15
Moncloa, noviembre de 1936
Anoche Antonio se lo dijo a Mika: estaba muy preocupado, escuchaba un sonido por la derecha, frente a ellos, un sonido distinto, como si los fascistas emplazaran algo, de seguro cañones, ese día se decidiría la batalla. Pero la nota que le envió Ortega esa madrugada, de su puño y letra, no dejaba dudas: «El enemigo intentará abrir una brecha hoy, 25 de noviembre». Fue Mika quien se la llevó.
—Tenías razón, pero tú encontrarás la manera de detenerlos.
—Tú ya no serás enlace —le ordenó Antonio—. Te quedas en la trinchera. Irá Gabriel.
Morterazos a mansalva y ráfagas de ametralladora, el enemigo se ensaña. Antonio de aquí para allá, dando órdenes, que los dinamiteros levanten una barrera de bombas, que el cañón, los demás cuerpo a tierra, una mirada que no puede evitar se le escapa a ese preciso lugar de la trinchera donde está Mika. Un atroz sonido lo sacude, lo que temía: una tanda de obuses de mortero ha dado en la trinchera.
Llevaban más de tres horas de tiroteo cuando sucedió. Un inmenso estruendo y tierra, tierra, y más tierra.
Toneladas de tierra. Por todos lados, en la cabeza, en los pies, a los costados. Tierra por arriba, por abajo, alrededor. Abre la boca y tierra, intenta mover las piernas y tierra, los brazos y tierra. Morirá así, sepultada, a oscuras, sucia.
Mika aún puede pensar, su cerebro sigue funcionando, pero cuánto más. ¿Cuánto tiempo resiste un ser humano bajo la tierra? ¿Cuánto un pez fuera del agua? Todas preguntas sin respuesta, se dice, está mareada, muy mareada, hundiéndose.
El resplandor lo ciega. Los ojos de Antonio se abren paso en el humo y buscan a Mika. Un obús de gran calibre ha estallado y todo es confusión. Un enorme agujero, tierra amontonada, cuerpos aquí y allá. La pala. Vosotros, a cavar aquí, y vosotros por allí, rápido. La desesperación lo gana, debe estar en alguna parte, tiene que encontrarla.
—Mirad, es un tacón, el de Mika —grita Anselmo, y Antonio corre al sitio que señala.
—Cuidado —grita—, no tan fuerte, podéis hacerle daño. Soltad las palas, cavad con las manos, rápido. Despejad del lado de la cabeza.
Las manos nerviosas de Antonio tirando a un lado la tierra odiosa, la cara de Mika, sí, su bella cara cubierta de barro, le pone la mano en la nuca y la sostiene, el pañuelo que le extiende Anselmo, el barro que se despega de los ojos, de las mejillas, ella fría, muy fría, sangre en su nariz, rápido, los labios en sus labios, lo aprendió en el cursillo de primeros auxilios, se separa de Mika para aspirar aire, y ella tose, abre la boca, respira a grandes bocanadas, vive. Mika vive. Y él entonces la deja, no quiere que descubra la inmensa emoción que lo sacude. Los hombres a su alrededor ríen, festejan: Te has salvado, mujer, qué suerte.
A pocos metros, Antonio Guerrero, arrodillado sobre la tierra, la cabeza baja, llora. De alegría. Pero no dice ni palabra.
A Mika se lo contó el Chuni, que estaba conmovido con el comportamiento del jefe: Si no fuera porque él reaccionó a tiempo, estás muerta.
Antonio ya se había ido con los dinamiteros cuando ella lo buscó para agradecérselo. El zumbido en los oídos era fuerte, tenía náuseas y aún estaba mareada, pero no quiso tenderse en la camilla, que la guardaran para los heridos, ya se sentía bien, de veras. Se enderezó, estiró los brazos y las piernas y hasta hizo una pirueta graciosa para tranquilizarlos.
La vida después de la bomba era un regalo, ganas de reír, de correr, de dar vueltas, de respirar, de compartir con sus compañeros esa alegría desquiciada en medio del tableteo de las ametralladoras.
—Si no quieres ir al hospital, vete a la cocina con Bernardo —le pidió Pedro—. Adiós, guapa, los fascistas me esperan —y se alejó corriendo.
Mika le hizo caso. Le vendría bien descansar un poco, mojarse la cara.
—¿Quieres café? —le preguntó Bernardo.
—No, coñac.
Pero no podía quedarse allí sentada, mientras ellos en las trincheras. Se puso de pie y recorrió la cocina. Había olvidado aquel chocolate que les habían regalado la primera noche en Moncloa. Era exactamente eso lo que necesitaba: una misión. Nada mejor para aliviar los síntomas del ahogo. Y la perfecta excusa para acercarse a los milicianos, para alentarlos.
—Ayúdame a cortarlo en trozos —le pidió a Bernardo.
Los metieron en una gran bolsa, que colgó de su hombro, junto a la correa que sujetaba el mosquetón.
