18. Berlín, 1932

18

Berlín, 1932

Una multitud de personas, voces, risas, abrazos, los recibe en la Anhalter Bahnhof.

Du bist sehr schön, le dice Hipólito al oído, está exultante: Por fin en Alemania, Mikusha.

Tienen los datos de una pensión que está cerca, en la Schützenstrasse, y las indicaciones de cómo llegar. Es fácil, pasar los edificios de ministerios, el correo, cruzar la avenida.

Hipólito propone que dejen las valijas en la pensión, y vayan a caminar, quiere recorrer Berlín, tomar el pulso del pueblo. Es sensato lo que Mika le dice: está oscuro, hace bastante frío, llevan muchas horas sin comer, lo mejor será beber una taza de caldo, dormir y mañana… pero Hipólito no puede esperar a mañana, quiere ir ya, tiene un mapa, no se perderán.

Él sabe que necesita reposo, un leve reproche en la voz de Mika, pero Hipólito, tierno: que no lo cuide tanto, amor, que no hace falta, ya está bien, casi gordo. Esa risa clara a la que es imposible no subirse, y ella se sube.

De acuerdo, la pieza de la pensión, bufandas, porque hace frío, guantes, y ese mejunje caliente que Mika pide en una taberna cercana, estrenando alemán, y bien, parece, porque lo han llevado a la mesa.

—¿Carne? —pregunta Mika en alemán a la mujer señalando esos trozos de color indefinido.

Wurst —le contesta, y Mika traduce—: Salchicha.

Reis, ¿arroz? —alardea Hipólito—. Yo hablo alemán —el dedo en la mesa—. Tisch —dice en alemán, y se señala a sí mismo—. Bär, oso.

La mujer se ríe fuerte:

—¿Cerveza? —pregunta—. ¿Vino?

—No bebemos, gracias —dice Mika.

Bier nein, Wein nein —hace el payaso Hipólito—. Wasser.

—Fea, mala, tonta el agua —instruye la mujer, y festeja con una gran carcajada su propia broma.

Qué simpática. Mika cruza con ella algunas frases: de dónde vienen ellos, los años que la mujer tiene el restorán, los transportes en Berlín. En la Leipzigerstrasse, a cinco minutos andando, le indica, pueden tomar un tranvía que los llevará hasta la Alexanderplatz, adonde quiere ir Hipólito.

—Qué bien habla alemán mi morena, estoy orgulloso.

Aunque los dos han tomado clases de alemán en París, Mika le lleva ventaja, ningún mérito, ella hablaba yiddish en su casa, como Hippo hablaba francés en la suya. En cuanto se instalen, irán a la escuela del Partido Comunista, donde estudiarán alemán y se pondrán en contacto con los trabajadores, a ver qué piensan, cómo se están organizando en esta encrucijada. Conversaciones, intrigas, alianzas y enfrentamientos.

Hipólito repasa puntillosamente los últimos acontecimientos de la política alemana, los enumera, como si estuvieran estudiando, mientras el tranvía los interna en la ciudad. El Reichstag ha sido disuelto otra vez por el canciller Von Papen, con la carta blanca que le da el presidente Hindenburg, y en dos semanas, el 6 de noviembre, habrá elecciones legislativas.

Bahnhof Börse. Bajemos, propone Hipólito, es una estación antes de la Alexanderplatz. Sí, sigamos a pie, acuerda Mika. Se ha levantado un viento frío, pero la noche está agradable para caminar. Vamos por aquí. Rodean el Hackescher Markt. Se meten por esa calle estrecha. Münzstrasse, lee en voz alta Mika, bonito nombre.

Hipólito consulta el mapa: la Alexanderplatz es en esa dirección, vamos.

Las calles están casi vacías. Todo duerme en el barrio, pero la vida continúa en las banderas rojas sobre las fachadas grises de los edificios. Los berlineses exhiben sus opiniones políticas en sus ventanas. Vote la lista 2, la 3, la 1, interpelan a los transeúntes. A Mika la conmueve tanto entusiasmo.

Rojas son las banderas de los tres partidos que se disputan la clase obrera alemana. La hoz y el martillo en la de los comunistas, lista 3, las tres flechas del Frente de Hierro de los Socialistas, lista 2. ¿Y ésa?, pregunta Mika, aunque no es una pregunta, sino la impresión de verla tan cerca, ella bien sabe que el círculo blanco con la negra cruz esvástica en el centro es el nazismo, los hitlerianos de la lista 1. Mika se estremece y busca protección entre los brazos de Hipólito.

—Me dan miedo esas banderas nazis.

—Sí, pero ¿cuántas comunistas y socialistas hay? Muchas. El Partido Comunista ha aumentado sus diputados en los dos últimos años. Cierto que también los nazis han ampliado su representación de manera descomunal.

—No lo tendrán tan fácil —tratando de expulsar ese temor con convicción—. Si sumamos las voces de socialistas y de comunistas deben estar parejos con los nazis.

