19. Berlín, 1933

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Berlín, 1933

Cuando lo leyeron el martes en la primera plana de los periódicos no podían creerlo: el domingo 22 de enero los nazis se concentrarán en la Bülowplatz, frente a la casa de Karl Liebknecht. Con el pretexto de concurrir al cercano cementerio St. Nicolai a honrar a Horst Wessel, el fundador de los SA en Berlín, pidieron y obtuvieron autorización para realizar su acto. Miles de nazis con sus banderas, sus canciones, ensuciarán la Bülowplatz.

«Muerte a la comuna», corearán frente a la sede del Partido Comunista. «Teñid los cuchillos con sangre de judíos», cantarán en el corazón del Scheunenviertel, el barrio judío de Berlín.

En las fábricas, en la escuela donde estudian, en la calle, en las plazas y en el tren se habla de la manifestación de los nazis en la Bülowplatz. Hipólito y Mika compran todos los periódicos, y anotan lo que leen, viven y reflexionan en su cuaderno de tapas forradas en papel araña azul.

Una provocación inaudita, no sólo a los comunistas, a toda la clase obrera. Lee, Mika, lo que dice la prensa liberal, el Berliner Tageblatt aconseja a la policía dar marcha atrás, y denegar el permiso acordado a los nazis. La central de sindicatos reformistas advierte al Ministerio del Interior de las funestas consecuencias. No se animarán, Hippo, la prohibirán, si hasta la DAZ, órgano de la industria pesada, declara que las decisiones rápidas no son las mejores y que la situación económica y social de Alemania exige ante todo calma, y que las víctimas de la Bülowplatz —dan por sentado que habrá víctimas— no van a contribuir a asegurar la calma.

Y un camarada de la escuela: Buscan nuestra reacción para prohibir el partido. Herr Schwartz, preocupado: Esto puede ser muy grave. Y el hombre con quien suelen charlar en el café: Schleicher hablará con el ministro de Interior, el doctor Bracht, y se ocupará personalmente, espero que la prohíban, hay que aprender a meditar este tipo de resoluciones.

La Rote Fahne, el órgano del Partido Comunista Alemán, pide a los obreros berlineses que envíen cartas de protesta y obliguen al Gobierno a recular. ¿Cartas de protesta?, ¿es todo lo que se les ocurre? El Partido Socialdemócrata, consecuente hasta el fin, declara que esta provocación es posible porque el PC mantiene dividida a la clase obrera, qué cretinos; los obreros socialistas, disciplinados, se abstendrán de manifestarse el domingo, declaran, más interesados en descalificar al comunismo que en oponerse al nazismo. Cierto que el PC se cansó de señalar a la socialdemocracia como el principal enemigo. Irresponsables los dos, los nazis nos van a trepar a la nariz, Hippo.

—¿Pero qué dirección, en concreto, está proponiendo el partido? —se desespera Hipólito.

—No osarán —afirma un hombre del grupo que se ha reunido espontáneamente en la Bülowplatz el día antes—, apuesto que en el último momento prohibirán la manifestación de los nazis.

—Los nazis la harán, dalo por cierto. Y correrá sangre —sentencia una mujer mayor.

—Y nosotros ¿qué haremos? ¿Lo permitiremos?

De todos tus documentos es el cuaderno que escribieron en Alemania el que más me ha costado desvelar. Extrañas siglas de partidos o asociaciones, frases sueltas en alemán incrustándose en el texto en español, recortes de distintos periódicos alemanes del 18, 19 y 20 de enero de 1933, la apretada caligrafía de Hipólito alternándose con tu inclinada letra, palabras apuradas, por arriba del renglón, por abajo, con la urgencia de dar cuenta de los hechos, Hitler en la puerta, y el nazismo mordiéndoles los talones.

Al leer una y otra vez esas páginas tuve la dimensión de lo que aquel hecho significó, pude sentir el temblor y la fuerza de ese puño que se cerraba no en alto sino en el bolsillo, apretado de impotencia. Descifrando las letras, las complicadas siglas, haciendo traducir los recortes de periódicos, la Bülowplatz del cuaderno cobraba vida, se cargaba de nubes amenazantes, porque allí, lo decía la derecha, la prensa liberal, la gente por la calle, los compañeros de la escuela, habría sangre, allí se jugaba la escalada del nazismo al poder, y la torpeza de los dirigentes comunistas y socialistas, obnubilados por su mutuo odio, impedía percibirlo.

