22.Pineda de Húmera, diciembre de 1936

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Pineda de Húmera, diciembre de 1936

En Pineda de Húmera, la columna del POUM, a cargo de Mika, reemplaza a la de la CNT, absolutamente diezmada. A pocos metros, en el sanatorio de Bellavista, está el enemigo. Tan cerca que casi se puede escuchar cómo respira. El capitán que los instaló se lo dijo sin rodeos: Es corto el trecho, es peligroso, hay que vigilar día y noche. Y por primera vez están solos en el frente.

En Sigüenza, en Moncloa, había otras columnas en el mismo combate. Pero en el Pineda de Húmera, sólo los 125 milicianos del POUM. Y Mika.

¿Fue allí, en ese frente de enorme riesgo, Mika? Allí ya fuiste con las tres estrellas en tu abrigo. ¿Fue ese fuego nutrido a base de bombas de mano con el que echaron a los fascistas? ¿O el jarabe para la tos y aquel cante en las trincheras?

Una amplia cocina de campo con suelo de baldosas rojas, y un buen fuego en la chimenea es el nuevo hogar de la columna del POUM.

Acostada sobre una colchoneta, Mika se desprende el corpiño, y se lo quita por la manga del suéter, en una serie de complicados movimientos, disimulados bajo el largo capote que la cubre. Hasta lo más sencillo se ha vuelto difícil.

A su lado, alrededor, mezclando sus ronquidos, sus olores y sus desvelos, los hombres que no están de guardia en las trincheras. Y Corneta, que duerme a sus pies, sobre una manta de oveja. Buenas noches, le dijo antes de acostarse, y le dio un beso, con toda naturalidad, como si estuviera en su casa, con su madre, y no en una cocina-cuartel, en medio de la guerra.

Al día siguiente, bien temprano Mika irá a esa pequeña casa de campo, donde se aloja el jefe del sector, el comandante Ojeda, a recibir indicaciones y órdenes. Y a pedir capotes, guantes, y comida caliente. Y granadas, ametralladoras. No imagina cómo enfrentarse a un ejército con lo que vio en el polvorín, compañero coronel.

El coronel Juan Ojeda, comandante de la zona de Pineda de Húmera, y el periodista francés, Roger Klein, se han reunido esta noche en la casa de campaña del coronel Augusto Ramírez, cercana a La Moncloa.

Violetas en un florero, un buen Rioja y un aroma prometedor de delicias. Tomillo, albahaca y el cochinillo en su punto exacto. Es que en esa casa, contra las costumbres de la guerra, hay una mujer, Ethelvina. Es joven, guapísima, una sonrisa espléndida, guisa de maravillas, y rezuma amor por su compañero. A Ojeda, sin embargo, no le agrada la moza, no sabe bien por qué, pero ahora mismo, cuando él está hablando, entusiasmado, de la capitana Mika Etchebéhère, sorprende en su rostro una leve crispación, el disgusto que debe producirle —sospecha— que tres hombres, en su despampanante presencia, se interesen por otra mujer. Aunque de ésta tan peculiar se trate.

Juan Ojeda ya había escuchado hablar de la capitana Etchebéhère al general Ortega, responsable de Moncloa, pero ahora que la ve todos los días en el frente, puede afirmarles que esa mujer no deja de sorprenderlo. Gratamente. Admira en especial su sentido del orden, Ojeda se detiene un instante para enfatizar: del genuino orden de las cosas, le asombra su sentido de la guerra.

—¿Su sentido de la guerra? —se interesa el periodista francés.

Sí, de la guerra. Aunque, como ella misma le confesó, de táctica y estrategia militar todo lo ignora. «Las cotas son un misterio indescifrable para mí», le dijo frente al gran mapa del Estado Mayor que está clavado en la pared de su oficina.

Ojeda se rió, Mika también, y esa risa aflojó la tensión.

—Cuando digo su sentido de la guerra, hablo de la de este lado, la nuestra, que poco tiene de militar, aunque estemos nosotros, militares de carrera. Estamos luchando como guerrilleros, sin la pasión de los primeros días, cansados y desalentados por un combate desigual. Y la capitana Etchebéhère es un fenómeno, nadie como ella para sostener la moral de los milicianos, para mantener vivo el ideal revolucionario. Llevan doce días resistiendo con uñas y dientes, muchos de ellos están enfermos, pero no quieren volver a Madrid. Es la Capitana quien los alienta, los cuida, pero ¡si hasta les da jarabe para la tos!

