30.Madrid, abril de 1937

30

Madrid, abril de 1937

Se lo dijo el coronel Ojeda, cuando se acercó al Cerro de Ávila, se lo dijo el viejo miliciano Valerio, en camino a Madrid, se lo dijeron Quique, Eugenio y otros camaradas en el local del POUM, y Marguerite, en su carta: que se volviera a Francia. Pero Mika no quería. Su lugar estaba en la guerra, descansaría en Madrid, hasta que los llamaran a un nuevo frente.

Devastadas las compañías, el destino de los milicianos del POUM era incierto. En el que fuera su cuartel, en la calle Serrano, se habían instalado unas oficinas de las milicias confederales. Responde a la actual situación, le explicaron a Mika.

El no tener un lugar le dolía. Pero los milicianos del POUM que habían sobrevivido a la tremenda batalla del Cerro de Ávila, después de unos días de descanso, irían a algún frente, se imaginaba.

Si Mika no quería marcharse a Francia, que se alojara en la casa de compañeros socialistas o anarquistas, le aconsejaban sus amigos. Se había incautado la emisora de radio del POUM y su periódico El combatiente rojo. Día tras día las injurias del PC intoxicaban a la población. Madrid estaba plagado de checas, le advertían.

Mika no podía ni pensar, veía una y mil veces correr a sus milicianos a campo traviesa, los veía caer, sus cuerpos destrozados, las camillas yendo y viniendo, la carita de Corneta muerto… cuánto dolor.

Los milicianos volvieron a sus casas, pero ella no había pisado el piso de la calle Meléndez Valdés desde que empezó la guerra, Marie-Louise se había ido a Francia con su pequeño (se lo confirmó Katia en su carta), Vicente Latorre, su compañero, estaba combatiendo, y Mika se sentía incapaz de enfrentarse con los recuerdos.

Se podía quedar en casa de Amparo, una tía de Quique, le ofrecieron, y aceptó.

—Serán sólo unos días, nada más, hasta que nos llamen al frente.

Pero los días pasaban y a Mika no la convocaban. Supo que los milicianos del POUM se habían incorporado a un batallón de la CNT, y otros, al frente de Aragón, en la División 29 que comandaba Rovira, militante del POUM.

Y Mika, en Madrid, en la insoportable retaguardia.

Capitana, ayudante de mando o soldada rasa, poco importaba, pero que la mandaran al frente, por favor.

—No hasta que haya descansado y se haya repuesto completamente —le dijo el coronel Ramírez, cuando se presentó en Puerta de Hierro, con exigencias.

Mika miró detenidamente a Augusto Ramírez. Ceniciento, ojeroso, desencajado. Su tono se suavizó:

—El que debería descansar es usted. Lo veo mal, preocupado —y alarmada—. ¿Pasó algo que yo no sepa? ¿Han avanzado más los fascistas? Cuénteme, compañero comandante.

Ramírez no podía contarte que las razones de sus desvelos no eran sólo las de la guerra, Mika, hubiera sido ridículo.

Anoche la pelea con Augusto fue terrible. Gritos, insultos. Es mediodía y Ethelvina no consigue levantarse de la cama, está agotada. Y de pésimo humor. Ya ni sabe qué desata las peleas, puede ser algo importante, como la fusión del Partido Socialista con el Comunista que ella propone y él está en total desacuerdo, o una mancha en el mantel al derramarse una copa de vino, es tan torpe Augusto. Y peor aún, esa irritación ciega que le produce su timbre de voz, o la mirada de carnero degollado que le pone cuando ella lo rechaza. O sus bostezos, o esa risa que no siente e inventa para ella.

Después del último encuentro con Andrei Kozlov, Ethelvina se había propuesto ser más cariñosa con Augusto, tratarlo bien, reconciliarse. Y limitar a Andrei a lo que es: una aventura, nada más que una aventura, como se repite una y otra vez tratando de convencerse.