Hasta último momento creyeron que alguien lo iba a parar, pero no, el presidente se reunió con el canciller, con el jefe de Policía, y lo convencieron de que no había motivos para suspender la manifestación, de que el Estado estaba por encima de los partidos y necesitaba afirmar su autoridad.

Y el domingo 22 de enero, los nazis se concentraron frente al caserón de Karl Liebknecht, sede del KPD.

Todos los accesos a la plaza están cortados. Policías armados hasta los dientes recorren las inmediaciones.

Mika e Hipólito caminan, conversan con distintas personas que, como ellos, han intentado acercarse a la Bülowplatz, sin una idea precisa de lo que harán. Qué vamos a hacer, qué deberíamos haber hecho. La indignación, la rabia, un profundo desconcierto. Socialistas y comunistas hablan, discuten, Rote Front, grita alguien, una columna parece armarse pero un carro blindado, donde asoman cuatro ametralladoras, la frustra.

—Circulen, circulen —ordena la policía una y otra vez.

—El partido debió mandar que se concentraran en los barrios para impedir la manifestación nazi.

—El partido dijo que nos juntáramos en las inmediaciones de la plaza.

—¿Qué decidió en verdad el partido?

No se sabe, los responsables no confirmaron una orden. ¿Y cuántos son ellos, militantes comunistas y algunos socialistas, en el gran perímetro de la Bülowplatz? Miles, pero en grupos aislados, incapaces de una acción eficaz, inútiles, impotentes.

En la tragedia del pueblo alemán, la Bülowplatz fue un punto culminante, un momento decisivo. Qué amargura sentimos esa noche al volver a casa, los brazos caídos, derrotados. A partir de entonces los acontecimientos se precipitaron a gran velocidad.

Pocos días después, en la misma plaza, hubo una contramanifestación del Partido Comunista impresionante. Ciento veinte mil personas llegaron desde los barrios más lejanos. Hacía un frío terrible. Nos detuvimos en una esquina a verlos pasar. Decididos, fuertes, formidables. Porque Hippo me lo sugirió, pude imaginarlos como combatientes, la mayoría eran aptos para la lucha armada, pero de inmediato rechacé la idea.

Yo tenía dificultad en aceptar el camino de las armas, en cambio Hippo se preparó desde muy joven —y sobre todo a partir de lo sufrido en Alemania— para manejarlas. Ironías del destino, yo iba a usarlas más que él.

Esos jóvenes alemanes que admiramos en aquella esplendorosa manifestación habrían de convertirse en la carne de cañón de la Segunda Guerra Mundial, qué infamia.

Ni diez días habían pasado de la manifestación de los nazis en la Bülowplatz, cuando Hitler fue nombrado canciller. Un conjunto desafortunado de maniobras políticas le permitieron alcanzar el lugar por el que venía peleando desde 1925. Escalofriante la entrada triunfal de los nazis con sus antorchas por la Brandenburger Tor. Desde entonces, los disturbios se multiplicaron: palizas, asesinatos, amenazas de prohibir el KPD, descaradas consignas antisemitas, socialistas y comunistas reprimidos.

El frente único entre los partidos socialista y comunista, la unión de la clase trabajadora, hubiese podido frenar el nazismo. Hubo algunos intentos interesantes, una llama de ilusión se encendía en la gente con el cántico de Rote Front para apagarse en cuanto intervenían los dirigentes comunistas y socialistas, con sus mutuos odios y sus políticas absolutamente desligadas de las masas. Y el militante de base, perdido. Junto a una abnegación y un valor individuales admirables, una enorme paralización y desorientación como clase.

Mientras tanto, los nazis iban ganando posiciones.

En Ilse Schwartz tuvimos la oportunidad de observar, en unos pocos meses, el efecto tóxico del nazismo, la transformación que sufrió gran parte de la sociedad.

Ilse votaba la socialdemocracia, pero después de las elecciones de noviembre, y de las charlas con nosotros —con Hippo, mejor dicho— se convirtió en una rabiosa anticapitalista, comunista hasta la punta de las uñas: Hitler caerá como cayeron los otros, afirmaba, pero bastaron los discursos del Führer por la radio, algunos comentarios escuchados en el mercado, para convencerla de que había que darle una oportunidad: Hitler va a dar trabajo a los alemanes, que es lo que nos hace falta, la gente tiene tantas esperanzas en él…

Pobre Ilse. Yo la detestaba, tan curioso me resultaba su comunismo visceral, en vista de la terrible desconfianza que le inspiraban los obreros, como su entusiasmo con Hitler, teniendo en cuenta que era judía. Judía alemana, decía, como si eso fuera una gran diferencia.