Primero se te ocurrió mezclar miel a ese aguardiente de mala calidad que les había regalado el tendero; cuando viste cuánto mejoraban, encargaste a los delegados que compraran varios frascos de jarabe, aunque la mejoría dependía menos del líquido que les administraras que de esa ternura a contrapelo entre el silbido de las balas, ese pequeño gran gesto que tanto necesitaban. Y Corneta allí, acompañándote.

Todos se ríen cuando Ojeda les cuenta que la capitana Etchebéhère va a las trincheras con una cuchara y jarabe, y como a los niños: Abre la boca, compañero.

Qué gracioso, la risa de Ethelvina se alza, cristalina, pero en sus ojos una contrariedad encendida la desmiente. ¿Un pastel, un licor?, ofrece, se pone de pie y su movimiento, su cuerpo atrevido, exigen toda la atención de los hombres.

¿Por qué le cae tan mal? Tomás Oleido, un camarada de armas, a quien Ojeda le confió su antipatía por Ethelvina cuando salieron de su casa la otra noche, le había preguntado, irónico, si no tendría envidia de Ramírez. No, de ningún modo, tampoco le importa que no sea la verdadera esposa del coronel Ramírez, que está en Valencia, allá cada cual con su vida.

Tal vez porque a Ojeda no se le ocurriría estar con mujer alguna en el frente (la suya está en su casa, con los hijos, muy lejos de la batalla), le parece que Ramírez no debería estar con su amante en un puesto de mando. Aunque tampoco es eso, si le pareciera tan mal no habría aceptado la primera invitación, es algo de Ethelvina que le produce rechazo. Desconfianza. Por eso, antes de encarar ciertos asuntos delicados de la guerra, le pide por favor, señora, si sería tan amable de dejarlos a solas.

A Ramírez no le agrada su pedido, es evidente, pero no puede negarse. No es necesario que se lo explique, Ethelvina lo ha comprendido y se despide de Ramírez con un largo beso en la boca. Ojeda sospecha que el gesto se dirige más a él y al periodista francés que a su hombre. Una manera retorcida de provocar.

Juan Ojeda lo vio, Mika. Aún antes de coincidir en la casa de Ramírez con Ruvin Andrelevicius, Andrei Kozlov, como se hacía llamar en España, él desconfió de esa mujer. Pero no podía sospechar ni de lejos lo que iba a suceder. Y si esa noche —y otras— habló tanto y tan bien de la Capitana, delante de Ethelvina, no fue sólo por el gusto que a él le producía, sino porque percibió que a ella la irritaba. Pero se cuidó mucho de decir nada inconveniente.

Ya había sucedido lo del gran griterío de los milicianos, y no lo quiso comentar delante de Ethelvina. Podía considerarse una falta de disciplina, una imprudencia. Sin embargo, más tarde, en un café donde continuaron la charla y las copas, se lo contó, entre risas, al periodista Roger Klein.

Por las palabras del comandante Juan Ojeda te conoció Roger Klein. ¿Cómo no impresionarse con la mujer que organizó un coro hablado en el frente? Pero tendría que correr mucha agua bajo el puente antes de que pudiera proponerte lo que te propuso aquel día, cuando ingresaste en la residencia para mayores de Alésia. Cómo se rieron.

Lo de los insultos comenzó desde el primer día. Quién sabe por qué lo hacían los fascistas, para descargar tensiones, para entrar en calor, para encontrar alguna razón a su empeño que quizás no tenían.

—Eh, rusos, contestad en ruso si todavía no habéis aprendido el español, hijos de puta.

Mika les pidió que no respondieran. Era una manera de provocarlos para estudiar sus posiciones, no había que caer en la trampa. Pero los fascistas estaban muy cerca, demasiado, y habían matado ya once milicianos y herido unos cuantos, cómo aguantar:

—A ver si tienen cojones como los hombres, o son todos maricas, que no se atreven a contestar cuando los insultan.

La trinchera fangosa, la helada, la perspectiva de un combate desparejo. Y los insultos. Responderían, de acuerdo, pero a su modo, ellos no eran como los fascistas, compañeros, les daremos una lección.