Pero la imagen de Andrei, sus manos sabias, su voz, la suave ferocidad con que le hace el amor, se apodera de todo lo que hace, y entonces Ethelvina no tolera estar con Augusto, fingiendo ser quien ya no es. Esa chiquilla deslumbrada e ingenua ya no existe, ahora es una mujer cabal. Y una mujer quiere un hombre, no un perrito faldero.

Cierto que tampoco puede estar con Andrei porque él, por más pasión que desplieguen en cada encuentro, no se compromete. Ethelvina le gusta a Andrei, y mucho, si no sería imposible llegar a tal placer cuando se aman, pero hay un límite, una barrera que él pone y que Ethelvina no logra franquear. La piel, el deseo, el sexo, los ligan fuertemente, pero no basta, deberá buscar otros caminos para ganarlo. Ser su compañera, su cómplice, su mujer. Ir por la vida pisando fuerte, del brazo de Andrei Kozlov.

Esa misma tarde, ordenando el cuarto, encuentra el primer eslabón de una cadena con la que atará a Andrei: el folio que garabateó la capitana Etchebéhère mientras hablaba con Augusto, cuando fue a cenar a su casa. Ethelvina lo escondió no sabe bien con qué intención, mintió que lo había tirado porque se derramó vino encima, y Augusto no le dio importancia.

A Andrei le gustará tener ese papel, se entusiasma Ethelvina. Hay nombres en clave, y unos trazos… que bien podrían ser los de un croquis, como los que dibuja Augusto. Ah, si tuviera uno de esos croquis que él dibuja y después tira; busca por todos lados, pero no encuentra. Ella bien sabe que Mika Etchebéhère y Augusto hablaban de libros para leer en el frente, del lugar donde ubicar las escuelas, pero no tiene por qué darse por enterada.

—¿Dónde está ahora la capitana Etchebéhère? —le pregunta a Augusto mientras cenan en una mesa primorosamente puesta.

—¿No hemos acordado que no volverías a mencionarla? —le responde, nervioso, Augusto.

Sólo lo preguntó por sacar una conversación que no tenga que ver con ellos y su relación, para acercarse —todavía no es una sonrisa la de Augusto pero ya muestra un alivio—, sabe que él le tiene aprecio, y ella también, después de lo que Augusto le explicó. Se puso un poco celosa la otra noche, reconoce, y dijo tonterías, pero la verdad es que le preocupa la capitana, es mujer al fin, como ella… espera que no la hayan matado.

—No, justamente hoy la vi en Puerta de Hierro —su voz ha recuperado el tono habitual—. Quiere volver al frente pero… es complicado ahora. Charlamos largo rato.

—Qué suerte que está bien. Cuéntame.

Augusto cruza, aliviado, ese puente de paz que Ethelvina le tiende, una conversación cualquiera, una excusa para volver a los tiempos del entendimiento y la ternura, se deja mecer en esa atmósfera tibia, los leños ardiendo en la chimenea, su mujer acurrucada a su lado en el sofá, y habla, contesta sus preguntas, hasta que el cansancio lo vence. ¿Dormimos, cielo?

En cuanto miró el supuesto documento secreto, Ruvin Andrelevicius entendió que Dumas, Verne, Salgari, son nombres de escritores, que los trazos no respondían a ningún croquis de operación, sino al distraído juego de un lápiz sobre un papel. Pero era algo para comenzar, la gente de la policía española que colaboraba con ellos es bastante bruta.

Tampoco creyó una palabra de la absurda historia que le contó Ethelvina para explicarle cómo se había hecho con ese papel, pero no se lo dijo. ¿Croquis? ¿No tendría otros, por casualidad?, le preguntó más por ver hasta dónde sería capaz de llegar que por verdadero interés. La palabra croquis se la habría escuchado decir a Ramírez. Que la mujer del coronel socialista, en la comandancia de milicias, se esfuerce en ser una colaboradora lo conmueve. No la dejará ya, como había decidido. La amará un par de veces más, salvajemente, como a Ethelvina le gusta, como recompensa al precioso regalo que le ha ofrecido: el paradero de Mika Etchebéhère. Mika Feldman, Ruvin no olvida que ella es rusa, como casi todo lo que le gusta.