Más duro que los errores de Ilse Schwartz eran para nosotros los de los camaradas de la escuela donde estudiábamos: No hay que preocuparse, Hitler en el poder no dura ni un mes, nos va a ser más fácil convencer a los obreros engañados por él, si prohíben el partido, renacerá fortificado.

Y la oposición al estalinismo, astillada por las disputas internas. El grupo Wedding, en franco camino hacia la ruptura, en la que Jan Well tuvo un lugar conspicuo. Sabía lo que hacía en aquella reunión en la que las posiciones se radicalizaron hasta tal punto que se llegó a plantear la disolución del grupo, pero su juego no habría de ser destapado hasta muchos años más tarde.

Al salir de la reunión, Hippo, convencido de que estábamos todos alterados por lo que sucedía, pero que Jan Well actuaba de buena fe, le pidió que fuera más prudente. Las posturas exaltadas estaban amenazando la cohesión del grupo, le explicaba con paciencia aquella fatídica noche que habría de quedar marcada a fuego en nuestra memoria, no sólo por el incendio del Reichstag. Los policías por un lado y Jan Well por el otro nos llevaron a los laberintos del infierno.

Un frío intenso y seco. Mika camina en silencio, entre Jan e Hipólito. Prefiere no intervenir en la discusión, tampoco serviría porque, con astucia, Jan ha logrado dar vuelta las palabras, y ahora parece estar de acuerdo con Hipólito. Es a él a quien se dirige cuando habla, pero Mika está en el camino de esos ojos tozudos. Jan se ha puesto a su lado, y ella no quiso darle importancia al gesto. El otro día Hipólito le preguntó si había alguna razón que él ignorara por la que Mika le tiene tanta rabia a Jan Well. Una razón que va más allá de las desavenencias ideológicas, aclaró, delicado. No, cómo va a haber algo que Hipólito no sepa si están siempre juntos, lo que fuera se lo diría, una pizca de culpa porque varias veces, ahora mismo, mientras caminan por la calle, ella intenta disimular eso sucio y pegajoso que hay detrás de la mirada de Jan Well, ignorándola.

Aunque quiera desentenderse, esos ojos calientes la salpican, y lo que infiere de ellos a Mika la avergüenza, pero para qué preocupar inútilmente a Hipólito. Alguna vez le ha dicho, como de pasada, que el camarada Jan Well es un mirón.

—Y tú qué piensas, Mika —Jan la quiere implicar en la discusión que sostiene con Hipólito.

El hombre que pasa corriendo la libera de responder.

—El Reichstag está en llamas —anuncia.

¿Qué? No pueden creerlo, pero los que están en la esquina dicen lo mismo: enorme incendio en el Reichstag. Lo comprobarán con sus propios ojos, dice Hipólito, y avanzan por Friedrichstrasse en dirección al Reichstag.

—Y quién puede haber hecho tal locura.

—Los comunistas, los comunistas, ¿quién va a ser?

Y Mika: ¿Qué interés pueden tener en incendiar el Reichstag?

Es evidente que la objeción desagrada a los tres jóvenes con quienes hablan, una chispa al borde de desatar otro incendio. Se miran entre ellos como preguntándose qué hacen, y antes de que se decidan: Vamos, ordena Jan Well. A algunos metros, varios policías. Los comunistas incendiaron el Reichstag, les dice, asustada, esa señora mayor. Otra vez. Es una fuerte provocación de los nazis, quizás no sea prudente llegar hasta allí, podrían detenerlos.

Salen de la avenida, se escabullen por la Auguststrasse. Unos gritos estallan en la Sophienstrasse, por donde han doblado. Un grupo de gente que corre, un joven, casi un niño, es arrastrado de los pelos por un schupo. Hipólito intenta interponerse, pero otro policía surge de las sombra de la noche, y otro más, cuántos son, órdenes a gritos, carreras, confusión, unos brazos envuelven con fuerza a Mika y la empujan hacia el vestíbulo de un edificio. Entran.

