24.Madrid, enero de 1937

24

Madrid, enero de 1937

Después de la suculenta comida con que los agasajó Bernardo en el cuartel de la calle Serrano, del sopor del vino y el coñac, Mika se desplomó vestida sobre la cama mullida. ¡Qué cansancio! El desagradable episodio con los jóvenes de la Juventudes Socialistas Unificadas la había terminado de agotar. Dormiría hasta el día siguiente, hasta la semana o el mes siguiente. Pero a las ocho se despertó. A las nueve, le había dicho al periodista francés y, aunque horas atrás había decidido no ir, el reloj interno le señalaba otro rumbo. Tenía ganas de ir a cenar y a conversar con ese hombre.

Bañarse con agua caliente y jabón, secarse con una toalla suave, cepillarse el pelo mojado y limpio, placeres olvidados en semanas de trincheras húmedas y esa cocina-cuartel maloliente.

Le hubiera gustado ponerse un vestido, ropa normal de una vida normal, pero no: pantalón azul de esquí y el tabardo nuevo. No tenía un abrigo de mujer pero sí el lápiz de labios que le regaló Katia Landau en París. Se pintó sin mirarse, y se cubrió con la capa que le llegaba a los tobillos.

En el vestíbulo se cruzó con Corneta: Estás guapísima, te pareces a mi madre.

—¡Vaya garbo! —exclamó el Chuni—, ¿se puede saber adónde vas tan compuesta?

La Capitana no tenía por qué dar cuentas, lo reprendió Valerio, aunque su mirada ansiosa clavada en Mika lo desmentía.

—Voy a hablar con el periodista francés sobre nuestra guerra. Estaré en el Hotel Gran Vía.

—Dile que hemos conseguido que los franquistas se fueran echando leches.

—Y que no somos traidores —se animó Corneta— ni contra… contra… contrarrevolucionarios.

Le dio tanta ternura que Mika tuvo que controlarse para no abrazarlo: Deja esas palabras difíciles, Corneta, y dame un beso que me voy ya.

Corneta había estaba presente cuando el responsable del grupo de las JSU encaró a Mika esa mañana.

Los cuatro jóvenes de las Juventudes Socialistas, que se habían integrado a la columna del POUM en Sigüenza, se marcharon al llegar a Madrid por orden de sus jefes: El POUM es trotskista y Trotski es un contrarrevolucionario, un traidor, quienes siguen a Trotski son traidores, rezaba el responsable su lección aprendida de memoria.

—¿Traidores? —la rabia le subía como espuma—. ¿Traidores llamáis a quienes combatieron con vosotros?

El muchacho, una torpe ingenuidad: Vente con nosotros, los jefes están de acuerdo, te mantendremos el grado de capitana, o más porque te lo mereces.

Qué decirles, que se equivocan, que actualmente la dirección del POUM tiene diferencias con Trotski, sobre todo desde que él cuestionó duramente a su líder, Andreu Nin, por formar parte del Gobierno de la Generalitat. Tampoco estas diferencias son lo esencial, el enemigo no es Trotski, ni tampoco esos jóvenes de las JSU, ni siquiera el PC, Mika no quería entrar en politiquerías y perder lo medular: la guerra es contra el fascismo.

—Me quedo, compañeros, y contadle a vuestros jefes con cuánto valor han combatido los milicianos del POUM, ¿no estuvisteis acaso en el cerco de Sigüenza, y más tarde cuando se nos homenajeó tocando La Internacional por nuestra actuación en la batalla de Moncloa?

Era inútil, ellos obedecían, y Mika tampoco quería violentarlos: Suerte, compañeros, salud y coraje, los despidió.

Corneta había enlazado su manita a la de Mika y, con la misma naturalidad, ahora le daba un beso.

El estruendo de un obús, el cielo encendiéndose, calles como tajos, dolorosas, sombras moviéndose, un crepitar lejano de ametralladoras, voces, gritos ahogados. Así era la noche de Madrid asediada por los franquistas que debió atravesar Mika para llegar al Hotel Gran Vía. Le chocó el contraste con esas luces suaves, manteles blancos, ruido de cubiertos, camareros, copas, personas sentadas conversando alrededor de las mesas, civiles, oficiales, milicianos.

—Creí que no venías —la mano cálida de Roger Klein estrechando la suya, la sonrisa amplia—. Qué gusto verte.

No le resultó extraño que la tuteara; aunque Klein no combatía, participaba de ésa camaradería de guerra que acercaba los unos a los otros.

