28.Oise, 1935

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Oise, 1935

En el segundo piso, pabellón A, habitación 1 del Sanatorio de Labruyère, en Oise, a 65 kilómetros de París, está internado Louis Hippolyte Ernest Etchebéhère. Tiene «un poco de tuberculosis», como le escribe a su amiga Marie-Lou, unas vacaciones «en casa de mis padres», como le escribe a Andreu Nin, le vendrán bien para ordenar, sistematizar sus lecturas y consolidar su formación teórica. Por el momento se desvincula de Que Faire y de cualquier agrupación política, les comunica a los camaradas Pierre Rimbert y André Ferrat, como si fuera una decisión suya, un retiro voluntario, y no esa tos brutal, el vómito de sangre, el pulmón izquierdo seriamente comprometido. No concibe su actividad política futura sino como un subproducto de este trabajo preliminar, le escribe a Victor Serge, necesita conocer a fondo el movimiento francés de antes, durante y después de la guerra y la incidencia sobre él de la Revolución de Octubre.

Pero no es sólo el movimiento francés, Lenin, Marx y Trotski, es Sthendal, Balzac. Lo que más me fascina de Flaubert es su capacidad de entusiasmo, le escribe a Mika. Y Gide tiene grandes páginas, ¿has leído a Milton, mi dulce?, te contaré una anécdota de cuando Ibsen estrenó Brand que te causará placer, y Cervantes, no hemos hablado del Quijote, qué curioso.

Esas cartas a Mika que Hippolyte escribe no sólo en papel, sino en su imaginación, esas cartas que son parte de todo lo que hace, un diálogo que no se corta nunca y lo mantiene alerta y vivo en esas eternas curas de silencio por las que debe pasar en el sanatorio.

Como si subiera una empinada montaña, Hippolyte va ganando gramo a gramo, algunos kilos. El 10 de mayo, cuando entró, pesaba 62 kilos 100 gramos; el 27 del mismo mes, 64; el 22 de junio, 67 kilos, 200 gramos. Espera que Mika esté menos inquieta ahora que cuando le dieron el diagnóstico.

Dos meses le ha llevado saltar de la fase uno, donde no le permitían salir del cuarto ni recibir visitas, a poder circular por los corredores y el patio. Para festejarlo, organizó una corta huelga de hambre con los enfermos de los pabellones uno y dos para obtener mejoras en la comida.

Tenía su gracia, esos sacos de huesos mal armados negándose a recibir comida, le cuenta a Mika, cuando por fin puede visitarlo.

Cómo se te ocurre, Hippo, lo regaña ella, aunque su mirada lo desmiente, está orgullosa.

Habrán perdido algo de peso pero cuánto han ganado en ánimo al organizarse y ejercer su poder de protesta. La comida es ahora mejor para los trescientos enfermos, hasta comible. Y ya verá cuánto engorda, se lo promete. Y ella ¿está comiendo bien? Hippo la ve muy delgada, ¿tiene dinero para comer, amor?

—Sí, tengo un nuevo alumno de español, y me han prometido una traducción —lo tranquiliza Mika.

Lejos de la verdad. Mika no tiene trabajo, ni alumnos ni traducciones, ni un céntimo desde principios de julio. Pero no se queja, Hippo come y está en tratamiento a cuenta del Estado, y ella tiene ese lujo de manzanas y tomates de Perigny. Y otros tesoros que le dejó Marguerite: pan crocante, quesos, huevos frescos y las deliciosas mermeladas que su amiga prepara.

—Debe comer más, Mika —la reprendió esa mañana, antes de irse.

Los Rosmer han regresado a París y ella se ha quedado sola en La Grange, esa casa luminosa, colmada de objetos bellos y libros. El aroma de las plantas colándose por sus ventanas, y todo el tiempo para leer y escribir largas cartas. El solo hecho de estar en La Grange la calma, allí la ausencia de Hippo se hace más tolerable. Quizás más bella, como ahora, cuando cae la noche, y la deja salir y expandirse por el sendero que conduce al prado, contagiada de grillos y luciérnagas, y trepar a los árboles, ser el follaje tupido y alzarse hasta el cielo. «Así te extraño. Tanto. Tantísimo».

Esas cartas a Hippo que son parte de todo lo que hace, y que Mika escribe no sólo en el papel, sino en su imaginación. Hace años que todo lo habla con él.

Lo que no le dice, ni siquiera en las cartas que no le escribe, lo que guarda para sí es cuánto teme esa enorme mancha en el pulmón de Hippo. Cuando le pregunta por las pruebas diagnósticas, pone especial cuidado en que no se perciba esa ansiedad que la carcome, ese terror porque, si bien se lo ve un poco mejor, aún no está fuera de peligro.

El otro día Mika, en un tono encrespado, le exigió al médico que lo atiende una definición:

—¿Salió de peligro, sí o no?

