16.París, 1931

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París, 1931

Lo leyó en algún cuento: a los príncipes los reciben con alfombras rojas. Hippo y Mika no son príncipes ni quieren serlo, pero ahora, mientras caminan sobre este bellísimo tapiz de hojas rojizas y verdes que París ha tendido sobre sus calles y sus muelles para recibirlos, Mika no puede menos que sentirse halagada. París los acoge en toda su belleza, y los invita a disfrutarla.

Bienvenue, ma belle —juega Hippolyte—. Seremos muy felices juntos. Como si él mismo fuera París, la estrecha fuertemente entre sus brazos.

Conocí París, envuelta en los colores mágicos del otoño, la fascinación que me produjo esa ciudad no habría de extinguirse nunca. París fue mi elección, mi refugio.

Nosotros veníamos de España, con la desilusión de ver cómo la República burguesa reprimía por las calles a quienes exigían que se cumplieran las promesas republicanas. Pasamos todo el verano de 1931 en Madrid. Cuánto nos conmovió el pueblo español. Nos calentamos el corazón al fuego de aquellas manifestaciones tumultuosas que reclamaban la separación de la Iglesia y el Estado, y comprobamos que la Guardia Civil de la República ya sabía dar palos como cualquier policía veterana.

En octubre, viajamos a Francia. El proyecto era consagrarnos durante un tiempo exclusivamente a nuestra formación cultural e ideológica. Un lujo que nos podíamos permitir con lo que habíamos ahorrado en la Patagonia y que habríamos de aprovechar al máximo. Después iríamos a Alemania, donde la lucha parecía más probable, pero antes queríamos prepararnos lo mejor posible y contactarnos con organizaciones políticas y sindicales.

Francia nos dio mucho más de lo que nosotros podíamos imaginar. Allí estudiamos como nos habíamos propuesto, conocimos a quienes buscaban lo mismo que nosotros, nuestros grandes amigos, los Rosmer, René Lefeuvre y tantos otros, dimos largos y maravillosos paseos, maduramos en varios sentidos. Y vivimos intensamente.

Todo le fascina en París. Colores, sonidos, formas y sabores. La gente. Techos y patios, cielos rosados, azules, plateados, violetas, rojos y negros, las discusiones, esas callecitas de ensueño del Quartier Latin, los teatros, el mercado, la pronunciación de la erre y las nasales, los Jardines de Luxemburgo, los libros, los cuadros y las esculturas, pensadores y artistas de todos los rincones del mundo, los quesos, los cafés, los castaños, el Louvre y tantos museos, el Sena con la magia de sus péniches, sus puentes, sus muelles, y los excitantes bouquinistes, esos puestos de libros viejos, donde pasan horas curioseando.

«París está hecha para vagabundear, para gozar, para aprender. Para amar», escribe Mika en un cuaderno que ha forrado con papel araña color azul.

Cuaderno azul, así lo llamo, aunque no quedan más que la palabra azul, mis notas, y algunas fotocopias desleídas. El cuaderno que escribiste entre 1931 y 1933 lo perdí hace muchos años, cuando se lo devolví, junto con los otros documentos, a Guy Prévan, a quien se los confiaste.

No me desalienta la trama deshebrada y plagada de agujeros de tus escritos. Entre crónicas de lo que viven, comentarios de libros, descripciones de monumentos y paisajes, listas de tareas y recortes de periódicos, me iluminan esos rincones de luz, donde das cuenta de París con la minuciosidad de los pintores flamencos que tanto te conmovían. Me instalo cómodamente sobre los almohadones mullidos de tus palabras y disfruto de la vista que me regala la ventana de la buhardilla de la Rue des Feuillantines, donde te instalaste con Hippo: los magníficos castaños del Val-de-Grâce, el mazo de techos de zinc, muy brillantes, plateados, las parejas paseando por el Boulevard de Port-Royal, la cúpula clara del Observatorio, y ese ancho cielo de París apoyado en tres esbeltas chimeneas. Desde sus renglones me llegan, nítidos, el canto de aquel jilguero enamorado, el cuchicheo de los mirlos que han acampado como una banda de gitanos, el arrullo de las palomas, el griterío con que acatan sus pleitos los gorriones. Y hasta puedo escucharlos a ustedes rugiéndose amor al compás de los gatos de la terraza vecina.

