20.Madrid-Pineda de Húmera, noviembre de 1936

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Madrid-Pineda de Húmera, noviembre de 1936

Por fin, camino al frente, Mika descansarádel crispado descanso de Madrid en la nueva trinchera. No más discusiones sobre cómo situarse en este nuevo escenario político, donde vuelven a usarse los grados del ejército regular y ya se escucha la consigna de mando único. Los sindicatos y partidos siguen conservando el control de sus columnas, pero ¿por cuánto tiempo?

La ansiada y temida ayuda soviética ya está ahí. El 28 de octubre de 1936, tres largos meses después de la llegada de los aviones italianos y alemanes para apoyar a los rebeldes, llegaron a España los primeros tanques soviéticos; el 11 de noviembre, los aviones soviéticos cruzaron el cielo de Madrid, y con ellos, un sólido equipo de consejeros soviéticos, militares y económicos, y agentes de la GPU, la policía política soviética. Lo que anunciaron los camaradas en la reunión de Perigny, que Mika no quiso escuchar, ya se está cumpliendo. La campaña contra el POUM se ha desatado, un zumbido creciente de injurias envenena el aire.

Mika ya no quiere hablar después de esa reunión en el cuartel en la que perdió los estribos: que las tan ansiadas armas y los técnicos, muy bien, que las Brigadas Internacionales, perfecto, pero los soviéticos acabarán por imponer su ley, que es la de Stalin. Había pasado horas escuchando a sus camaradas del POUM, y estaba muy cargada. Y que la responsabilidad del Gobierno de la República, que la del PC, y que si el POUM pierde autonomía…

—Calla —le gritó Valerio—. Todo eso es cierto, pero te equivocas al decirlo, desmoralizas a los milicianos. ¿De qué sirve? La guerra hay que ganarla, y los internacionales pueden ayudarnos. A mí, mientras me quede un latido de corazón, seguiré combatiendo.

—Tienes razón, Valerio, me he exaltado.

Mika le pidió al comandante que hablara él, que conoce mejor la historia, con los milicianos. Al fin Mika sólo entró a combatir con el POUM, porque es la organización que más afinidad tiene con el grupo de oposición Que Faire al que pertenecían en París, porque allí estaban las armas, porque una columna motorizada…

Y es evocar ese momento y una tempestad desatándose en su cuerpo, un dolor agudo, penetrante, vidrios rotos en su garganta, algo que se aprieta, sin piedad, en sus entrañas. No puede permitírselo, no ahora, que va al frente.

La otra noche, en Madrid, cuando, huyendo del patético espectáculo de los refugiados en el metro, Mika salió a la calle y caminó sin rumbo fijo, sin darse cuenta, fue a parar a la puerta de su casa. Su casa, aunque apenas había podido vivir allí unos días, tantas ilusiones puestas en ese proyecto que compartieron con Vicente y Marie-Louise… ¿Cuántos siglos hacía desde que salió de ese piso aquella tarde de calor? Apenas unos meses.

Mika se clavó frente a la puerta, sin atinar a nada, ni a llamar ni a seguir su camino. Vicente Latorre estaba en el frente de Lérida, le habían dicho, pero ¿sería posible que su querida amiga Marie-Louise y su pequeño Jacques aún estuvieran ahí? No lo creía, seguramente habían huido a Francia.

En ese piso estarían sus libros, sus cuadernos, su manta de la Patagonia, aquel vestido color malva que le regaló Hippo, las cartas, aquélla en que le decía que… Como si un obús hubiera estallado en medio de la calle Meléndez Valdés, Mika corrió hasta la esquina, giró y bajó la cuesta a toda velocidad por una calle estrecha, una plaza, árboles, más calles. Uno a uno iban desatándose esos nudos firmes, añosos como los de los castaños del Val-de-Grâce, que se habían formado en su cuerpo, las lágrimas comenzaron a resbalar por sus mejillas, lo que empezó como un sollozo furtivo, apretado, fue ganando espesor, fuerza, a medida que corría desesperadamente en la noche oscura de Madrid.