—Por favor, señora, no es tan simple.

—Dígamelo con claridad.

—No, no está fuera de peligro. El miércoles le haremos una radiografía y veremos si hay cambios desde que se internó.

Mika rompió el sobre de la carta de Hippo con impaciencia, salteó renglones buscando el resultado de los diagnósticos médicos, pero él nada, que lo que dice Mirsky en su ensayo sobre Lenin, que la broma que le hizo a un compañero, el simpático Bertau. Mika se apresuró a responderle: Se rió mucho con la anécdota del Bertau, y sí, es notable lo que comentas del libro de Mirsky, ¿y la radiografía?, no me has dicho nada, así, como al pasar.

En la siguiente carta, que recibió ayer, Hippo le explicó que algo había cambiado en la mancha, arriba y a la izquierda, pero para estar seguro el médico le tomará otra placa de tres cuartos perfil. En la próxima semana sabrán algo más.

¡Una semana entera! Y ella que no podrá ir a verlo el jueves, sus reservas están absolutamente agotadas y no tiene dinero para el autobús hasta que no le paguen la traducción. Pero el domingo próximo, los Baustin la llevarán en automóvil, ya lo ha combinado con Marguerite.

No desesperar, se impone. Hippo mejorará, dentro de cuatro o cinco meses, como han previsto sus médicos, ellos estarán juntos en la roulotte, se repite. En noviembre o diciembre.

Llama roulotte a la bohardilla a la que se ha mudado porque tiene el tamaño de una casa rodante. Ha sido una suerte encontrarla. Pagará mil francos por año, qué alivio, y no trescientos por mes como debían pagar por el apartamento de la Rue Gay-Lussac. Un cuarto con cocina pero sin gas ni electricidad, y una ventanita que abre al cielo, tan inclinada es la pared. Por su estatura, Hippo tendrá que abrirla para estar erguido, pero podrá mirar la bella cúpula del Val-de-Grâce. «Lo importante es que entremos a lo largo, tendidos, y no de pie», le escribió Hippo. Para evitar el agobio, Mika ha cubierto las paredes con unos afiches de playa y montaña que le consiguió Katia en la agencia de turismo donde trabajó unas semanas.

La pequeñez puede ser una ventaja, les servirá de pretexto para no recibir gente, una intimidad obligada. En la roulotte no entran más que ellos dos. Es absolutamente indispensable vivir en un sitio tranquilo, sin visitas ni reuniones, ni gente desconsiderada que le inunda de humo los pulmones. Nunca debió haberlo permitido. La rabia barre la angustia, la disfraza, hay algo a lo que echarle la culpa, cuántas veces se lo dijo, pero ella se limitaba a gruñir sin tomar una medida drástica, como debió haber hecho.

Si ellos no hubieran tenido esas privaciones, si él trabajara menos, y sobre todo si estuvieran más en paz. Se lo dirá, quitándole el peso a la enfermedad, pero claramente. Toma la estilográfica, el papel y le escribe: «Ningún trabajo serio es posible cuando se vive bajo la amenaza de diez visitas por día, sí, mi amor, es imprescindible preservar de ruido nuestra roulotte».

«Preservar de ruido» ha escrito, pero ¿tendrá aire para respirar convenientemente en la roulotte? ¿Cuántos metros cúbicos son necesarios para sus pulmones? ¿No le hará mal subir y bajar seis pisos por la escalera?

La angustia la gana otra vez, se levanta, sale afuera y respira profundo, deja que el aroma nocturno de las plantas la impregne y la serene. Él también respira un aire limpio en el sanatorio, intenta consolarse. ¿Qué pasará en la roulotte?

Él no la conoce, llevaba tres meses internado cuando Mika la alquiló.

¿La conocerá?

La pregunta le cruza la cara como una bofetada. Al borde del abismo, entra a la casa, se sostiene de la estilográfica, del papel: «Ah, qué bello invierno pasaremos trabajando juntos en nuestra roulotte, me levantaré a cada instante para sentarme sobre tus rodillas y besarte y acariciarte largamente».

Es la mejor cura de la semana, Hippolyte acaba de leer la carta en la que Mika le cuenta su sueño: los dos en la roulotte. Algo tibio se despierta en su cuerpo, no está escrito en la carta, pero él puede seguir la mano de Mika que se desliza hacia abajo, que toma su sexo, que lo besa, qué delicia. Y se ve burlando la falda para buscar ese pocito húmedo y tibio que lo recibe. Sentado frente al muro, en medio de la cura, solo, en silencio absoluto, con los ojos cerrados, sus cuerpos sanos, sus cuerpos bellos, sus cuerpos poderosos, empeñados en las tretas del placer. «Me has metido en tu sueño feliz, y como los niños me gustaría gritar: Pero que sea ya, ya».

