23.Pineda de Húmera, diciembre de 1936

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Pineda de Húmera, diciembre de 1936

El 23 de diciembre, Mika le pidió autorización a Ojeda para organizar un pequeño festejo de Nochebuena, cante y unos vinos: Aunque nadie cree, son las tradiciones de los milicianos, compañero coronel. Sí, cómo no, es razonable, acordó Ojeda.

¿Es razonable estar allí, en la casa de Ramírez, al calor del fuego de la chimenea, un grupo de gente conversando y bebiendo como si fuera una Nochebuena cualquiera?

No, lo razonable sería festejar con su familia, con su queridísima mujer y sus hijos. Pero están en medio de la guerra, y el coronel Juan Ojeda no puede alejarse de su puesto de mando más que unos kilómetros. Tampoco Muñoz, ni Ramírez (aunque él está encantado, con su compañera en el frente).

Ethelvina conversa animadamente con Andrei Kozlov, el consejero soviético, sus mejillas rosadas por el alcohol o la excitación de la charla, ese movimiento con el que gira la cabellera y ese leve balancearse de su cuerpo, invitando. Su presa es ahora el ruso, no hay duda. Ojeda los observa sin disimulo. Kozlov tampoco le gusta, ninguno de ellos le gusta, reconoce, ni mucho menos la obsecuencia de algunos de sus camaradas de armas con los soviéticos; el mismo Ramírez, sin ir más lejos, ¿para qué lo invita a su casa?

Dentro de poco las milicias serán militarizadas bajo el mando de la Junta de Defensa. Los afiliados al Partido Comunista, que antes de la guerra eran apenas un grupo, escalan posiciones día a día, con la contribución decisiva de las Brigadas Internacionales. Ahora el único movimiento popular que existe es el PC, ¿y los socialistas, y los poumistas, y los bravos anarquistas? De los anarquistas no van a prescindir aunque tampoco les gusten, pero qué será del POUM. En el último periódico del PC los tratan de fascistas, traidores, agentes del nazismo.

Ayer, en Puerta de Hierro, Ojeda se sinceró con Cipriano Mera, el dirigente de la CNT, que comanda el Regimiento 11. Él no está de acuerdo con la política del Gobierno de la República, le dijo Ojeda. Tampoco Mera que, aunque no desmayará en su lucha contra el fascismo, juzga que el Gobierno, sostenido por el PC, está hundiendo la revolución.

El comandante Ojeda prefiere no pensar, cómo mandar con acierto si el desaliento lo gana. Por mucho que le desagrade esta connivencia con la prepotencia soviética, hay que ganar la guerra, intenta convencerse al tiempo que Ethelvina abre sus labios y los moja provocativamente con su lengua, la mirada obscena de Kozlov obedece zambulléndose desde los labios al escote de Ethelvina. Una impudicia que ilustra. Ni escándalo, ni excitación, un poderoso sinsentido que todo lo abarca.

Si lo importante es ganar la guerra, ¿es razonable que Juan Ojeda, quien comanda un regimiento, esté allí entre copas y gente que rechaza, y no en su puesto de mando? La imagen de la Capitana, la cara tiznada, el pelo revuelto, pidiéndole unos dulces, unas nueces, y algunas bebidas para la Nochebuena de sus milicianos lo llena de oprobio. Su capa. Se va. ¿Ya?

—Pero si todavía no hemos brindado, quédese un rato, mi coronel.

—No insistas, mi amor —dice la voz de cristal—, el coronel tendrá sus razones para volver —cristal que corta—. ¿Le habló el coronel Ojeda de la capitana, don Kozlov?

La capitana del POUM, le parece que murmura a Kozlov, pero no la escucha porque hasta a Ramírez le parece que su mujer se ha pasado. ¡Ethelvina!, la reconviene, con gestos nerviosos.

—Discúlpeme, coronel Ojeda —la voz de falso terciopelo de Ethelvina—. Es que Augusto tiene razón, me comporto como una niña, digo lo primero que se me pasa por la cabeza.

Y Ojeda, ni una palabra, un leve gesto de asentimiento y manos, caras, sonrisas irónicas, la puerta cerrándose, el coche, rápido, los pasos, la carretera. Romperá las reglas, es Nochebuena al fin, irá a las trincheras.

¿Cante? ¿Palmas?

Mika lo descubre y se acerca, perturbada.

—Compañero coronel, ¿qué pasa?

—He venido a brindar con vosotros.

Fue orgullo lo que sintió Ruvin Andrelevicius cuando supo que Mika estaba al mando de una columna. Imaginarla con su mono de miliciana, empuñando su fusil, dando órdenes de abrir fuego, le produjo un gozoso cosquilleo en su cuerpo. Por algo Mika Feldman lo deslumbró desde el primer día, y no es que haya olvidado lo que ella le hizo a Jan Well en el rellano del edificio de la Sophiestrasse; no, no lo olvida, pero tiene claro que Mika se defendía más de ella misma, de la fuerza de lo que sentía, que de él.