Jan Well ha actuado con rapidez. Mika quiere volver a la calle, gritar, impedir que los schupos se lleven a Hipólito, ¿Qué quieres?, ¿que te detengan a ti también?, presos no podremos ayudarlo a salir. Esta vez no le falta razón a Jan, aún con sus diferencias, es un camarada, el corazón a golpes porque afuera su amor, en peligro. La mano férrea de Jan la conduce. El gran patio, con los dos edificios a los costados. Prueban una puerta, cerrada, la otra también, la del Hinterhaus, al fondo, cede, la escalera, sube, Mika, el aliento agitado de Jan, cómo puede sentir ese miedo, esa aprehensión, esa burbuja inquieta bailando por su cuerpo, Jan Well la está protegiendo, están juntos en esto, habló en plural cuando dijo que podrán ayudar a Hipólito, es un camarada y afuera está el enemigo, no es momento para estos recelos.

—Te quedas aquí, quieta —la cara de Jan tan cerca de la suya—, yo iré a ver qué pasa con Hippolyte y vuelvo. Confía en mí, saldremos de ésta.

Ojalá. Diez minutos, una eternidad de oscuros presagios en el rincón del pasillo de la quinta planta. Pasos, por suerte Jan, no alguien que vive en ese departamento: No podemos salir, Mika, está plagado de policías, un murmullo encendido, aquí estamos a salvo.

—¿Hippolyte?

Ese negar con la cabeza de Jan la desespera, se escabulle y baja, pero antes del primer rellano él la retiene, le agarra la cara, los dedos en los labios de Mika, una desesperación que acaricia, y al oído: que no puede irse, que por favor razone, que deje ya de hacer ruido o alertará a los vecinos. Mika forcejea para liberarse, Jan Well más calmo, conciliador: Lo soltarán esta noche o mañana, y si no, yo conozco un abogado, me ocuparé de Hippolyte, pero ahora sube, Mika, no nos pongas en peligro.

La mano de Jan Well toca levemente su cintura, apenas un instante, como si el gesto se le hubiera escapado, y Mika sube las escaleras, en el rellano se pega a la pared, le gustaría ser un relieve del muro, invisible. A pocos metros, Jan Well la mira, puede escuchar su respiración, puede oler su deseo. Una oscuridad crispada. Lo ve avanzar morosamente y presiente que será difícil evitarlo. Los brazos de Jan abiertos, sus manos apoyadas contra el muro, Mika, en el medio, encogiéndose: Cuidado, camarada, trata de amansar la fiera, el torso de Jan en una proximidad amenazante: No temas, no te haré nada, su cara tan cerca: Déjame olerte, sólo olerte, te amo, te amo en francés en alemán, en… ¿ruso?, la boca de Jan roza el cuello de Mika, y como si ese mínimo contacto lo precipitara al abismo, sus manos ávidas recorriéndola, su espalda, su culo, suéltame, Jan, sus pechos, su vientre, déjame, el cuerpo de Jan Well frotándose contra ella, imponiéndose, ese deseo atroz que la ensordece, la vulnera, la envuelve, la ensucia, déjame Jan, debilitada, la mirada perdida en la claraboya del cielo raso. Si te gusta, lo sé, la respiración en su cuello, se ve a sí misma desde arriba, dime que te gusta, a expensas de este crápula, cubierta de ignominia, y un súbito impulso le alza la pierna y patea, patea ahí con toda su fuerza. Y acierta. Las manos de Jan Well soltándola para ir a juntarse una con la otra y cubrir el dolor, el pavoroso dolor físico, y la humillación, un murmullo feroz que se le dirige, shlyuha, una palabra que Mika no conoce, pero que nada le cuesta imaginar: puta.

Mika gana rápido el otro lado del descansillo, la escalera, Jan aún puede agarrarla y pegarle y violentarla, el cuarto piso, y hasta matarla, un escalón y otro, el tercero, pero no lo hace, el segundo, no lo hará, porque lo que él quiere, ¿será posible?, es seducirla.

El patio helado y la calle le resultan acogedores. A rescatar a Hippo ahora. Un abogado. Kurt y Katia.

