27.Cerro de Ávila, febrero de 1937

27

Cerro de Ávila, febrero de 1937

En el cerro de Ávila el enemigo no está tan cerca como en Pineda de Húmera, unos cuatrocientos metros de distancia lo separan de la posición más próxima. Pero los fascistas están en alto, fortificados con alambre de púas.

Desde que llegaron, seis días ya, nada, ni un tiro. Sólo esa llovizna tenaz, frío, barro, piojos, tedio. ¿Para qué nos trajeron aquí?, ¿para juntar piojos y reúma?, protestan los hombres. Las trincheras profundas, bien cavadas, mostraban signos de haber sido largamente ocupadas. Podían adivinarse en el barro las figuras de los milicianos que los precedieron. Las Brigadas Internacionales han sufrido muchas pérdidas en este lugar, y ellos han venido a reemplazarlos.

El proyecto es tomar el Cerro de Ávila. Pero cuándo, cuándo, insiste Corneta. Cuando lo ordenen, contesta Mika. Que sea rápido, dice Ramón, y si no atacan, iremos a buscarlos.

—Te equivocas —explica Mika—. Ya no vamos en busca del combate, como al principio. Ahora formamos parte de un ejército que está al mando de profesionales. Son ellos quienes deciden cuándo, cómo y dónde es el combate.

—Aquí el único combate es con los piojos —dice José Luis exhibiendo entre sus dedos el que acaba de sacar de las costuras de su chaqueta—. Mira, Mika, ¿a que es enorme? —y pone un piojo gigante ante sus ojos.

Ella trata de disimular el asco que le da. Ayer el comandante Barros la puso en su lugar. No está bien darle tanta importancia, y rechazó, molesto, otro de los proyectos de Mika para acabar con los piojos. ¿No lo entendía? Los hombres, inmóviles en las trincheras, sin lavarse ni cambiarse, tienen piojos, es inevitable, pero tranquilícese, nadie se muere de piojos.

Y tiene razón Barros. Corneta, con toda sencillez, le dio una lección: Deja ya de preocuparte, no es tan terrible como piensas, yo he tenido montones de piojos. En mi pueblo todos los niños tienen piojos.

Quizás porque Mika no conoce la pobreza hasta ese punto, se ha obsesionado con los piojos. Aunque también los milicianos parecen obsesionados. Hacen carreras de piojos, y hablan sin cesar de piojos, pero es más por el aburrimiento de la inacción que por verdadera molestia. Hay que inventar algo, piensa Mika.

Leer. ¡Leer en el frente! La sola idea la aturde de gusto. Traerá libros de Madrid. Libros con historias sencillas, entretenidas, Salgari, Julio Verne, revistas con imágenes. Claro que no será fácil, ¡hay tantos analfabetos!, pero vale la pena intentarlo.

—¿Una escuela? ¿Dónde quiere poner una escuela? —se asombra el comandante Barros.

Mika le explica su plan. Hay tres maestros entre los milicianos.

—De acuerdo. Probemos —acepta el comandante, quizás sólo para que no le hable más de los piojos.

Pero pocos días más tarde, el coronel Pablo Barros habrá de convertirse en el más ferviente entusiasta de la escuela en el frente republicano.

El coronel Augusto Ramírez pensó que era una idea interesante, aunque desconfiaba de su eficacia. Pero esta mañana lo vio con sus propios ojos, y todavía no lo puede creer. Imagínate, Ethelvina, le dice a su mujer, han construido dos chabolas detrás de las primeras líneas, y allí, mientras esperan el combate, están aprendiendo a leer y a escribir. Cajas de libros, divididos por temas, unos hombres leyendo, otros mirando revistas en las trincheras. Fantástico. No sólo sirve para levantar la moral del miliciano durante los períodos de inmovilidad, sino que divulga la enseñanza.

Augusto quiere adoptarlo en toda la brigada. Por eso le ha pedido a la capitana Etchebéhère que pase a verlo y le explique todos los detalles del proyecto. La ha invitado a cenar, espera que Ethelvina honre su presencia —suena a advertencia, pero suaviza—: Ya verás como se te borran esas falsas ideas que te has hecho sobre ella, es una mujer agradable y muy inteligente.

A Ethelvina no le parece. Porque Augusto se lo ha pedido, le dio comida, vino, dulces y café, toleró, como si no se diera cuenta, el denodado desprecio disfrazado de indiferencia con que la trata esa mujer, y hasta esa sonrisa mordaz cuando le preguntó su edad, pero que no le pida Augusto que finja ahora que se ha marchado, por suerte, y ellos están a solas.

