29
París, 1968
El agua no llega con la presión suficiente desde hace días y hay cortes de electricidad, pero a Mika no le importan esas incomodidades. Al contrario, le gustan, al fin algo se mueve. Un viento joven recorre Francia, las calles de París hierven de estudiantes, de obreros, que cantan La Internacional con el mismo entusiasmo de tantos años atrás.
Ha puesto a calentar la cafetera en la cocina a gas, y sonríe al descubrir que hasta allí también llegan los recortes, la llama es minúscula y el café tarda tiempo en hacerse. El país está paralizado, Hippo, le cuenta, y acomoda su retrato sobre la mesita.
Una ducha y a vestirse. La falda gris y las medias, los zapatos bajos por si acaso hay que correr, la blusa azul claro y el cárdigan. ¿Dónde ha guardado ese pañuelito rojo, como el que llevaban las chicas en Madrid? Le gustaría anudárselo al cuello, ¿por qué no? Hay que festejar.
El aroma a café inunda su apartamento de la Rue Saint-Sulpice. Se lo bebe con esa impaciencia en el estómago, esas ganas de lucha, qué bueno volver a sentirlas a sus años, se ríe. No está tan vieja, pese a las múltiples dolencias que la aquejan. De puro aburrida debe ser, esta mañana se siente perfecto, con unos bríos que ya pueden ir preparándose quienes se pongan en su camino. Su bravuconada le da risa. Está de excelente humor, la tarde de ayer con los muchachos en la Rue Gay-Lussac le ha hecho tanto bien… La misma calle donde vivían, a pocos metros de la Librería Española, donde Hippo le mandaba las cartas desde el sanatorio.
En la calle, la agitación continúa desde hace semanas, a los estudiantes de Nanterre se sumaron los de La Sorbonne, los trabajadores, nuevos periódicos como l’Enragé que le recuerda a Insurrexit. Cómo le gustaría a Hippo estar aquí y correr junto a ella delante de los CRS, los malnacidos antidisturbios que siempre llegan para arruinar la fiesta.
Le parece escuchar su voz: Vamos rápido, Mikusha, esos muchachos atolondrados nos necesitan.
Vamos.
Ha dejado el abrigo en el perchero de la entrada. El bolso, los guantes, sabe que luego los usará. Llevará otro par, ésos de algodón.
La Sorbonne se ha convertido en un bastión autosuficiente, la ha tomado un comité de ocupación y la ha dotado de una serie de servicios básicos para los estudiantes alzados: enfermería, comedores, hasta una guardería donde Mika entra para ayudar en lo que pueda y donde tropezó el otro día con su amiga Ded. Qué alegría.
En Saint-Michel habrá ya una muchedumbre, Mika se escurre entre las mesitas volcadas en las terrazas de los cafés, decide que es mejor subir hasta Luxembourg, atravesar los jardines donde siempre hay menos gente y bajar luego por la Rue Saint-Jacques hasta La Sorbonne.
Los jóvenes ya la conocen, le sonríen cuando atraviesa las barricadas que están levantando: Bonjour, camarade. Ese delgado, moreno, le habla en español: Hola Mika, ayer estuvieron conversando largo rato. La chica rubia, Lise, también estaba ayer, muy simpática. Fue la que le dijo que ella le recordaba a su abuela, claro que su abuela no estaría allí, es una burguesa.
Mika se acerca y le mira las manos tiznadas, las uñas se le han puesto negras de tanto arrancar adoquines, se pone frente a Lise, ¿está loca?, qué imprudente, ya se lo advirtió ayer a su compañero, Paul, ¿no es cierto? Sí, contesta él. Pero se ve que no quieren hacerle caso, dice Mika, abre su bolso, saca un par de guantes, y se los extiende a Lise.
—Los adoquines hay que arrancarlos con guantes —explica mientras se pone los guantes.
—¿Guantes? —la chica la mira desconcertada—, yo nunca usaré guantes, ni cuando sea mayor.
Mika se agacha y levanta un adoquín.
—Si no usas guantes, tus manos sucias te delatarán.
Lise le guiña un ojo: Usted sí que sabe de todo esto. A ella nunca se le habría ocurrido.
—Ahora, manos a la obra, hay que acabar antes de que lleguen los CRS.
A las once la policía carga con una violencia desproporcionada, carros blindados avanzan por la Rue Clovis, fuerzas de choque con los escudos formando barreras, adoquines que sobrevuelan la cabeza de Mika. Luego el humo de los disparos, las bolas de goma, las porras y los gritos.
Mika ha saltado y está ahora contra un portal, achica los ojos, como si fuera miope aunque ve perfectamente, trata de descubrir dónde está su amiga Lise. Está segura de que han podido escapar, los vio correr, pero ella no los siguió, le pareció inconveniente y quién sabe si las piernas le daban, mejor caminar, despacio, como si nada sucediera. Tiene miedo, pero nadie lo va a saber, mucho menos ese policía, ese repelente flic que se acerca a Mika, y la toma del brazo: Madame, qué hace aquí, en medio de esta refriega.
No sabe, ella no sabe, qué pasa, agente. El policía le explica todo al revés de como es, por supuesto. Ella se muestra preocupada, qué problema con esta juventud.
—¿Adónde va, señora?
—A casa, vivo cerca. En la Rue Saint-Sulpice.
Que no se preocupe, madame, el agente la va a acompañar hasta su casa. No hace falta, sí, sí, insiste, cuánto se lo agradece, los guantes sucios de alquitrán bien guardados en su bolso, Mika con sus manos blancas, muy cuidadas, su pelo cano, su paso más lento de lo que necesita, mientras se alejan en dirección a los jardines de Luxembourg, y esa sonrisa que le brota: Todavía puedo engañarlos, Hippo.