Hubo arrestos en masa esos días, cuatro mil militantes comunistas y unos cuantos socialistas. A Hipólito lo liberaron a la mañana siguiente. Tuvo suerte. Y no era judío. Quién sabe si me hubieran llevado a mí, o a Kurt o a Katia, si habríamos logrado salir. Fuimos más cautelosos después de aquel susto. Aunque para fin de febrero ya todo había cambiado. Esas calles populares que tanto nos habían conmovido pocos meses antes con su entusiasmo político estaban vacías, ni una bandera, ni una conversación. Abandonadas por los trabajadores, desoladas. Ni comunistas, ni socialistas, en algunos lugares hasta los nazis mismos se retraían, como si se hubieran contaminado del terror que imponían.

La campaña del nazismo estuvo centrada en la destrucción del marxismo: «Uno de los dos saldrá vencedor, o el marxismo o el pueblo alemán», en la misma bolsa socialistas y comunistas, y los últimos catorce años de gobierno en Alemania.

Hubo algunos intentos de frente único, socialistas y comunistas, que encendían la esperanza, pequeños acuerdos que terminaban diluyéndose en mezquinos enfrentamientos, injurias, porque el gran acuerdo, el único que podría haber articulado la resistencia al nazismo, la respuesta de la masa trabajadora que temía la burguesía, no se produjo. Ni unos ni otros tuvieron la voluntad política de llevar adelante el frente único.

Las provocaciones continuaron, tres veces los nazis se apoderaron de la Bülowplatz. De la última, unos días antes de las elecciones de marzo, fuimos miserables testigos.

Estábamos en el hall del cine Babylon, frente a la Bülowplatz, cuando llegó un grupo de SA a homenajear a su creador, Horst Wessel, mártir y poeta, venerado héroe de los nazis. Presenciamos una de esas coreografías a las que eran tan afectos los nazis: golpe de talón, media vuelta, los mamarrachos con sus camisas pardas alineados, brazos en alto saludando, grito de orden, pasos marciales.

Tres SA entraron a la casa de Karl Liebknecht, subieron al tejado, y poco después vimos flamear en el mástil la bandera con la cruz esvástica.

«¿Dónde están los comunistas?». «En los sótanos», coreaban unos días más tarde en esa teatral marcha de antorchas, que se realizó en varias ciudades alemanas simultáneamente. Nosotros nos apostamos en la esquina de Friedrichstrasse con Unter den Linden. Escalofriante aquel «despertar de la nación», pergeñado por la siniestra imaginación de Goebbels.

Y los comunistas con su disparatado discurso: «Cuanto peor, mejor», «Con Hitler la situación internacional se pondrá más aguda y acelerará la revolución». La insensatez no tiene límites.

Como la de Ilse Schwartz, con quien conversamos al llegar a la casa. Estaba eufórica, había seguido por la radio, paso a paso, toda la marcha de las antorchas y lo que pasó en la sala de Königsberg, donde habló el Führer. Le había emocionado —nos contó— esa multitud filonazi gritando hasta el paroxismo: Heil, Heil, Hitler. Y cuando él dijo: Volksgenossen, Volksgenossinnen, compañeros y compañeras del pueblo, sintió que le hablaba a ella.

¿Y había escuchado por la radio, le pregunté sin piedad, cuando gritaban: «Por el viaje directo, sin retorno, de los judíos a Palestina»?

Pero a los que no quieren son los judíos de Galitzia, a los polacos, nos explicaba, nosotros somos alemanes. Tampoco a ella le gustaban esos gallegos de la Grenadierstrasse (a poca distancia de su casa), ni esos polacos que se enriquecieron en Alemania después de la guerra.

Fueros días siniestros, escandidos por los gritos destemplados de Hitler y una sociedad que parecía crepitar a su ritmo. Y el 5 de marzo, como era previsible, el Partido Nacional Socialista arrasó en las urnas: el 44 por ciento.

Como en las elecciones anteriores, Hippo y yo fuimos a Wedding. Qué enorme diferencia en esas calles patrulladas por nazis armados con revólveres, y guardias de asalto en motos, esas fachadas donde sólo la ausencia de banderas mostraba que aún eran comunistas o socialistas. En los locales donde se votaba apenas si se veían pancartas de la lista 3, la comunista. Increíble que sólo hubieran pasado cinco meses.

—Estamos vencidos. Y vencidos ignominiosamente —decía Hippo—, destruida nuestra enorme esperanza en Alemania.

Nunca, ni en el sanatorio, lo vi tan deprimido. Y nervioso.