Se preguntaba dónde se habría metido Mika, le había perdido el rastro después del Cerro de Ávila, supo por su informante que había estado en Puerta de Hierro hablando con Ramírez, pero el muy inútil no la había seguido. Y ahora, Ethelvina se lo trae, servido en bandeja. Se lo ha sonsacado a Ramírez, esa mujer hace lo que quiere de él.

Tiene la calle y la esquina, no el número, ni la planta del piso donde Mika se aloja.

De todas maneras, allí no conviene, es la casa de un pariente de un compañero, algo así de impreciso le ha dicho Ethelvina. ¿Alguien del POUM?, preguntó en su papel de Kozlov. Ella no estaba segura, no quiso insistir para que Augusto no sospechara, pero se lo averiguaría lo antes posible.

Bella mujer, querida camarada, Andrei le pellizcó la nalga y le chupó el pezón izquierdo y luego el derecho, con fruición, la imagen de Mika colándose y las manos que se le iban. Basta. Debes irte, Ethelvina, hay que evitar sospechas de tu marido.

Si la casa donde está viviendo Mika es de alguien del POUM, no es prudente mover ficha ahora. El plan es otro. Los dirigentes caerán como ratas en la trampa que les tenderán en Barcelona, y podrán detenerlos a todos. Para entonces, ya se habrán sacado de encima a Largo Caballero, con Negrín como jefe de Gobierno tendrán más capacidad de maniobra. La orden es clara: el absoluto exterminio del POUM.

Pero no es necesario esperar tanto para detener a Mika. Tiene ese papelito absurdo como excusa, la información de la Policía Política Soviética que afirma que Mika vivía en Alemania cuando subió al poder Hitler, y que es un cuadro del trotskismo internacional, enemiga de la URSS, de Stalin y de la República de España.

Y enemiga personal suya, aunque está claro que no se lo dirá a nadie.

¿Enemiga? Una lástima que una mujer con su temple, ahora al mando de tropa, se haya convertido en un títere de los traidores. Ruvin está persuadido de que Mika podría ser un excelente cuadro, si fuera capaz de comprender, y hacer un giro total, confesar, y ofrecer su colaboración al partido. Convertir sus errores, sus desviaciones, en armas para la causa. La idea lo excita: utilizarla como cebo, un dulce donde las moscas traidoras podrían pegarse. Un entrenamiento rápido, que Ruvin mismo podría darle, ya se perfeccionaría más adelante en la URSS.

Esa noche, Ruvin Andrelevicius concibió un plan tan extraordinario como trastornado: convertirte en un agente de la GPU y ser él mismo tu guía, tu mentor.

Y si no acepta esta extraordinaria oportunidad que él le brinda: confesión, por los medios que sean necesarios, y fusilamiento.

Estaba frente al portal de la calle León. Tenía la llave en la mano, pero no llegó a meterla en la cerradura, el grito del policía la detuvo antes: Identifícate.

El hombre debía llevar tiempo allí, esperándola. Era tarde, pasada la medianoche, y no había ni un alma en la calle.

Mika le tendió su carnet de miliciana. Él lo miró de un lado y del otro, como si no pudiera comprender lo que veía o no le importara, y la miró a ella.

—Ven conmigo —ordenó y la cogió rudamente del brazo.

—¿Adónde? —Mika forcejeó para desembarazarse—. No es necesario que me sujete. Pídamelo. ¿Adónde debo acompañarlo?

El hombre no la soltó: Las preguntas las hacemos nosotros.

Todo ocurrió muy rápido. Tuvo el impulso de salir corriendo pero la alcanzaría, de entrar al edificio y cerrarle la puerta en la nariz, pero era muy fuerte. Pensó en pedirle que le permitiera avisar a sus amigos. Amparo se inquietaría si no llegaba, pero meter al policía en su casa era un riesgo que no convenía correr. Aun cuando todo fuera un error que ya se despejaría, la sensación de peligro le agitaba el pecho. Paralizada, muda, sin reacción posible.

