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Madrid, octubre de 1937
La mujer que la recibe en el Liceo Francés de Madrid le pide que la siga por un largo corredor, abre la puerta de un cuarto y, con un gesto, la invita a pasar.
—Ya están aquí sus cosas —le dice en voz baja, sin dar más explicación—. La dejo para que se instale y descanse. Nos vemos más tarde.
Mika observa este ambiente espacioso y claro que será ahora su refugio. Los muebles sólidos, el suelo de madera, los cuadros, y hasta la dorada luz de la tarde que se cuela por los visillos le duelen. Esta atmósfera ligera, este aire limpio la ahogan. Cosas normales de una vida normal. No sabrá vivirlas. Nostalgia de trinchera, de peligros, de barro y suciedad, de obuses y ametralladoras, de olor a pólvora y a miedo.
En la guerra hay que vigilar, decidir, actuar, atacar, defenderse, velar por los milicianos. En la guerra, hay que hacer algo urgente e imprescindible a toda hora, no hay tiempo ni posibilidad para abandonarse al dolor. En la guerra, todo; fuera de la guerra, nada.
Pero la han dejado fuera, después de esa terrible batalla en el cerro de Ávila donde se jugaron el todo por el todo, a Mika la han echado de la guerra.
Esa frase tuya, «Me han echado de la guerra», me llamaba la atención. ¿Por qué echado?, ¿quién te echó? Tus memoria de la guerra se cortan con la derrota del Cerro de Ávila, pero la guerra siguió.
Leí un artículo que afirmaba que habías sido detenida por una patrulla franquista, aunque el autor es el mismo que, a propósito de Insurrexit, había escrito que en la Guerra Civil española realizaste tareas ¡de enfermería!, y que, durante la Segunda Guerra Mundial (cuando te refugiaste en Argentina), formaste parte de la Resistencia en Francia. Era difícil tomarlo por bueno. Nada en tus notas, ni en las entrelíneas, indicaba que así hubiera sido, pero ahí estaba ese insistente y misterioso «Me han echado», extraña expresión para el enemigo.
Te habían echado, efectivamente, pero no los fascistas, sino quienes combatían contigo en el mismo frente. Fue en las memorias de Cipriano Mera donde encontré la explicación a aquellas dolorosas palabras que escribiste en el Liceo Francés.
Buscada por los fascistas como una mujer peligrosa que manda entre los rojos, buscada por la Dirección General de Seguridad de la República, por los agentes del feroz estalinismo. Desafecta a la República. Presa. En la cárcel de la República, no en la de los rebeldes fascistas. Qué humillación.
Y aquí está Mika, en el Liceo Francés, hasta que le consigan un salvoconducto para poder volver a Francia, le dijeron los amigos. Ha aceptado porque necesita un escondite ahora, pero no se irá, esperará el momento adecuado para volver a luchar, codo a codo, con sus milicianos.
En algunos frentes, todavía hay combatientes del POUM, aunque sí se confirma lo que le dijeron ayer: que la División 21, integrada por militantes del POUM, va a ser disuelta, poca esperanza queda. A Rovira, su comandante, lo han llevado preso acusado de alta traición.
Tantos horrores han sucedido desde que ella entró a la checa. Anoche, Amparo, la tía de Quique Rodríguez, avisada por los amigos anarquistas que la alojaron estos tiempos, fue a verla. Cuando le contó, en detalle, las novedades, a Mika le resultaba difícil asimilar tanta crueldad. Quique preso, como Juan Andrade, y Pedro Bonet, y Julián Gorkin, Escuder y Paul Thalmann. En Barcelona, no sólo los dirigentes del POUM fueron detenidos, sino cientos de militantes. Andreu Nin desapareció de la cárcel y nadie hasta ahora sabe dónde está. Se han llevado a Kurt de la casa de sus amigos, y Katia, en la cárcel de mujeres, está organizando una huelga de hambre, a la que se sumaron presas comunes. La querida y brava Katia, cuánto le gustaría abrazarla, darle coraje.
Fue una suerte que a Mika la detuvieran en Madrid, le dijo Amparo, una suerte Juan Ojeda, Cipriano Mera. Y hasta una suerte, pensó Mika, el giro que tomó la locura de Andrei Kozlov, que le dio un tiempo para que otros pudieran actuar, y salvar así la vida.
Pero qué vida. La vida tal como ellos la concebían era una malla tejida con dos hilos, no podrá sostenerse sólo con el de Mika. Cómo vivir sola la vida que fue de los dos, la vida de las ideas, de las emociones. La vida única y rica que tenían. Mika no puede vivir esa vida sin él. No puede.