Me deslumbra la vida que llevaban, esa vida depurada, rica, libre y comprometida, única, ética y bella, la vida de las ideas, de las emociones, de la pasión compartida por un mundo mejor. Los veo tan felices en el cuaderno azul…

Para formarse, esta ciudad es un paraíso. Museos, bibliotecas, la universidad, cursos y conferencias, debates.

Apenas deshechas las maletas en la luminosa buhardilla del Quartier Latin, y ya Mika en La Sorbonne. Monsieur Schneider, un orador de la clásica escuela francesa de arte, le descubre todo sobre el nacimiento del paisajismo. Un público muy heterogéneo llena la enorme sala del anfiteatro Richelieu: alemanes, ingleses, yanquis, sudamericanos.

Buscar a Henri Barbuse (con quien habían intercambiado un par de cartas en la época de Insurrexit) los conduce al grupo Amis du Monde, que apoya su revista. Y con ellos se abren nuevos caminos: cursos sobre marxismo y economía, escuchas atentas, debates sobre la obra de Lenin, el imperialismo, o la concepción de la economía soviética en Rosa Luxemburgo.

Apasionante el debate entre un economista y un filósofo, no tanto por las teorías y controversias de los oradores, sino por esos bravos muchachos del público, que ponen verdes a ambos. Es notable con cuánta pasión y con cuánta altura se discute, cómo los adversarios se escuchan. Hippolyte Etchebéhère (ha vuelto a usar el nombre con que lo llamaba su familia) los asombra con su lúcida intervención hasta tal punto que las preguntas luego se dirigen a él. Extraordinaria la claridad con que responde.

Y qué francés el suyo, impecable, Je suis fière de toi, le dice Mika más tarde en casa, a ella no le extraña que el economista Lucien Laureat le haya pedido que colabore con él en la corrección de la edición de El Capital. Es brillante su muchacho.

Hippo estudia con rigurosidad, como siempre, pero está distinto en París. Los dos han cambiado, ¿será porque hablan en otra lengua? Es raro después de once años de hablarse, de amarse, en un idioma, pasar a otro. Como darse permiso para ser otros, para conocerse de una manera distinta, para renovarse.

Él le enseñó francés en la Patagonia, le sería útil para leer y cuando viajaran, pero desde que llegaron a París le habla en francés todo el tiempo: es necesario que Mika domine cuanto antes la lengua. Una frase nomás en castellano, pide ella, y él que nada, ni una, y esa sonrisa pícara, nueva: Si no me lo dices en francés, no te lo doy, ligero, provocador, disfrutando del juego que ha inventado, y Mika también. No es del todo cierto si lo dice en francés, una travesura señalarlo, tocarlo y repetir esa palabra que, qué curioso, nunca la dijo en castellano. ¿Por qué habría de necesitarla en francés? Es esta nueva situación amorosa la que lo necesita, una apuesta distinta.

Je suis tombée amoureuse de toi. ¿Caí enamorada de vos? —traduce literalmente, juega—. Estoy loca por vos.

—Qué suerte —festeja Hippo riéndose—. Ya era hora, después de once años.

Qué bueno crecer, cambiar, formarse, y al mismo tiempo llevar vida de estudiantes, estimulados por ese entorno de militantes internacionalistas, discusiones, un cambio que se impone cada día más para un mundo mejor, y esa corriente de amor y energía que circula entre ellos dos.

Hippolyte y Mika están aprendiendo mucho, no sólo en los cursos y en los libros, sino con la gente que conocen en todos lados, en las bibliotecas y en los mítines del partido, por la calle, en el mercado, en el correo, y hasta en el metro.

