31.Madrid, junio de 1937

31

Madrid, junio de 1937

La reunión que ha convocado el nuevo Gobierno con los mandos ha dejado a Juan Ojeda muy preocupado. Una atmósfera de pogrom se cierne sobre el POUM, y está persuadido de que Negrín no impedirá su exterminio, le confía a Augusto Ramírez, uno de los pocos militares que esgrimió una protesta. Para Ramírez cada vez es más claro el deplorable juego del PC, y lo peor es que hay camaradas de armas que en verdad creen que los militantes del POUM son agentes de la Gestapo, sólo porque lo dice el PC. Nadie niega la importancia de la ayuda rusa en la guerra, él mismo, meses atrás, no tenía la misma postura que hoy, si hasta invitó a su casa a algún consejero ruso. Pero ahora que se han caído todas las máscaras y ve el costo de esa ayuda y cómo el Gobierno de la República responde a las directrices de la Internacional Comunista… está indignado. Y Ojeda: que mientras los militantes del POUM son tildados de perros traidores, perseguidos, encarcelados, el comandante José Rovira y sus milicianos están en el frente, jugándose la vida por la República. Y tantos más del POUM que han caído en combate, qué infamia.

En este contexto, la desaparición de Mika puede tener alguna explicación, aunque a Ojeda le parece extraño que la hayan detenido a ella, que no es oficialmente militante del POUM, más de un mes antes que a sus dirigentes. Sí, es raro, dice Ramírez, que ha mostrado una gran preocupación por la suerte de la capitana, parece difícil que responda a un mismo plan, a él no le cuadra.

De Mika nadie sabe nada, absolutamente nada. Ni Amparo, la mujer que la alojaba, ni sus camaradas, ni Cipriano Mera, ni sus amigos de Francia, ni el ministro al que se ha dirigido el abogado… ¿La habrán matado?

Una corazonada le dice a Ojeda que no, y que aún es posible rescatarla de donde sea que esté. Deben continuar averiguando, exigiendo respuestas, propone Ramírez.

Con el paso de los días, Ethelvina se convenció de que lo que había pasado con Andrei Kozlov era cierto, que él la había echado de su vida sin más. Y ella ¿qué podía hacer?, ¿nada? Por eso, cuando escucha detrás de la puerta la conversación de Augusto con Ojeda, se atreve a interrumpirlos.

—¿Por qué no le preguntan a Kozlov? —los sorprende Ethelvina—. Probablemente él sepa dónde está la capitana.

No se molesta en disculparse por intervenir en una conversación que no la incluía, está demasiado impaciente.

Qué sabe Ethelvina, acaso ha visto a Kozlov, le pregunta Augusto, la voz tensa, al borde de la tormenta. Ella ni afirma ni niega, ya se las arreglará más tarde con él, ahora lo importante es denunciar a Andrei Kozlov.

—El consejero tiene una obsesión enfermiza con la capitana, que va más allá de la política y de su trabajo —afirma Ethelvina—. Se conocen desde hace años. Una historia pasional quizás…

—Sería útil que nos dijera todo lo que sabe, señora —interviene Ojeda, un esfuerzo en sonar amable—. Se lo agradeceríamos mucho.

—¿Cómo sabes que se conocen desde hace años? —la ira contenida tiñe las mejillas de Augusto, le deforma la boca.

—Él me lo dijo. La odia. O la ama. Lo mismo da —como ella a Andrei, piensa—. Y la quiere tener con él.

—¿Y dónde cree que está la capitana? —pregunta Ojeda.

Ethelvina no tiene datos concretos, pero sí una intuición y ella es una gran observadora de los seres humanos, explica. Sin duda, trata de complacerla Ojeda, no la quiere nada y se le nota, pero le cree y eso es lo importante.

—Podría ser Kozlov un amante despechado que utiliza su poder para ajustar antiguas cuentas. Detenerla con la excusa del POUM, y hacer de ella lo que quiera. Pobre mujer.

Un disparate, corta Augusto, Ethelvina tiene una gran imaginación, pero saber no sabe nada, si hace más de dos o tres meses que no vemos a Kozlov, y la mira a los ojos. Que lo confirme, por favor, parece rogarle.

Patético, le importa más lo que piense Ojeda que lo que en verdad pasó con Andrei. Qué le cuesta a Ethelvina decir: Sí, hace mucho que no lo vemos. Pero no lo dice.

Ojeda lo saca del bochorno, le agradece mucho a doña Ethelvina su ayuda, le da la mano y se despide de ella con una sonrisa.

Ya está, ya lo hizo. Se enterará Andrei de quién es Ethelvina. Lo que le molesta es estar salvándole el pellejo a esa mujer que le cae tan mal. En fin, un mal menor.