Se lo diría, la enfrentaría con su verdad, pero ahora él es Andrei Kozlov, y no puede permitirse tal espontaneidad, mucho menos con alguien del POUM, ¿es que no puede dejar de meterse en líos esa mujer? Mal orientada, como siempre, una pena, el POUM tiene los días contados. Mika podría ser de gran utilidad al partido si alguien le abriera los ojos y ella pusiera todo su empeño y su inteligencia al servicio de la causa.

Cuando vio llegar a Ojeda, Mika se sintió culpable. Él les había dado órdenes estrictas de mantenerse alerta, probablemente habría un ataque, les advirtió. ¡Y ellos confraternizando en los fandanguillos y tarantas con los fascistas! No debió haberlo permitido, aunque, como la otra vez, no pudo impedirlo, se le había ido de las manos. Como se soltaron las manos de los soldados de Franco, al principio tímidas, más y más claras a medida que el cante se iba metiendo en los cuerpos, ole, gritó uno del otro lado, y ole de éste, y más palmas, y oles, la voz rota del cantaor alzándose y palmas al ritmo de las bulerías, manos decididas, manos sin miedo, sin recelo alguno, manos de campesinos, de estudiantes, de empleados y de mineros, manos españolas.

A Ojeda se lo veía más perplejo que enfadado.

—Cantad bajito —ordenó Mika—, y avanzó hacia donde se había detenido el coronel.

Poco a poco el sonido se fue apagando, como si ellos también se avergonzaran de esa promiscuidad que, a su pesar, había surgido con el cante. Una avanzadilla republicana frente al enemigo, que unas horas más tarde, acalladas las voces y las palmas, los iba a acribillar a morterazos.

—No sólo el cante y las palmas los unen —dijo Ojeda como para sí—. ¿Acaso son tan diferentes los que la otra noche desertaron del ejército franquista de los milicianos de su columna? No.

Era una sonrisa clara la de Ojeda cuando la felicitó por no interrogar a los hombres que abandonaron al enemigo para unirse a ellos, ni permitir que otros los interrogaran, no se lo había dicho pero su sentido del deber lo complacía agradablemente, todo lo que ella hacía le parecía muy bien, quería decírselo sin rodeos.

¿Qué le pasaba al comandante Ojeda esa noche? Sus ojos brillaban como los collares de escarcha enrollados en los pinos.

—¿Todo? ¿Hasta cuando no le llevo por las mañanas el estado o como se llame ese papel que usted me exigió nada más llegar detallando la cantidad de armas, número de milicianos, movimientos del enemigo? Qué mal me cae esa tarea, compañero coronel.

—Casi todo, debí decir.

Resultaba extraño ver a Ojeda allí, sentado en una roca como en un cómodo sillón, riendo, relajado, en pleno frente de Pineda de Húmera.

Tenías estampada una sonrisa satisfecha cuando ordenaste a tus hombres ir a sus puestos de guardia o a dormir. Ellos te vieron volver sobre tus pasos y caminar junto a Ojeda por el campo. Y reaccionaron.

Había pasado una hora, o quizás más, el tiempo se evaporaba al calor de esa charla franca y sin tensiones, cuando los interrumpió el pequeño Corneta, que se había hecho inseparable de Mika en los últimos días.

—¿Qué haces sin gorro? —y se lo extendió torpemente—. Póntelo, que está helada la noche —el chaval miró hacia atrás, nervioso, y como recordando algo, Mika agregó—: Y… y ya es tarde. Debes irte a dormir.

A algunos metros de distancia, Mika percibió un grupo de milicianos. Evidentemente habían mandado a Corneta de emisario. Se calzó el gorro, se puso de pie, ahora vuelvo, murmuró a Ojeda, tomó de la mano a Corneta y se encaminó hacia donde estaban los hombres, que ya entraban a la cocina, disimulando. Tenía que tranquilizarlos:

—Estoy hablando con el comandante de algo muy importante para todos. En unos días vendrá el relevo y nos iremos a casa.

Las caras hoscas le mostraban que no era suficiente.

—Mañana podré dormir hasta tarde si no atacan —dijo—. No tendré que levantarme tempranísimo para ir hasta la casa del comandante porque estamos liquidando las cuestiones hoy.

Tampoco servía.

—Tú que no tienes nunca frío, Corneta, ¿me acompañas? Todavía me quedan asuntos que debo tratar con el compañero coronel. Lleva la manta.

Entonces se quedaron tranquilos.

