21
París, 1933
Están desolados por lo que vienen de vivir en Berlín, lo que no impide esa alegría simple, sin recovecos, que la asalta en cualquier esquina, en el Petit Pont, en el café de la Mairie, al morder una baguette recién horneada, con los aromas y los sonidos del mercado de la Rue de Seine. Mika se ha reencontrado con París como con un viejo amor, se apoya en sus puentes, sus calles y sus gentes para encontrar el ánimo y la calma que a Hippo parece faltarle. Está muy abatido.
Desde que llegaron, todo se da bien: Mika tiene dos alumnos y perspectivas de otros, el tiempo es amable; sus amigos, maravillosos. No tuvieron nada que buscar, Alfred y Marguerite Rosmer les habían conseguido un apartamento de dos piezas a un alquiler moderado, en la Rue Gay-Lussac, muy cerca de donde vivían antes. Pudieron mudarse en seguida. Y una compañera de Amis du Monde, que deja París, les vendió por unos pocos francos todo lo que tenía en su casa: una mesa, bancos, un sillón desvencijado que es la gloria para leer, estanterías, un perchero antiguo, y hasta cacerolas y una coqueta vajilla.
Cuando se fueron a Berlín, ellos se desprendieron de lo que tenían en la buhardilla, el plan era no volver a París, pero la buena de Françoise, la portera de la Rue des Feuillantines, a quien le dejaron lo que no alcanzaron a ubicar, guardó la estufa en uno de las sótanos desocupados del edificio, le hacía gracia que la llamaran Mefisto, como si fuera un ser vivo, un animalito, para tirarlo siempre hay tiempo, se dijo Françoise, y ahora pudieron recuperarlo. Los Baustin lo fueron a buscar con su automóvil, y esta noche Mefisto arde, satisfecho, en su nuevo hogar. Mika ha aprovechado un fresco ocasional con el que se anuncia el otoño para alimentarlo.
—Mirá qué bueno nuestro Mefisto, cómo agradece el carboncito —le dice a Hippo, que está reconcentrado, en silencio—. ¿Te cebo un mate?
—Dale.
El mate llega con una larga caricia.
—No te puedo ver así, tan caído. Sin horizonte —lo encara Mika.
Hace días que piensa cómo decírselo para no hacerle daño, ahora las palabras se encadenan unas a otras, suaves y enérgicas, amorosas y exigentes. Mika habla largo rato, Hippo la escucha con atención.
—¿Con quién voy a compartir nuestro proyecto? ¿De quién voy a aprender yo si bajas los brazos?
Hippo no los baja, los enreda sobre el cuerpo de Mika, la abraza fuerte, la estruja, la exprime, la lame para beberse esa energía fantástica, ese ánimo que ella no pierde nunca. Tiene razón, chérie, hace bien en sacudirlo de ese letargo depresivo en el que está sumido. Cómo va a amarlo si él se abandona al desasosiego, si va por ahí rumiando su veneno, perdido, sin pasar a la acción. Para amarse es necesario admirarse mutuamente, como él admira el temple con que Mika encara el infortunio, la mirada al futuro. Y ella: que siga hablándole, pero no tan lejos. Se acerca a él, se pega a su cuerpo: lo va a escuchar mejor si la toca.
Hippo la conduce de la mano hasta la habitación, se sientan en el borde de la cama, como si tuvieran que acordar antes las cláusulas de un nuevo contrato, su voz grave y pausada: Estoy persuadido de que hay que hacer un esfuerzo personal constante por crecer, por superarse día a día, por alimentar el espíritu, por enriquecerlo. Y si el otro se descuida, hay que mostrárselo, hay que exigirle, porque l’amour, como dice Balzac, porte le sceau des caractères.
Más que una bonita frase, una gran verdad, Mika así lo cree: Hippo la ha forjado, se han dibujado el uno al otro durante años. Y se extiende sobre la cama, brazos abiertos, en una muda invitación a zambullirse en ella que él acepta, conmovido.