Todavía no le ha dicho nada a Mika, no quiere ilusionarla en vano, pero si no ha progresado la tuberculosis, en las pruebas diagnósticas, en uno o dos meses le darán tres días de permiso para ir a su casa. Como les dan a los soldados en el cuartel, para que se desahoguen, dijo el Bertau. Qué horrible. Pero qué bien les vendrán.

Hippolyte se alegra mucho de que vayan a verlo Marguerite y los Baustin, también le ha prometido una visita Gregori, pero estarán rodeados de gente, ¿podrá bajar Mika sola el jueves la semana próxima? Tantos días sin tocarla, sin olerla. «Te reirás de mí, pero no tengo vergüenza de pedírtelo, ¿me traerías un pañuelo tuyo? Tu perfume me hará mejor que el sol».

Apenas entra a la roulotte, Mika se descalza y se tira sobre la cama. Está agotada. El día entero de aquí para allá, los cursos de español que han recomenzado —afortunadamente—, la entrevista con el señor Heller por las traducciones del alemán, y la distribución de la revista Que Faire. De la librería española del 10 de la Rue Gay-Lussac al kiosko de prensa de Mabillon que atiende el camarada polaco. Y luego a la librería de la Rue Baudelaire, cerca de Bastille, donde trabaja el primo de otro camarada.

No era el plan, pero han surgido inconvenientes en el último momento, y ahora todo el trabajo organizativo pesa sobre los hombros de Mika: la imprenta, la expedición, las distribuciones y los contactos entre unos y otros. La revista poco a poco va ocupando su lugar, pueden estar orgullosos. Hippo estaba tan contento el otro día con el nuevo número, le contará los elogios que han recibido por carta, no sólo desde Francia.

Ojalá que le permitan venir esos tres días a casa, que esos asquerosos bacilos se vayan para siempre.

En tres o cuatro meses que faltan para que él vuelva, todo cambiará: ella ganará dinero para que tengan una base más sólida —se deja envolver en un torbellino de optimismo—, podrán viajar y pasar tiempo en un clima seco que favorezca su salud, estudiarán y escribirán.

Ya ha conseguido esas traducciones del alemán con las que ganará unos buenos francos en poco tiempo. Y podrán irse de vacaciones a España.

Saca de su bolso el texto que deberá traducir. Lo mirará mañana, la luz ya se está yendo y quiere escribir su carta de todos los días: «Amado, hoy en español, estoy muy cansada».

También Hipólito, hoy, en español: «Para que guardes el timbre mate y amplio de la lengua castellana. Sonido de bronce, de campana, del que la flauta francesa nos desacostumbró. Pero no de campana al vuelo, sino de bronce al que la mano del campanero seduce, apaga. Idioma varón. Hecho de notas graves».

Hipólito da vueltas, se distrae deliberadamente. El optimismo de la carta de Mika lo conmueve, y le preocupa. Teme haberla ilusionado con su probable visita de tres días, y hoy el médico no le ha dado buenas noticias: el resultado de sus estudios es bastante bueno, pero aún no se puede descartar la enfermedad, como él pensaba. Hay algo… nada inquietante si se cuida…Que se lo explique más claro, doctor, por favor. No hay nada que garantice que no pueda volver. ¡Y lleva cinco meses en el sanatorio!

¿Debería decírselo a Mika? No ahora, no hay nada absolutamente cierto, nada que no sea este viento de otoño: «El otoño ha comenzado como ciertas óperas. Con una obertura formidable, a toda orquesta. Estamos aturdidos, atolondrados. El viento, ayer, borracho noctámbulo, no ha cesado de dar golpes contra nuestras ventanas. Pocos han dormido. Y no hay modo de apaciguarlo».

Como no puede apaciguar la inquietud que le produjo el médico. Se lo contará como una anécdota sin importancia, como el puntapié para una reflexión filosófica: si no se puede afirmar rotundamente nada en Medicina, ¿hasta qué punto es una ciencia?

Quiere preguntarle ya por ese signo confuso que aparece en sus estudios, eso que indica que quizás no se fue, o que puede volver, ¿no era que la radiografía estaba mejor?, entonces por qué, pero no debe empezar su carta con esa pregunta, la deslizará como si fuera apenas un detalle que acaba de recordar, después de contarle de las nuevas traducciones que le han encargado, y la imprenta que debió limpiar, y los libros de Racine y Montaigne que buscará en la biblioteca de La Grange. Y justo antes de: «Te amo, más que nunca, quiero tu presencia, tus brazos, tus besos, tu voz».

Así, como una frase amorosa y no desesperada, y muerta de miedo como está, todo su cuerpo encogido, «Eso que aparece en tus pruebas diagnósticas ¿significa que no vendrás?». Y que no le tiemble la letra.