Mika, Ojeda, y Corneta caminaban por el campo helado. Como a un invitado de honor, orgullosa, Mika lo paseaba por su terreno. El viento silbaba entre los pinos, la helada mordía la piel.

Corneta se apartó de Mika para correr hasta un fogón excavado profundamente repleto de brasas. Los campesinos sabían hacer fuego donde fuera. Un regalo en medio de la noche helada. Se sentaron a la orilla. El niño apoyó la cabeza sobre el regazo de Mika y se estiró.

Las voces sonaban extremadamente fuertes en el compacto silencio de la noche, las bajaron hasta el murmullo. Cuando Corneta se durmió, Mika le confió a Ojeda lo que había pasado con sus milicianos.

—Extraño vínculo —opinó Ojeda—. Actúan como si fueran su marido. O su padre. O sus hijos. Sin duda, este chavalín parece su hijo.

—Son mis hijos y también mi padre. Los protejo y me protegen. Se preocupan por lo poco que como y que duermo, encuentran milagroso que resista tanto o más que ellos las penalidades de la guerra —su mirada buscando en la noche las palabras esquivas—. Y de una manera más complicada y sutil, también son mi marido. Y yo, la mujer de todos. Puede parecer absurdo que yo tenga que dar explicaciones a los milicianos, pero hay tantas cosas absurdas en la guerra, ¿no cree?

—Por supuesto. Y si así logra que esos hombres rudos cumplan sus órdenes sin pestañear, no está mal.

—Me obedecen, cierto, pero porque quieren y porque… —Mika hizo una larga pausa como si tuviera que juntar coraje para animarse a decir— y porque me quieren. Me inventan a su gusto, pero me quieren. Y yo también los quiero.

Ojeda abrió la boca para decir algo que no dijo. Mika no dejó instalarse el incómodo silencio: esa noche haría rabiar un poco a sus hombres, porque iba a quedarse charlando con él.

Tanto temor que le había tenido con toda su ciencia militar, tanto respeto que le inspiraban sus canas, su pausada gravedad, y ahora ella estaba ahí, contándole de sus milicianos y de su querido Corneta: cómo había insistido en ir a la guerra, un niño aún, y tan valiente, cómo la acompañaba a todos lados, ella le prestaba su mosquetón y lo arropaba por las noches.

Ojeda le contó de la «Sanjuanada», la conspiración que organizó para derribar a Primo de Rivera, le habló de sus hijos y de su querida esposa, los echaba tanto de menos… Y Mika le habló de Berlín, cuando subió el nazismo; y pudo, después de quién sabe cuánto tiempo, pronunciar el nombre de Hippo, Hipólito Etchebéhère, su marido, y hasta contarle un par de anécdotas, una muy graciosa de cuando estaban en la Patagonia, y algo que Hippo pensó cuando estaba internado en el hospital de Oise, tan lúcido, y tan cierto hoy. Pero lo más extraño fue aquel momento en que Mika, contagiada de quién sabe qué oculta ternura del comandante, le describió minuciosamente el vestido color malva con amplio vuelo que Hippo le había comprado aquella tarde de mayo en París.

Fue tan agradable ese estar ahí hablando toda la noche, conjurando penumbras, perdonándose por unas horas esa mísera y esplendorosa vida de perros que se daban en el frente. Un amigo al fin el comandante, un amigo de siempre y para siempre, como son los amigos en la guerra.

Estaba clareando cuando Mika entró a la cocina con Corneta. Lo tapó con la manta y se acostó en su colchoneta. Esa mañana durmió profundamente. Los morterazos de rutina comenzaron por la tarde.

Roger Klein ha ido a ver al comandante a su refugio en el frente. Como han convenido, visitarán juntos las trincheras. No es habitual, pero a Ojeda le cae bien el periodista francés. Que para escribir su nota vaya a informarse allí, y no al afamado Quinto Regimiento, le despierta simpatía. Unos minutos han pasado, Ojeda le ha hecho un somero detalle del frente, cuando el estruendo los sobresalta.

Salen a la puerta y Ojeda sigue la dirección del sonido. Ojalá no sean más que escarceos del enemigo, una maniobra de hostigamiento, porque ni los hombres —la mayoría enfermos— ni las armas están en condiciones de repeler un ataque serio. Y el relevo no llega hasta mañana.

El enlace llevará la orden del comandante Ojeda a la capitana Etchebéhère: que mantengan el fuego nutrido mientras el enemigo no pare de tirar. Salud y coraje.

Pero con qué lo detendrán, se desespera Ojeda, con qué, ¿con la ametralladora que se encasquilla?, ¿con bombas caseras? Pocas horas atrás les ha enviado pólvora y cartuchos para los fusiles.

