17. Perigny, 1977

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Perigny, 1977

A Guillermo Núñez la idea de vivir en Perigny, un pequeño pueblo a unos 25 kilómetros al sudeste de París, lo tentó de inmediato. En principio se instalaría en la casa de Juan Carlos Cáceres, el músico que creó el quinteto Gotan donde Guillermo toca el contrabajo. Después, ya vería.

Le habían dicho que en Perigny residen pintores, escultores, artistas, músicos. No podía imaginar que esa señora mayor que regaba lirios y amapolas en un jardín vecino había sido capitana en la Guerra Civil.

Bonjour, madame, sonrisa, y seguía bajando por la Rue Paul Doumer, pero esa mañana, que Guillermo estaba de tan buen humor, se animó a una frase simpática sobre las flores, en un francés aún torpe, merci, pero no se esfuerce con el francés, che, que entiendo castellano, qué sorpresa, qué alegría encontrarse con una argentina allí, en la misma calle en la que él vive, qué extraordinario. Y ella, ojos como luciérnagas, una voz rotunda, cadenciosa: ¿Le parece algo tan relevante ser argentino, una especial suerte?, una voz joven, que no correspondía a esas canas, a ese cuerpo marcado por los años. No, por cierto, él no es de los porteños que piensan que somos tan especiales, la risa cómplice, pero igual da gusto encontrarse tan lejos con alguien de allá, claro que sí, acordó Mika.

—¿Un cafecito? —lo invitó—. ¿Un mate? —tampoco la mirada ni su gesto divertido parecían tener su edad.

—Encantado.

Mika no le preguntó qué hacía en Francia, y eso a Guillermo lo hizo sentir cómodo (aunque ni falta que hacía, qué podía hacer un joven músico argentino en Perigny, así, de golpe y porrazo, en 1978). Esa tarde, curiosamente, hablaron de rock and roll, de los Rolling Stones y de Led Zeppelin, a Arco Iris Mika no lo había escuchado —él le llevaría una cinta—, pero sí a Spinetta, y por supuesto a Magma, un genio Christian Vander.

Ya esa primera charla lo dejó asombrado, Mika, con sus setenta y pico, conocía casi tanto de rock como Guillermo. En los días siguientes, habría de comprobar que esa mujer tan peculiar también sabía de pintura, y de literatura, y de política, y de plantas y de gatos, y de teatro, y de armas, y no digamos de historia. Estaba absolutamente informada, y su sabiduría sobre los seres humanos era inmensa, Guillermo nunca había conocido a nadie como Mika Etchebéhère.

Aquella charla se prolongó en otras, un té con torta, un vino, un caldito de verduras, las cerezas que ella había recogido de su propio cerezo. Sentados en la terraza o en el salón de la casa de Mika, en lo alto del valle, gozando de esa magnífica vista, intercambiaban sus impresiones sobre los más variados temas, y poco a poco, de la opinión al relato, fueron desgranándose las confidencias.

Su casita se la compró en los sesenta, le cuenta Mika, pero mucho antes, ella ya tenía su lugar en Perigny, en La Grange, la casa de los Rosmer. No se imagina Guillermo las personas maravillosas que ella ha conocido a lo largo de… ¿cuántos años ya? Fue a pocos meses de llegar a Francia. ¡Cuarenta y siete! De Alfred y Marguerite Rosmer ya le ha hablado el otro día. ¿Recuerda? Ellos estaban relacionados con militantes de distintos países que, cuando pasaban por Francia, se reunían con ellos.

Mika se cuelga del brazo de Guillermo y van caminando hasta donde estaba La Grange, y evoca las largas conversaciones con los Rosmer, las reuniones con los camaradas del grupo Que Faire, los dulces que hacía Marguerite con las frutas que recolectaban, la calidez con que siempre la acogían, sobre todo cuando Hipólito se enfermó gravemente.

Vivían con un auténtico sentido comunitario, había una cajita donde se guardaba el dinero, uno ponía lo que podía y tomaba según sus necesidades. Y llegaron a ser unos cuantos en algunos momentos. Jamás hubo un problema, nunca hubo que dar explicaciones.

Se detienen en una esquina: En esta casa que estás viendo ahora se discutieron los grandes hechos históricos del siglo XX. Aquí se dieron cita mujeres y hombres de la Tercera Internacional, y aquí, en esta casa, se fundó la Cuarta Internacional en septiembre de 1938. Alfred Rosmer no participó de la reunión, sólo les prestó la casa. Él había estado ligado a Trotski desde la época de la Gran Guerra, y aunque sus posiciones políticas se distanciaron nítidamente a principio de los treinta, fueron muy amigos toda la vida. Los Rosmer fueron a visitar a Trotski y a su mujer, Natalia, en el exilio en Turquía, y más tarde se hicieron responsables de Sieva, el nieto de los Trotski, que vivía en París, y lo llevaron a México.