No le gusta Mika, y no sólo por el natural rechazo que le produce una mujer tan masculina, mal vestida, las uñas descuidadas, la piel áspera, que se permite poner en tela de juicio su relación con Augusto, que Ethelvina esté ahí con él, ya sé que no ha dicho nada pero es obvio, y ¿no te llamó la atención que pidiera detalles sobre el ataque? Un fulgor tirante en sus ojos, conocerla no hizo más que confirmar su intuición, la voz que se atipla y baja, como buscando el registro adecuado para su sentencia: Esa mujer es una traidora.

El labio de Augusto torciéndose levemente hacia la izquierda, los ojos achicándose, la boca que se abre y las palabras duras que no llega a pronunciar. Está muy alterado.

—Como todos los del POUM —lo provoca aún más Ethelvina—. No entiendo tu actitud, eres un coronel de la República, comandante de brigada. Te desprestigiarás, perderás poder.

—Basta —la cara roja, el cuerpo que avanza hacia ella y se frena—. Basta.

—Basta —le dijo Mika a Ramón—. Calla.

No podía permitir que Ramón siguiera despotricando contra Ramírez: que qué se cree el tío ése vivir con una mujer en el frente, por más comandante de brigada que sea, y que ni siquiera es su mujer, es su querida, y que qué aires se da la chavala, hay que ver.

Quizás Ramírez está enfermo, y por eso necesita a su mujer con él, sugirió Mika, pero Ramón seguía y seguía. La situación la violentaba. Salir de la casa del comandante de la Brigada 38 y ponerse a cotillear sobre su situación con un miliciano… No, debía detenerlo.

—Basta.

Aunque Mika no quería juzgar, en un momento sintió una gran irritación por ese calor de hogar que se respira en la casa de campaña de Ramírez, es una falta de consideración indecorosa a tantos combatientes muertos de frío, de hambre, enfermos, con piojos, que no gozan del privilegio del comandante de milicias de vivir con su mujer.

Una lástima, porque Ramírez le agrada, si ignora a la muchacha —como hizo la mayor parte de la noche— puede conversar bien con él, tanto que Mika se permitió preguntarle por la toma del Cerro de Ávila.

—Usted sabe que por hablar demasiado y a destiempo se han producido grandes desastres —le contestó, amable, comprendiéndola—. Conviene ser prudente.

También se lo preguntó al día siguiente a Cipriano Mera en Puerta de Hierro, cuando fue con Corneta, con la excusa de llevar un mensaje de Barros.

—¿Qué pasa, Mika? ¿No confías en nosotros?

—No del todo —bromeó, aunque había algo de cierto.

—Ignoro cuándo será el combate.

—Si lo supieras, tampoco me lo dirías. Aunque yo ahora poco decido, soy una capitana ayudante —ironizó.

Mika tiene confianza con Cipriano Mera, el dirigente de la CNT, ahora destacado comandante de milicias, que encarna el anarquismo intransigente y austero, en el que ella comenzó su vida de militante. Lo admira.

—Confiesa que a ti lo del comunismo se te ha pegado muy poco —le decía Mera—, en el fondo sigues siendo anarquista.

A juzgar por su incapacidad para acatar las jerarquías impuestas, y su fe en el credo de la igualdad, seguía siendo anarquista. Cuánto pero cuánto le costaba obedecer sin más las órdenes del comandante de su batallón, siempre tenía que estar hablando y discutiendo y preguntando y metiéndose en todo.

Mera le preguntó —y bajó la voz para que no escuchara Corneta— si no tenían problemas en el batallón por ser del POUM.

—Puedes hablar delante de Corneta, es un militante cabal.

—¿Ah, sí? —se interesó Mera.

—Soy del POUM —dijo Corneta, orgulloso.

Cipriano estaba muy preocupado porque el PC estaba imponiendo la idea de que el POUM es contrarrevolucionario, y el Gobierno poco hacía por evitarlo, qué cabrones, varios militares de carrera lo aceptaban, algunos con imprudencia, sin reflexión, otros lo creían de buena fe. A su organización nadie le impondría el rechazo al POUM, y la guerra no podría prescindir de la poderosa CNT.

Mika prefería no hablar más, no quería deprimirse, justo ahora que el combate estaba próximo.

Nadie se lo confirmó, pero ella se fue de Puerta de Hierro con esa idea. También Corneta estaba aburrido de esperar: ¿Me prestarás tu mosquetón para la batalla? Tan impaciente estaba por combatir el chaval.