Esa misma noche, más tarde, después de la omelette y la ensalada fresca (el amor les dio un hambre de lobos), hacen el primer bosquejo del libro que escribirán sobre la tragedia del proletariado en Alemania.
El viernes se reunirán con André Ferrat, el camarada del Partido Comunista Francés que conocieron en la casa de los Rosmer. Es atractiva su idea de constituir un grupo en torno a una revista. El hecho de que André, siendo redactor en jefe de L‘Humanité, promueva una publicación fuera del partido, clandestina —no puede ser de otra manera—, habla a las claras de su coraje. Y de la necesidad de abrir el debate, con lo que ha pasado en Alemania, Hippo, ningún comunista serio puede aceptar sin chistar los postulados de la Internacional Comunista.
Qué distinto se ve todo ahora que hay una ruta, un proyecto, ahora que el amor lo ha encauzado, gracias, Mikusha, le dice Hippo antes del beso de las buenas noches.
Nos pusimos seriamente a trabajar el libro sobre nuestra experiencia en Berlín. Siguiendo nuestras notas, conversando, reflexionando, preparamos un índice que sirvió de guía. Mientras yo daba mis lecciones particulares de español para llenar el puchero, Hippo escribía. Bajo el seudónimo de Juan Rústico publicó dos artículos en la revista Masses, que dirigía René Lefeuvre, en el otoño de 1933. Fue lo primero que se editó en Francia, después del ascenso del nacionalsocialismo en Alemania, y tuvo una gran repercusión.
Por aquella época comenzaron las reuniones con quienes habríamos de constituir el grupo Que Faire, un interesante proyecto que buscaba unificar la oposición en torno a una revista, donde se expresaran comunistas, miembros del partido o no, incluso con posturas diferentes.
En el PC no había lugar a la disensión, bajo pena de fuertes medidas disciplinarias y expulsiones. Que Faire se planteaba como una vía para transmitir opiniones, análisis, críticas, y reencauzar al partido en los principios del marxismo-leninismo. Aunque varios de nosotros —yo misma— no lo creíamos posible, con lo que a esa altura conocíamos del estalinismo, era útil para acercarse a los camaradas de base, como sostenía Jeanne Ferrat, la mujer de André, que aún era miembro del PCF. Que Faire también reunía camaradas que se habían apartado primero del PC y luego de Trotski, como Pierre Rimbert.
Casi todos estuvieron de acuerdo, firmarían sus artículos con seudónimo. No era cuestión de no querer dar la cara, era mera prudencia. Daría más libertad a la hora de escribir.
André Ferrat eligió el nombre de Marcel Bréval; el polaco Grigory Kagan, uno de los delegados de la IC, era Pierre Lenoir; Hippolyte Etchebéhère, Juan Rústico.
En los primeros tiempos, Hippo y André se hicieron cargo de la dirección, Kurt Landau, ya instalado en París, establecía la alianza con los grupos alemanes y austríacos, y Grigory Kagan, con los grupos de oposición polacos.
Katia y Kurt, André y Jeanne, Pierre Rimbert, Charles Biron, Georgette Curat, Hippo y yo, el círculo se abría, los colaboradores se sumaban. Las reuniones se prolongaban en nuestro apartamento de la Rue Gay-Lussac, hasta altas horas de la noche.
Era un momento muy especial. En París coincidían los exiliados del nazismo: polacos, austríacos, alemanes, con revolucionarios internacionalistas de distintos orígenes: españoles, suizos, ingleses, norteamericanos, algún suramericano. Persuadidos de que la clase obrera comunista internacional, después de la derrota en Alemania, estaba más dispuesta a escuchar a los oposicionistas de izquierda, no ahorrábamos esfuerzos en el debate para lograr la unidad.
Y no nos equivocábamos, Que Faire se convirtió con los años en una de las revistas más prestigiosas, mejor consideradas, del movimiento francés.