—¿No fue Rosmer quien metió al asesino de Trotski en su casa en Coyoacán? —pregunta Guillermo, excitado—. Yo escuché a un periodista español que está haciendo una investigación.

—No, no fue así, es una interpretación torcida de los hechos, ya se lo dije al periodista, debe de ser el mismo, que me entrevistó para la televisión española. Cierto que los Rosmer conocieron a Ramón Mercader en México; también Natalia, su mujer, lo invitó a su casa, pero no podían sospechar que ese hombre lo iba a asesinar, era o fingía ser el novio de una estrecha colaboradora de LD.

—¿LD?

—Liev Davidovich Trotski, LD lo llamaba siempre Natalia. Conversé mucho con ella cuando vino a París. Habían pasado años de la muerte de su compañero, y era como si estuviera vivo, siempre con ella, en la lucha que signó sus vidas.

—Como vos con Hippo. El otro día, cuando me contabas los trágicos acontecimientos que vivieron en Berlín, tuve la sensación de que él está acá, a tu lado, con su inmensa frustración por la derrota del proletariado alemán, como si Hitler acabara de subir al poder, como si estuviéramos en 1933 y no en 1978. Y no te digo nada cuando me hablás de esos paseos por los barrios parisinos, tomados de la mano, los cafés de Montparnasse, la buhardilla, tenés treinta años y estás tan enamorada de él como entonces. Qué envidia me das.

La va a hacer llorar con esos comentarios, Guillermo, a ella que es tan dura, como piensan algunos. Mika se ríe con ganas, por suerte él la cazó de entrada. Y ahora que la escuche, ya le contará otro día lo que sabe sobre esa historia de México, ahora quiere seguir con La Grange.

Esta casa, donde hasta las muros y las flores eran antifascistas, fue ocupada por los alemanes durante la Segunda Guerra, esquilmada, violentada, saqueada, los libros quemados, los muebles destruidos, el piano destrozado. Los nazis se ensañaron con La Grange, como si supieran todo lo que allí se había planeado contra ellos, cuánto los odiaban sus habitantes. Pero en 1946, los Rosmer y Mika se reencontraron en Francia, y juntos reconstruyeron esa casa que tanta historia atesoraba. La Grange volvió a tener libros, y cortinas, y cuadros, otros, tan buenos o mejores, y su máquina de escribir, y plantas, se pobló de voces, de entusiasmos, de pasiones, porque, pese a todo lo que nos había sucedido, nosotros seguimos creyendo.

—Eso tenés que aprender, Guillermo, no me gustó nada lo que dijiste hoy, ¡a tu edad!, siempre hay una razón por la que luchar, un sendero que recorrer y un objetivo que alcanzar.

En fin, ya hablarán. Ahora le contará de esos años, los cincuenta, cuando se reunían con André Breton, Benjamin Péret, y los exiliados españoles, Andrade. ¿Le habló de Juan Andrade? ¿Y de María Teresa, su mujer? Y de Andreu Nin. ¿Sabés lo que le hicieron a Andreu Nin? ¿Y a Kurt Landau? Katia, su mujer…

Del matador de indios de los años veinte en la Patagonia a su querida amiga Simonne Kahn, y la galería que reunió los surrealistas en los cincuenta, de Katia Landau en la cárcel de Barcelona a los compañeros de Insurrexit en Buenos Aires, Arden Quin, Julio Cortázar, Leon Trotski, su amiga brasilera Bluma, Jean-Paul Sartre, Alfonsina Storni, Jorge Amado, Copi. En los paseos por el borde del Yerres, en la terraza de la casa de Mika, iban desfilando ante Guillermo los personajes de su vida, trozos de tierra y pasto fresco, coloridos y vivos en su relato, pequeñas historias, la Historia del siglo XX.