—Efectivamente, juntos son más que los nazis. Pero no se puede confiar en la política del Partido Socialista… y si el PC alemán no se despega de la Internacional Comunista…

Pero Hipólito no quiere ponerse pesimista, no ante esta vista que muestra a las claras que el futuro está abierto. Se detienen en una esquina, frente a una calle estrecha, Hipólito pone a Mika delante y sus largos brazos la envuelven.

—Mira estas banderas, grillito, cuánta pasión política. El pueblo alemán no será sojuzgado sin combate, y nosotros estaremos a su lado.

Mika siente crecer el fuego que las palabras de Hipólito inflama, ese deseo de acción, de lucha, la excitante impresión de estar cerca de aquello que buscan hace años. Una sensación casi física, un dulce vértigo.

Y a plena luz del día, las calles hirviendo de gente, de sonidos, discusiones políticas aquí y allá, en las que se afanan mujeres y hombres de distintas edades y condiciones. Es por ese fervor que se palpita en el Scheunenviertel, por lo que Hipólito quiso que dejaran la Patagonia, y más tarde París: es aquí donde debemos estar, Mika. Ella también lo cree, él lo puede sentir en esa mano tibia que se agarra a la suya, en su mirada brillante que sigue los rostros de quienes hablan en ese grupo, concentrada.

—Ése es socialista —le explica Mika—, y el otro, comunista. El socialista acusa a los jefes del PC alemán de un serio error: Está mal obedecer sin reflexionar, amigo —le traduce al oído—. No son mejores los dirigentes del partido socialista, replica el comunista.

—Y los dos tienen razón —dice Hipólito.

Las voces suben, pujan por imponerse, se crispan, pero no llegan a la pelea. Atentar contra el orden está severamente castigado, le explicarán más tarde.

En la Alexanderplatz, una chica y un chico, muy cerca uno del otro, cada uno con su alcancía de latón, piden colaboración para sus respectivos partidos: el comunista y el nacional-socialista. Él le hace una mueca de desprecio, ella le saca la lengua, en un gesto rápido, y, seria, busca con la mirada a quienes la protegen. También el nazi tiene guardias que lo cuidan a pocos metros. Unos y otros se acercan unos pasos, se miran con odio, pero eso es todo.

—Ya ves por qué se dice «disciplina alemana» —la risita de Mika le hace cosquillas en el cuerpo.

Es más que disciplina, piensa Hipólito, es la conciencia que tiene cualquier militante alemán hoy, sea comunista, socialista o nazi, de tener un partido atrás que lo apoya.

Se lo dice esa tarde a Kurt Landau, el dirigente austríaco de quien tanto y tan bien le ha hablado Rosmer. Alfred le ha escrito una carta a Kurt para presentarle a los Etchebéhère, pedirle que los introduzca en Berlín y los ayude a instalarse.

Pero antes de que Kurt y su mujer, Katia, expliquen lo que han preparado para ellos, Mika se anticipa, con esa forma suave y enérgica que tiene de dejar zanjado un tema: que esa mañana ellos han decidido vivir en el barrio que rodea la Alexanderplatz, ¿sería posible encontrar allí un cuarto en alquiler?

Si Hipólito no supiera que casi siempre hay una razón en los aparentes caprichos de Mika, si no fuera tan simpática para imponerse, si no la amara tantísimo, quizás le reprocharía esta actitud, ni siquiera ha escuchado lo que los Landau han preparado para ellos… A Katia no le ha caído mal porque se ríe: hará lo necesario para darle el gusto, Mika. Hablará con los Schwartz, que viven muy cerca de la Alexanderplatz y tienen una habitación disponible para alquilar.

Un té y un exquisito Apfelstrudel mientras Kurt, en esmerado francés, hace un análisis de los últimos acontecimientos. Hipólito acuerda con él: es absurda y peligrosa la postura de la Internacional Comunista, sostener que el enemigo es la socialdemocracia es minimizar y favorecer al nazismo. Katia, en alemán: que los ha escuchado decir «No le tenemos miedo al Gobierno nazi, caerá antes que cualquiera y entonces será nuestro turno». Y Mika, en español: que hace rato que la Internacional Comunista no responde a los intereses de los pueblos sino a los de Rusia, no ven lo que sucede.

Supimos reconocernos desde nuestro primer encuentro. Nos entendíamos mezclando el francés con el alemán, mechado con frases en español, aunque bastante rápido, estimulados por la necesidad de comprender lo que vivíamos, nos sumergimos en la rica lengua alemana.

En aquella Alemania de poderosas organizaciones obreras que tanta ilusión nos despertaba, y donde íbamos a sufrir una derrota ignominiosa, se forjó nuestra amistad. Una de las más bellas y sólidas de mi vida.