Cuando la muerte la rodeaba, podía estar sola. No lamentó su ausencia, cuando quedó sepultada por el barro con aquella bomba, ni cuando los ametrallaban, ni con el hambre, los piojos y el frío calándole los huesos. No sintió la soledad en el terror cotidiano de la guerra, pero en este bello y luminoso cuarto, él está por todos lados. En este sillón, comentándole sus lecturas, en la cama, esperándola, en la ventana, iluminado por el atardecer.
Se acerca al amplio ventanal sobre la calle arbolada, y el resplandor de la cúpula recortándose en ese cielo rojizo de Madrid que él ya no verá la golpea. Cierra los ojos. El dolor es casi físico. Mareada, perdida, estira la mano para asir su ausencia y se tapa la boca para ahogar un grito, nunca más sus ojos grises, su cálida voz, su cuerpo tibio, nunca más él.
Qué hará Mika, qué puede hacer ahora, se dice mientras se desploma sobre el sillón.
Reconoce sobre la mesa su pequeño bolso de cuero, que dejó en el piso de Meléndez Valdés, cuando se fueron con la columna motorizada a Zaragoza. Quién sabe cómo ha llegado allí, debe de haberlo dejado en algún sitio Marie-Louise antes de irse a Francia con su hijo. Lo abre y encuentra el vestido color malva que le compró Hippo en París, justo antes de viajar a España.
El contacto con la tela suave le trae sus ojos encendidos sobre ella, sus dedos recorriéndola despaciosamente, sus brazos levantándola por el aire, su risa. Los sobrenombres tiernos, ma douce, morena mía, mon cri-cri, susurrados a su oído, mikusha, grillito, se extienden por el cuarto, rebotan en las paredes.
Mika suelta el vestido, como si su suave tejido la quemara. El sobre con las cartas. No puede leerlas ahora, imposible. El cuaderno azul que escribieron en Alemania, en París. La agenda alemana del año 1935 que le regalaron cuando hacía las traducciones. La abre y encuentra unas hojas libres. La pluma, rápido. Escribir. Pineda de Húmera, Siguenza, Moncloa, los nombres de los lugares en los que combatió. Palabras sueltas por ahora. La Chata, Juan Laborda, Corneta, el Maño, Antonio Guerrero, el Marsellés, Emma, Ramón, Valerio, los nombres de las personas con las que combatió. Dar forma al paso de sus días en la guerra, contarlo para otros, dar cuenta de la historia.
Pero también un tablón al que sostenerse en medio del oscuro océano de su ausencia. Su corazón se aquieta palabra a palabra.
Escribiste esas notas infinitas veces, a lo largo de casi cuarenta años. Algunas las tengo, otras las vi en París, y las describí para no olvidarlas nunca. Las extiendo sobre mi mesa de trabajo. Manuscritas en diversos colores de tinta, a máquina, en una hojita suelta pequeña y gruesa y en una grande que es copia en carbónico de vaya a saber qué original, en las hojas vacías de una agenda alemana de 1935, en un cuaderno de tapa negra, en una libreta de hule anaranjada, en un artículo en la revista Sur de 1946 que firmás con tu nombre, donde hablás de la guerra, y en los márgenes de otro, que escribís bajo seudónimo para un periódico brasilero, que nada tiene que ver con la guerra de España.
Notas sobre notas sobre notas, te has pasado la vida borroneando esos recuerdos, hasta que al fin, en 1975, publicaste en Francia tus memorias sobre la guerra.
El sol ya ha caído completamente. Mika deja la pluma, cierra la agenda. La están esperando para la cena. Antes de salir, levanta del suelo el vestido color malva, lo pliega cuidadosamente y lo guarda en el fondo del bolso.
El frente me estaba vedado, no podía hacer nada más que leer, y mantener algunas reuniones, pero no me fui de Madrid hasta que los nacionales entraron en la ciudad, el 28 de marzo de 1939. Recién entonces gestioné mi pasaporte francés y en septiembre logré pasar los Pirineos. Por consejo del cónsul, viajé con lo puesto. Mi maleta con los libros, el bolso de lona y mi máquina de escribir llegaron a París en noviembre del 39.
No alcancé a pasear mi dolor por algunos puentes, y a empacar otra vez: en Marsella tomé el barco con destino a Buenos Aires.
Mi amiga Salvadora Botana insistió en que no me demorara y no le faltaba razón: en junio los alemanes entraron a París. Y yo, judía, ya estaba en la Argentina. La humedad de Buenos Aires me envolvió como un manto, absolutamente irreal, nueve años fuera me habían desacostumbrado.