Luego fueron esos viajes en auto de Perigny a París, y de París a Perigny que le demandaba la imprenta en la que Guillermo trabajaba —una manera de redondear el magro presupuesto de músico—, Mika de copiloto, comentándole las noticias que había leído en cuatro periódicos o escuchado por la radio. Y las visitas que Mika le hacía los fines de semana, cuando todos se iban de la imprenta y Guillermo quedaba solo, dueño y señor de aquel lugar donde vivía, una granja del siglo XVI, que llamaban château en Perigny. Alucinante, allí Mika le habló de cuando fue corresponsal de Radio France en Montevideo, durante la Segunda Guerra Mundial, y de la revista Argentina Libre en la que trabajaba en Buenos Aires, de la cálida amistad con Pepe Bianco, de la revista Sur, de lo que le pasó en Mayo del 68 con ese agente de la policía, qué gracioso. Y mientras se ocupaba de las rosas, los lirios y las amapolas de su jardín, ese cuadradito verde que Mika había convertido en una sucursal de Versalles, como al pasar: ¿Guillermo iba a salir con esa chica que le presentó el otro día en la casa de los Marino? A Mika le resultaba agradable, en cambio la otra, la que llevó al château no, ella no quería meterse en su vida, pero francamente, qué podía hacer Guillermo con una mujer tan superficial, es que los hombres, aún los más lúcidos, en algunos momentos no piensan, o con qué piensan no se sabe.

Una tenue, fina, leve malla de palabras, afectos y complicidades se tejió entre ellos. Una malla que les permitió sostenerse, cuando las adversidades, los problemas, tan distintos los de uno de los de la otra, los asolaban. Un rinconcito de ternura, de reflexión, de aprendizaje, de paz, que supieron preservar en las distintas circunstancias de sus vidas.

De la Argentina, Mika y Guillermo no hablaron hasta pasadas algunas semanas, apenas rozarla, porque dolía. A los dos. Mika había elegido dejar la Argentina muchos años atrás, la primera vez con Hipólito, la segunda, sola, cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, que ella pasó en Argentina. Pese a las duras condiciones de vida en la Europa de la postguerra, desatendiendo los consejos de sus amigos argentinos, Mika decidió volver a Francia.

En París había sido tan feliz con Hippo… Mika escribió muchos artículos sobre la vida cultural de París, exposiciones, libros, teatro, a veces sobre las calles, sobre los cafés.

Una sonrisa pícara y baja el tono de su voz: en verdad era Analía Cárdenas la autora de esos artículos que se publicaron durante años en un periódico de Río de Janeiro. Bluma, una queridísima amiga brasilera, le consiguió ese trabajo; su pareja, Sam, era un destacado periodista. Fue un trabajo muy interesante, el París cultural de los cincuenta era espléndido, y le dio de comer. Mika ceba otro mate, ¿querés?, y se queda en silencio, perdida en algún recuerdo que le arranca una sonrisa: aunque a veces tenía conflictos con Analía, ella era mucho más abierta que yo, lo que era imprescindible para la columna, y me rompía los papeles cuando yo me ponía muy dura con un autor por alguna actitud que yo juzgaba reaccionaria o frívola.

La intriga gana a Guillermo: ¿Quién era Analía Cárdenas?

La risa explota: Yo misma pero con una personalidad diferente, Analía Cárdenas es mi seudónimo. Una experiencia muy interesante.

Guillermo quiere leer los artículos ya. ¿Los conserva? Sí, tiene algunos, le dará el que escribió sobre el café que tanto le gusta a Guillermo, Le Dôme.

Fue en Le Dôme donde me encontré en 1995 con Guillermo Núñez. Tal vez porque no grabé sus palabras, como en otras entrevistas, dejé registrado en mi cuaderno la impresión que me dejó aquel encuentro.

Tenía un brillo en su mirada cuando recordaba aquellas charlas, lo que le contaste de tu vida, las discusiones ideológicas que los enfervorizaban, los viajes en su auto, los consejos que le dabas, alguna que otra pelea, esa amistad entrañable que los unió durante más de veinte años. No parecía estar evocando el encuentro de un joven músico con una anciana con personalidad. Habías muerto tres años atrás, nonagenaria, pero en su tono de voz, en su mirada, estabas viva, eras una mujer fascinante, maravillosa, sin años. Una de esas personas que marca un antes y un después en la vida de un hombre.

—Fue una historia de amor —habría de reconocer Guillermo catorce años y muchas charlas más tarde, en 2009—. Un amor diferente, especial, no el de una pareja, por supuesto, pero sí el de un hombre y una mujer. Una mujer magnífica, como fue hasta el último día de su vida, de una coherencia extraordinaria. Y tan bella.

No era Guillermo quien tenía el cuaderno que escribiste en Alemania ni ningún otro, él no tenía ninguna idea de adónde habían ido a parar tus papeles, pero fue en Le Dôme, cuando Guillermo me habló de lo que le contaste de Berlín, y del escrito de Rústico, basado en aquellas notas que tomaron, cuando me prometí no cejar hasta encontrar tus papeles.

Y los encontré.