25
París, 1975
Para Ded Dinouart era un honor que Mika le hubiera confiado el manuscrito con sus recuerdos de la guerra. Ella, a quien tanto le hubiera gustado ser combatiente de haber vivido en esos años, pudo seguir los acontecimientos con emoción.
Apenas leyó ese fragmento, a Ded le surgió la sospecha de que el periodista francés del que hablaba Mika podía ser su amigo Roger Klein, que escribía entonces para la agencia Reuter. Muchos franceses cubrieron la Guerra Civil española, no tenía por qué ser él, no había ningún nombre y nada en el texto lo señalaba especialmente, tampoco Roger le había hablado de su encuentro con una capitana del POUM, pero la sospecha no la abandonó. Tal vez porque a través de esas páginas Ded podía imaginarlo: guapo, sensible, inteligente y seductor, como aún era Roger Klein.
Pudo habérselo preguntado a Mika, pero no se atrevió, prefirió sondear a Roger, y sí, había conocido a la capitana Etchebéhère. Ded le dio a leer las páginas del manuscrito en las que Mika hablaba del periodista francés.
Nunca lo había visto tan enojado: que no fue así, Ded, es totalmente falso, yo sólo quise ofrecerle una cama con sábanas limpias a una mujer que llevaba semanas en las trincheras, en condiciones inhumanas. Mika despertó toda su admiración, como combatiente. Por favor, no lo podía creer, aunque no lo nombrara en esas páginas, era él, sin duda, Roger Klein. Pero nunca le dijo que quería hacer el amor con una mujer que mandaba en el frente de Madrid, no hubo nada en aquella noche que rebajara lo que él recordaba como un cálido encuentro de dos seres humanos en un momento durísimo al tamaño de «una aventura pintoresca en la España roja», como escribió Mika. Si así hubiera sido, si esa frivolidad hubiera dictado su actitud para con ella, Mika no se habría despedido de él con el deseo de continuar esa conversación en otro momento, como ella misma cuenta, sería incoherente.
Ded tenía que hablar con Mika Etchebéhère, le pidió Roger, convencerla de que no había sido así.
Sería un malentendido, decía Ded. Le costó encarar a Mika, era una cuestión delicada, y cuando lo hizo, ya era tarde. Le contó quién era Roger, todo lo que sabía de él, antes y después de la Guerra Civil. No era justo que dejara en tan mal lugar a Roger Klein, le dijo.
¿Que lo dejaba en tan mal lugar? Pero si Mika no había escrito nombre alguno, Ded, era a ella a quien se le había ocurrido asociarlo a su amigo y darle a leer el manuscrito. Aunque tampoco importaba, sus recuerdos de la guerra ya estaban a punto de publicarse, corregidas las pruebas, le dijo Mika, pero lo más importante es que fue así, como lo escribió: el periodista francés quiso dormir con ella, y exageró: quiso sumar una capitana a sus conquistas.
Y Roger, cuando Ded se lo dijo: que no y que no, que no fue así.
En esas firmes posiciones estaban Mika y Roger cuando Ded y su compañero, el poeta y militante trotskista Guy Prévan, los invitaron a comer a su casa, treinta y ocho años después de aquella cena en el Hotel Gran Vía. Esa situación enojosa tenía que acabar, se dijeron. Esos dos queridos amigos eran dos personas magníficas, dos viejos luchadores que tenían mucho en común.
Los dos aceptaron la propuesta de Ded: tenían que hablarlo, explicarse. Pero no fue mucho lo que aclararon en ese primer encuentro.
—No lo reconocí —le dijo Mika a Roger, con la distancia del usted—. Ha cambiado muchísimo.
Y lo miró con desdén. Con un desdén de puerta clausurada. Rígido. Antipático.
Él no le dijo: Usted también, se limitó a estrechar la mano que ella le extendía, ni el menor amago de sonrisa en su cara.
La conversación circuló por diversos canales, conducida por el hábil Maurice, un amigo sociólogo, a quien habían invitado con la intención de calmar las aguas. Aunque todos participaban, se respiraba una atmósfera tensa.
—Bien —dijo Mika—. Tengo entendido que ha leído mi libro, monsieur Klein.
—Efectivamente, y quiero dejar en claro que nunca tuve una intención… deshonesta hacia usted.
—¿Deshonesta? —desafiante, Mika—. Yo diría frívola, aunque no creo que yo haya usado esa palabra.
Sólo la mirada de Roger acusaba alguna violencia, la voz era laboriosamente calma, las palabras nítidas, dichas en voz muy baja, como si quisiera preservarlas de cualquier oído que no fuera el de esa mujer, Mika.