Kurt Landau fue uno de los fundadores del PC austríaco, y más tarde, cuando adhirió a las posturas de Trotski, se convirtió en uno de los máximos dirigentes de la Oposición de Izquierda Internacional, junto a Andreu Nin, Alfred Rosmer, Leon Sedov, y era también el responsable de la publicación Der Kommunist. Fue Trotski, desde su exilio en Turquía, quien le pidió a Landau que se instalara en Berlín para hacerse cargo de la reunificación de los grupos de oposición de izquierda, aunque un año antes de nuestra llegada, en 1931, Kurt Landau, como Rosmer en Francia, se apartó del trotskismo y creó su propio grupo, Wedding. Pero mientras Rosmer continuó su amistad con Trotski, Landau llegó a enfrentarse con él seriamente, en unos encendidos artículos que escribió, durante la Guerra Civil española, con los seudónimos de Spectator y de Wolf Bertram. La ironía es que yo, que he sobrevivido tantos años a todos, he escuchado a varios definir a Kurt como «trotskista». Deberían haber leído la carta que me escribió Katia desde Barcelona. También lo dicen de Rosmer, de Hippo y de mí, de Andreu Nin y de otros camaradas, cierto que todos nosotros admirábamos a Trotski, lo que no significa que formáramos parte de una agrupación trotskista. Algunos lo hicieron —Nin, Rosmer, Landau— y luego se distanciaron; otros —como Hippo y yo— nunca. Hubo una gran fragmentación de las organizaciones comunistas de oposición. Esas simplificaciones oscuras, ésa manía de meter vidas enteras en cajitas que eliminan todos los matices y no permiten entender las complejidades de la historia.

Conocíamos la trayectoria de Kurt Landau, y la importancia de su tarea, pero verlo en acción, escucharlo en aquellos difíciles días, fue una experiencia extraordinaria. El análisis que hacía de esa Alemania de organizaciones tan poderosas como desorientadas, donde el nazismo subía como una marea, era brillante. Kurt hablaba como escribía, perfecto, párrafo a párrafo desarrollaba sus ideas con una claridad meridiana.

Hippo y yo coincidíamos con él, pero estábamos en otra fase de nuestra historia, y queríamos, necesitábamos, hacer nuestra propia experiencia: vivir el día a día sin pertenecer orgánicamente a ningún grupo político, escuchar y discutir con los camaradas de Wedding, como con los de la escuela del KPD donde estudiábamos, con quien fuera en la calle, en los tranvías, en el mercado, leer todos los periódicos, participar de las manifestaciones, registrar en un cuaderno los hechos, en fin, sacar nuestras propias conclusiones de lo que estaba pasando.

Hasta la madrugada duraban aquellas reuniones exaltadas del grupo Wedding en el galpón de la Schönwalderstrasse. Se discutía mucho, demasiado quizás. No pocas peleas fueron producidas deliberadamente.

Entre los camaradas de Wedding, en un lugar destacado, estaba Jan Well. Allí nos conocimos. Supe que iba a provocar conflictos desde el primer momento en que lo vi, pero no podía imaginar entonces el papel que ese hombre siniestro habría de jugar unos años más tarde, en el episodio más humillante de mi vida: cuando me llevaron presa.

Pese a su lucidez, su aparente simpatía, su escandalosa belleza, su denodado interés en mi persona, a mí no me gustó. Yo vi lo que otros no vieron: el lugar desestabilizador que el tal Jan Well, como se hacía llamar en Alemania, tenía en Wedding, de qué manera artera influía en las querellas internas. A Hipólito lo puse en guardia. Él pensaba que yo exageraba, que me ensañaba con Jan por una antipatía personal.

Podía ser, motivos no me faltaban ya antes de la noche que incendiaron el Reichstag, lo cierto es que yo no me confundía respecto de sus intenciones de desestabilizar el grupo Wedding, su juego se destapó muchos años más tarde, cuando se abrieron los archivos en la Unión Soviética.

A Hipólito lo confunde el camarada Jan Well, Landau le ha dicho que, en 1929, Well jugó un papel fundamental en la Bolschewistische Einheit, la Oposición de Izquierda Unificada, y que en el treinta fue uno de los camaradas que empujó la escisión del grupo trotskista, para constituir uno nuevo liderado por Kurt Landau. Ellos disentían no tanto con las ideas del trotskismo sino con sus modos de organización. Sin embargo ahora, en Wedding, Hipólito percibe que Jan Well objeta a Landau, con tal habilidad que, por momentos, hasta él está de acuerdo con lo que Well plantea.

A Mika no la confunde, ella está claramente en contra de Jan Well: que no le contestara, que no le hiciera el juego, le advirtió en la reunión, y no se preocupó en bajar la voz para disimular sus duras palabras, lo dijo en francés deliberadamente; Well, Kurt, Katia y Hannah hablan francés.

Nada logra en Mika esa mirada ardiente que Jan Well le dirige sin pudor, ni su radiante sonrisa, ni los elogios que hace cuando ella habla. Y a Hipólito le gusta que así sea. A Mika no la embelesa —como a otros camaradas, hombres y mujeres— el brillante trazado de su discurso.