Un escándalo de sonidos estentóreos rompe la tarde, ¿cómo se las arreglan para producir tamaño ruido?, el comandante sonríe: Es un portento la capitana.

Un ladrido de obuses de mortero los sorprendió en la trinchera de evacuación. No fue necesario dar ninguna orden, los milicianos dieron marcha atrás. El atardecer ardió en rojos, azules, dorados y verdes. Los dinamiteros en línea, las bombas de mano preparadas, tirarían de a seis a la vez.

Voy con ellos, dijo Corneta, y salió corriendo, antes de que Mika pudiera abrir la boca.

Cuando recibió el mensaje del coronel, Mika ordenó fuego. Y fueron seis, que estallaron con intervalos de pocos segundos, y luego otras seis, y otras más. El Pinar crujió como una sola madera partida por un rayo. Con una honda, mandaron una tanda de bombas al mortero que les estaba tirando de cerca. La dinamita, en manos de los audaces milicianos, creó un impresionante potencial de fuego. La trinchera del enemigo se fue acallando hasta silenciarse. Pero doce hombres más habían muerto.

—Y que digan esos hijos de puta que somos traidores, cómplices de Franco, cuando los estamos echando con más cojones que nadie todos los días —dijo el Chuni.

—Ahora hay que seguir el combate, luego ahorcarlos a todos, me cago en la leche que les dieron —contestó Ramón.

Los milicianos se habían indignado esa mañana al leer las acusaciones de la prensa estalinista contra el POUM, no lo podían creer. La corta y eficaz batalla los había reanimado.

—Yo no quiero volver a Madrid —dijo el Chuni— para escuchar lo que esa gentuza dice de nosotros.

Yo tampoco, pensó Mika, pero calló.

—¿Por qué dicen que somos traidores? —preguntó Corneta.

Pediría que no les llevaran más que La batalla y La antorcha, los periódicos del socialismo y de la CNT. No quería que sus hombres se desmoralizaran con los agravios del PC.

Una bocanada de olores surtidos la envolvió con furor al entrar a la cocina. Tibieza de pan tostado, manteca rancia, y leños, encubriendo el hedor de esa guarida de fieras. Era la última noche allí, en esa cocina cuartel, plantada en medio del campo. La iba a extrañar. Se sacó las botas y acercó sus pies al fuego.

—El coronel Ojeda está fuera, con un extranjero —le dijo el Corneta—. ¿Sales o los hago pasar?

La cocina era la intimidad con sus milicianos, el coronel no tenía nada que hacer allí. Se calzó y salió.

—Le presento a Roger Klein, Capitana. Está escribiendo para un periódico francés sobre nuestra guerra.

El hombre alto, guapo, de mirada penetrante, le extendió la mano.

—¿Qué hacen los franceses del Frente Popular cruzados de brazos mirando la lucha del pueblo español? —atacó Mika—. ¿Por qué no mandan las armas para combatir contra el fascismo? Vienen a mirar la guerra como a una plaza de toros.

No era él quien había decidido no apoyar a los trabajadores españoles, le dijo el periodista con suavidad, y Mika supo que tenía razón, no era su culpa, nadie tiene la culpa del crimen que cometen las naciones llamadas democráticas con su no intervención, pero ya no podía detener esa catarata: ¿Qué quería? ¿Escribir una crónica pintoresca, probablemente apiadada, llena de buena voluntad, sobre el puñado de milicianos que habían pasado cuatro semanas en Pineda de Húmera, aguantando los morteros y las ametralladoras fascistas a fuerza de dinamita?

Roger Klein no pareció molestarse con su agresividad: sólo quería hablar con ella, escuchar lo que Mika quisiera contarle, entendía que ése no era el momento oportuno, por eso la invitó a cenar la noche siguiente, en Madrid, en el Hotel Gran Vía, donde él se alojaba, sería un honor. Lamentablemente, ironizó, él no podía conseguir que Francia e Inglaterra hicieran por la revolución española lo que hacían los fascistas europeos por los fascistas españoles, mucho le agradaría pero sólo podía ofrecerle escribir, lo mejor que le fuera posible, sobre la situación que vivían en el frente. Una charla amistosa, comida caliente, un buen vino.

—Tal vez —un gesto que no llegó a dibujar una sonrisa pero que ya había perdido la hostilidad inicial—. Tal vez, si después de bañarme y dormir tengo ganas de conversación, iré a tu hotel, alrededor de las nueve. Pero no es seguro.

Nada es seguro, pensó Mika a la mañana siguiente, cuando partían de Pineda de Húmera, ni siquiera que esa diezmada columna del POUM que tenía a su mando volviera al frente. Los felicitaron por su heroica labor. Corneta, muy firme, estirándose para parecer mayor, cuando los despidieron con La Internacional. Mika también estaba orgullosa.