Ethelvina López Maló, la compañera de Ramírez, y Andrei Kozlov, el consejero soviético, no podían arriesgarse a ser sorprendidos en un café de Madrid. No eran épocas para imprudencias. Andrei le había dado un teléfono la última vez que estuvo en su casa, que lo llamara cuando quisiera conversar, él podría recibirla en su oficina, al reparo de miradas indiscretas.

No fue por la pelea con Augusto por lo que decidió usar ese teléfono, sino por lo que Ethelvina entiende un compromiso con la causa. Ella —ya se lo dijo— es comunista, no socialista como Augusto.

Le contará a Kozlov todo lo que sabe —y más— sobre esa contrarrevolucionaria. Ha percibido que, más allá del conflicto con el POUM, a Andrei Kozlov le interesa la capitana Etchebéhère. La conoce, sí, admitió la otra noche. Debe de ser un pez gordo y Ethelvina se da cuenta de que éste es un momento para comprometerse y quiere colaborar a desenmascararla. Pero, por favor, Andrei, no diga que soy yo, mi marido… él… es un ingenuo.

—¿Su marido? —pregunta Andrei, con sorna.

—Como si lo fuera —contesta Ethelvina, a la defensiva.

—Sí, pero más fácil si no lo es, camarada —una sonrisa elocuente.

Qué guapo es, y con qué seguridad extiende la mano para acariciar el rostro de Ethelvina, luego su pelo, suavemente, sin palabras, su brazo se desliza por su talle y la estrecha con convicción, con ternura, cientos de puntitos de placer encendiéndose en su cuerpo entero, erizando sus pezones, abriéndola por todas partes, volcándola a ese cuerpo sólido, tibio, ávido, ese cuerpo de hombre, de macho, porque las manos de Andrei, apuradas, le han levantado la falda, empujado las bragas, han abierto sus piernas, y ahora todo él contra ella, su sexo enérgico, delicioso, penetrándola una y otra vez, ah, qué delicia.

Ethelvina nunca se hubiera imaginado cuando fue a esa oficina, movida por su compromiso con la causa, que algo tan maravilloso pudiera suceder, tan nuevo, un placer insospechado, ella no conocía el amor, ahora lo sabe. Andrei la acaricia lentamente, en silencio. Ella fue allí sólo para hablar de la capitana, a propósito, aún no te he contado.

—Cuenta, milaia moia.

No era Mika quien mandaba, de modo que estaba de más preguntar si no pedían refuerzo de armas. Pero lo hizo.

—En una hora llegarán las municiones —le comunicó Barros.

El plan la inquietaba sobremanera. Según le explicaron, una unidad que forma parte de la misma brigada saldría a la vanguardia, treparía el Cerro de Ávila antes del amanecer, cortarían el alambre de púa, tirarían granadas para neutralizar los obuses. Luego avanzarían, a campo traviesa, una a una, las distintas compañías que formaban parte del batallón comandado por Barros.

—¿Y usted confía en esa operación? —se atrevió a preguntarle Mika.

—Sí, si los milicianos que nos anteceden consiguen infiltrarse en completo silencio y caer como un rayo, y los nuestros los siguen, podremos tomar el Cerro de Ávila.

El teléfono interrumpió la conversación. De Puerta de Hierro.

—Los mandos han decidido que su compañía salga a la vanguardia, la han elegido por ser la más veterana, y por su excelente trabajo —un gesto extraño que parecía intentar una sonrisa, sin atreverse—. Tómelo como un honor. Y explíqueselo a sus hombres.

¿Un honor o un castigo?, la pregunta cruzó fugaz por su cabeza, pero no le permitió que se instalara. Cuando el Chuni la hizo en voz alta, minutos después, ella, con firmeza, respondió: Un honor, camarada, un honor, la cuarta compañía del POUM ha sido distinguida por su fama de aguerrida y temeraria: Imón, Sigüenza, Moncloa, Pineda de Húmera, Atienza. La garganta se le cerró. La sola palabra Atienza le dolía hasta el tuétano.

—Nos bajarán a cañonazo limpio —dijo Ramón, pero sin énfasis de protesta—. Mejor ser los primeros que andar a la zaga, dependiendo de los demás.

—Esperemos que no se queden dormidos los que nos abren el paso —dijo el Chuni, y los demás lo chiflaron.

—Lo dicho: ¿cómo sabemos que no saldrán corriendo? —saltó Anselmo.

—Si los mandos lo han decidido es porque estamos preparados para el asalto —intentaba tranquilizarlos Mika, aunque ella no tenía certeza alguna—. Luego saldrán las otras compañías.