Esa noche, después de las elecciones, nos quedamos hasta tarde deambulando por las calles, buscando conversación y consuelo, aunque no fuera más que para descargar.

—Los obreros tienen armas —repetía— y están organizados por barrios, se defenderán, correrá sangre y caerán los mejores.

Al día siguiente, Hipólito tenía mucha fiebre y no fuimos a la reunión del grupo Wedding.

Katia nos contó que la fractura del grupo era inminente.

Un número considerable de militantes de la izquierda antiestalinista, tanto en el grupo liderado por Landau, como en el que seguía a Trotski, decidió volver al partido. ¡En esas circunstancias!

Jan Well había cumplido con su objetivo. Mientras otro agente de la GPU había logrado sembrar la discordia en el grupo trotskista. «Las perspectivas de Trotski para Rusia y para Alemania ya no son válidas», declararon, y el grupo se fracturó.

La izquierda, dividida en no sé cuántas facciones, con enfrentamientos ideológicos y personales profundos, no pudo ejercer la menor influencia sobre los hechos, tan minúscula, tan paralizada y desconcertada como el conjunto de militantes del Partido Comunista alemán.

Mika nunca le dijo a Hipólito lo de la noche del incendio del Reichstag, se lo contó parcialmente, el edificio, el escondite en la quinta planta, pero no que ella se fue corriendo, con la imagen de Jan Well partido de dolor y humillación. Dejó entender que le parecía un miedoso, algo cagón el camarada, una risa y nada más. Para qué lastimarlo inútilmente, ya bastante dolor le causaba lo que sucedía.

Sólo a Katia se lo contó. Jan Well había roto con el grupo Wedding, no tenía por qué sentirse violenta, no se cruzarían más.

Pero te equivocabas, porque en España tu vida y la de Jan volverían a cruzarse.

El vecino de la segunda planta aporrea su piano hace cuánto tiempo ya, por favor. El Horst Wessel Lied trepa por la escalera del edificio, burla puertas y muros, y se instala en el cuarto de Hipólito, aplastándolo. No tolera ese espantoso himno hitleriano, y Mika no está para calmarlo, fue a encontrarse con Katia. Se tapa la cabeza con la almohada, pero lo sigue escuchando. Tiene los nervios destrozados. Todo lo altera.

Hace un rato le habló muy mal a Ilse, pobre mujer, la hirió y no hubiera querido. En cuanto Mika salió, ella golpeó a la puerta del cuarto, si quería un licor, un té, él rehusó, que lo disculpara pero no, no estaba de humor para conversar, iba a pensar, a leer, y ella insistió que por qué estaba de mal humor, y se acercó, con su perfume y su hermoso cuerpo bamboleante. Hipólito, que ya conoce el juego y sabe esquivarlo, hasta con elegancia y humor a veces, le soltó que cómo quería que estuviera con la terrible derrota que estaban sufriendo, cortada toda esperanza.

El gesto de Ilse de consolarlo, y el piano del vecino con el Horst Wessel Lied, demasiado, y él, absurdo: que qué piensa ella que ha conducido a tal desastre, que deben tratar de comprenderlo, de establecer responsabilidades, Ilse sonriendo, buscando en el aire una respuesta para satisfacer a ese energúmeno que seguía hablándole como si ella fuera un camarada: No hay que evitar el debate, Ilse, y hacer como si nada hubiera pasado, ni quitarse el peso de la derrota. Tan sin sentido esas palabras a una Ilse que aún intentaba un gesto de acercamiento, una ternura: Mi querido Hippolyte, cálmese, y su propia voz, como si no fuera suya, crispada: que todos son responsables, la Internacional Comunista, esos canallas burócratas del partido, las organizaciones obreras, la socialdemocracia, los débiles, los tontos, los indiferentes, y fue casi un grito, aunque no haya levantado la voz: todos, Ilse también, el susto en sus ojos, cómo puede apoyar a Hitler, cómo.

Ella giró sobre sus talones y salió del cuarto, Hippolyte la siguió por el pasillo: que se vayan de Alemania, deben marcharse, a ver si lo entiende, son judíos ellos, ju-dí-os, escoria para los nazis. Maleducado, le gritó Ilse, histérica, y se refugió en su dormitorio. Después escuchó el llanto pero no atinó más que a volver a su cuarto.

El piano sigue una y otra vez. El abrigo, los guantes, el patio, la calle. Esperará afuera que llegue Mika.