Las estaciones del metro de París por la noche son reveladoras. Mucho han hablado de la miseria con los compañeros de Insurrexit, con los del PCO, entre ellos; en la Argentina Mika pudo pensarlo pero es en los andenes repletos del metro de París, y en las calles con gente durmiendo en los portales, donde pudo palparla.

La nieve, tan bella pero tan cruel, es casi la muerte para quienes no tienen donde cobijarse. En los bancos de las estaciones de metro se aprietan las figuras desoladas de desocupados que intentan dormir, los que llegan temprano pueden apoyar la cabeza sobre la pared metálica del aparato de los caramelos Tissot y así conciliar el sueño, los otros, sobre el duro banco sin respaldo, doblados, con la cabeza en las rodillas. Algunos conservan aún el porte de cuando trabajaban, la ropa decorosa, la cara afeitada, otros llegan con la barba crecida y el traje polvoriento de los desocupados. Los hay de todas las edades. El hombre con quien Mika conversó debía de tener casi setenta años, la espalda encorvada, un abrigo que clareaba en los codos, un metro de carpintero asomando de uno de sus bolsillos y una mirada que hería de sólo ver su desamparo.

Es un privilegio, piensa Hippolyte, regresar a casa en estas noches de intenso frío. Y estar allí, conversando con su compañera, una mujer que le gusta tanto, o quizás más que el día que la conoció. La buhardilla parece ya una casa de verdad, con esas repisas, que él mismo fabricó, que les sirven de mesa, escritorio y biblioteca, la manta de lana de oveja que se trajeron de la Patagonia, las paredes embellecidas con los pósters que Mika consiguió en el museo, y el fiel Mefisto —como llaman a la salamandra— que irradia tanto calor con unas pocas bolas de carbón en el vientre.

Arde lindo, Mefisto se ha contagiado de él, lo provoca Mika, las mejillas encendidas, y esa luz nueva en su mirada que a Hippolyte le produce una dulce ebriedad, deseo.

Está diferente su Mikusha en París, más… atrevida, más sensual.

También él ha cambiado, reconoce, como si ese permanente estímulo intelectual, sensorial, cultural que reciben hubiera abierto entre ellos nuevos senderos: que es con ella con quien se mimetiza Mefisto —le responde—, la verdad es que con los dos.

Tiene toda la noche por delante, la vida entera, pero la quiere ya. J’ai envie de toi.

La risa que salta, una mano que se extiende, apenas ese leve contacto, y sí, otra vez va a estallar aquello en lo que se enroscan y se desesperan y se funden y se confunden para recuperarse luego únicos, íntegros, grandiosos y pequeños, humildes y poderosos, tiernos, fuertes, en paz.

Pero es la segunda vez en cuatro meses que la salud de Hippo amenaza esa maciza felicidad. Esa tos, ese resfrío, esa delgadez, que descanse, por favor, le pide Mika, no debería llevar ese ritmo. Estudia demasiado, desde las ocho de la mañana hasta muy tarde por la noche.

—Si me muero —bromea—, que sea después de conocer a fondo a Marx.

Un frío reptando por la espalda de Mika, de acuerdo, que estudie, pero luego las nebulizaciones, y a la camita, sus mimos son más eficaces que los remedios de la farmacia.

Las dos semanas que tienen que pasar encerrados porque él no para de toser, Mika se promete inventar lo que sea para que se mejore. En principio no le permite salir, ella le lee en voz alta los libros, René Lefeuvre y los camaradas de Amis du Monde llevan la discusión a la buhardilla. Como ya es costumbre, los viernes Alfred Rosmer cena con ellos, antes de ir a su trabajo nocturno de corrector. Es tan estimulante para ellos conversar con los Rosmer…

En el mismo año que llegamos a Francia conocimos a Marguerite y Alfred Rosmer, que habrían de ser tan importantes para nosotros. Más que amigos, una antorcha, un camino, un refugio, la familia que elegimos. Ellos eran mayores que nosotros, tenían una interesante experiencia de vida y militancia y, de algún modo, nos adoptaron.