Mika propuso a sus hombres un coro hablado, como los que había escuchado en Berlín, en aquellas gigantescas manifestaciones del partido comunista, antes del ascenso de Hitler. El plan era atractivo: elegirían algunas frases para decir a los fascistas, las voces se alzarían juntas para luego dar lugar a las coplas de los tres mineros que cantaban muy bien.

Hubo calor, entusiasmo y hasta risas en la cocina que les servía de cuartel la noche que planearon qué decirles a los rebeldes.

—Traidores, son obreros y están con los explotadores.

—No, traidores no, mejor sería: engañados por oficiales traidores.

—Infelices.

—Qué tanta mariconería de infelices, engañados, les diremos: cabrones, hijos de mala madre, me cago en tus muertos.

Entre las palabrotas en las que se solazaban, tú perdona, mujer, surgieron algunas ideas, Mika apoyó la de los moros, sí, muy bien decirles que sus coroneles cristianos han traído a los moros a España para aplastar al pueblo español, los hará reflexionar.

Fue difícil llegar a un discurso definitivo, que tal palabra, que tal otra, cómo recordarlas en la trinchera, a mí se me olvidarán, tampoco importa si cambiamos algo, dijo Deolindo, lo que hace falta es chillar todos juntos. ¿Cómo pudo ocurrírsele a Mika que más de cien hombres iban a decir las mismas palabras a la vez? Eran españoles no alemanes.

En 1933, los cientos de miles disciplinados militantes del PC alemán no pudieron impedir que Hitler subiera al poder, en España la desorganización de las distintas agrupaciones corrió como un incendio y enfrentó al fascismo. Que dijeran lo que les saliera de los cojones, como dijo Deolindo.

Algo se escuchó, algo debió entenderse, en medio de ese clamor estrepitoso en el que desembocó el coro hablado, porque uno de esos cuatro hombres que, a la mañana siguiente, desertaron de los franquistas para unirse a su columna le dijo a Mika que lo que dijeron de los moros en el coro le había pegado en el pecho, como una bala.

Lo que no pudo prever fue lo que sucedió después del coro, cuando los milicianos comenzaron a barrer los últimos insultos con la copla Ay, Maricruz, Maricruz, maravilla de mujé, y los de enfrente recogieron el estribillo. Una confraternización no deseada, perturbadora e inevitable.

Como si esa copla que los acompañaba desde el principio de la guerra, Maricruz, Maricruz tejiera un manto que los uniera ineludible y dolorosamente, como habrían de convivir los próximos cuarenta años. No sabías cómo reaccionar, qué debías hacer.

Estaba callada, escuchándolos cantar, cuando llegó el mensajero: que se presentara inmediatamente ante el comandante Ojeda. No le extrañó, los gritos habrían llegado a sus oídos. Por suerte los decibelios de las coplas habían bajado, y Ojeda no estaría escuchando esa Maricruz, maravilla de mujé, en improvisado coro de rebeldes y republicanos.

No era la primera vez que Mika le dejaba ver a Ojeda su peculiar sentido de la disciplina. Él estaba en lo cierto: no había pedido autorización al comandante para realizar aquel coro hablado dirigido a los fascistas porque no estaba segura de obtenerla.

—¿Por eso no la solicitó, capitana? —le preguntó Ojeda en un denodado esfuerzo por controlarse, por no gritarle, como probablemente se merecía—. ¿Porque pensaba que era difícil que yo aprobara su… original e imprudente plan?

—Lo siento, compañero coronel —Mika lo llamaba así, le parecía ridículo, pero no iba a decirle «mi coronel»—. Es que los milicianos están muy cansados, poco abrigados con una helada que lastima, no comen ni duermen lo suficiente. Pensé que merecían darse una satisfacción. Contestar a los insultos de los fascistas fue un alivio para ellos.

Tampoco Mika había planeado ese griterío feroz. Desembocó en eso, se fue dando y ella no pudo —ni quiso— evitarlo.

Lo que fuera que sintió Ojeda con el plan del coro hablado fue mitigado por la presencia de los franquistas que se habían pasado a su columna. Mika los condujo ante Ojeda, que no ocultó su satisfacción. ¿Y los ha interrogado, capitana?

—No, compañero coronel, ni he permitido que nadie los interrogue.

Mika se retiró sin darle oportunidad de que le diga si es o no lo correcto hacer preguntas a quienes se pasan de bando, que las haga él si le parece lo adecuado, a ella no.