El desánimo de Hippo fue cediendo en la medida en que se involucraba en la acción revolucionaria.
Las reuniones, las lecturas, los contactos con otras organizaciones, los escritos que preparaba para Que Faire. Y una nueva actividad que lo obsesionaba y le divertía al mismo tiempo, y en la que llegó, como en todo, a la excelencia.
Con la suela de goma de mi zapato y una serie de ingeniosas herramientas fabricadas por él, hacía pasaportes falsos para los compañeros exiliados. Con sus firmas, sus sellos, todo en regla, impecables.
Los camaradas llegaron a las tres de la tarde, Hippolyte pensó que terminaría a las seis, pero llegó Grzegoz y les contó que había conseguido trabajo con los flamantes documentos, hechos por él, un alegrón, se les fue el tiempo con anécdotas y risas, y apenas si habían discutido los primeros puntos del informe que deben enviar a Polonia. Cuando Mika llegó, a las siete, ya era una humareda. Atravesó el salón con rapidez, y abrió las dos ventanas, sacó la cabeza afuera, como si sólo así pudiera respirar y en voz baja, que no lograba ocultar el enojo:
—Te hace mal, Hippo, muy mal, tus pulmones lo absorben. Pídeles que no fumen en casa.
—Es que no me doy cuenta, no me molesta.
Como si no lo escuchara, Mika ganó en dos pasos la puerta de calle y la abrió de par en par. Y la ventana de la habitación, y la pequeña del baño. Sólo entonces le dio un beso y saludó a los camaradas: Buenas tardes.
¿No quería ayudarlos?, le propuso Hippo, aunque Mika debía estar cansada… toda la tarde trabajando.
—Dame unos minutos para asearme y voy.
—Ah, Mika —le dijo al oído—. Y habrá que preparar algo, no vamos a dejar marchar a los polacos sin un plato, hambrientos como están. Se han comido todo el pan que teníamos.
Eran seis para cenar, habría que ingeniárselas. Él propuso salir a comprar algo, pero Mika no se lo permitió: Hace mucho frío. Ella venía de la calle, le daba lo mismo volver a salir. Hirvieron papas en cantidad, las mezclaron con una lata de salmón japonés, y cubrieron todo con una mayonesa que preparó Mika. Un plato abundante y barato.
Él les pidió que salieran a fumar al pasillo —sin mucha explicación, no le gusta hablar de su enfermedad—, pero en el furor de la discusión los muchachos se olvidaron y él también, quién sabe cuántos cigarrillos habían encendido, muchos seguramente, cuando Mika, harta, reaccionó:
—No quiero que se fume en esta casa, ¿está claro, camaradas, o tengo que decirlo en voz aún más alta?
Se levantó y se encerró en el cuarto.
Nadie dijo nada, siguieron trabajando. Sin fumar.
Los camaradas ya se han retirado, Hippo entra al cuarto y ve a Mika en la cama, profundamente dormida. Agotada. Un ramalazo de ternura lo azota. No sólo sus pulmones debe cuidar, también el amor. Y no lo está haciendo. Mañana le comprará flores en el mercado, la invitará a dar un largo paseo, o a visitar el Louvre.
Hippo no se cuidaba, y yo no supe —o no pude— poner freno a los excesos. En el invierno del 34 fue internado por primera vez en el hospital de Cochin. No más de una semana, pero una clara advertencia de que un cambio de vida era imprescindible. Unos días en casa, acostado, otros en Perigny, donde adquirió un leve tinte rosado en sus mejillas, algún comentario optimista del médico, y ya se dio por curado: reuniones hasta cualquier hora, estudios, escritos, visitas a los trabajadores que hacían huelga.
No se había restablecido del todo cuando estalló en Asturias el movimiento revolucionario de los mineros y, sin pensarlo dos veces, decidimos marcharnos a España.