En La Grange, su casa en Perigny, conocimos a un grupo de militantes internacionalistas que habrían de jugar un certero papel en los acontecimientos históricos que se avecinaban. Varios de ellos murieron pocos años más tarde, fieles a la convicción que guiaba nuestro destino: una sociedad más justa. Nosotros lo sabíamos, habíamos dejado nuestra tierra para buscarlo, pero fue estar con ellos y sentir que, aunque nuestros orígenes y nuestras historias fueran diversos, compartíamos un mundo y que no había que dejarlo abandonado a su suerte. Nosotros podíamos cambiarlo. En verdad lo creíamos. Apasionadamente.

Mayo. Nuevos perfumes en el aire, sol maravilloso, aire tibio, por fin la primavera tras tantos meses de frío y enfermedad. No sabe cómo, no se dio cuenta, distraída como está entre clases, paseos, libros, discusiones, pero esta mañana, después de diez meses de llegar a París, a Mika le sorprende le bonheur (porque es le bonheur y no la felicidad). Varias razones: Hippo ha ganado unos kilos, ya casi no tose, ha terminado de leer L’éducation sentimentale de Flaubert, es posible que en agosto puedan conseguir por muy poco dinero una casa en el campo, en Saint-Nicolas-la-Chapelle, y le printemps reventando en los castaños del Val-de-Grâce, flores rosas y blancas, erguidas y resueltas. Parece mentira, esos árboles tan grandes y serios hasta hace nada, y ahora llenos de flores.

—Ahora comprendo el inmenso lugar que la primavera ocupa en la poesía europea. En nuestra tierra la naturaleza no se duerme tan profundamente, tan definitivamente en el invierno —le dice a Hippo en francés, y lo piensa en francés—. En primavera, todo se transforma de tal modo que es como si el mundo renaciera.

También bonheur podría llamar a eso cálido y como de algodón que invade a Mika, dos meses más tarde, en el baño de La Sorbonne, cuando comprueba, por enésima vez que no hay mancha alguna, que no es la regla, no, nada, y en lugar de qué problema, qué drama, esa imagen de bebé colándose, insolente, un bebé precioso, el hijo de Hippo y de Mika, una emoción tímida que crece, curva y líquida, como una ola, y se deshace sobre la arena tibia de su cuerpo. Le cuesta seguir el discurso del profesor. ¿Un hijo? No, un hijo es un impedimento para la lucha revolucionaria, lo han decidido hace años, de común acuerdo: ellos no tendrán hijos. Pero qué lindo sería.

No lo hablará con Hippo, no lo quiere preocupar. Seguro que antes de salir de vacaciones, la próxima semana, se regulariza. No es nada, un simple atraso, se convence.

El sol del último día de julio entrando a raudales por la ventana, y ese desorden de valijas abiertas, revoltijos de ropa de verano todavía sin doblar y libros fuera de los estantes. Como si su buhardilla escenificara lo que Mika está sintiendo, ese conjunto azaroso de sensaciones contradictorias. La excitación por el viaje, la inquietud porque la regla aún no le ha bajado, culpa, alegría, temor.

Guarda con cierto apuro la ropa, algunos libros, el cuaderno, se sienta sobre la valija, no puede cerrarla, ha metido demasiadas cosas y no tiene suficientes fuerzas, que la cierre Hippo. Debería habérselo dicho, pero justo hoy que se van de viaje… Y qué le diría: ¿Creo que estoy embarazada, temo estar embarazada, me conmueve la idea de estar embarazada? No. No tiene sentido inquietarlo inútilmente, son apenas dos semanas de atraso, algo más quizás. Y otra vez, insensata, la imagen de un niño.