—Será buena cosa tomar el Cerro de Ávila —se impuso la voz de Corneta, y todos lo miraron, sorprendidos, porque el chaval era de pocas palabras.

Sí, ellos lograrían tomar el Cerro de Ávila, afirmó uno, y darían un gran empuje a las fuerzas republicanas, desmoralizadas como estaban con la reciente caída de Málaga, apoyó otro.

Ni miedo, ni fanfarronería. Una tensa calma.

Después de tres semanas de inmovilidad, los hombres estaban impacientes por combatir.

Fuentes eligió a dos milicianos para ir a ordenar las municiones, Mika se puso de acuerdo con sus hombres: era preferible que subieran livianos, la comida se la llevarían más tarde.

Corneta limpiaba su fusil, cuando Mika se acercó.

—A ti te necesitaré conmigo para que me asistas en el enlace —Corneta movía la cabeza de un lado a otro, negando—. Nadie corre como tú, Corneta.

Él la miró y le sonrió ampliamente.

—No.

Mika supo que no podría convencerlo. Ese cuerpito de niño enjuto y esa voluntad de hombre íntegro.

—¿Cómo han reaccionado los hombres? —le preguntó el comandante, cuando Mika volvió de las trincheras.

—Bien, es admirable su valor. Tener que correr todos esos metros… asusta a cualquiera. Los españoles no le tienen miedo a la muerte.

—Es cierto. Quizás por la religión, quizás por la pobreza. También por jactancia, somos muy faroleros los españoles —y se rió.

Era mejor que comieran algo y descansaran para estar frescos antes del alba. A Barros todavía le quedaba dar unos retoques al croquis que estaba dibujando. Mika daría otra vuelta por las trincheras, y a dormir, se lo prometía.

—¿De dónde vienes, Ethelvina? —le pregunta Augusto.

—De la casa de mi prima Lucía.

—¿A estas horas?

—Sí, a estas horas —desafiante—. ¿Y qué? Si no te gusta, me voy.

Pero todavía no es posible, Andrei le ha dicho que ya verán más adelante, ahora, en medio de la guerra, es complicado. Ethelvina piensa que su amante no está muy decidido, Augusto tenía mujer e hijos y no le importó nada con tal de estar con ella. Tendrá que llevar a Andrei Kozlov a un estado en el que no pueda prescindir de ella, como le pasa a Augusto.

—¿Por qué me hablas así? ¿Estás enfadada conmigo, Ethelvina? —y se acerca, la abraza y la besa—. Ven, mi amor —y la lleva al dormitorio.

Así deberá tener a Andrei.

A las cuatro y media le avisaron a Barros que los hombres ya se habían puesto en marcha, pero ya eran las cinco y silencio, ni la menor descarga. Mala espina.

—Vaya a los parapetos de la cuarta compañía, quédese con sus hombres hasta que arranquen, intente calmarlos.

¿Y a él, quién lo calmaba? Mika controló ese brazo loco que se le levantaba con una caricia al pelo de Barros que no llegó a hacerle, por supuesto, pero que puso en su sonrisa: Cuente conmigo, compañero.

El tiempo se estiraba como una cuerda en la trinchera, ni estallidos, ni noticias. Nada. A las seis menos cuarto, tiros de fusilería y algunas explosiones aquí y allá rasgaron el silencio. Los cuerpos de los milicianos se agitaban a la espera de la orden, los dinamiteros con sus granadas, otros con sus fusiles, el morral lleno de cartuchos.

Mika buscó a Corneta y se deslizó a su lado en la trinchera, al oído, en un susurro:

—Quédate conmigo, Corneta, en nadie confío como en ti. Te confieso, no se lo digas a nadie, que tengo un poco de miedo.

—Yo también, Mika, pero iré con la compañía.

Al cabo de unos minutos, los tiros y las bombas se fueron apagando. ¿Qué pasaba? No podían haber tomado la posición en tan poco tiempo. Los enlaces no llevaban más que preguntas.

La luz del alba comenzaba a recortar con peligrosa nitidez las figuras de los hombres.

A las seis, la cuarta compañía recibió la orden de saltar los parapetos. Mika, pegada a la tierra, los ojos clavados en el llano, donde sus milicianos se desplegaban en guerrillas, ni una planta, ni un montículo donde resguardarse.

Mika hubiera querido abrazarlos a todos juntos, protegerlos. Iban a pecho descubierto, cuando retumbaron los primeros obuses, luego el tableteo de las ametralladoras. Los hombres se tiraban al suelo un instante, para volver a levantarse y correr. Caían, ¿heridos?, ¿muertos? Seguían adelante. Vio que algunos retrocedían, caminando o arrastrándose.