Porque Jan esta noche, debió admitir Hipólito, hizo un lúcido análisis de la situación, y lo repitió en francés para que no hubiera dudas de que ellos lo comprendieran: es posible que, ante las actuales circunstancias, el PC alemán sea capaz de dar un giro y reaccionar y, en ese momento, nosotros debemos actuar deprisa.

No le pasó inadvertida esa mirada desconfiada de Mika, pero a Hipólito le pareció bien el comentario, muy oportuno, y pidió la palabra para apoyar y profundizar lo que dijo el camarada (aunque lo perturba cómo mira a su mujer, él no antepone una antipatía personal al debate de las ideas). Pero Jan Well, no sabe bien cómo —no comprendió todo lo que dijo— logró dar vuelta sus palabras, creando un enfrentamiento entre Kurt, Sascha, Hannah, por un lado, y Mika, Hipólito y Michael, por el otro.

No es así como hay que interpretar lo que dijo, manifestó Etchebéhère, él sólo quiere mantener una independencia del grupo Wedding pero no porque no esté de acuerdo, sino porque… Lo sabe, cortó Jan, lo entiende, ha sido claro, y antes de que Hipólito pudiera explicarse, enredó a la asamblea con argumentos que los llevaron a interpelarse unos a otros. No a Mika, que sabiamente rechazó la invitación a una de esas discusiones, que tienen su encanto, sí, reconoce Hipólito, al fin y al cabo están armando un mundo nuevo, cómo no discutir.

Pero no se da cuenta, amor, le dice Mika camino a casa, que la intención de Jan Well es provocar la ruptura del grupo Wedding, ya lo hizo antes en el grupo que lidera Leon Sedov, el hijo de Trotski.

Él no cree que provoque intencionadamente, que tampoco exagere, no es el enemigo Well, no hay que olvidar su trayectoria: fue él, junto a Sascha, Hans y Kurt, quienes captaron los elementos dispersos para organizar la oposición al estalinismo en Alemania. Es su vanidad personal lo que lo impulsa a querer ser el centro, a discutirle el liderazgo a Landau. Pero Mika tiene razón, afortunadamente lo ha detenido, es tan sensata su morena.

Le hace bien abrazarla así, muy fuerte, en el puente sobre el río Spree, y sentirla tibia y jugosa, y saberla su compañera, su amiga, y compartir con ella ese momento crucial de la historia que están viviendo. Y los que vendrán.

Algo parecido sintió Mika cuando reconoció la esquina de la casa de la familia Schwartz, donde Katia Landau les consiguió una habitación.

¿No fue en esta esquina donde nos detuvimos la otra noche? —preguntó Mika a Hipólito, asombrada, cuando llegaron con la maleta.

Pudo ser cualquier otra, Berlín es una ciudad enorme, pero fue justamente en ese lugar donde Hipólito la abrazó y los sacudió esa excitación que precede a los grandes momentos. El departamento de los Schwartz está situado en la que ahora saben que se llama Wadzeckstrasse, a pocos metros de la Neue Königstrasse, por donde ellos venían caminando. Hipólito no le dio importancia a esa casualidad, una suerte que esté ubicado en el barrio que querían, y nada más, pero a Mika le pareció una confirmación de que están en el corazón de la historia, y que allí puede definirse el futuro de la humanidad.

Qué suerte la suya, estar en el lugar preciso, en el momento oportuno, y al lado de la mejor persona para compartirlo, escribe en el cuaderno de tapas forradas con papel azul.

Y qué suerte haber conseguido ese cuarto amplio y cómodo, con una ventana sobre el gran patio del edificio, un baño compartido, el derecho a utilizar la cocina, una pequeña alacena donde guardan la mínima vajilla y la comida: un hogar en Berlín. Un chez nous en Berlín.

Lástima tener que sufrir a Ilse Schwartz. A Mika no le cae bien esa pequeñoburguesa que vive en la añoranza de otros tiempos, cuando tenían el negocio que daba a la calle, y un buen pasar, «Nadábamos en grasa de ganso», como dice, qué asco. Entiende que es difícil la situación de los Schwartz, los dos sin trabajo, y sin resignarse a dejar su departamento, a abandonar ciertas comodidades a las que están acostumbrados, pero la mujer la irrita, no puede evitarlo.

Hippo es más paciente con ella. Nos vamos a dormir, cortó Mika anoche, cuando Ilse repetía, por enésima vez que, si no fuera por los problemas que tienen ahora, ellos nunca alquilarían la pieza, como si tuviera que justificarse, que tampoco se la alquilan a cualquiera, que Katia insistió tanto: son gente culta, educada, políglota. Mika se levantó: Buenas noches, Frau Schwartz, pero Hipólito se quedó un largo rato más: No iba a dejarla con la palabra en la boca, Mika, pobre mujer.

Te gusta, bromeó Mika, es linda ¿no?, y él: que no se ha fijado, porque no tiene ojos más que para su morena. Y ella se sintió un poco tonta por haberle hecho esa pregunta.