A Ruvin le dolió que Mika desperdiciara, de puro testaruda, la oportunidad que él le había ofrecido. Pero también fue un alivio. Ruvin estuvo en Barcelona estos días agitados, y se da cuenta de que hubiera sido muy difícil, imposible, implementar su plan, la guerra desatada contra el POUM es brutal, no dejarán títere con cabeza. Ya han apresado a más de cuatrocientos traidores.

Kurt Landau está escondido, pero Ruvin lo conoce, es temperamental e imprudente, y en cualquier momento se dejará caer por ahí a soltar su discurso, y lo encontrarán. Es cosa de días, a Katia ya la agarraron, en el local del POUM, fue Ruvin quien dio el chivatazo. Detesta a esa mujer, está seguro de que fue ella quien predispuso mal a Mika contra él, ni siquiera era una cuestión de ideas, Katia nunca toleró que Jan Well le hiciera sombra a su marido.

Por suerte, todo eso forma parte del pasado. No fue Ruvin quien lo decidió, pero siente una interna satisfacción al saber que ya basta de andarse con vueltas con estos traidores, que dividirlos, que enfrentarlos, que debilitarlos. Por fin se hará lo que corresponde: borrarlos de la faz de la tierra, desaparecerlos.

¿Y qué hacer con Mika?

El plan es fusilarla si no logran una confesión. Que la apretaran, les dijo cuando se fue a Barcelona, aunque sin lastimarla, aclaró. Pero ahí sigue Mika, sin firmar confesión alguna y Ruvin inmóvil, sin poder encaminarla, ni matarla. Ni tenerla, ni tocarla. Puede mirarla, eso sí, y ella le sostiene la mirada. Un juego que lo complace enormemente. Pero todo llega a su fin. La conversación con Ojeda ha definido el curso de los acontecimientos.

Cuando el coronel hizo ese largo rodeo: que la preocupación del ministro de Justicia, que las cartas que llegan del extranjero, ahora reclamando el paradero de Andreu Nin, y antes el de Mika Etchebéhère, que qué extraño, ella había desaparecido antes de que detuvieran a los dirigentes del POUM, Ruvin no se inmutó, pero cuando, como al pasar, dejó caer: Ayer lo hablamos con Ramírez y su mujer, ¿la recuerda, Kozlov?, una morena muy guapa, Ruvin supo que Ojeda tenía claro que Mika está en sus manos. Ethelvina, la muy perra, se ha vengado. ¿Sabe algo él de la capitana Etchebéhère?, le preguntó Ojeda, ¿está detenida?

El consejero Andrei Kozlov, por supuesto, lo ignoraba, no es mi función, coronel, se confunde usted. Pero tiene sus contactos y le promete informarse. Se lo agradeceré, le dijo Ojeda, y era de acero su mirada.

La situación no puede dilatarse más. Mañana Mika será trasladada a la Dirección General de Seguridad, que actualmente se ocupa de las actividades subversivas y de espionaje.

Otra vez ella bajando esa escalera, escapándosele de las manos, él mismo empujándola fuera de su alcance. Pero todavía queda esta noche.

En el calabozo, la sinuosa luz de una vela. Hay desafío en la manera de plantarse ante él, la vela en la mano: ¿Qué haces aquí a estas horas?

—Bien lo sabes, ma belle —y avanza hacia ella—. Ni un grito, ni una palabra o te mato.

De pronto la oscuridad. Mika ha apagado la vela y se ha escurrido de sus manos, refugiándose quién sabe dónde. Ruvin podría ir a buscar otra vela, pero lo excita el juego de andar a tientas y buscarla. Ella lo ha inventado: traviesa, y hasta es posible que adivine esta dureza que desde el sexo le tensa todo el cuerpo, y lo esté esperando en algún lugar del calabozo. Mika lo desea —decide Ruvin— desde el mismo instante en que se conocieron, en aquel galpón de Wedding. Por fin, por fin. Se le hace agua la boca. Las manos extendidas, como un ciego, y los ojos buceándola en la oscuridad, empeñados en descubrirla entre las sombras.

—Dime frío, tibio, caliente. Guíame —le pide como un chico—. ¿Dónde te escondes?

Como si estuvieran jugando al gallito ciego, el hombre se ha vuelto totalmente loco, piensa Mika, pegándose a la pared, conteniendo la respiración, haciéndose invisible. ¿Qué hacer? Tiene que pensar algo rápido, ¿y si le sigue el juego? Entonces él la descubre.

—Aquí estás —festeja, entusiasmado en su delirio.