—Vamos —le gritó el hombre.

Por no sentirse vejada, Mika caminó a su lado, llegaron hasta la esquina y dobló. A pocos metros, en la calle Lope de Vega, frente al monasterio, un coche negro, nuevo, estaba esperándolos. Se abrió la puerta trasera. El hombre, con brusquedad, empujó a Mika dentro del coche.

Mika ya ha sido interrogada por dos policías durante horas, cuando Ruvin se presenta en la checa de Atocha.

Bonjour, camarade —la saluda sonriente.

Y en ese instante, el disparador de una cámara fotográfica, una, dos, tres veces. El estupor, el miedo, estampados en el rostro de Mika, fijados para siempre en las fotos. Ruvin mismo retratado en las pupilas azoradas de Mika.

Están en el patio, con luz natural.

—¡Jan Well! —un murmullo asombrado, que Ruvin apenas escucha.

Nadie más que él en la checa te escuchó llamarlo Jan Well. Intuiste, de un modo difuso, que revelarlo podía complicar aún más tu situación. Y Ruvin contaba con ello. Pero interpretó tu prudencia como complicidad.

Sólo quería apreciar el efecto que le produce su presencia. Ruvin se retira, sin responderle. Una foto, y otra más. Es Andrei Kozlov quien ha llamado a Oleg Alexandrovich, el fotógrafo. Un sueño largamente acariciado.

Fue en los archivos secretos de Moscú donde Ruvin admiró las fotografías que tomaron a los detenidos en las cárceles, antes y después de los interrogatorios, antes de los fusilamientos. Esa habilidad para sorprender en los ojos el odio, el desasosiego, el desprecio, el dolor, hasta esa loca sonrisa que estampa el terror. Maravillosas. Verdaderas obras de arte que no pueden exponerse en ningún museo.

La idea le cruzó entonces, breve pero intensa. Hubiera sido magnífico apresar en fotos los mil matices del rostro de Mika, tal como Ruvin lo vio aquella noche, en el rellano de la quinta planta del edificio de la Sophienstrasse: el miedo latiéndole en las sienes, un fulgor rabioso en sus ojos… y ese deseo inconfeso. La radiante belleza de las grandes tensiones.

Y aquí está ahora, en la checa, disfrutando a rabiar. Apostado en el cuarto contiguo al patio, Ruvin los espía por la ranura de la puerta. Mika pegada a la mohosa pared, hermosa, altiva. La violencia de la situación le hace crecer el porte. El fotógrafo, muy cerca de ella, disparando sin tregua, una ráfaga de fotos fijando la rica gama de inflexiones de su convulsa belleza. Ruvin sonríe, satisfecho.

No se ha equivocado con el fotógrafo de Pravda, a juzgar por el placer con que hace su trabajo. Fue arriesgado darle la orden de la misión secreta en la checa, pero ya ha pensado algo para justificarlo. Ruvin Andrelevicius, actualmente Andrei Kozlov, es un calificado agente de la GPU, y Oleg Alexandrovich, un disciplinado miembro del PC, acostumbrado a obedecer. Oleg guardará el secreto, y Ruvin se quedará con las fotos.

El recuerdo de aquella noche en que las SA detuvieron a Hippolyte Etchebéhère, y Mika y Jan Well se escondieron en el edificio de la Sophienstrasse se le impone. Ha repetido infinitas veces en su imaginación, con meticulosidad, todos esos gestos que no sucedieron: su mano firme sujetando a Mika, impidiéndole bajar esa escalera, ella en sus brazos, la boca de Ruvin sellándole los labios, mientras le arranca la ropa y la lame y la bebe y la penetra una y otra vez, ella que ya no se resiste, que se entrega, que gime, que goza.