La cita con los camaradas es a las cinco de la tarde, en el bar Barrikade, donde también se vota. Hipólito y Mika llegan con tiempo como para recorrer el barrio de Wedding. Ya se sorprendieron la otra noche, cuando fueron a la reunión del grupo de Landau, esperaban encontrarse con calles estrechas y no con esas amplias avenidas arboladas, donde la gente conversa animadamente.

—Hay algo especial en Berlín —dice Mika, colgándose del brazo de Hipólito—, una fuerza que está en el aire, que se respira.

Edificios de cuatro o cinco plantas, y en casi todos los balcones, banderas. En la parte antigua del barrio, dos o tres esvásticas flameando entre numerosas banderas con la hoz y el martillo, mientras que en la zona nueva, donde viven más empleados y comerciantes, unas pocas banderas socialistas y alguna atrevida comunista, rechinando entre multitudes de banderas nazis. Un coraje que contagia, ¿lo sientes, Hippo?

—Claro que sí, bonita.

Son pocos los nazis que circulan por Wedding. Un grupo de seis SA, uniformados, pasan frente al local de la Reichsbanner. Los jóvenes socialistas de la guardia, también uniformados, apostados en la puerta, se burlan, los provocan:

—Eh, héroes, por qué tan deprisa, no corran, ¿los espera su jefe?

Los nazis se alejan sin responder.

En la puerta del bar Barrikade, hombres y mujeres con pancartas de los distintos partidos; dentro, un cuarto especial donde se vota, y en la otra sala, la gente bebiendo cerveza y conversando. Todo en perfecta tranquilidad.

Algunos compañeros ya están allí, sentados alrededor de una mesa. Es absurda esa euforia con que Jan la recibe, bonjour camarade, a ella sola, la mirada pastosa y tan elocuente, le da vergüenza, qué le pasa a este hombre. Como si no lo viera, Mika se dirige a todos: están muy impresionados con el clima que se vive allí, ¿son tan valientes, tienen un coraje personal tan extraordinario los militantes alemanes comunistas, socialistas, incluso los nazis? —pregunta a los camaradas.

—Más que coraje, es equilibrio de fuerzas —dice Jan Well en alemán y lo repite en francés, la mirada fija en ella.

—La gente no es tonta y sabe que la victoria no pertenece definitivamente a nadie —acuerda Hippolyte en francés.

—Ni la derrota —dice Mika en alemán, sacudiéndose los tercos ojos de Jan Well—. El futuro está abierto y podremos trabajar bien.

Podrán hacerlo bien juntos, claro que sí, apoya Jan Well, con una sonrisa infecta, y Mika siente que la sangre le sube a la cara. ¿Lo habrán percibido los otros? Decide atribuirlo a un equívoco por el cruce de lenguas, y desentenderse, aunque esa mirada no le da tregua, no la suelta, va de uno a otro, siguiendo la conversación, pero vuelve a ella. Hipólito, Hanna, Hans, Sascha, Katia y Michael hablan como si esos ojos verdes no estuvieran manoseándola delante de todos. ¿Sólo ella los ve? No, también Katia, lo sabe por ese guiño cómplice que le hace.

—Hipólito y Mika prometieron acompañarme a reunirme con Kurt en Brandenburger Tor, y ya es tarde —dice para cortar la reunión.

Katia era tan pequeña, tan delgada que parecía de juguete. Era gracioso verla al lado de su compañero. ¡Le llegas al codo!, exageraba yo. ¿Y tú qué hablas, giganta?, bromeaba Katia. Yo tenía una estatura normal, Hippo era mucho más alto que yo.

Tan frágil que parecía, y tan fuerte que era. La huelga de hambre que organizó años más tarde en la cárcel de Barcelona, a la que se unieron las presas comunes, hizo temblar a los poderosos. Tuvieron que liberarla.

Qué bien nos hacía estar juntas, conversar de lo que fuera, desde el destino de la humanidad hasta la blusa de oferta que me aconsejó comprar en París antes de partir para España. Las lecturas, las ideas, la historia, el estudio, el amor, la pintura, las flores, nuestras pequeñas «taras», como llamábamos a esos sentimientos que a veces se nos interponían contra nuestra voluntad, y que nuestras confidencias ayudaban a ahuyentar, las clases de alemán que ella me daba, las de español que le daba yo.

Katia cumplió un papel importante en nuestro pequeño grupo, era quien ponía la calma cuando nos exaltábamos o nos desesperábamos por esa avalancha de hechos graves que se precipitaba, y nosotros incapaces de hacer algo para detenerla —y hasta para analizarla paso a paso—, ella era quien aportaba siempre esa otra mirada en perspectiva, trascendente. Una cuestión de personalidad, o tal vez una huella biográfica. Supe por Katia que cuando ella era adolescente se había relacionado con un grupo teosófico vienés, del que pronto se alejó, su vida tomó otros senderos, pero dejó sus huellas la lectura de Annie Besant, Krishnamurti, los discursos de Buda le habían parecido magníficos. Yo no los leí, pensé en hacerlo cuando tuviera tiempo, sólo porque le habían interesado a Katia, pero la vida con sus demandas y otras lecturas urgentes reclamaron mi atención.