Bajo su máscara de polvo y humo, los hombres sonreían, más que por el chocolate, por la alegría de que estuvieras viva, Mika.
Te sorprendió la ternura con que te recibieron, aún los que menos conocías, todos parecían estar al tanto de lo que te había sucedido, y felices de que te hubieras salvado: Vaya suerte, qué alegría me da verte, qué coraje tienes, mujer, seguir en pie después de la que pasaste.
¿Fue entonces? ¿Fue la seguridad que te dio el cariño de tus milicianos lo que te permitió asumir tu lugar de mando? Porque fue en esa misma batalla.
Bien. Los dinamiteros apuntan eficaces a los morteros que los fascistas tratan de acercar a su posición. A Antonio no le asombra descubrir a Mika en la trinchera. Nada ni nadie detiene a esta mujer. Poco antes lo sorprendió en el parapeto con un trozo de chocolate.
—Gracias —le dijo, perturbado.
—Gracias a ti, Antonio, por la vida.
¿Qué ve antes Antonio?, ¿su sonrisa franca o el resplandor de una bomba?
—¡A tierra! —ordena a gritos mientras coge a Mika de la mano y la empuja hacia abajo—. Pégate a la cuneta —y fuerte, alto—: No moverse, no disparar. Sólo los dinamiteros.
Antonio Guerrero se desliza al lado de Mika en la trinchera. Las ametralladoras aúllan, a ráfagas constantes.
—Ya sé que no tienes miedo, pero igual, aquí estoy, a tu lado. Y te cuidaré.
No llega a escuchar la frase de Mika porque un casco de metralla le destroza la espalda. ¿Lo han matado?, ¿ahora? No, solo herido.
Una camilla, dice su voz, vas a estar bien, Antonio, y sus manos lo sostienen de los brazos mientras lo acuestan, como ayudándolo a irse. Un enorme agujero tibio dentro de él, quiere decirle que lamenta dejarla en este jaleo, pero no puede, algo le tira horriblemente en el pecho.
—Ya nos ocuparemos de echarlos —le susurra Mika adivinando. Y estampa en su mejilla un beso breve que le sabe a gloria.
Lo llevan. Antonio tiene los ojos abiertos y puede ver el cielo incendiarse otra vez. Está seguro de que resistirán. Y de que estuvo bien mostrar sus sentimientos.
Mika recibió un papel con un mensaje del mando: «Resistid hasta el final, salud y coraje».
Era algo tácito, nadie te había nombrado la segunda de Antonio Guerrero, nadie había dicho que lo reemplazarías, pero los milicianos esperaban tus órdenes. Y las diste. «En la guerra alguien tiene que mandar, y yo lo hice», le dijiste a Esther Ferrer, cuarenta años más tarde.
Tenías miedo, pese a esa temeridad que tanto impresionaba a los otros, el miedo nunca te abandonó. Pero hiciste frente a la situación. ¿Fue entonces, Mika? Cuando a gatas por las trincheras dabas coraje a los milicianos, verificabas las municiones, hablabas con los escuchas, pedías prudencia pero les llevabas aguardiente a los dinamiteros con una idea fija: había que resistir a toda costa. ¿Fueron esas horas las que te hicieron capitana?
Cinco tanques contra fusiles anticuados, bombas artesanales encendidas con un cigarro y un solo cañón. Llevaban cuatro horas más de durísimo y desigual combate cuando aparecieron los siniestros triángulos negros en el cielo.
—Todos al suelo, quietos —gritó Mika, justo antes de que estallaran las bombas—. Antonio Guerrero dijo que es muy difícil que una bomba caiga en la trinchera.
Sin embargo, no fue en la trinchera donde Mika se refugió, sino entre los árboles. Tendida en el suelo, oliendo a raíces y a resina, se puso a salvo de las primeras bombas. Si la mataban allí, al menos moriría al aire libre, pensó aún presa del horror de la tierra estrangulándola por todos lados. Apenas cuatro o cinco horas antes, parecía haber pasado una vida desde entonces. Estaba tan cansada. Mika se durmió profundamente.
Si fue cansancio o evasión poco importa, lograste sobrevivir, y tomar conciencia de que aquella situación no podía prolongarse. Siete horas de combate sin tregua era demasiado.
—Necesitamos relevo ya —le dijo al teniente coronel Ortega.
—Por supuesto, ya están llegando. Felicite de mi parte a esos bravos combatientes.
Varios milicianos tenían lágrimas en sus ojos cuando tocaron La Internacional. El honor de combatientes, sus heridos, sus muertos.
¿Fue entonces, Mika? ¿Cuando La Internacional sonó para homenajear a tu columna? ¿Cuando el comandante Ortega te dio la mano y te felicitó calurosamente delante de tus milicianos por tu heroica labor?
—El mérito es de Antonio Guerrero —dijo en voz alta, y ellos vivaron—. Y de estos valientes militantes del POUM.
En ese momento, o poco antes, en el hospital de Madrid, Antonio Guerrero murió.