El proyecto de Que Faire estaba avanzado, la revista pronto vería la luz, y nosotros queríamos estar donde había lucha. De su salud ni hablamos. Mientras se preparaban nuestros pasaportes, seguíamos paso a paso las noticias que llegaban desde España. La sangrienta represión desatada contra los mineros frenó nuestros planes. Como una manera de acompañar, Hippo escribió un largo artículo sobre los acontecimientos de Asturias, que lamentablemente desapareció en Barcelona cuando los estalinistas saquearon la sede del POUM, en 1937.
Fue un invierno helado el del 34-35. Yo salía temprano para dar mis cursos de español, casi siempre hombres que querían aprender el idioma en el menor tiempo posible para hacer negocios en España y en Suramérica. Prefería que las reuniones de los camaradas fueran en casa, para que Hippo se expusiera menos a los rigores del clima. No siempre era así, ni tampoco bastaba. Su salud requería una alimentación equilibrada y regular, más horas de descanso, una vida sin carencias ni sobresaltos de ninguna suerte. No la vida que llevábamos, la que yo permití, hasta aquella siniestra tarde de abril de 1935.
Mika camina por la Rue du Bac. La tibieza del sol de abril la reconforta, el buen tiempo ayudará. Una clase más a los niños Roussel y vuelta a casa. Que pase rápido. Necesita saber si a Hippo la fiebre no le ha vuelto a subir. Todavía puede sentir en la yema de los dedos su piel, ardiendo y sudorosa. Esa catarata de toses que la despertó en medio de la noche se había apaciguado a la mañana, la fiebre había cedido.
—Estoy bien, Mika, dormiré, no es necesario que te quedes.
Ella aceptó a regañadientes, necesitan el dinero, pero no pudo dejar de sentir ese globo de angustia dando vueltas por el cuerpo.
Por fin termina la clase. Los pasos rápidos, el portal, ay, cuántos escalones hasta la sexta planta, un ruido sordo, un derramarse de toses que alcanza a Mika en la escalera, rápido. La llave girando, la puerta que se abre, y ante sus ojos, la figura de Hippo partida sobre sí misma, la cabeza inclinada sobre una palangana, sangre.
Tuberculosis, dijo el médico del hospital, ante la placa de los pulmones de Hippo. No era la primera vez que escuchaba esa palabra, ya en Buenos Aires y por eso fueron a la Patagonia, también el año pasado, cuando estuvo internado en Cochin, pero ahora no es una amenaza, algo que puede llegar a pasarle si no se cuida, eso está allí, en su pulmón izquierdo, apareció en las placas.
Y por suerte se ha revelado, la consoló Hippo, así puede hacer frente a la cura, un tiempito internado y quedará como nuevo.
Mika no podía articular palabra, quedó en tinieblas, él tuvo que insistir: que no se aflija, por favor, mi dulce —algo en su voz se rasgó—, se curará, le promete que se curará.
Mika lo abrazó fuerte, no podía dejarse ganar por la desesperación, no lo iba a ayudar de ese modo. Era egoísta abandonarse a la angustia. Ellos son una malla tejida por dos hilos, si el de ella se deshebra, de dónde sacará fuerzas Hippo para reponerse. Claro que te curarás, mon chéri.
Pero en el sanatorio para tuberculosos, no a su lado.
El médico lo pintó como si fuera la gloria: en alto, aire puro, árboles, buena comida, controles y cuidados constantes, descanso, lejos de la contaminación de París. ¡Y lejos de ella! Entre cuatro y ocho meses, dijo como si nada.
¿Cómo sobrevivirá Mika sin Hyppo todo ese tiempo? ¿Y él sin ella? No podrán soportarlo. Pero en el sanatorio le darán la comida y los cuidados que Mika no puede ofrecerle.
—¿Y biblioteca? —preguntó Mika al médico y le guiñó el ojo a Hippo—. ¿Tiene libros el sanatorio?
—Claro que tiene.