Miradas curiosas a Mika. Debió haberse quitado las insignias del abrigo, le dijo en voz baja a Roger Klein, pensarían que era una capitana de pacotilla, de ésos que alardean galones por la ciudad. Qué va, se le veía en la cara que ella llegaba del frente, la piel curtida y esa arrogancia en el porte, ese orgullo de los que luchan. Y era Klein quien parecía orgulloso. Le caía bien el periodista francés.

Carne asada, tortilla de patatas, pasteles almibarados y un Rioja con solera. Afuera, la guerra. Esa guerra que estaba apagando con su nuevo giro el fervor revolucionario de los primeros tiempos.

A Mika le gustó coincidir con Roger Klein en que, antes de las armas rusas, el Partido Comunista español era apenas una organización más entre otras. Los anarquistas de la CNT-FAI, y los socialistas, con su activa UGT, tenían más poder. Claro que las Brigadas Internacionales impactaban, cómo no, que tanta buena gente viniera a luchar a España era conmovedor. Y qué decir de los aviones soviéticos luchando en el cielo español contra la aviación fascista, a ella misma le había emocionado hasta las lágrimas ese triangulito gris ruso surcando el cielo, es nuestro, nuestro, gritaba como una loca, saltando de alegría, la risa de Mika rebotó en el salón del hotel. Recuerda la primera vez que vio los aviones del enemigo, italianos le dijeron que eran, las piernas le temblaban de una manera incontrolable, estaba muerta de miedo.

¿Miedo?, se asombró Roger, pensaba que ella no tenía miedo de nada. Se equivocaba rotundamente. Es lo que se dice de Mika, su leyenda quizás, pensó en voz alta Roger Klein. Mika tiene miedo de los obuses, y de los fusiles, y de las noches cerradas, del frío y de las enfermedades, a veces de algunas personas, en verdad a los aviones del enemigo no les tiene miedo, les tiene pánico.

Ganas de reírse porque sí, porque esa noche tocaba reír, conversar, comer bien, marearse un poco, aflojar.

Intercambiaron interesantes ideas sobre el mando y la obediencia, el Gobierno burgués de la República, Largo Caballero, la tortilla francesa y la española, sus orígenes judíos, y fue agradable encontrar tantas coincidencias.

Hubiera sido preferible que Roger Klein no abordara esa espinosa cuestión del vínculo con sus milicianos, ¿no había recibido proposiciones, insinuaciones, algún intento… amoroso? Mika se puso a la defensiva, rígida: Nunca, jamás, sus milicianos la respetan.

Con Ojeda lo había hablado bien, pero con Roger Klein no quería, ¿por qué le hacía esas preguntas, acaso lo iba a escribir en un artículo? No, por supuesto, le contestó, es interés personal, no todo lo que conversa con ella es por razones profesionales, pero si le molesta…

Consciente de la incomodidad, Roger Klein intentó desviar la conversación hacia la situación del POUM, ella le respondió con cortesía pero lo mínimo indispensable, y le sugirió que hablara con Juan Andrade, Quique Rodríguez, o algún camarada del POUM que pudiera informarle mejor que ella, y ahora, compañero periodista, me voy, estoy cansada de tanta palabrería vana.

Fue cortante, hasta grosera, aludiendo de una manera despectiva a una conversación que había disfrutado. Nada de Mika daba lugar a ello, pero sin embargo Roger Klein se animó: ¿Quieres dormir aquí?

La pregunta la sacudió. Temor, indignación, contento, tristeza, y quién sabe qué más, cuando le respondió, ríspida: ¿Contigo?

—Conmigo o no, como desees. ¿Tus principios te lo prohíben?

Sus principios de guerra se lo prohibían, le explicó, el personaje que encarnaba para sus milicianos, y aunque no se enteraran, aunque nadie más que ellos dos lo supiera, algo se rebajaría en la causa a la que estaba sirviendo.

El recuerdo de Hippo, su cuerpo tibio, sus largos brazos envolviéndola, su calor, la silenció de golpe. Una llaga viva. Cómo pudo, aunque sea por un instante…

Roger Klein le ofreció acompañarla al cuartel.

—No, gracias, me voy sola.

Sus manos tomaron las de Mika y buscó su mirada: esperaba no haberla ofendido tratándola como una mujer, a ella, brillaban sus ojos cuando recalcó: A ti, mujer excepcional.

—Nos encontraremos algún día en París, si sobrevivimos, y seguiremos esta conversación. Adiós, compañero —dijo Mika y se fue.

Pese a vivir en el mismo país, no se cruzaron hasta que Mika, qué ironía, en 1975, escribió su versión del recuerdo en sus memorias de la guerra.

Fue Ded Dinouart, amiga de Roger y de Mika, quien ató cabos. Y los reunió.