Toca su frente, su pelo, su mano dibuja el contorno del estilizado cuello, el contacto con la piel de Mika lo emociona, sigue hasta el hombro, baja por el brazo, la mano delgada, ella no grita, no habla, ¿tiembla? Ruvin puede sentir la llamada del sexo húmedo entre las piernas de Mika, el clamor de su cuerpo entero, pero irá despacio: Tenemos toda la noche, chérie, tranquila.

Repetirá esos gestos soñados infinitamente. La imagen de sus pezones erguidos es irresistible y sus manos los buscan con urgencia, como si hubiera un incendio que apagar. La boca que se lanza voraz sobre ellos.

La voz de Mika, enérgica y calma, lo sorprende: Jan, lo llama, Jan, lo desconcierta, él le quita las manos del pecho.

—Jan Well, mírame.

La boca de Ruvin busca los labios de Mika, pero ella lo aparta suavemente, lo toma de la cabeza con sus dos manos, con delicadeza, los rostros enfrentados, como si necesitara distinguir claramente sus facciones.

—Jan.

—Dime.

Entonces Mika, intempestivamente, lo escupe. Un asco rancio hecho saliva.

Las cachetadas con que Ruvin le cruza la cara una y otra vez no lo alivian de ese escupitajo que parece crecer, envolviéndolo todo, ahogándolo. Tiene que salir a la calle, correr, gritar, mojarse la cara, arrancarse a manotazos la vergüenza.

Cuando Jan se fue, Mika se dejó resbalar hasta el suelo, y se quedó ahí, incapaz de moverse. De todas las batallas, la que acababa de librar era la que la había dejado más extenuada. El sueño la venció sin que pudiera comprender cómo, con qué armas, con qué recursos, la había ganado.

Al día siguiente, intentaba encajar las piezas, las fotos de Olev Alexandrovich y la mirada obscena de Jan Well, él, sonriente, agradeciéndole que no lo haya llamado Well delante de los otros, Andrei Kozlov intentando ganarla para el estalinismo, Jan Well jugando al gallito ciego, esa obstinación malsana con ella, ese conjunto retorcido de sentimientos que buscaban… ¿su aceptación? Él quería que Mika le correspondiera, escalofriante, que ella lo aceptara, que lo deseara, que lo quisiera… sólo así puede explicarse que Jan Well, Andrei Kozlov o como se llame ese infame, no la haya violado o matado cuando la tuvo a su merced. ¿Algo de ella pudo haberlo alentado? No es posible.

El guardia entró y le tiró su ropa sobre el camastro, la que traía puesta cuando la llevaron a la checa.

—Lávate y vístete. Te llevamos a otro lado.

No sabe por qué la han llevado a la Dirección General de Seguridad, pero en su celda oscura, Mika se siente mucho más cerca de la luz que en la checa. No sabe qué será de ella, pero tiene la certeza de haberse librado de las garras de Jan Well. Y eso ya es mucho.

Tres días después de que Juan Ojeda hablara con Andrei Kozlov, el abogado Pabón recibió la noticia de que Mika Etchebéhère se encontraba detenida en la Dirección General de Seguridad.

Cuando lo supo, Ojeda quiso presentarse de inmediato, estaba indignado, pero el abogado Pabón se lo desaconsejó, a él ni siquiera le permitieron verla, podría defenderla si había un proceso judicial, pero tal como está la situación hoy… tenían que intentar liberarla moviendo otros resortes del poder.

—Mera —dijo Juan Ojeda.

Podían eliminar al POUM, pero cómo prescindir de la poderosa CNT-FAI. Cipriano Mera era su comandante, y un gran amigo de Mika.

Manuel Muñoz, director de la Dirección General de Seguridad, recibe a Cipriano Mera sin dilaciones: ¿Qué lo trae por aquí, comandante?

—Me ha llegado al frente una noticia que no acierto a creer. ¿Tienen aquí detenida a Mika Etchebéhère, una ciudadana francesa, de origen argentino, que es capitana de nuestro ejército?

—Sí, la recuerdo porque es extranjera.

—¿Cómo es posible que hayan encarcelado a una luchadora antifascista de la talla de Mika Etchebéhère? Debe liberarla de inmediato. ¿De qué se la acusa?

—Aún no se han iniciado las acciones judiciales, pero la han señalado como desafecta a la República, comandante.

—¡Mentira! —levantó la voz Mera—. Que sus acusadores se atrevan a decirlo en mi presencia. Esta mujer excepcional ha combatido con todo valor en Sigüenza, en Moncloa, en Pineda de Húmera. Su columna ha sido machacada en el Cerro de Ávila. ¿Y ustedes la encarcelan? ¿Desafecta a la República? —su voz tronando—. La libera en este mismo instante.

—Sobre ella pesan acusaciones serias, comandante.