Muy gentil el doctor, pero que supiera —se lo dijo con toda claridad— que era la última vez que hablaba con ella, lo hizo como una excepción, pero hay normas, y hay que cumplirlas, en el sanatorio Mika no podrá pedir los estados médicos, ella no es la esposa de Etchebéhère.
Ya se lo había dicho el doctor Chevanson que lo atendió en Cochin.
Marguerite, Katia y Mika pasean por el parque de Perigny, una buena excusa para conversar a solas.
Por supuesto que el compromiso entre Hippolyte y Mika no necesita ser firmado ante nadie, y que el matrimonio es una costumbre pequeñoburguesa, pero no es una prioridad de la revolución acabar con esta costumbre. Los Rosmer están casados, se evitan complicaciones. Hasta Trotski está casado con Natalia, y se ríen.
—Es una manera legal de usar el apellido del marido —dice Marguerite.
¿Y es Marguerite quien se lo dice? Ella no es Marguerite Rosmer, usaron toda la vida el seudónimo con que Alfred firmó sus artículos en la revista Vie Ouvrière, desde 1913, el verdadero nombre es Alfred Griot. Risas. Y Katia Landau en verdad se llama Julia Lipschutz. Más risas.
El rostro de Katia se ensombrece:
—Tenerlo en los documentos. Llamarse Etchebéhère —dice en voz baja y no se atreve a ir más allá—. Hoy.
Aunque Mika entiende lo que insinúa, también ellos son judíos, prefiere tomar por otro camino.
Llevar el apellido de Hippo le gusta, le explica a sus amigas, de hecho lo usa, pero no que la obliguen a hacer lo que ellos no decidieron. Si no le evitó esas lágrimas amargas a su madre cuando le pidió que se casaran si convivían, por qué conceder ahora a seres grises que nada le importan.
—Si Hippolyte se agrava, ¿qué vas a hacer? —le advierte Marguerite—. Sólo a la esposa le permiten entrar si está en cuidados intensivos.
—He visto un sombrero precioso ayer —dice Katia, Mika la mira desconcertada—. Para la boda.
Y otra vez las risas, las amigas dando ligereza y buen humor, sosteniéndola.
Más allá del aspecto práctico de la decisión en estas circunstancias históricas y personales, ese miedo oscuro, ese vacío de vértigo, le cruza una y otra vez, si acaso él… si Hippo… ella quiere llevar siempre su nombre.
Hicieron los trámites en pocos días. La situación no admitía demoras.
El 7 de mayo de 1935, a las doce y media, Hippolyte Etchebéhère y Michèle Feldman se casaron en la Mairie del VI arrondissement. Los acompañaron Kurt y Katia Landau y Alfred y Marguerite Rosmer.
Era sólo un trámite, pero Mika se puso el sombrero que le regaló Katia y un vestido estampado con flores. Hippolyte, un traje beige que le bailaba, y una corbata rayada.
A la salida, fueron al café de la Mairie. Él no podía beber, pero pidieron un Sancerre para brindar con los amigos. Hippo alzó la copa:
—Por Mika, que al fin se decidió. Yo la pedí en matrimonio en septiembre de 1920 —las risas se desataron, y él hizo un gesto para que se callaran—. Se tomó quince años para aceptarme como marido.
—Por Hippo —alzó la copa Mika—, a quien le declaré mi amor hace quince años. Lo que él no cuenta es que fui yo quien dio el primer paso.
—Por los dos —brindó Alfred Rosmer, y todos levantaron sus copas.
Mañana, bien temprano, partirán para el sanatorio de Labruyère.
¿Cómo dormir esa noche con la perspectiva de separarse por meses? Y ojalá que sea por meses y no… algo helado reptando por su columna: Te voy a extrañar tanto, mi amor —un esfuerzo por no quebrarse, arriba, arriba—, pero quiero que te vayas ahora, que te cures. Las manos incansables, como si recorriéndose una y otra vea pudieran llevarse puesta la piel del otro, su temperatura.
—Tranquila, Mikusha, volveré. Espérame con tu cariño, y reharemos el mundo.