Pero no fue así, nada sucedió, porque la mano de Jan Well, la de Ruvin, nunca sujetó a Mika impidiéndole que bajara por esa escalera. Él permitió que ella se fuera. Gran error.

La vida ha vuelto a ponerla en su camino.

La vida y las tercas ideas contrarrevolucionarias de Mika, ayer con el grupo Wedding, hoy con el POUM, que Andrei Kozlov tiene el deber de suprimir. No es sólo algo personal, es su trabajo, se justifica.

La idea de sumar a Mika a la causa que concibió, exaltado, la otra noche fue perdiendo fuerza a la luz del día. Demasiado arriesgada. Nada más que como un ejercicio intelectual, Ruvin ha pensado cómo, llegado el caso, blanquearía a Mika ante Orlov, máximo cerebro de la GPU en España, encargado de purgar los disidentes.

Lo peor no son las preguntas, ni las absurdas acusaciones, ni los malos tratos de los agentes, lo peor son las fotografías de ese hombre repulsivo, Oleg Alexandrovich y los ojos de Jan Well, esos ojos calientes, nauseabundos, que la ensucian recorriéndola en silencio, como en aquella noche en Berlín.

En la checa se estableció una rutina: interrogatorio, fotos, visita al calabozo de Jan Well, a quien ahora llaman Andrei Kozlov.

Qué haces tú aquí, le preguntó Mika cuando estaban a solas, por qué me fotografían, qué quieren de mí.

Jan sólo la mira, con esos ojos que son manos, lengua, sexo, y sólo le dirige la palabra para pedirle que coopere con la investigación.

Los interrogatorios están a cargo de un par de jóvenes, que compiten en estupidez y necedad. Las preguntas son casi siempre las mismas: si vivía en Alemania cuando el nazismo subió al poder, si es agente de la Gestapo, si cree que hay que ayudar al Gobierno de la República a ganar la guerra —¡a ella que está en el frente desde el primer día!—, si está de acuerdo con la política del Gobierno, si es trotskista.

Lo preguntan así, como si fuera fácil responder, como si el policía pudiera entender la larga disquisición que daría como respuesta. Mika simplificó: Sí, soy trotsquista. Para quien la interroga, como para tantos otros, el comunista que no está de acuerdo en todo con Stalin es trotskista, contrarrevolucionario, enemigo del pueblo. ¿Qué piensa de Trotski?, insistió el policía ayer. Tengo una gran admiración por él. ¿Vale la pena hablarle de las diferencias? En modo alguno.

Y otras preguntas, aún más estúpidas: Si cree que los únicos obreros revolucionarios son los del POUM, cómo es posible que cuestione la URSS que es el país más democrático del mundo y el que tiene una ley que concede las más amplias garantías. ¡Por favor!

¿Qué delito comete al tener tal o cual opinión sobre el Gobierno de la República, Stalin o Trotski?, preguntó Mika, impaciente. Sólo quiero informarme, contestó el joven. Y siguió, como un muñeco programado:

—¿Cuál es su ideología política?

—Soy marxista.

—¿Qué clase de marxismo?

—Hay un solo marxismo.

Trata de no perder la calma, ni burlarse de ellos, pero cuando la acosan: que qué significa «Dumas», y qué «Salgari», y cuando por fin le muestran el papel que ella garabateó, distraída, en la casa de Ramírez: ¿lo ha escrito Mika?, ¿reconoce su letra?, suelta una carcajada. ¿Texto en clave?, ¿croquis?, pregunta. ¿Están locos o de verdad son tan brutos que no se dan cuenta?, piensa, pero no dice nada. La risa le sube como espuma, incontrolable.

El hombre debe de pensar que se ríe de él, y así es, pero también se ríe del absurdo de la situación, Mika sospechada de alta traición por recomendar lecturas en el frente.

No pueden creer tamaño disparate, es un invento, una excusa cualquiera para detenerla por su relación con el POUM. Pero ¿por qué a ella? No les dice nada de su conversación con Ramírez, necesita entender antes qué está pasando.