Pegados a la radio, en el café de Unter den Linden, Kurt, Katia, Hipólito y Mika siguieron las noticias de las elecciones. Aunque los resultados definitivos no los tendrían sino hasta el día siguiente, la tendencia ya estaba clara esa noche. No podían más que alegrarse: los comunistas ganaron 700 000 votos, los socialistas y los nazis retrocedieron respecto de las elecciones de julio. «Por todos lados», presumía la Rote Fahne, «se ven SA que desertan del hitlerismo y se meten bajo la bandera comunista».

Seis millones de votos comunistas, fuertes organizaciones obreras, el partido, pese a sus errores, se recuperaba de la derrota de las elecciones anteriores: una buena base para la revolución, dijo Mika.

Aún creías que era posible la revolución en Alemania, había signos inquietantes y no los minimizabas, pero también otros que alimentaban la esperanza: la huelga de transporte que, aún prohibida, paralizó Berlín, el resultado de las elecciones parlamentarias del 6 de noviembre. La esperanza estaba viva a fines del 32.

Hipólito no se mostraba tan optimista: Los errores del Partido Comunista son graves. Y Kurt: Si el partido es esencial para el triunfo, ya lo dijo Lenin, también puede llevar al fracaso.

Esta tarde, en la manifestación convocada en el Lustgarten, al escuchar los clichés del discurso de los líderes del KPD, Mika recordó la frase de Landau. Esa perorata acartonada, prepotente y vana: «Muestren a Schleicher, a quienes quieren ilegalizar el partido, cuántos somos». Y Florin, el secretario general: «Mirad a Rusia, no hay desempleo allí».

—¿Y por qué no miran a Alemania? —se impacientó Mika.

—Rusia, Rusia, y más Rusia, y saludos a los camaradas de la Internacional Comunista —dijo Katia, cuando terminaron los discursos.

Ni gota de sol, un frío tremendo, que no perdonaba. La Cruz Roja tuvo que intervenir más de una vez.

—La gente no ha venido de todos los barrios, con este frío —la voz de Hipólito estrangulándose—, para escuchar esa sarta de palabras vacías. Buscan una perspectiva, un camino… —una tos y otra más interrumpieron su discurso.

—Vamos —dijo Mika.

Le había pedido a Hipólito que se quedara en la casa cuando lo escuchó toser, pero él no aceptó, tenía suficiente abrigo y se sentía bien.

—Lo siento, Mikusha, trataré de no desmoralizar más —le prometió, y ahogó algo que no llegó a ser una tos.

Por suerte ahora, después de un baño caliente, parece estar mejor y muy animado. Mientras Mika escribe en su cuaderno lo que han vivido estos últimos días, Hipólito ha ido a la cocina a preparar algo para cenar: que lo deje en sus manos, le pidió, ya se arreglaría con lo que sea.

Mika sospecha una sorpresa y ya está saboreándola. Lo vio cuchichear con Katia, proveedora de datos en Berlín, cuando regresaban del Lustgarten. Hipólito se apartó de ellas: que lo esperaran un rato ahí, ya volvía. Mika está segura de que escondía algo en el bolsillo del abrigo cuando volvió. Él dio una excusa cualquiera, pero ella le pescó esa mirada de chico travieso, esa lucecita que ya le conoce y no le preguntó nada.

A Hipólito le gusta sorprenderla con algún placer inesperado. Como hizo en París, con esa edición de las cartas de Flaubert que Mika estuvo admirando en un puesto de libros viejos a la orilla del Sena, pero se había dicho: No, tenemos que economizar, puedo leerla en la biblioteca. Él la compró sin que ella se diera cuenta, y al llegar a casa: que cerrara los ojos, grillito, ahora ábrelos, ¡Flaubert! Y la noche que Mika volvió de dar sus primeras lecciones de español, su primer trabajo en Francia, él la esperó en la buhardilla con un exquisito pato cocinado por una camarada especialmente para la ocasión.

Qué fortuna tener un compañero como Hipólito, piensa mientras se cambia el suéter gris por el azul, que es más liviano, y se mira al espejo. Se pondrá la blusa verde que a él le gusta. Se mira otra vez y sonríe. Está linda, corrobora, tanto o más que Ilse Schwartz. La idea le arranca una risa. Se lo contará a Katia para reírse juntas.

Le hizo gracia cuando Katia le contó que elige la ropa con esmero, sobre todo la que usa en casa, y cómo se suelta el pelo, lentamente, y echa la cabeza para atrás, un gesto que encanta a Kurt, y que no se riera, amiga, no son sólo las ideas, la comprensión, las acciones compartidas, es vasta y diversa la savia que nutre día a día el deseo en la pareja.