Doblada en el parapeto, los ojos abismándose en el alba, tratando de distinguir a lo lejos las figuras de sus muchachos, un cuchillo de angustia en su pecho y el estallido desalmado de los obuses de mortero, los tableteos de ametralladora.

A pocos metros de donde ella estaba, llegó y se desplomó el Chuni, la cara llena de sangre, Mika corrió hacia él: No me han matado, tengo apenas un rasguño —lloraba—, pero sí a Fuentes, un tiro le partió la cabeza, murió a mi lado. Y el Rubio, y Lorenzo.

Juan Luis y el Rodo llegaron corriendo:

—No es una batalla, es una masacre. Nos han tirado a blanco seguro.

—Vengo a buscar refuerzos para recoger a los heridos —pidió el Rodo.

—Camillas —logró articular Mika al enlace.

Las ametralladoras de los fascistas seguían ladrando, tenaces y asesinas. Más y más hombres se acercaban a la trinchera de evacuación, muchos heridos.

—¿Has visto a Corneta? —le preguntó Mika a Ramón.

—Sí, lo han herido, está muy lejos.

—Buscaremos al chaval —prometió el Rodo.

A pocos metros, en silencio, visiblemente perturbado, estaba el comandante Barros. Un hombre se acercó para decirle que tenía una llamada.

—Ahora vuelvo.

Poco después, su voz chirrió en la mañana herida: La unidad que inició el ataque se retiró antes de tiempo, pero ya se están poniendo en marcha. El puesto de mando ordena salir nuevamente.

Mika se plantó frente a Barros, le hablaba muy cerca, como mordiendo las palabras: Como han matado al capitán, yo tomo el mando —le comunicó, la furia temblándole en la voz—. Salen conmigo o no salen.

—No vas ni tú ni nadie. Combatir sí, suicidarse no. Y a los mandos que les den por culo —gritó el Chuni.

Un coro de insultos subía con las luces de la mañana: Cabrones, hijos de mala madre.

—Si me permite, voy a hablar yo con quien sea que esté al mando en Puerta de Hierro —en un esfuerzo de control, le dijo Mika a Barros—. Voy a explicarle por qué no vamos a salir más que para buscar a los heridos.

El comandante asintió, también él estaba desencajado.

¿Fue aquella madrugada fatal, Mika, después de las terribles bajas en tu columna, cuando llamaste a la comandancia de milicias confederales y le comunicaste la decisión? Quedó claro que eras su capitana: no volverían para hacerse matar inútilmente.

Por teléfono, Cipriano Mera acordó con Mika no volver al ataque. En un rato ellos estarían por ahí: Tranquiliza a tus milicianos, y tranquilízate tú.

Mika contaba una y otra vez a sus hombres. ¿Cuántos no habían regresado? Más de la mitad. Y nadie había traído a Corneta.

A las siete Cipriano Mera, en persona, confirmó que se había desistido de la operación, el enemigo estaba sobre aviso, lo que probaba que había más de un fascista infiltrado entre las fuerzas republicanas. Cuando llegaron…

No terminó de escuchar a Mera, vio al Rodo y a José Luis que se acercaban; envuelto en unas mantas, Corneta. ¡Estaba vivo! Corrió hacia él, el corazón apretujado, las lágrimas la ahogaban cuando vio su carita de moribundo, y esa sonrisa luminosa que le dedicó: Me curaré, Mika.

Pero murió unas horas después, en el hospital.

«No tenía más que quince años», con esa frase, que marca tu gran dolor, das por terminadas tus memorias. También la primera vez que escribiste sobre la guerra, en 1946, para la revista Sur, tomaste como eje la muerte de aquel niño. Se llamara Clavelín, Corneta, Juanito, en el dolor de esa muerte, muchas muertes.

Lloraba desesperadamente, cuando se llevaron a Corneta al hospital. Cipriano Mera se acercó, y puso su brazo sobre el hombro de Mika.

—Vamos, pequeña, deja de llorar, con lo valiente que eres. Claro, eres mujer después de todo.

Mika saltó, como si la hubieran quemado, la furia la protegía del dolor punzante.

—Es verdad, mujer al fin. Y tú, con todo tu anarquismo, podrido de prejuicios como un varón cualquiera.

Pero Cipriano Mera era un amigo, un amigo de hierro, como habría de demostrarte poco tiempo después en esos hechos lamentables que decidiste no contar en tus memorias. Cipriano Mera se la jugó para salvarte.