¿Cómo habrá llegado ese papel borroneado a la checa? Es imposible que se lo haya dado Ramírez, un militar socialista que repudia —se lo ha dicho días atrás en Puerta de Hierro— las injurias contra el POUM, en sincronía con los procesos de Moscú. A Mika, Ramírez la respeta, la admira, diría sin exagerar.

La presencia de Jan Well la confunde. Es evidente que el siniestro fotógrafo y los agentes responden a sus órdenes, a las órdenes del tal Andrei Kozlov, pero las preguntas son demasiado imbéciles como para venir de él, canalla pero inteligente. Parecen seguir un formulario que se aplica a cualquier detenido.

Y si fue Jan Well quien propició su detención, ¿cuánto será por combatir con el POUM y cuánto por aquella patada bien dada que aún le estará doliendo? Debió de sentirse humillado. No le ha dicho ni palabra de Berlín, como si ya no recordara lo que sucedió.

La imagen de aquella jovencita, Ethelvina, le cruza por un momento por la cabeza, pero por qué lo haría, y a quién le habría dado esa «prueba» falaz… A Jan Well. ¿Será posible? Un temblor sacude su cuerpo. ¿Le sorprende tanto? Si apenas lo conoció, ella supo que había que cuidarse de él. El consejero Andrei Kozlov en Madrid, el camarada de la oposición de izquierda Jan Well, uno de los que propició la vuelta en masa de los oposicionistas al PC, en Berlín, y quién sabe qué otros nombres y otros roles, son la misma persona: un agente de la GPU.

Y un agente de la GPU que tiene con ella una obsesión particular.

Lo que le ha contado Alfred en su carta, y los camaradas en París sobre los procesos de Moscú es escalofriante. ¿Pretenderán hacer lo mismo en España? ¿Será ella una de las víctimas de las purgas en España?

No es posible, piensa Mika al día siguiente, de ser así, no hubiera ido Jan ayer a ¿intentar convencerla? ¿Cómo entender tamaño desatino?

Jan casi nunca le habla, por eso la sorprendió cuando le preguntó, en voz muy baja, si es cierto lo que confesó al agente: que admira a Trotski, ese perro rabioso. ¿O sólo lo dijo para molestarlo?

—Mi admiración por Trotski aumenta en proporción a la siniestra persecución de que es objeto.

¿Es que no se da cuenta, Mika? Que lo escuchara, que aprovechara el aislamiento para reflexionar. Y ahí le soltó todo ese discurso absurdo sobre el camarada Stalin y la revolución. ¿Estaba adoctrinándola? No podía creerlo. Mika permaneció en silencio, escuchándolo, hasta que él la sacó de quicio con eso de que quien está contra Stalin está a favor de Hitler.

—¿Me has metido presa para encarrilarme? —no era gracioso, pero la tensión se disolvió en una risa que creció a la carcajada.

A juzgar por su expresión, Mika piensa que no debió haberlo provocado; ese hombre que tenía enfrente, más allá de su misteriosa identidad, es un tipo de cuidado. Y está loco. Muy loco, ella puede verlo en sus ojos incendiados, y en esos otros ojos que tiene, los de la cámara fotográfica de Oleg Alexandrovich.

—Te arrepentirás —le dijo Jan Well y se fue.

Más de un mes que Mika desapareció. Un vecino la había visto marcharse con un policía. Amparo le avisó a Quique, y él a Juan Andrade, y a los otros camaradas. El coronel Ojeda, personalmente, ha indagado, como responsable de la zona donde Mika combatía, y también el coronel Ramírez, como comandante de brigada, pero nadie sabe dónde está.

El abogado Benito Pabón, ligado al POUM, le envió una carta al ministro: que preocupa en España y en el exterior la desaparición de la ciudadana francesa Michèle Etchebéhère, capitana de las fuerzas republicanas, que fue llevada de la puerta de su domicilio por un agente de la policía, que le indique dónde se encuentra detenida y cuál es su situación legal actual.