Quién podría imaginar que una luchadora como Katia Landau dedica tiempo e ingenio en renovar su guardarropa con los escasos marcos que tiene, cambiar su peinado, o encontrar un koll que resalte sus bellos ojos verdes. A Mika no le sucede, le da lo mismo lo que viste, y supone que a Hipólito —y seguramente a Kurt— tampoco les importa nada, pero Katia ha sido muy convincente en sus argumentos.

Se pasa el cepillo por el pelo, frota sus cachetes para que vuelva el color, y se pinta de un rojo terso y nítido los labios con ese lápiz que le regaló Katia. Acéptalo, Mika, y úsalo, mira la luz que te da. Espera que Hippo no se ría de ella, y si se sorprende, mejor. Una cosa es que pueda contar con ella, conocerla bien, y otra es que Mika ya no pueda sorprenderlo. Eso no es bueno. ¿Acaso no está él ahora mismo preparándole una sorpresa?

Mika aprende mucho con Katia, como aprendió con Alfonsina Storni y con Salvadora Medina Onrubia en su momento.

Unas voces la arrancan de sus cavilaciones. Es Ilse Schwartz que habla con Hipólito, qué pesada. Mika no quiere ir a la cocina para no estropearle la sorpresa que él le está preparando. Pero tampoco puede dejarlo expuesto a la verborragia de Ilse. Se están riendo cuando Mika aparece en el vano de la puerta de la cocina.

—La señora Schwartz nos propone que cenemos juntos en el comedor, el señor Schwartz no está en Berlín esta noche —dice Hipólito con una sonrisa dibujada—, ¿qué decís?

Y Mika qué va a decir, si ya lo han decidido ellos, los dos muy sonrientes, Ilse le pone unos platos en la mano: Los lleva, por favor, querida.

En la mesa, una conversación que cuesta anudar y esa omelette con queso que se supone que Mika debe alabar, pero que le cuesta porque Ilse ya ha dicho tanto que qué puede agregar. Hipólito va a la cocina, ¿Te ayudo? No, quedate ahí, sentada, vuelve con un repasador sobre el brazo y una fuente que destapa histriónicamente, sus ojos que la miran y le sonríen:

—Mirá lo que te preparé —lo dice así, en argentino—: panqueques de dulce de leche.

Ella, una mueca que ni con esfuerzo es sonrisa, y si Hipólito se lo dice en singular y la mira así, ¿por qué están comiendo con Ilse? Pero se calla: Gracias, murmura.

Claro que no quería, le explica Hipólito más tarde en la habitación, pero me propuso cenar juntos, y qué iba a decirle. Debió inventarle una excusa, ¿no será que cocinó también para Ilse?, y con sorna: él que es tan gentil, tan simpático.

—¿Qué pasa, Mika? —en francés—. Invento, empujado por tu buen consejo de no desanimarme, lo que supongo una pequeña alegría para ti, para nosotros, y reaccionas de esa manera absurda, irracional.

—¿Por qué no reconocés que Ilse te gusta? No hay problema, yo puedo comprenderlo. Es una linda mujer, estúpida pero linda.

En francés puro y duro Hippo: le fastidia que ella pierda tiempo con esas tonterías, tiempo y concentración, la historia de Alemania, la del mundo los necesita. A Mika le duele más porque se lo dice en francés, y en francés las palabras del amor, ese amor que pidió de ellos otras palabras porque eran otros los cuerpos, el deseo. Y también en francés, ella insiste con esas palabras que no cree pero que ya no puede detener, una compulsión ciega: que le diga que Ilse le interesa, que lo reconozca. Me aburres, Mika. Y silencio.

Dos o tres frases ya desganadas, no más porque Hipólito calla obstinadamente, no responde y por primera vez en mucho tiempo, desde aquella crisis en la Patagonia, van a dormirse sin abrazarse, sin tomarse de la mano, sin desearse siquiera las buenas noches.

Dos o tres frases que cuando Mika las evoca unos días después, el 15 de enero de 1933, mientras marchan por la Frankfurter Allee, la abochornan. Por eso aprieta la mano de Hipólito con fuerza, él le devuelve el gesto, con cariño, aquellas frases insensatas se han diluido y no han dejado en él ni sombra de rencor.

Las columnas comunistas avanzan como un solo cuerpo, por la Frankfurter Allee. El viento helado corta la piel, hace un frío glacial: quince grados bajo cero. En la Wagnerplatz se detendrán a escuchar los discursos, sólo los portabanderas podrán acercarse a las tumbas de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo. Los consejeros socialistas de Lichtenberg, donde está el cementerio, han prohibido manifestarse porque «puede molestar a los visitantes».

Cada vez más gente en la calle. La mano de Mika en la suya. Un largo sonido de clarín, y de todos lados la respuesta: Rote Front. Aunque a Hipólito le resulta algo teatral, imposible no conmoverse. Con tantos como son, y una dirección adecuada, podrían dar batalla al nazismo.