Para apartarla, va a la cocina, busca la cesta de mimbre, y prepara lo que llevarán para el viaje: pan, salchichón de Bretaña, manzanas y naranjas, el Beaujolais que le ha recomendado el tendero de la Rue Claude Bernard. Se lo dirá dentro de unos días, en Saint-Nicolas-la-Chapelle, cuando Hippo ya haya descansado, cuando los dos hayan descansado, a ella también le hace falta.

Un sueño estas vacaciones en la Savoie que comienzan dentro de pocas horas. Qué suerte han tenido: Nicole, una camarada que conoce la región, les propuso tomar un alojamiento a medias, en total 1200 francos, lo mismo que gastan en París. Los pasajes a precio reducido los compró el hijo de Nicole, después de más de seis horas de cola.

Al fin Hippo, que cierre por favor esa valija, ella preparará la cena.

El tren sale a las doce en punto. Mañana es uno de agosto y París dormirá la siesta, no habrá bibliotecas abiertas, ni cursos, ni reuniones.

En la Gare de Lyon, cientos de parisinos empiezan sus vacaciones: voces, humo, calor. Hippo lleva los billetes y camina delante de Mika con paso firme, llegan con tiempo de sobra pero quieren subirse cuanto antes al tren, dejar las valijas que pesan tanto. Ya hay cuatro viajeros en el compartimento, no habrá forma de dormir pero están contentos, Mika se recuesta sobre el hombro de Hippo y mira por la ventanilla. Parece otro París éste que se va de vacaciones, tan distinto del que se amontona en las estaciones del metro en invierno. Éstos son trabajadores, camino de disfrutar de un merecido descanso.

El sonido del tren que arranca, Hippo entusiasmado como un niño: Salimos, Mikusha, nos vamos de vacaciones.

La noche en tren es larga, su vecino de asiento ronca fuerte; por suerte Hippo, después de varias piruetas para acomodar sus largas piernas, se ha quedado dormido. Mika se levanta con cuidado. El baño. No, tampoco ahora. Esperará una semana y, si no hay novedad, se lo dirá a Hippo. ¿Cómo reaccionará? El movimiento del tren le produce una agradable modorra, y de la nada, la imagen del bebé.

¿Qué le pasa? ¿Será verdad que ser madre es la vocación natural de la mujer, su destino fisiológico? ¿Natural?, ¿qué está pensando? Tan natural la perpetuación de la especie como su vocación revolucionaria. Y un hijo es incompatible con la elección de vida que han hecho. La función reproductora no debe estar dirigida por el azar biológico, sino por la voluntad, se dice.

Nada de lo que piensa parece tener sentido. Lo que le sucede es más simple que todas esas elucubraciones: ahora ama a Hippo de una manera diferente, su cuerpo desea tanto el cuerpo de Hippo que le gustaría tener un hijo con él, prolongarse en un hijo. Una idea tan primitiva. Y tan de verdad que le está sucediendo.

Un chaparrón a las cinco de la madrugada, luego un sol radiante a las siete y el maravilloso lago del Bourget a las nueve se tragan el tiempo hasta mediodía.

Mika se ha dormido y ya están en la Savoie cuando se despierta, dulces los colores y las formas, las casitas acurrucadas en los valles, las aldeas grises y rojas, las cascadas de juguete.

Una semana ya. Mañanas de pleno sol sobre la terraza, un exiguo maillot por toda vestimenta, los ojos clavados sobre el terciopelo de los pinos en sombra, tardes de caminatas, lecturas, caricias. La piel bronceada y ese bienestar donde corcovea la inquietud.

Una semana ya. Y nada.

—Nunca he visto un día tan claro como el de hoy —le dice Hippo.