En el portal, desde otra ventana, lo ataca el lied Horst Wessel, una voz de mujer lo canta. Hipólito no huye, se planta ahí, a escucharlo palabra a palabra, como si tuviera que hacerlo para comprender algo que de otro modo se le escapa. Entiende todas las palabras —ha aprendido bien el alemán en pocos meses— y le duelen en todo el cuerpo.

Entra al edificio, sube la escalera, abre la puerta.

—Ilse, por favor, abre, quiero hablar contigo.

Ella entorna la puerta, con cautela.

Hipólito le pide perdón, sinceramente, se arrepiente de todo lo que dijo, pero por favor, que se vaya, eso sí es cierto, y ahora mismo, ellos también se van de Alemania.

Ilse llorando: que no, que cuándo, que por favor no la deje, es por eso que la trató tan mal, ahora lo entiende, a ella le pasa lo mismo, ella también…

Y como una catarata, entre lágrimas e hipos, deja caer esa historia de amor imposible, que Hipólito no se atreve a desmentir. ¿Para qué? Que crea lo que necesite.

Claro que la quiere, Ilse, por eso le pide que convenza a su marido y que huyan, él los ayudará. Hay un barco que sale de Hamburgo para la Argentina, les dará cartas para amigos que los ayudarán a instalarse y conseguir trabajo.

El llanto de Ilse detenido: ¿Le parece que podrían poner el negocio de arreglo de pieles en la Argentina?, ¿se usan abrigos de pieles allá? Sí, le dice Hipólito sentándose a su lado en el sofá, y les irá bien. Toma la mano que Ilse le ofrece, y le cuenta de su padre y los teléfonos que fue a instalar, y de la casa de dulces de la familia de Mika, y otras historias de esa tierra tan lejana, parece que hiciera siglos que se fue.

—Y tú, Hippolyte, ¿volverás a Argentina?

—Sí, claro, algún día.

—Y nos encontraremos —afirma Ilse.

Ninguno de los dos lo cree, pero ella, como sellando un pacto, le ofrece su boca, y él le da un beso suave.

Tan suave, tan breve, tan leve que podría dudarse de que existió y sin embargo a Ilse le dio el envión para hacer frente a esa ardua empresa de dejarlo todo, su departamento sobre el patio en la Wadzeckstrasse 33, los puentes sobre río Spree, el mercado, sus cositas, su amada Berlín, su idioma, para subirse al barco que los llevaría a Buenos Aires en marzo de 1934.

Ni su esposo, Karl, ni su hijo Carlos lo supieron, pero a su hija Rachel, Ilse, ya mayor, viuda hacía años, le habló de aquel beso de Hippolyte, que con la rica pátina del tiempo se había cargado de pasiones y ternuras. «Me sorprendió, pero no le guardo rencor a mi madre por aquella infidelidad, dice Rachel, al fin ese sueño los ayudó a huir a tiempo de Alemania. Y a venirse a la Argentina, y darnos la vida a nosotros».

Tampoco Hipólito debe haberte contado lo que pasó aquella tarde con Ilse, lo juzgaría innecesario, sólo te pidió que ayudaran a los Schwartz. Y le escribiste una carta a tu amiga Salvadora Medina Onrubia de Botana.

En Berlín llovía cuando nos fuimos. Y nosotros estábamos muy tristes. Tanta esperanza hecha añicos. Hippo tuvo que ponerse duro con los Schwartz para que no nos acompañaran a la estación: No nos gustan las despedidas, por favor, Ilse, no insista. Su exagerado llanto nos violentaba a todos. Su marido la sujetó con fuerza por los brazos, y yo cerré la puerta. Hippo dijo que lloraba anticipadamente su propia partida de Berlín, yo sentí que había algo más, pero me guardé de comentarlo.

Katia viajó con nosotros a París. Kurt nos alcanzaría en cuanto organizara las tareas de Wedding y terminaran de discutir y publicar el documento en esa hojita bimensual que servía de difusión. Le costaba arrancarse de su grupo, de los catorce camaradas que quedaban. Pero Kurt y Katia eran de origen judío, como yo, y las razias ya habían comenzado.

Desde París podríamos trabajar bien, nos tratábamos de animar mutuamente. «Para un revolucionario no hay callejón sin salida, sino un problema a resolver» era una frase de Hippo. En aquel largo y amargo viaje en tren, yo tuve que recordársela.