Que le diga la verdad, Andrei, le pide Ethelvina, ella lo ve, lo siente, él está obsesionado con esa mujer, apenas dos veces se han encontrado en todo este tiempo, y porque ella insistió, protesta. Andrei está como ausente, hasta cuando le hace el amor, ¿es por la capitana?, y sin esperar respuesta: Si lo hubiera sabido, no te daba los datos.

No le falta razón a Ethelvina, pero Ruvin no va a dársela.

Que no diga tonterías y lo ame, y para callarla, para negar esa verdad, sin prolegómenos, Ruvin se zambulle en ese cuerpo tibio, abierto a su deseo. Ella le pide más, más. No es Mika quien se lo pide, pero así lo imagina Ruvin y le da todo, todo lo que tiene es para ella, te voy a llenar de leche, susurra agitado, y cuando por fin llega al placer, se adormece, pero ese timbre atiplado de voz lo arranca de su sueño complacido.

¿Por qué Ethelvina tiene que hablar en ese momento?, se enfurece, se pone de pie, ¿no puede quedarse callada?, se viste con brusquedad: que se vaya, necesita estar solo, ahora mismo, y sacude con violencia las sábanas con las que ella parece defenderse, cubriéndose. Él le tira la ropa encima.

—Vete.

Hay un extraño destello en los ojos de Ethelvina cuando se para frente a Ruvin, en la puerta del cuarto.

Él sabe que la ha maltratado; no sin cierto esfuerzo, intenta calmarla con una caricia que ella rechaza. Mejor, que se vaya ofendida, y que no vuelva.

—Mis recuerdos a la capitana. Te la estás tirando ¿no es cierto?

Lo enfurece, Ethelvina lo enfurece.

—No quiero verte nunca más. ¡Fuera! —grita—. Pobre Ramírez, lo compadezco.

Cuando Mika se despierta, Jan Well está ahí, en el calabozo, mirándola con asquerosa ternura. Se sobresalta:

—¿Qué pasa?

—Nada. He venido a verte.

—¿Cuándo me van a liberar?

—Cuando confieses.

—No tengo nada que confesar, y tú lo sabes.

—Escucha, Mika, no seas necia.

Palabras murmuradas, como plegarias, en las que Jan le explica cuán equivocada está.

Hoy ella no le dirá nada, lo dejará hablar, a ver hasta dónde es capaz de llegar, qué pretende. Está verdaderamente convencido de lo que explica.

Curioso, lo que Jan quiere Mika lo podría enunciar del mismo modo: una sociedad igualitaria. Carcelero y presa tienen el mismo sueño y comparten su fe marxista en el futuro, pero mientras ella está convencida de que esa máquina de destruir que es el estalinismo está ahogando la revolución, para él es esencial la más absoluta sumisión al Partido Comunista, a los intereses de la Unión Soviética.

—Si hay que ser duro ahora, Mika, es para que la revolución triunfe.

Su silencio lo anima a hablar, y sí, lo que pretende es que colabore a destruir al adversario, o sea ¡a quienes han combatido con ella hasta ahora! Para convencerla inventa una excusa: Mika seguramente no sabe quién es, en verdad, esa gente, la canalla del POUM.

—Piensa en la distancia que hay entre quienes estamos a la vanguardia de los intereses del pueblo y los esbirros de la Gestapo, Mika.

La indignación la aturde, pero puede quedarse en silencio, puede resistir el deseo de insultarlo, de pegarle, hasta que Jan Well dice esa frase que le arde: ahora ella puede, ahora que él ya no está, que la quema, y todo ese muro de contención se rompe en mil pedazos y estalla: que se vaya, que desaparezca, que la deje en paz.

Él no parece alterado, comprende, es muy reciente, lo hablarán otro día, pero que se apure, Mika, no hay mucho tiempo.

Fuera toda especulación sobre lo que le conviene o no le conviene decir en una checa:

—Nunca, ¿me entiendes? Nunca colaboraré con Stalin y sus peones, son la escoria enceguecida de poder que aplastó la revolución.