—No, cierto, nunca el cielo fue más puro, más azul. Azul, azul. Bajo este azul inexorable —dice Mika— todo es verdadero, todo se diseña en bordes nítidos, en contornos exactos, una ladera es una ladera, un árbol es un árbol. Esta tarde todo es verdad, todo es como es. Por eso… —Mika se interrumpe— quiero decirte…

Hippo sonríe, la acaricia: la Savoie está volviendo poeta a su morena. Él también quiere decirle algo. ¿Qué? Que está bien descansar, pero debemos ir a Alemania, Mika, es un momento crucial, ¿te das cuenta? La clase obrera mejor organizada del mundo, la más poderosa, y el nazismo que crece día a día.

Y en ese preciso momento, algo tibio y húmedo resbalando por su muslo, bajo el ligero vestidito de lino que compró en el Marché aux Puces.

—Ya vengo.

Mejor así, se dice en el baño, una punzada en el estómago, alivio y tristeza. Desilusión. Los ojos se le nublan mientras se lava y busca los paños.

—¿Qué pasa, querida? Te has puesto pálida.

Se lo contará a Hippo. Todo. Hasta esa ternura que le crecía al imaginar el niño, y esas fuertes ganas de llorar que tiene ahora por más que sea un alivio. ¿La comprende, amor? Claro que sí, por suerte se lo confió, no debió quedar ella sola con ese peso. Peso, pero también placer, porque sentí placer con la idea, Hippo. Deberían hablarlo más, ya sabe Mika lo que él piensa, pero si para ella es tan importante…

No, continuarán con sus planes, Mika limpiándose con fuerza las lágrimas. No quiere hablar más, quizás más adelante, ahora necesita descansar. ¿Se siente mal, amor? ¿Le duele? No es el malestar de la regla, es ese niño que no estaba, el llanto que se suelta, que nunca estuvo, qué tonta soy, pero que ya lo estaba queriendo de sólo inventarlo, y que no será. Nunca.

Que llore, sí, que llore cuanto necesite, la abraza Hippo.

Ese niño que no fue, que te inventaste aquel verano del 32, el hijo que no tuviste, lo lloraste en otros niños, reales, los que murieron en la guerra. Durante años borroneaste papeles, donde volvías insistentemente sobre lo mismo. La primera vez —y la única durante mucho tiempo— que te atreviste a contar algo sobre la guerra, te centraste en la muerte de un niño. «El niño guerrillero» titulaste el artículo que publicaste en 1945 en la revistaSur que dirigía Victoria Ocampo.

Para aquéllos que quieren encasillarte, otro dolor de cabeza. Si estabas a la izquierda de la izquierda, ¿cómo alguien podría buscar tu testimonio en la revista Sur, donde publicaban Borges y Bioy Casares? Allí te encontró Julio Cortázar, él también publicó en Sur. Y Pepe Bianco. Y Juan José Hernández, el querido Juanjo, nuestro amigo en común.

Dos meses después de aquellas vacaciones en Saint-Nicolas-la-Chapelle, las últimas que tuvimos, un tren nos llevó a Berlín. En la misma estación, Hippo me sorprendió con una frase en alemán que yo pude entender: Estás muy bella.

—Hablaremos en español entre nosotros —me comunicó—, será mejor para concentrarnos en el idioma alemán y poder dominarlo lo antes posible.

Hacía mucho tiempo que no escuchaba su voz en castellano y me encantó.

Hippo y yo cambiábamos de lengua según las circunstancias que nos tocaba vivir. Era necesario y a nosotros no nos faltaba disciplina. Tampoco era tan excepcional, ni extraordinario entre militantes internacionalistas.

En aquellas reuniones en Perigny hablábamos en diversas lenguas, si no se entendía lo que un compañero explicaba, siempre alguien traducía al francés, o al alemán, o al inglés o al español. Casi todos éramos políglotas, varios de ellos, como Andreu Nin, Kurt Landau, Alfred y Marguerite hablaban ruso, puesto que habían vivido en la URSS. Ni nos dábamos cuenta cuando cambiábamos de un idioma a otro, la pasión revolucionaria que nos unía saltaba cualquier barrera idiomática.