—Yo no quería acostarme con usted, señora. Me malinterpretó.
Mika se demoró un tiempo eterno antes de responder, era obvio que estaba controlándose:
—¿Cómo debería haber comprendido su invitación a dormir en su cama —la voz creciéndole—, en su cuarto, en su hotel? —y volviéndose a todos—: Disculpen esta falta de pudor, amigos, creo que Monsieur Klein y yo hemos ido demasiado lejos con el fin de poner nuestras cosas en claro.
—Sí, demasiado —acordó Roger, aliviado de esta salida que le ofrecía su contrincante.
Maurice, con gran astucia, logró llevar la conversación al cauce de una comida agradable en casa de amigos respetables, inteligentes, cultos, buena gente, como eran todos en aquella mesa. Hasta encontró una manera de hacerlos coincidir en sus opiniones, cómo no, así es, dijo él, bien dicho, dijo ella, lo que no era difícil, después de todo, tenían muchos puntos en común en su manera de ver el mundo. Y a la hora de partir, se despidieron con menos rencor que cuando llegaron.
Después fue la boda de Ded y Guy, en la que Mika y Roger fueron testigos, ¿cómo negarse si eran tan amigos?, luego esas reuniones y comidas que organizaban los Prévan, el conflicto entre ellos adelgazando entre palabras y risas, apenas una anécdota graciosa, protagonizada por dos personas maravillosas, gente formidable que compartió la gran aventura ideológica y cultural del siglo XX.
He leído algunos textos inconclusos, diversos borradores sobre esa cena con el periodista que escribiste a lo largo de los años, el primero, en el Liceo Francés de Madrid, donde te refugiaste. Sobre esa nota, otras, contado desde aquí, desde allá, pero siempre un hombre que admira a una mujer combatiente que no se permite —aunque quizás le hubiera gustado— sucumbir a un momento de placer. La cena con el periodista es otra manera de abordar la compleja relación con tus milicianos, la situación del POUM sentenciado a muerte por el estalinismo, la no intervención de Francia. ¿Qué queda de aquel periodista real, deliberadamente sin nombre en tu testimonio, sino la huella de las palabras en tus papeles? Nada que no sea la ardua y gozosa construcción de los personajes.
¿Qué quedaba de quien creyó encontrar Ded?
Parafraseando a tu amigo Julio Cortázar, cuando, en su último libro, parafrasea a Derrida, a la hora de dar a conocer tus recuerdos de la guerra, de Roger Klein no te quedaba casi nada, ni su nombre, ni tu existencia en relación con la suya, ni el puro objeto de Roger, ni tu puro sujeto de entonces frente a Roger en el comedor del Hotel Gran Vía de Madrid. Un personaje que probablemente se te impuso, pero sobre todo que convenía a tu relato (como a este libro le conviene el personaje Roger Klein que me ofreció Ded Dinouart).
Nada quedaba de él en aquel hombre que habría de convertirse en uno de tus buenos amigos en los últimos años de tu vida. La prueba: con el periodista se tuteaban, con Roger nunca abandonaron el usted.
Mika empezaba a tener sus achaques, tuvo problemas serios después de una caída, y debió hospitalizarse. Roger la sorprendió con su visita. Y aunque ironizó, él vestido para jugar al tenis y Mika arrastrando la pierna, su gesto la conmovió. Sí, jugaba al tenis, le dijo, hasta que se lo prohibieran, no tenía idea Mika de su verdadero estado.
Miró hacia un lado y el otro, como si temiera ser escuchado, se acercó y, en voz baja, como si rezara, le hizo una larguísima lista de enfermedades. Algunas reales y otras inventadas. Cómo la hizo reír.
A los dos les daba pavor envejecer, el cuerpo con sus demandas de atención permanente en total desarmonía con el vigor de sus ideas. El tiempo implacable. Lo que Mika leía en los periódicos, lo que escuchaba por la radio y en conversaciones con amigos o desconocidos, lo que observaba por la calle, en eventos culturales y manifestaciones políticas, todo le despertaba una reflexión, pero el tiempo que le llevaría escribirlo era un tiempo que le estaba robando a la vida. A Roger le pasaba lo mismo.
—Prefiero hablarlo con usted, mientras paseamos.