La idea se le ocurre mucho más tarde, y aunque es terriblemente dolorosa y sacada de la nada, crece como sólo pueden crecer los delirios en las noches de insomnio, toma consistencia, y al alba Mika decide comunicárselo: Si una gran pasión es capaz de despertar su energía y arrancarlo de su enfermedad, ella se apartará, renunciará a Hippo, lo dejará libre, que no sienta ninguna culpa, lo único que ella quiere es que se cure. Tres folios que no relee cuando pliega y guarda en el sobre, escribe el nombre y la dirección y la lleva al correo porque ya es día.

Después de la siesta reparadora, y la sopa de verduras, su carta le parece una extraña pesadilla. Pero ya la ha enviado.

Esa carta insensata justo hoy que el médico le ha anunciado que puede pasar cuatro días en su casa. Mika debe de haberla escrito a la luz de la vela, concluye Hippolyte, esa sensación de límite, de deformación, de estrechez, proviene de la frontera de luz y sombra que deja la vela. Él se lo ha dicho hace tiempo: debe conectar la electricidad en la roulotte. Y no es posible que Mika se ocupe de tantas tareas en la revista, hablará con los camaradas. Sólo un cansancio atroz puede explicar esa carta, no puede creer que ella piense esa locura, «debes rendirte a esta maravillosa evidencia, ese gran amor que me deseas, el que despierte toda mi energía para curarme, es el nuestro. Sólo contigo puedo llevar esa vida alta, tierna, noble, sin desperdicio». Cómo lo hizo sufrir, no hacía más que limpiarse las lágrimas que subían a sus ojos en la cura de silencio. ¿La generosidad de dejarlo, de apartarse de él? No son otras mujeres lo que él necesita, sino a Mika. Y no son esas palabras odiosas que lo apartan de él las que esperaba sino otras «que te acerquen, te anuden, te abracen, te apretujen más y mejor contra mí».

Cómo pudo escribirle esas frases tan dolorosas, «a nosotros que hemos salvaguardado de una manera casi milagrosa nuestro amor a todas las circunstancias de nuestra vida. Lo hemos construido, lo hemos conquistado». No entrará en el análisis de los trece o catorce años de vida en común, sólo le recordará que ellos han pasado ese tiempo no uno al lado del otro, sino «uno contra el otro, en una profunda predilección mutua, que no ha disminuido un solo día». Porque para el enamoramiento no hace falta más que el instinto ciego, pero esta larga presencia a nuestro lado, «esta gloria que es caminar juntos por la vida, las manos enlazadas, es obra de la voluntad, de la clarividencia y de la espontaneidad de los sentimientos. Nos hemos ganado nuestro derecho al amor».

Las de Oise fueron las más bellas cartas que recibí en mi vida, las más amorosas, las más profundas reflexiones sobre los acontecimientos que vivíamos y sus lecturas, pero también sobre nosotros, sobre la naturaleza de nuestro amor. Hipólito Etchebéhère tenía una inteligencia prodigiosa, una mente y una pluma brillantes. Y un corazón enorme.

Las conservé durante años, viajaron conmigo a Buenos Aires en la Segunda Guerra Mundial y volvieron a París en 1946. No eran necesarias sus cartas para recordarlo, a Hippo lo llevé puesto toda la vida, como mi piel y mis huesos, pero tenerlas, releerlas me ayudó a sostenerme cuando flaqueaba, a encontrar mi eje cuando me perdía.

Y si bien nunca dejé de estar con él, donde quiera que estuviera, cuando me mudé al apartamento de la Rue Saint-Sulpice, en los años cincuenta, fue una gran alegría, como volver a lo nuestro, a la vida que pudo haber sido.

Cuando vivíamos en la Rue Gay-Lussac o en la Rue des Feuillantines, y yo salía a trabajar o a repartir la revista Que Faire, me gustaba caminar por esas callecitas del barrio, y hacer un alto en el café de la Mairie, frente a la Place Saint-Sulpice. Pasé infinitas veces por el 4 de la Rue Saint-Sulpice, sin sospechar que ahí, en ese apartamento en el cuarto piso, viviría hasta el fin de mis días.

Estaba destruido cuando lo compré. Un gran amigo, Carmelo Arden Quin, el genial pintor uruguayo que ya había producido grandes obras, tomó la brocha gorda, las herramientas, y con su enorme talento transformó aquel espacio en ruinas en una obra de arte, cómodo y bello. Eso sí, le llevó su tiempo. Más de un año. Dormía en medio de ladrillos, maderas, y potes de pintura, todo amontonado. Pero qué bien lo pasábamos. Y el apartamento quedó fantástico, cálido y práctico, y muy original.

Allí, en nuestro barrio, yo seguí compartiendo con Hippo lo que vivía, sobre todo algunos hechos que él hubiera disfrutado, como los de Mayo del 68.