido un trabajo de 15 días, y otra traducción, y no quiere desperdiciar la oportunidad, le pagan muy bien ¡como para dos o tres meses en la montaña con mi Hippo querido!, ¿la entiende, amor?

Las garras de la angustia: si no va, él podrá fatigarse con la mudanza al nuevo piso, conoce de sobra esa capacidad de pasarse de todo, de privarse de lo esencial. Si no fuera por las duras carencias que pasó cuando dejó la casa de su familia en Buenos Aires, no habría enfermado. Que se ocupe pero sin fatigarse. Mika le mandará 200 francos, que pida prestado si necesita, lo pueden devolver sin problema. Por qué ha aceptado ese trabajo, debería ir ya mismo a cuidarlo. Son sólo unos días más, y podrá contar con más dinero de reserva. Ahora a expulsar esa sombra oscura y trabajar.

Tiene ya una valija hecha con toda la ropa de invierno, y bien envueltos el único tesoro que poseen: los seis platos de Limoges. La liquidación de papeles continúa y los rincones están casi limpios. Queda la espinosa cuestión de los libros, pero ya está dividiéndolos en grupos: los que llevará ella, los que más tarde les traerán los Rosmer y los Baustin, se desprenderá de algunos, pero qué difícil…

Es tarde pero quiere terminar la carta: En París llueve y hace calor. Abrazame y esperame.

Ya están instalados en el piso de La Moncloa. Finalmente. Hipólito tiene fatiga. Marie-Lou lo ha prácticamente obligado a que se acueste, no importa si no han terminado de arreglar, ella debe salir, que le prometa que va a descansar.

—No te muevas, vuelve a la cama —le dijo Jackie, cuando lo vio tratando de arreglar el postigo—. Acuéstate. Mamá no te deja.

Le da ternura cómo lo cuida, ese niño es un sol. Hipólito disfruta tanto con él. A Mika le encantará vivir con Jackie. La vida es así de extraña, los pone ahora en la circunstancia de compartir la vida con un niño, a ellos que han decidido no tener hijos para no limitar la lucha. Desde aquella tarde en Saint-Nicolas-la-Chapelle no han vuelto a hablarlo, casi diría que lo había olvidado, y estos días, jugando con Jackie en el parque, conversando, porque con él se puede conversar, le ha cruzado la idea de tener un hijo. Pero no, ni es el momento, ni tiene él salud para permitirse ser padre. ¿Se lo dirá a Mika?

No cree, quizás más adelante, si mejora. Cuánto la extraña. Quiere que llegue ya, ya.

El viernes, por la tarde, Mika tomará el tren y el domingo por la mañana estará en Madrid. En su bolso de mano guardará el vestido color malva para cambiárselo en el tren. Quiere llevarlo puesto cuando Hippo la descubra en el andén.

—Estás más linda que aquella tarde de 1920 —le dijo cuando ella se lo probó—. Los años y las luchas te han embellecido.

—Y este vestido —le contestó Mika.

Y ahora, ante el espejo, lo comprueba, se ve linda con el vestido que le regaló Hippo. Gira sobre sí misma y el movimiento del amplio vuelo le da alas, está casi feliz.

No era necesario, le dijo cuando abrió el paquete, pero él tenía razón, le hizo tanto bien.

Ella tiene un regalo para Hippo que les hará bien a los dos: un largo viaje, como cuando se fueron a la Patagonia. Así sueña su vida en España: días anchos, largos, plenos, calmos.