Todas las ventanas abiertas, en la Frankfurter Allee los cantos se elevan. Hipólito observa esas banderas rojas flameando, esos jóvenes marchando con paso firme, disciplinadamente, una fuerza conmovedora se desprende de ellos, ¿cómo pueden ser tan nefastos, tan inútiles sus dirigentes? Una sola voz que son miles de voces: Wir siegen trotz Hass und Verbot, Pese al odio y la represión, nosotros triunfamos. Le gustaría tanto creerlo…

—Mira —le señala Mika.

A pocos metros, cantando a viva voz, está Jan Well.

¿No sostuvo en la reunión de Wedding que no había que ir a la Wagnerplatz, que participar de las marchas del partido, antes de que se modificara la línea de dirección, era hacerle el juego al estalinismo? Pero allí está. Qué extraño.

Ruvin Andrelevicius supo, por boca de Etchebéhère, que Mika es de origen ruso, ¡que es rusa, de padre y madre rusos! Y entonces todo le cuadró, su parecido con Irina, la poderosa fuerza que de ella emana, la emoción cuando se unieron en el canto.

Esa tarde, en la Frankfurter Allee, cuando Ruvin Andrelevicius vio a Mika Feldman, con su puño en alto, clamando Rote Front, sintió una emoción muy profunda. Emoción absolutamente inadecuada a la personalidad de Jan Well.

Jan es agudo, seductor, lúcido, puede mostrarse visceral en la defensa de una idea, pero no un sentimental como aquel joven lituano, Ruvin Andrelevicius, que fue a Moscú, cinco años atrás, en busca del paraíso. Lo encontró, pero Ruvin ya no existe. El soldado 32, después de un largo entrenamiento, logró sepultarlo y, no sin dolor, hizo renacer de él a un eficiente agente de la GPU, la policía política soviética. Ahora Ruvin Andrelevicius es Jan Well, el hombre que reunió en Alemania a esos grandes hijos de puta renegados, perros traidores, enemigos del pueblo ruso y de Stalin, y los dividió en dos grupos, y los seguirá partiendo y debilitando hasta hacerlos añicos. Ésa es su misión. Para lograrlo, Jan se finge un traidor más, como Landau, Andreu Nin, Sascha Müller o Alfred Rosmer. Como ellos —ésa es su ventaja— se acerca y se distancia del PC y de Trotski, según convenga.

Jan Well no debió ir a la plaza, por mucho deseo que tuviera de palpitar esas grandes manifestaciones como aquéllas en las que Ruvin templó su espíritu. Lo importante es la convicción y la obediencia, no el deseo, le diría su mentor de la Policía Política Soviética.

Él había dicho en la reunión de Weding que no había que engrosar las columnas del KPD antes de que se produjera el cambio en la dirección. Pero no es grave cambiar de idea para Jan Well, se tranquiliza, de hecho es una de las bases de su personalidad, ya lo hizo varias veces en esos tres años en Alemania, él no es un necio, está abierto al debate de ideas, como le dijo a Etchebéhère camino a la Wagnerplatz: Fuiste tú, Hippolyte, quien me convenció en la reunión del miércoles de que había que ir.

Mika no parecía escucharlo, ya la ha visto otras veces fingir para que su marido no se dé cuenta de ese temblor que la sacude apenas lo ve. Estaba dándole a Etchebéhère sus razones cuando ella, contagiada de los ánimos de los camaradas, levantó su puño y gritó Rote Front con toda su fuerza.

Rote Front —respondió Ruvin, exaltado.

Por suerte Jan, que no en vano llegó donde llegó, supo poner coto a ese entusiasmo, y dijo: Tú tenías razón, Hippolyte, somos comunistas, Rote Front, más allá de lo que haga el Komitern, y Stalin, somos comunistas, Rote Front.

Pero cuidado, Jan, se advierte a sí mismo, esa mujer ruso-suramericana tiene la capacidad de encontrar, bajo las muchas capas de disciplina, a Ruvin.

Él tiene una importante misión que cumplir y no puede exponerse. ¿Está claro?, se pregunta a sí mismo el exsoldado 32. Sí, lo está, responde en la piel de Jan Well, con la certeza de su responsabilidad en la historia.

Podíamos haber sospechado aquella tarde que lo descubrimos en una de las manifestaciones del KPD, aunque también nosotros estábamos ahí, y miles de camaradas más.

Que estuviera en la Wagnerplatz contradecía la posición que había tomado en la última reunión de Wedding. A Hippo le sorprendió más que a mí, que no le creía nada, mucho menos la absurda excusa que dio: que habíamos sido nosotros quienes lo convencimos.

Sin embargo, en la Wagnerplatz, su presencia no me disgustó como otras veces. Con su puño en alto, y el Rote Front, había en Jan Well una convicción, una verdad que nunca le había visto. También a Hippo le llamó la atención.

Pensamos que debíamos averiguar más sobre el camarada Well, pero pocos días después se anunció lo de la Bülowplatz, y ya nada más importó. En la reunión del grupo Wedding sólo se habló de lo que habría de pasar si los nazis lograban su cometido.