—Sobre ella pesa el haber combatido junto a milicianos del POUM, de quienes el PC quiere deshacerse, con su irresponsable complicidad. Cómplices de criminales, eso es lo que son.

—¡Cuidado, Mera!

—Los españoles tenemos por costumbre no mordernos la lengua y llamar a las cosas por su nombre.

Pero si sigue por ese camino, no va a lograr sus objetivos, la compañera Mika bien se merece un esfuerzo, no está la situación para permitirse espontaneidades. Mera baja el tono: Vea, señor Muñoz, la señora Etchebéhère es persona de mi absoluta confianza —y acercándose—, es una amiga muy querida —ve encenderse una luz en los ojos de Muñoz—. Yo respondo por ella.

—Haberlo dicho antes, Mera —y esa sonrisa taimada de Muñoz.

¿Qué está entendiendo? No importa, Mera no quiere detenerse en elucubraciones, lo que sea indica una mejor vía para liberar a Mika y hay que aprovecharla: Le pido encarecidamente que la deje libre.

Muñoz en silencio, pensativo, pero ya con otra cara, y Mera, normalmente parco, argumentando: Aquí encerrada no les sirve para nada —un intento de poner las cosas en claro— y en la división que yo comando bien vendría una capitana como ella.

—Con la información que me da —concede Muñoz— puede marcharse tranquilo, Mera, haré lo necesario para liberar a la prisionera. Pero ni en su división, ni en ninguna. No me ponga en apuros, comandante, ya no se permiten mujeres en el frente, mucho menos en un puesto de mando, y muchísimo menos extranjera y sospechosa. Yo se la mando, y usted se hace responsable de ella. La guarda bien guardada, donde nadie la vea, o se encarga de que se vaya, que vuelva a su tierra, que se esfume. Ya vendrán tiempos mejores y podrá visitarla en Francia.

Con todo gusto Mera le daría una hostia, pero no hace el menor gesto. Lo importante es recuperar a la compañera Mika. Muñoz mira alrededor, como si temiera que los muros escucharan, y en voz muy baja:

—En confianza, Mera, le diré que a su amiga no la quieren nada —hace una larga pausa—. Gente de peso. Póngala a salvo.

Y para poner fin a una incómoda confidencia que él mismo, sin quererlo, ha provocado, le extiende la mano. Cipriano la estrecha, sin la menor pregunta.

Al día siguiente, en el coche de Eduardo Val, Mika llegó al norte del río Tajuña, donde se encontraba la División 14 de las fuerzas confederales, que comandaba Cipriano Mera.

Se lo dijo apenas llegó: Quiere seguir combatiendo pese a lo que le pasó, no va a abandonar la guerra, hay que estar junto al pueblo español. Como lo están los miles de brigadistas de todas partes del mundo que se están jugando la vida por una revolución que es de todos, y que nada tiene que ver con la política canalla del PC y sus lacayos del Gobierno. El PC y el Gobierno no son el pueblo, Mera, incorpórame a tu división.

—No ahora, Mika, ya veremos más adelante —la mirada triste de Cipriano Mera desmentía ese futuro.

Era absurdo, injusto, lo sabía, pero no estaba en sus manos modificarlo, compañera, ésta es la situación ahora, bastante difícil le fue sacarla de la cárcel, créeme, tienes que marcharte, Mika, funcionó una vez, pero no podría garantizarte que… Quién sabe si él estará…

—No hace falta más explicaciones, compañero, me voy.

Supo que para Mera era imposible admitirla en su división, y no quiso violentarlo más. Probablemente ése fue el pacto que tuvo que hacer para que la liberaran: que Mika se fuera. No le había explicado nada de su conversación con Muñoz, y ella tampoco se lo preguntó. Sintió que la garganta se le cerraba.

—El compañero Val se encargará de alojarte en un lugar seguro para ti hasta que te den el salvoconducto para irte a Francia.

—No me iré a Francia. Conseguiré un escondite, tengo amigos. Seguiré aquí, en la retaguardia, hasta que sea posible volver al frente, no dejaré nuestra guerra.

—¿Nos vamos? —se asomó Val.

—Sí. Un momento —dijo Mika, y a Mera—: Gracias por todo, Cipriano.

—Compañera, amiga, hermana, valiente mujer —Cipriano la estrechó entre sus brazos, su voz se quebró—. Te echaré tanto de menos, todos te echaremos de menos —se limpió los ojos con la manga y ensayó un tono de broma—. Tanto te cabreaste por lo que te dije en el Cerro de Ávila, y ahora soy yo quien llora.

Antes de subir al coche de Val, Mika se detuvo a mirar alrededor. A una cierta distancia, podía divisar las primeras trincheras. No habría más trincheras para ella. La habían expulsado de la guerra. De su guerra.