Una explosión lejana y el resplandor que iluminó el cielo por el oeste detuvieron esa huida extraviada. Mika aminoró la marcha, intentó relajarse.

Cuando llegó al cuartel de la calle Serrano, ya había recuperado la compostura, pero esquivó la mirada de los milicianos que la esperaban despiertos. Las huellas del llanto en su rostro podían delatarla.

Ya lo sabía, pero esa noche tuvo la seguridad: la retaguardia le hacía mal, la debilitaba.

Esas inevitables y tantas veces estériles discusiones políticas; esa gente deambulando de un lado a otro por las calles de la ciudad, buscando refugio; los niños que ya distinguen los sonidos de los aviones que pueden matarlos; las estaciones de metro, esas siniestras cuevas, trincheras sin cielo, donde se funden en un solo miedo las más diversas personas.

Y los recuerdos que pueden asaltarla a la vuelta de la esquina, esa vida que fue, que pudo haber sido y ya no.

No quiere ni pensar, todo lo que está fuera de esa guerra le es hostil, doloroso. En el frente hay que vivir al día, no hay tiempo para reflexiones, le escribió a Katia ayer.

Qué alegría la carta de Katia que le trajo Juan Andrade desde Barcelona. Están muy animados, el desarrollo revolucionario de España dará un fuerte empuje a la orientación del movimiento obrero internacional, le escribe, lo están viviendo día a día, militantes de diversas organizaciones, socialistas y comunistas de todo el mundo quieren incorporarse a las milicias. Barcelona se ha convertido en el nuevo centro donde los revolucionarios se dan cita. El POUM no tiene tiempo ni quiere tomar parte en discusiones ni intrigas de los grupos y ha nombrado a Kurt coordinador y consejero político para limar sus diferencias y sumar fuerzas. Lo que Landau viene soñando hace años, un nuevo Zimmerwald, lo ve posible ahora en España. Está redactando las bases programáticas para una conferencia en Barcelona a la que asistirán delegados de todo el mundo.

Qué bueno sentir a sus amigos tan ilusionados con el futuro, en medio de esta guerra tan desigual, y esa otra amenaza, sórdida, la del estalinismo, que se cierne sobre el POUM.

En Madrid, Mika se ha dejado dominar por la inquietud que le transmitieron los camaradas del POUM, pero ahora, camino al frente, lo único que le importa es ganar esta batalla.

Mira a Corneta, delante de ella y se enternece. Catorce años, un niño. Mika quiso prohibirle a toda costa que viniera, pero no pudo impedirlo. Mataron a sus hermanos y él quiere luchar… o acompañarlos, si no le dan un fusil, para algo puede servir. Como si supiera lo que Mika está pensando, el niño gira la cabeza y le sonríe. Que no lo maten, por favor, que no lo maten.

El viento helado le corta la piel. Mika respira profundamente y ese gélido aire la anestesia de pies a cabeza y le provoca un extraño contento. En poco tiempo estará en el campo de batalla. Tomará decisiones, combatirá junto a sus milicianos, los alimentará y cuidará, les dará ánimos. Y los fascistas no pasarán.

Los fascistas no pasarán, repite, y su bravuconada le da risa.

—¿De qué te ríes? —le pregunta Valerio, tomándola por el brazo—. El que a solas se ríe de sus picardías se acuerda.

—Me río porque me he dicho que no pasarán.

—Y no pasarán —confirma Valerio.

Se alegra de verla tan animada, aunque piensa que está como una cabra porque mira que reírte… Van a un frente muy expuesto, se lo ha dicho el capitán delegado por el alto mando que va con ellos, a quien Valerio conoce de su pueblo. Mika debe saberlo, ¿y se ríe? No le sorprende, hace tiempo que piensa que está loca; si no, no estaría allí, y menos siendo mujer, y extranjera.

—No, Valerio, no estoy loca —su tono es áspero—. La lucha de los españoles es la mía, no importa en qué país haya nacido.

—Si es broma, mujer, no te cabrees, con locuras como la tuya triunfaría la revolución.