Esas calles de París caminadas a montones, los pasos cada vez más lentos, y las ideas bullendo. Mire, Mika, otro viejo, y en ese banco, Roger, una vieja. Qué raro, nunca habían visto tantos viejos por la calle, ¿será porque nos estamos acercando, porque formamos parte ya de ese pelotón? Quizás, Mika, quizás. La risa los aliviaba. ¿Cuándo se entra en la vejez, Mika? ¿Hay un día, una hora?
—Cuando tratamos de comprender las razones y los sentimientos, las penas y la injusticia de ciertos rencores de los viejos.
Roger fue internado en un hospital de los alrededores de París por problemas cardíacos y Mika lo fue a visitar. Por suerte pudo recuperarse, pero adiós al tenis y hasta a la Mobylette en la que solía desplazarse: Sólo me queda usted como deporte, Mika.
La vejez, la política, la pintura, la historia, la literatura, el cine.
No volvieron a hablar de aquella noche en Madrid durante la Guerra Civil hasta el día en que Mika se fue a vivir a la casa de mayores de Alésia, catorce años después del reencuentro.
Reírse juntos le dio ligereza en uno de los días más difíciles de su vida.
Mika ha visitado varias residencias, ha hablado con administradores y directores, ha pedido informes, ha comparado los pro y los contra de cada una, y está claro que ninguna le gusta. Sabe que es lo que tiene que hacer, y ha dado todos los pasos necesarios: ha firmado los contratos por su apartamento de Saint-Sulpice, el futuro propietario no lo tendrá hasta su muerte pero le pagará desde ahora; la casa de Perigny la venderá a los dueños del gran terreno que limita con el suyo; uno de los cuadros vendidos, el Picabia, los otros, en buenas manos, los papeles organizados, todo más o menos en orden, y lo que aún no, se hará cargo la buena de su amiga Paulette Neumans. Pero qué difícil decidir el momento de ingresar en el batallón decrépito de los que se preparan a pasar al otro lado, como le confió el otro día a Roger Klein, qué impresión. ¿Cómo hizo usted?
Roger ya vive en una residencia, sale a pasear, visita amigos, va al cine de cuando en cuando, pero no molesta a nadie con sus achaques, paga para que lo cuiden.
Hace una semana, al volver de una de sus visitas de investigación, Mika decidió cortar con este agotador peregrinaje. Fue a Perigny, recogió dos o tres libros, le encargó a Monsieur Ringlos, el marido de Rolande, los lirios y las amapolas, los cerezos y los rosales, se despidió de Tres Patas y de Bolita, le dio los papeles a Guy Prévan, su máquina de escribir a Guillermo, y le encargó la administración a su amiga Paulette, que se encargará de pagar todo. Y ya está instalada en la casa para mayores de Alésia. En el mismo cuarto, pequeño y agradable, colcha y cortinas coloridas, que dejó Samuel Beckett.
El primer día que Mika estuvo allí para informarse, cuando hablaba con la directora del establecimiento, Beckett la había sorprendido guiñándole un ojo, y sacándole la lengua, por detrás de la señora, absurdo como un personaje de su obra. Ella quiso ver en ese gesto una bienvenida al lugar, pero él ya se ha ido, a otro mundo. Y mire lo que me ha dejado, le dice a Roger Klein, que ha ido a visitarla. Abre la puerta del pequeño frigo: está lleno de whisky.
—¿Quiere, Roger?
—¿Por qué no? —acepta Roger—. Hablaré lo menos posible cuando regrese a mi residencia, para que no se note que me he emborrachado.
Increíble la vida, quién hubiera pensado que ellos iban a visitarse en las respectivas residencias para mayores.
—Mika, me gustaría saber algo. He esperado hasta ahora para preguntárselo.
—Dígame, Roger.
—¿Se da cuenta del error que usted cometió conmigo?
—¿Y usted del error que yo no le permití cometer conmigo?
La risa de Mika estalla y él se le une: Quizás, Roger, quizás me confundí, su mano surcada de venas se apoya sobre la de su amigo, y él: que quizás el confundido sea él, sus ojos claros sin años, a lo mejor tenía esas intenciones que ella le atribuyó cincuenta y tantos años atrás… Pero ahora sí, ahora sí que, sin ninguna duda, Roger le haría esa propuesta a Mika. Se la hace, formalmente, y solemne, la voz clara: ¿Dormimos juntos, Mika?, lo que no sabe, dice Roger en voz baja, es si se lo permitirán en la residencia de Alésia, ¿lo ha averiguado ella que se informa de todo?, en la de él parece que no lo permiten.
Cuando Paulette entra en el cuarto, los sorprende a las carcajadas.
—¿De qué se ríen?
—Es un secreto.